Un viaje increíble a la adolescencia del Pity
Pity Álvarez en su juventud, durante un concierto. R.S.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com Un viaje increíble a la adolescencia del Pity

Desde el 13 de julio de 2018 Pity Álvarez, el exlíder de Viejas Locas, está detenido en el pabellón psiquiátrico de Ezeiza, después de protagonizar un episodio de sangre. El escritor Juan Diego Incardona fue amigo del músico durante toda la secundaria y lo retrata en un texto memorable de su libro «Villa Celina». Además, le pedimos que lo lea para nosotros.

Una crónica de Juan Diego Incardona

Hace unos años en la escuela quería progresar, pero progresar era comer, dormir y trabajar. Qué sistema de mierda y cómo te puede cambiar. Algunos quieren todo el oro, yo sólo quiero vagar con vos, yo sólo quiero vagar con vos. Y ser una vieja loca que rueda por las calles, siempre saber dónde ir para encontrar rock and roll. 

Viejas Locas, «Hermanos de sangre».

Me bajaba del 143 en la parada de Yupanqui, en Lugano, cruzaba el angosto puente peatonal sobre la Ricchieri, atravesaba las cuadras y los galpones de CAMEA y finalmente llegaba al largo paredón del colegio secundario donde estudiaba, el Industrial Don Orione, en el Barrio Piedrabuena.

Allí tuve buenos amigos, y uno de ellos fue Cristian Álvarez, ya conocido como Pity, con quien compartí la misma división hasta que lo expulsaron, un mes de diciembre, cuando terminábamos cuarto año.

Era inteligente, rebelde, líder natural y muy audaz. Sus compañeros lo respetaban y lo seguían.

Prueba de física. Después de cuarenta minutos seguíamos todos con las hojas en blanco, menos Pity, que la tenía muy clara. Arriesgándose increíblemente, nos fue pidiendo, una a una, nuestras hojas, que le pasamos en cadena de manos cada vez que el profesor caminaba a espaldas nuestro, por el pasillo entre los bancos. Poco a poco, fue haciendo las pruebas de sus siete u ocho compañeros más íntimos. Ese día zafé gracias a Pity. Otras veces lo hice gracias a Mummra, pero esa es otra historia.

Cuarto año fue la época que nos encontró más amigos. Durante ese año nos rateamos como ochenta veces. Cuando digo ratearse, hablo de estar adentro de la escuela, de tener puesto el presente y después escaparse. Llegamos a hacerlo todos los días de la semana. 

Nuestra amistad se forjó al calor de esas fugas matinales, siempre él y yo solos, nadie más se animaba a irse tanto. Sólo dos o tres veces me acompañaron Calchi y alguna de las Urracas, o el Turro y el Pulpo. Es que nuestro colegio no era una institución liberal, todo lo contrario, eran muy estrictos con la disciplina y el adoctrinamiento. 

Nos rateábamos en todas sus variantes. Saltábamos a un baldío por el paredón atrás del taller y nos rajábamos cada uno a su casa. O nos íbamos a la General Paz y caminábamos por ahí. O nos quedábamos charlando sentados en el cordón de la vereda. O nos escapábamos en el primer recreo, subíamos a la casa de Pity un par de horas y volvíamos en el segundo. Esa era genial, escaparse y volver cuando queríamos, aunque era peligrosa, porque tenía doble riesgo, ya que también podían vernos cuando saltábamos de nuevo la pared, desde el otro lado. 

Me acuerdo de la primera vez. Al saltar al baldío, Pity se lastimó la mano. Le sangraba mucho, así que anduvimos por los monoblocks buscando canillas, para que se enjuagara. Después, improvisamos una venda no me acuerdo con qué. Era nuestro bautismo de fuego. 

En la casa de él, su abuela, que no cuestionaba nuestra conducta en absoluto,  nos esperaba con el desayuno listo. Era una mujer muy amable. Cristian la amaba.

Pity abría los cajones y me mostraba pastillas de todos los colores. Yo le quería poner las pilas para que no se sarpe tanto, pero no había caso. Si tenés sobre tu lengua un pequeño cartón no lo tires ni lo escupas, chupálo por favor porque en pocos minutos la psicodelia estará con vos. Pity robaba todo tipo de cosas. Hola señor kioskero, vengo en busca de su dinero, ponga las manos arriba y présteme mucha atención… En su pieza había un semáforo y varios carteles de señalización. Una vez me vendió un estéreo que le había encanutado a un auto por ahí. Lo tuve mucho tiempo conectado a unos parlantes que no me acuerdo de dónde los saqué. Y bue. Pity había ensamblado en su cuarto una especie de instalación artística. Había luces conectadas por todos lados, que se encendían y apagaban al compás de la música. También tenía una calavera de mono con lucecitas rojas en los ojos, un flash. Sueño que sueño que estoy soñando y de fondo una música tipo rocanrol, sueño no sé en qué sueño que soy un electrón.

Un día, Pity agarra la guitarra y me dice Chorza, escuchá, y puntea Angie. Eran, creo, sus primeros pasos con la viola. Es increíble que ese chico de dieciséis años, que pulsaba frente a mí aquellos sonidos precarios mientras alucinaba en su cuartito bajo los posters de impenetrables Jaggers, Richards, terminara tocando algún día como soporte de los Stones en River Plate. ¡Mire mire qué locura, mire mire qué emoción: esta noche toca el Pity y el año que viene tocan los Stones!

La verdad, si tenemos en cuenta la cantidad de veces que nos escapamos, las veces que nos agarraron fueron muy pocas: solamente cuatro. Descubierto el delito, al otro día entraba el preceptor y decía, con esa voz finita que lo caracterizaba: ¡Incardooona, Ááálvarez, a preceptoríííía!. Siempre lo mismo, cinco amonestaciones para cada uno. A fin de año llegamos a sumar veinte. Teníamos que cuidarnos.

En diciembre, en la última semana de clases, nos regalaron a todos los estudiantes un Rosario. Pity, Calchi y las Urracas bardearon mal. Rompieron los collares y se pusieron a jugar a las bolitas en el patio. ¡Qué pibes! Todos a dirección, ni siquiera a preceptoría. Les pusieron cinco amonestaciones a cada uno y con eso Pity llegó a las veinticinco. Lo expulsaron y al año siguiente cursó en el Reconquista de Boedo.

Una de las que más me acuerdo de Pity fue cuando le sacó la escalera a nuestro preceptor, que se había subido al techo para buscar una pelota de voley. ¡Ááálvarez, Ááálvarez, la escaleeera, vuelva a poner las escaleeera!, gritaba el pobre tipo. Abajo Pity le decía «no», con el dedo. Nos morimos de risa. Después de un rato nos fuimos. Nunca nos enteramos cómo hizo para bajar del techo. Al día siguiente, esperábamos represalias, pero no pasó nada; el preceptor jamás mencionó el asunto.

Nuestros últimos años de secundaria coincidieron con los comienzos de Viejas Locas, banda que no paró de crecer, gracias, entre otras cosas, al boca en boca, a la pintada en aerosol, a la infinidad de calcomanías pegadas en los colectivos.

Las anécdotas son varias y me llegan todas juntas:

Una mañana en la escuela, Pity y yo creamos una suerte de pandilla, la LBA. Decidimos entre los dos a quiénes convocaríamos. Los elegidos, los compañeros más pulentas eran las Urracas (Beto y Edgardo, dos hermanos mellizos de Lugano 1 y 2), el Turro, el Pulpo y Calchi. Tiempo después se incorporó Mummra, aunque nunca fue aceptado plenamente porque no cumplía el requisito de haber sido amonestado al menos una vez. Durante un tiempo, escribimos y pintamos los baños y las aulas con nuestra sigla: LBA, la banda.

Fui a muchos de los primeros recitales de Viejas Locas. En Ramos Mejía, en Constitución, en Cemento. Me acompañaban amigos de Celina. Una vez fui con Tuta, otra con Ricky (primer baterista de Villanos), otra con Mariana M. Pity me dedicó temas dos veces. La primera vez («Este tema es para Chorza») fue en «La cueva», sobre Bernardo de Irigoyen, en Constitución. Al final de ese concierto, se armó una de las grescas más violentas que vi. Volaba todo, estallaban vidrios, los pibes —no me acuerdo por qué— se dieron a mansalva.

La segunda fue en el Maristas de Lugano («Este tema es para Chorza, para Mariana y las empanadas de Humita»). Un rato antes, habíamos comido empanadas de humita en el Club Riachuelo, en Celina. Pity, Mariana M., y yo.

Una noche, en Cemento, los punks nos acosaron. Grave equivocación. Los guachos de Piedrabuena y Celina los fajaron a piñas y cuchillazos. Vaaamos vieejas loo, vaaamos vieejas loo, vieeejas looocas es un sentimieeeento, no se expliiica, se lleva bieen adeeeentro, y por eeso te siiigo a doonde seea, vieejas looocas haasta queee meee mueeera…

Un sábado a la tarde en 1990 estábamos armando un partido en la cancha del colegio y nos faltaban jugadores. Nos metimos en el barrio (Piedrabuena) para buscar gente. Lo cruzamos a Pity. Hacía dos años que lo habían echado y no lo veíamos casi nunca, al menos no yo, que, como vivía en Celina, no era su vecino como otros de mis compañeros (la mayoría de Piedrabuena y Lugano). Nos acercamos: estaba re puesto, mal. Me dijo, con tristeza: Chorza, mi abuela se murió. Después agregó: quiero conseguir la cabeza y ponerla en la mesita de luz. Yo no le dije nada, no lo tomé en serio. Pity siempre decía cosas como esas. Además estaba dado vuelta. Pero lo que me estaba contando era verdad, él quería hacer eso. Tiempo después, en una entrevista que salió publicada en Clarín, dijo:

«Yo tenía una abuela que quería mucho. Un día hicimos un pacto: ella me pidió que cuando muriera yo hiciese un velador con su cráneo; a cambio le pedí que mandara una señal desde el más allá. Murió y yo no cumplí. Porque era menor y no me dejaban retirar sus restos. Ella sí cumplió.»

Una tarde vino a casa, en Villa Celina. Arregló un montón de cosas, incluso un ventilador que no me andaba desde hacía tiempo. Primero le desarmó la jaula y le sacó las paletas, después abrió el motor. Tocó un par de cosas y volvió a armarlo. Lo enchufamos, con expectativa. Hizo un ruido raro, pero enseguida se puso a  girar, al principio lentamente, pero después de vencer la inercia agarró velocidad y como en otras épocas tiró aire, no mucho, pero sí lo suficiente como para refrescar mi vieja pieza del fondo. 

Salimos al patio y le presenté a mi viejo, que nos convidó mate. Después, cuando llegó esa hora indecisa, ese momento en que no es de día ni de noche, se fue. 

Hace años que no nos vemos.

Puity Álvarez durante una entrevista. AFP.


Una crónica deJuan Diego Incardona