Sexo, drogas y cuarentena
Fiesta y descontrol en la pileta. GETTY.

Relato de ficción

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Un grupo de amigos cambia mensajes de WhatsApp antes de que el Gobierno anuncie la cuarentena obligatoria. El plan: fugarse a una quinta de Buenos Aires y transformar el confinamiento en una fiesta inolvidable. Un relato polémico de Mariano Feijoo.

—Se viene la cuarentena total —adelantó el martes nuestro topo en el Gobierno Nacional—. En un rato lo confirma Luli Salazar.


Somos cuatro en este grupo de WhatsApp, acá contamos lo que nos enteramos en nuestros laburos, información posta, cero fake news, nada de pescado podrido. Yo paso la data de los medios de comunicación. Estoy en la gerencia artística de un canal líder, soy el segundo de uno que es el segundo del uno.

Nuestro noticiero tiene órdenes de zaracear con cuidarnos entre todos, hablar de solidaridad y respeto, y saltarle al cuello a cualquier N. N. que cometa una transgresión, pero el director de programación agotó todas las instancias y se peleó con todos los gremios para no tener que suspender las grabaciones de su novela.

Hasta reclamó una conciliación obligatoria con los actores, como si estuvieran pidiendo un aumento de sueldo y no quedarse en sus casas para no morirse, y fue uno de los que rosqueó para que los programas en vivo (no solo los informativos y periodísticos) siguieran como si nada, amontonando gente en estudios y controles.

La AFA y el Gobierno no pudieron con D’Onofrio, Ponzio y Coloccini, y tuvieron que parar el fútbol, pero a Yanina Latorre y a Marcela Tauro las hacen ir a laburar.

Paracetamol y circo, los chimentos y el tilinguerío son de primera necesidad, como el alcohol en gel. Y la presencia de Jorge Rial es tan importante como la de Alberto Crescenti para sobrevivir estos días.


Empezamos a idear la fuga el miércoles, llenando carritos en el supermercado y llamando a todos los punteros que conocemos para agotar sus reservas de pastis y ácidos, cristal y coca.

Dos de los topos, el del Gobierno y el del Poder Judicial, llamaron también a los mugrientos que les venden marihuana. «Son flores», dicen ellos, como si eso les subiera el nivel a sus puchitos hippies. Yo ni los toco.

El otro topo, que ve un martillo y no sabe de qué lado se agarra, pero es delegado de la UOCRA en una empresa importante, acercó al grupo la inquietud que más lo perturbaba.

—El problema son las visitas —escribió preocupado—, las tendríamos que haber invitado hace catorce días y pedido que se guardaran. ¿Qué sabemos con quiénes estuvieron esta semana?

—No pasa nada, Topo —respondí yo—. Nos conseguimos una de esas pistolas que usan en los supermercados para medirte la fiebre, y a la que tenga más de treinta y siete la mandamos de vuelta.


Para el jueves tenemos comprada comida para dos semanas, botellas para dos meses y drogas para dos años.

A las nueve de la noche, con la confirmación de no tener que presentarnos a trabajar al día siguiente y la C4 Cactus del topo gremialista con el tanque lleno, partimos para Pilar, a la quinta que le prestó un capo del sindicato para pasar la cuarentena.

Las visitas llegan dos horas después, cuando ya cenamos y el tema coronavirus está agotado. A medianoche estacionan dos taxis y se bajan seis chicas.

Trajimos de todo, mucho más de lo que necesitamos, pero nadie se acordó de comprar el termómetro infrarrojo. Así que no hay controles en la puerta y las pibas pasan sin someterse a ningún tipo de chequeo, repartiendo besos y abrazos.

—Topo, era tu responsabilidad—, me acusa el político, que no fue capaz de hacer quince minutos de cola en un Farmacity para comprar alcohol en gel. «Había mucha gente», argumenta, «me iba a contagiar en la fila».

Yo no pongo excusas, reconozco el olvido y suelto el trigésimo «no pasa nada» de las últimas doce horas. Las chicas quieren coca a toda costa y nosotros no queremos saber nada con quedarnos sin coger, así que las convencemos para que tomemos unas copas y un poquito de MDMA, y al rato ya estamos todos felices y mimosos.


Para el viernes a la mañana las visitas quieren irse y no conseguimos taxi, así que nuestro Patita Medina las amontona en el Citroën y las lleva hasta la parada del 57.

Vuelve justo cuando están llegando los primeros invitados al asado. Son diez que vienen a comer al mediodía y se sumarán veinte para la fiesta que arranca a las tres de la tarde.

Los que llegan en su coche tienen que estacionar afuera para no levantar la perdiz, y cuando la cana escuche música o vea mucho movimiento y venga a ver qué pasa, le vamos a decir que somos una secta y que vivimos todos acá.

Somos unos vivos bárbaros.

El almuerzo pasa, arranca la fiesta y la poli llega. Todo según lo previsto, salvo que al bonaerense que nos golpea la puerta no le gusta nada la canchereada del topo judicial. El bobo pidió abrir él para reírse en la cara del uniformado, que le da vuelta la tortilla y nos planta un patrullero en la puerta.

—Nadie puede salir de la casa —dice—. Hacen la cuarentena acá y el que se mueva va preso. 

La noticia es recibida con risas nerviosas por los invitados, que se preocupan un poquito, pero no terminan de creerse la amenaza y dan por hecho que pueden irse cuando quieran.

Cuatro lo intentan, arrancan con su coche y son detenidos en la esquina. Nos escriben mientras los trasladan no saben a dónde.

A las cinco de la tarde un boludo saca una foto en la pileta, con gente bailando y bebiendo, nos cuenta de a uno y tuitea «estamos bien los 30».

En las redes empieza a correrse la bola de la fiesta clandestina que se caga en la pandemia. A las seis llega el primer móvil de TV. Están furiosos por tener que laburar en plena cuarentena, así que vienen con todo contra nosotros, a tratarnos de irresponsables y mezquinos, y a escracharnos ante una sociedad a la que le encanta indignarse.


En C5N nos tachan de «élite que se siente por encima de la ley», en TN aventuran que «habría al menos cinco kirchneristas en la fiesta», y en A24, Eduardo Feinmann pide que el Grupo Halcón entre por la fuerza y nos mate de una puta vez, de ser posible antes de que termine su programa. A las ocho de la noche estamos en todos los televisores del país.

TN, esta vez, acierta: hay varios kirchneristas en la quinta, entre ellos los topos del Gobierno y del Poder Judicial, que empiezan a mover contactos para que nos despejen el frente.

El topito de la UOCRA está preocupado porque ya informaron quién es el dueño de la casa y el tipo lo llamó para putearlo. En C5N no dicen nada al respecto, pero en A24 se hacen un picnic al son de «trabajadores pobres, gremialistas ricos», aunque la quinta no sea nada del otro mundo. 


A las nueve de la noche estamos desahuciados. Nadie del Gobierno, los medios o el Poder Judicial está dispuesto a mover un dedo por nosotros, así que le devolvemos la llamada al único que le interesa ayudarnos, aunque sea por conveniencia y para no quedar pegado.

Después, los cuatro topos nos tomamos una raya de confianza, vaciamos nuestros vasos y salimos a dar la cara… sin dar la cara.

Con nuestras cabezas cubiertas con gorros, bufandas, chales, chalinas y lentes de sol —todo lo que encontramos en placares y cómodas—, nos asomamos por la puerta principal a encarar a los periodistas, y las luces de las cámaras nos encandilan.

Reclamamos nuestro derecho a ir a la farmacia y al supermercado más próximos, y estiramos la discusión con la policía mediática y la otra, mientras adentro los invitados cumplen con la orden de limpiar y ordenar todo, sin dejar rastros de un festejo colectivo.

El Citroën es escoltado a un Día y a un Farmacity, donde el Topo Gremialista compra cincuenta latas de cerveza y un blíster de paracetamol, y después, a su regreso, elegimos al movilero de Crónica para que entre cubierto de nylon a la casa, se la muestre vacía e impecable a todo el país y confirme que era verdad eso que dijimos apenas asomamos la nariz:

«Están en la quinta equivocada».


Dos horas después de que se hayan retirado los móviles policiales y mediáticos, y cuando una nueva camada de visitantes está en camino, recibimos el «llegué bien» del último de los amigos que se fugó por el fondo de la casa.

El capo de la UOCRA, que le prestó el rancho al topito gremialista, nos puso un bondi con chofer a ochenta metros de la puerta trasera para que se rajen los invitados mientras nosotros hacíamos bardo en el frente.

Ahora el tipo está saliendo vía telefónica en todos los canales y riéndose de los periodistas, que le piden disculpas por haberlo tratado de corrupto y millonario por tener una quinta que cuesta lo que un dos ambientes en Belgrano; mientras que los mismos que pedían nuestra cabeza en las redes y nos comparaban con los rugbiers de Villa Gesell hablan de lo mal que se utilizaron los recursos del Estado, en este momento de crisis, al haber destinado un patrullero con sus polis a custodiar «cuatro pelotudos que estaban cumpliendo la cuarentena».

Fuera de eso, al topito del Gobierno le subió un poco la fiebre y yo no paro de toser. Pero no pasa nada.