Los secretos que descubrí sobre el amor mirando comedias románticas
Fotograma de When Harry Met Sally. Columbia Pictures.

Folletín

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¿Las comedias románticas mienten? ¿Qué pueden enseñarnos sobre el amor Cary Grant y Katherine Hepburn? ¿O Meg Ryan y Kevin Kline? En este folletín de dos episodios, la guionista y escritora Melaina Stucchi nos proporciona todas las respuestas.

Nos conocemos hace tres horas. Estoy en Barcelona, en una disco que se llama Karma, situada en la Plaza Real. Es viernes a la noche. Él es catalán; yo, argentina. Llegué hace dos semanas, me voy en un día. Nuestra conversación es fruto de un accidente. Como es torpe (aunque todavía no lo sé) se le cae sin querer un cubata y me mancha el vestido. Me pide disculpas de todas las formas posibles y yo le hago el jueguito de hacerme la ofendida, de que va a tener que pagarme la tintorería, de que es el único vestido bueno que tengo, y me río.

A las tres horas estamos caminando para su casa. No hay tiempo para una segunda cita. Nos besamos un rato y, en confesión realista con conocimiento de lo que va a pasar, nos damos cuenta de que ninguno tiene preservativos.

En Barcelona no hay kioscos, o por lo menos yo no los conozco, y estamos buscando una farmacia de turno a las cinco de la mañana. Pienso: este chico la pone poco. Pero como nos divertimos más que si ya estuviéramos en su cama, supongo que está todo bien. En nuestra travesía en busca del condón de la felicidad vamos hablando de series. Somos fanáticos de The Sopranos, le digo que justo el día antes de viajar di una clase sobre Tony Soprano y el mapa de personajes de la primera temporada. Me cuenta que vio Okupas, la serie argentina, que le gustó mucho. Me resulta extraño. Que conozca a Cortázar es normal, que hable de cronopios y famas o de la Maga no me sorprende. Pero, ¿cómo llegó a Okupas? Por Espoiler, el blog de Casciari. Para cuando encontramos la farmacia ya descubrimos que los dos vimos todas las temporadas de Curb your enthusiasm, entre otras tantas pequeñas coincidencias que, una semana después en Buenos Aires, cuando me dé cuenta, se volverán perturbadoras.

La despedida al día siguiente es normal. Somos personas racionales del siglo veintiuno, no creemos en el amor a primera vista. Me pide alguna forma de quedar en contacto. Le paso el facebook, me agrega, nos damos un pico y me dice que se alegra de que se le haya caído el cubata. Aclara que no literalmente. Sí, ya entendí.

Entonces, estoy en Buenos Aires. Y él sigue en Barcelona, claro. Nos mandamos algunos mails. Me cuenta que descubrió que frente a su casa hay una farmacia abierta las veinticuatro horas. Le digo que en nuestra frase, en lugar de París, podremos decir que siempre tendremos una farmacia de turno. Hablamos seguido, pero él siempre es reservado, correcto, no demuestra sentimientos. Cada nuevo mail es un desafío para conquistarlo. Contarle una historia que lo seduzca. Me empiezo a sentir como una Scheherazade de la era tecnológica. De a poco —con palabras, un océano en el medio y la conjunción de un catalán serio y meticuloso que calcula sus riesgos y esto que soy yo— algo se va formando.

Hasta que encuentro un plan. Voy a volver Barcelona, pero no por él. No directamente. Si le digo eso, se muere antes de que llegue a subirme al avión. Voy a inventar que Casciari me pidió un texto para su revista, voy a decirle que me llamó para que escribiera una historia (de amor, por ejemplo) y con eso voy a tener una excusa para ir. Y cuando se lo cuente va a alucinar, le va a parecer una historia hermosa. Perfecto. Un plan redondo. ¿Cómo? ¿Que es muy hiperbólico que Casciari me pida una historia de amor, por ejemplo, y que para eso tenga que viajar a Barcelona solo como excusa para tener una segunda cita? ¿Que la gente normal lo que hace es mandar un mensaje de texto, un mail? ¿En serio? ¿Tan aburridos? Pero estamos hablando de amor, ese sentimiento que mueve al mundo, que nos hace trascender, que nos da energía para todo lo demás. ¿No importa? ¿Que en lugar de mandar un mensaje de texto la gente llama desde un teléfono anónimo para asegurarse de que del otro lado atiendan? ¿De verdad? Pobres, ellos se lo pierden.


Si de verdad tuviera que escribir un texto para Orsai (de amor, por ejemplo), tendría que empezar desde el principio. Porque, ¿qué sé del amor? Como dijo Hemingway o Carver o alguno de ellos: escribe solo sobre lo que sepas. Empiezo por indagar en mi corazón, apelo a la famosa memoria emotiva de Stanislavsky.

A los catorce años fui por primera vez de vacaciones sin mis padres, con dos compañeras de colegio. Íbamos custodiadas por la madre de una de ellas, pero fue lo más cercano a una fiesta estudiantil por aquellos días. El destino: San Clemente. Lo sé, poco glamour. Podría cambiarlo por Villa Gesell, que tiene un poco más de onda. Pero no, fue San Clemente. Ese fue el escenario en donde sucedió lo que viene a continuación en mi recuerdo.

Estábamos en un pub, un cuarentón de rulos hacía covers de Vox Dei y Sui Generis (sí, seguimos sin glamour.) Aparecieron tres flacos, medio jipones, medio rockeros. Se sentaron con nosotras y, después de unas cervezas, nos sacamos una foto, los seis juntos. Cuando el show terminó cada una se fue con el suyo. A mí me tocó Diego. En el camino nos dimos besos entre los médanos y me tocó una teta. En esa época yo era virgen hasta de tocada de teta. Después me acompañó hasta la puerta de mi casa y nos despedimos hasta nunca. Cinco meses después, aburridas en una clase de biología, mirábamos la foto de aquel encuentro. Mañana nos rateamos y vamos a buscarlos, les dije. Sabíamos que se llamaban Diego, Leonardo y Gustavo. Sabíamos que vivían en Morón. No sabíamos nada más: ni apellidos, ni calles, ni escuelas. Por si alguien no lo sabe, Morón tiene, según datos del censo, trescientos veinte mil habitantes, aproximadamente.

En efecto, al día siguiente no entramos a la escuela: nos tomamos el tren. Una hora después bajamos en la estación Morón. Foto en mano, empezamos a preguntarle a la gente si conocía a esos chicos. El tercer flaco al que le preguntamos nos miró, asombrado, y nos dijo: «Sí, claro, Dieguito, Leo, Gus» y nos dejó un teléfono. A las dos semanas nos juntamos todos en un bar de Ramos Mejía.

Si la vida tuviese algún sentido predeterminado, después de semejante emprendimiento y mayor obra del azar objetivo, solo quedaba que Diego fuera mi alma gemela. Pero no. Resultó ser un tarado. De hecho, me fui en la mitad del reencuentro con alguna excusa, como que no me dejaban salir hasta muy tarde en época de clases (las ventajas de tener quince años).

A partir de ahí emprendí miles de acciones delirantes en nombre del amor: me anoté en un curso de filosofía del lenguaje solo para conquistar al profesor; me sometí a un tratamiento con vendajes y calor para combatir la celulitis, convencida de que un amigo no se me declaraba porque estaba gorda, cuando, en realidad, se trataba de que era gay; me convertí en actriz para representar una obra en donde trabajaba un compañero de facultad. Sí, es verdad, hice muchas locuras. Incluso conviví diez años con un hombre, enamorados y felices, creyendo que el amor era para toda la vida. Pero, otra vez, no. Y, con esto, llegamos a Barcelona, una vez más, al comienzo de esta historia.

¿Qué sé del amor? A esta altura, la memoria emotiva, más que ayudarme a la concentración, me quemó el pecho. Nada mejor que una cerveza y una película para cuando llega la angustia. ¿Será por culpa de tantas historias que uno ve en el cine? Miles y miles de romances que te educan sentimentalmente. ¿Nunca sintieron que estaban besando como lo hace uno de sus personajes preferidos? Tal vez, es eso lo que tengo que hacer: un repaso por las comedias románticas para ver qué enseñan sobre el amor. Nada de melodramas. Quiero saber sobre amores que funcionan, de los que tienen un final feliz. De acuerdo, ese será el siguiente paso.

(Continúa la próxima semana)

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