Relato de ficción
A la soledad, COVID-19
Beatriz y Néstor trabajan en la misma empresa, tienen sesenta y siete años y ambos están solos. Pero son tan diferentes entre sí que es imposible que terminen juntos. Salvo que un día abran los ojos y el mundo que conocían haya cambiado de repente. Pero para eso, claro, tendría que pasar algo demasiado grave: un terremoto devastador o, quizás, una pandemia.
—Bety, ¿le pasa algo? —pregunta Néstor.
Están juntos en el ascensor, van al mismo piso. Beatriz desliza las manos por sus sienes, hacia arriba, como hace cada cinco minutos, igual que las mujeres de la tele: separa los dedos y empuja su pelo, para aparentar que el cabello tiene un volumen que ha perdido. Después, responde:
—Nada, Néstor, no te preocupes. Pero por favor tuteame y no me llames Bety.
Beatriz odia el diminutivo Bety e insiste para que le digan Bea, porque Bety, dice, «da vieja». «Atrasa», dice, y sus compañeros se cagan de risa y meten el apodo cada vez que pueden. Pero Néstor no lo hace para burlarse, Bety le parece amable, cercano, coloquial y cariñoso. Quiso hacer algo bien y le salió mal. «Soy un boludo», piensa, y se disculpa.
—Perdón, Beatriz, por lo confianzudo.
—Todo bien —dice ella—. No te preocupes, hay confianza, nos conocemos desde hace tiempo. Es que Bety me da abuelita, y yo todavía soy joven.
—Y hermosa —suma Néstor, y se sorprende de sus propias palabras y se ruboriza, igual que Beatriz, que además agacha la cabeza y aprieta los labios para evitar que se le dibuje una sonrisa, la primera en mucho tiempo.
Néstor está enamorado de Beatriz desde 1985, cuando abrió la empresa para la que trabajan. Beatriz entró como contable y Néstor como parte del equipo de seguridad. Hoy los dos son jefes, cada uno en su área.
Cinco minutos después, Beatriz llora sentada frente a la jefa de Recursos Humanos. Mientras acumula carilinas mojadas escucha que lo mejor es quedarse en su casa, que va a volver cuando todo haya pasado y que no tiene sentido ponerse en peligro. Tiene que recordar, le dicen, que está dentro del grupo de riesgo. Beatriz tiene sesenta y siete años y se lleva a las patadas con su edad. En la empresa dicen que se separó de su marido cuando el tipo cumplió cincuenta, porque lo veía viejo, y que nunca tuvo una buena relación con la única hija que tuvieron juntos, porque, según Beatriz, la hija le arruinó el cuerpo durante el embarazo y, según la hija, su madre nunca dejó de recordárselo. Lo del marido es mentira, mito de pasillo, pero lo de la hija es casi cierto, aunque también pudo haber sido un runrún mala leche y la pegaron de casualidad.
El esposo de Beatriz murió hace quince años, en un accidente de tránsito, pero seguían casados cuando ocurrió; y la hija se mudó a España a los dieciocho, bastante antes de la muerte de su padre, con la crisis eyectora de 2001, aunque es verdad que las dos mujeres de la casa nunca se llevaron demasiado bien. Beatriz disputaba con su hija, treinta imperdonables años más joven, un desigual concurso de belleza fogoneado por su marido, que disfrutaba generando la disputa. Algo de eso se le habrá escapado en una charla informal en la empresa, y el teléfono descompuesto hizo el resto.
Néstor entra a la oficina de Recursos Humanos cuando Beatriz va de salida. La ve llorando y le ofrece un viejo pañuelo de tela, con los colores gastados pero impecable. Beatriz lo rechaza con un ademán, y se mete en el baño a hacer algo con su cara, que después de tanta lágrima parece un cuadro de Jackson Pollock. Néstor guarda el pañuelo, entra y sale enseguida, tras escuchar y aceptar la misma orden disfrazada de recomendación. Néstor también tiene sesenta y siete años, pero a él la edad le da lo mismo. De joven estuvo a punto de casarse un par de veces, pero en ambas reculó. Y después de conocer a Beatriz nunca dejó que sus relaciones trascendieran las paredes de los telos donde concretaba sus levantes, le parecía un despropósito enseriarse con una cuando estaba pensando en otra.
Vuelven a cruzarse a la vuelta de la empresa, en la farmacia. Néstor llega en su auto a buscar paracetamol y alcohol en gel; Beatriz una tintura que logre imitar el color y tono negro azulado que le hacen en la peluquería cada quince días, y tape las canas que amenazan con ganar centímetros en su cabeza. Parados en la fila, respetando el metro y pico de distancia que les marca a ojo un empleado de la farmacia, Beatriz se disculpa con Néstor por la grosería de rechazar el pañuelo y, ahora sí, le agradece el gesto. Cuando salen, Néstor ve cómo Beatriz se acerca a la calle en busca de un taxi y antes de que pase el primero se ofrece a llevarla.
El trayecto por las avenidas vacías es un momento soñado para Néstor y una experiencia algo extraña para Beatriz, que —hasta este día— habría preferido llegar a su casa de cualquier forma antes que en el auto del jefe de seguridad.
En el camino, Néstor pone un noticiero de fondo que a ella le resulta pesadísimo, pero no dice nada, solo intenta imponer una conversación por sobre la voz del locutor. Hablan de la locura de lo que está pasando y se preguntan cómo seguirá todo esto y qué tan extensa será la cuarentena. Ella está preocupada por su futuro, dice que le quedan muchas cosas por hacer; Néstor, en cambio, cree que él ya ha vivido suficiente y solo se lamenta por los jóvenes.
Cuando llegan a la puerta, él busca un lugar para estacionar y así evitar que Beatriz se baje rápido por tener el auto en doble fila. Pero ella, de pronto, no está apurada por terminar la charla. Y para sorpresa de ambos, dice:
—Subí conmigo. Ya habrá tiempo para estar solos y encerrados cada uno en su casa, ¿no te parece?
A Néstor le parece, claro: no podría estar más de acuerdo. El departamento es luminoso, está pintado de blanco y cuidadosamente decorado. Todo luce tan moderno y sutil que él no se anima a moverse ni a tocar nada.
—Sentate donde quieras —dice Beatriz.
Él se sienta en el sillón más grande, sin apoyar la espalda.
—¿Te gusta la música? —pregunta ella.
—Sí, claro —dice él.
—¿Qué escuchás?
—No sé —duda Néstor e intenta parecer moderno—. ¿Charly García?
A ella jamás se le hubiera ocurrido. Saca una laptop, abre Spotify y deja Charly en aleatorio.
—¿Vino? —ofrece después.
—¿A esta hora? ¿Decís? —pregunta él, confundido.
—Cualquier hora es buena —dice ella—. Y si tenés ganas y sabés cocinar, también podés quedarte a cenar.
Él sonríe, sorprendido, y mientras Beatriz desaparece por una puerta, se para y recorre el living, que está sembrado de fotos de la dueña de casa en modo vacaciones, siempre sola. Hay ruinas históricas, cataratas, torres y playas. En estas se detiene Néstor, las que la muestran a ella en traje de baño. Acerca su cara a las fotos, sin levantarlas, y en esa posición lo sorprende Beatriz cuando vuelve con una botella de vino y dos copas. Él se incorpora, incómodo, y señala una de las imágenes.
—¿Eso es Miramar? —pregunta.
—Cancún —responde ella—. De hace dos años. ¿Fuiste?
—¿Yo? No —dice él, mientras acepta la copa que le tiende su anfitriona.
—Bueno, quizás algún día te lleve —dice ella mirándolo a los ojos, y él retrocede, un poco abrumado. Vuelve al sillón y bebe su vino en silencio. De golpe se puso nervioso.
Beatriz duda, pero finalmente da los tres pasos que la separan del sofá y se para frente a él.
—Nos olvidamos de brindar —dice, mientras se inclina levemente y apunta a Néstor con su copa.
—¿Y por qué brindamos? —pregunta él.
—No sé —sonríe ella —. ¿Por la cuarentena?
Brindan.
Después, sin decir nada más, ella lo empuja suavemente contra el respaldo del sillón, aprieta fuerte los ojos y le da un beso en los labios.