Relato de ficción
Un edificio finito
En un edificio de tres pisos sin ascensor conviven una pareja de standaperos frustrados, un borracho sin rumbo y un padre violento con dos hijos pequeños. Podrían haber vivido años sin hablar entre ellos, pero el encierro de la cuarentena terminará entrelazando sus historias de una manera, digamos, trágica. Un cuento de Mariano Feijoo leído por la actriz Luciana Dulitzky.
—Aumentaron un treinta por ciento las demandas de divorcio —leyó ella en voz alta, directamente del graph de la TV.
—Dichosos aquellos que se lo pueden permitir —dijo él, mientras colaba los fideos.
—Veremos si para cuando termina la cuarentena no se arrepintieron —dudó ella.
—O si no se matan antes —sumó el, y después creyó que eso que acababa de decir sonaba ingenioso. Separó la pasta en dos platos y fue a buscar su cuaderno para anotar la idea.
Eran la pareja del primero A y soñaban con ser estrellas de stand up. Ella lo denigraba en sus historias y él la usaba de remate en todos sus chistes. Triunfar no era un proyecto en común sino un deseo individual que cada uno fantaseaba por su lado.
En los sueños de risas y aplausos el otro no figuraba, aunque sí algunos colegas con los que compartían devaluados escenarios del off de Corrientes. Querían coger y luego descartar a varios de los comediantes con los que se cruzaban habitualmente, recibir ofertas sexuales a cambio de compartir cartel o ayudar a mejorar rutinas ajenas. Ambos se creían mejores y más atractivos que el otro, y solían pensar que su pareja era un lastre que demoraba su llegada a la fama. Si seguían juntos en ese edificio finito de tres pisos y seis departamentos sin ascensor, era para no tener que pagar dos alquileres.
—Sin ascensor, la puta madre —repetía todos los días el borracho del segundo A, mientras subía pesadamente las escaleras con sus botellas de vino.
Los estandaperos detestaban al vecino de arriba, porque muchas veces se olvidaba de que le quedaba un piso por subir e intentaba abrir la puerta de ellos. Llegaba agotado al primero, veía una A igual a la suya y atacaba la cerradura con su llave. Hasta que de adentro ellos le gritaban que esa no era su casa o simplemente él mismo se percataba del error antes de ponerse a empujar la puerta.
—Un día lo vamos a encontrar sentado en el sofá —decía él.
—Si vos le dejás un lugar, porque no levantás el culo de ahí en todo el día —decía ella.
En realidad los dos pasaban mucho tiempo en el sillón, un dos cuerpos maltrecho que, junto a la mesa de TV y el correspondiente aparato, eran los únicos muebles del pequeño living comedor. Miraban tele de aire ocho horas por día y se sacaban chispas en Twitter, opinando sobre lo que veían. Ella tenía trecientos seguidores y él no llegaba a doscientos, pero ponían mucho empeño en pelearse o congraciarse con gente famosa, siempre atrás del fav y del retuit.
El separado del primero B era todavía más insoportable que el borracho del primero A. Le gritaba «hijo de puta» a su hijo de nueve años por gritarle «hija de puta» a su hermana de siete, y antes de la cuarentena le pegaba seguido, porque lo llamaban del colegio para decirle que el nene fajaba a sus compañeros.
Era curioso que el padre no viera la relación entre lo que el pibe decía y lo que escuchaba, y lo que hacía y lo que le hacían, pero en esa casa, cuando estaban los tres juntos, solo se escuchaban portazos, gritos, insultos y risas. Si, también risas. Risotadas, más bien. Carcajadas. Nada de lo que ocurría ahí era discreto o medido. Todo al extremo: la alegría y la tristeza, el amor y el odio, la paz y la guerra.
Un desprevenido que escuchara solo unos minutos de lo que pasaba en esa casa podía pensar que aquel hombre era un padre que hacía felices a sus hijos con juegos y canciones. Pero si se prestaba un poco de atención enseguida se hacía evidente que el tipo era un perverso, un sádico que estimulaba a los nenes para después bajarlos de un hondazo.
La pareja del primero A pensaba que la mujer del primero B había hecho bien en irse a la mierda hacía dos años, pero no les cerraba que los nenes pasaran la mitad del tiempo con ese desquiciado.
—No seas cagón —decía ella cuando empezaban los gritos y los insultos—. Andá y decile algo.
—¿A ese enfermo? —decía él—. Andá vos, que a vos no te va a querer pegar.
Una tarde, los vecinos de los tres departamentos se encontraron en la entrada.
Los comediantes, que habían mantenido cierta conducta durante el primer mes de confinamiento, hacía un tiempo que salían juntos todos los días, aunque se dividían la compra y tomaban rutas diferentes. Iban a mercados distintos y después caminaban cincuenta minutos, paseando un paquete de fideos o una lata de tomates antes de rencontrarse en la puerta y subir. De ese modo respiraban un poco y descansaban del otro. Lo lógico habría sido que salieran separados y escalonados, pero el paseo se regía por la programación televisiva, y ninguno estaba dispuesto a perderse algo que el otro pudiese utilizar para ganar seguidores en Twitter.
Atrás de ellos bajó el del segundo A con paso inseguro, los ojos vidriosos y la bolsita de los mandados. Y los tres, al mismo tiempo, se cruzaron con el del primero B y sus dos hijos, que venían de la calle cantando una canción de Yayo, repleta de groserías, que salía del celular de su papá. Los nenes saludaron a todos, el borracho a la pareja de comediantes, los comediantes al vecino agresivo y el vecino agresivo a nadie.
—¿Por qué dejan de cantar para saludar a esos giles? —se escuchó que les preguntaba a sus hijos inmediatamente después, mientras los tres subían la escalera, lo que presagiaba otro de sus intempestivos ataques de ira.
La pareja hizo su recorrido habitual. Ella compró un paquete de salchichas en el Día y él un sachet de leche en un chino, y pasearon, bolsita en mano, cada uno por su lado, pensando ideas nuevas en voz alta. Una vez de regreso en el edificio encontraron un patrullero en la puerta.
El policía que los recibió en la entrada les explicó que presuntamente había habido una pelea entre vecinos y que estaban esperando a la ambulancia para que «trasladara a un masculino». Les preguntó cuánto tiempo habían estado afuera, de qué unidad eran y si vivían solos, y después los dejó pasar. Al llegar al primer piso encontraron al padre desquiciado del B tirado en el piso, con la cara destrozada, cubierto de sangre y de un líquido que parecía vino, soltando quejidos e insultos. Estaba acompañado por sus hijos y otro policía.
—Fue el borracho de arriba —se quejaba el herido—, ¿cuántas veces se lo tengo que decir?
El poli suspiró y el nene le dio una patada imperceptible a su padre, cortita pero violenta, de puntín, cuando disimuló intentar esquivarlo para entrar al departamento a buscar a su hermana.
—Arriba no hay nadie, señor —dijo el poli, y parecía decirlo por enésima vez—. Golpeamos, tocamos timbre y, como no nos abrieron, forzamos las cerraduras y entramos. Están las dos unidades vacías.
Después llegaron un médico y un camillero, y mientras levantaban al herido preguntaron qué había pasado.
—Él nos estaba retando y golpearon la puerta —explicó la nena—. Papá abrió muy enojado, diciendo malas palabras. Escuchamos un golpe y sus gritos, pero no vimos nada.
Los de la ambulancia se llevaron al padre. Los nenes, acompañados por el policía, entraron para juntar sus cosas y esperar a su madre, que ya estaba en camino. La pareja de comediantes preguntó si eran útiles para algo y, ante la negativa, se dirigieron a su departamento. Al entrar, se encontraron al borracho del segundo A viendo tele, con una mano ensangrentada envuelta en un repasador y un vaso de vino en la otra, que los miraba confundido desde el sofá tratando de entender cómo esos dos se habían metido en su casa.