Relato de ficción
La otra, la buena
Una mujer va por la ciudad detrás de alguien que es físicamente idéntica a ella. No sabemos cuánto hace que la viene acechando, pero sí que hay un rasgo que la perturba de su doble: su extrema y acaso exagerada bondad. Un relato enigmático y revelador escrito por Camila Maurer y leído por la actriz Ana Celentano, en un tándem de lujo para Orsai.
La tarde en que finalmente la vi —caminaba por el centro en dirección opuesta a la mía— me aturdió esa verdad que siempre había temido confirmar: yo no era mi mejor versión.
Sin dudas esa mujer no estaba al tanto de mi existencia, aunque yo sí de la suya. Pasó por mi lado, sin fijarse en mi cuerpo ni en mi cara. Aun cuando, detenida por la sorpresa, yo no dejaba de mirarla. Me pareció que era dos o tres centímetros más alta que yo y que su pelo brillaba más que el mío. Y que sus curvas, algo más pronunciadas, las movía con una gracia que yo nunca tendría.
Miré mis zapatillas descosidas y me dije que me vendrían bien para mantenerle el paso. Anduve varias cuadras detrás de ella sin recordar que todavía no sabía su nombre. Nadie me lo había mencionado. Las preguntas variaban aunque fueran esencialmente la misma: «¿Usted no tiene una hermana gemela que fundó una ONG que trabaja para chicos desnutridos?». «¿Tenés una hermana gemela que estuvo en ese barquito que rescataba inundados?». «¿Puede ser que la mujer que salvó mi vida sea tu hermana?». Desde que vine a la capital, una de cada diez personas que conozco por primera vez, me mira con atención y después me pregunta por ella. Es como si para ella esta ciudad tuviera la densidad de un pueblo; no importa el barrio: siempre hay alguno que la conoce y le está inmensamente agradecido.
Lo que olvidaron decirme todos es que, además de ser mejor persona que yo (me sobran dedos para contar mis actos solidarios) esta extraña con mi cara es también una versión más hermosa del mismo modelo. Me hubiera gustado tener una hermana, en vez de ser hija única, pero habría sido terrible que fuera ella.
Podría asegurar que yo soy, en promedio, una buena persona: no causo daño a propósito a nadie. Pero ella dedica su vida a otros. Y mientras yo transpiraba al calor de un verano recalcitrante, ella estaba impecable y caminaba impecable y en algún momento, sin que me lo esperara, entró en un café y se sentó a la mesa de un hombre también impecable al que besó. Yo tengo un trabajo egoísta: vendo publicidades por teléfono, y nunca tuve tiempo para nada, ni para comprarme un nuevo par de zapatillas o para verme más femenina.
Él la acarició con su mano masculina y fuerte. Y yo me estremecí porque esto era lo más cerca que estaba en años de sentir la caricia de un hombre. Pero bastaba contemplarla unos segundos para saber que a ella todos la desean. Y que nunca está de verdad sola y que es tan magnífica que si alguna vez alguien le hablara de mí, no le preocuparía la posibilidad de que yo fuera una mejor versión de ella misma; muy por el contrario: esa idea la pondría feliz.
Como no podía pensar en nada más importante que seguirla —aunque no supiera para qué— y porque no recordé que esa tarde debía llevar a mi abuela al oculista, me quedé en la vereda, apoyada contra un poste, mirándola tomar su taza de té sin volcar ni una sola gota, sin hablar con la boca llena, sin mancharse ni hacer migas…
Antes de terminar, la otra llamó al mozo para hacerle un pedido. Poco después, él le trajo un paquete y un vaso de algo caliente, con tapa. Cuando el hombre quiso pagar, el mozo no lo dejó. Quedó claro que no les cobraba como atención a ella.
La otra se despidió del hombre en la puerta y caminaron en direcciones opuestas. Ella, con el paquete y el vaso caliente. Cuatro cuadras después, llegamos a un parque. Me quedé en la esquina, fingí hablar por teléfono. Ella caminó por el pasto y saludó a un hombre de la calle, uno que yo había visto varias veces, con su casita armada bajo un árbol. Ella lo abrazó. Pero que se entienda: lo abrazó en serio; como se abraza a un amigo de toda la vida. No lo cronometré, pero creo que ese abrazo duró el tiempo suficiente para contagiarse cualquier enfermedad del planeta. Después le dio el paquete (eran medialunas) y el vaso caliente, y se sentaron en el cantero a charlar. Los dos rieron varias veces y a mí se me acalambró el brazo de sostener el celular contra mi oreja.
Yo me preguntaba cómo puede ser tan buena persona alguien que no es monja. A lo mejor tuvo un accidente del que se salvó por milagro, pensé, o un cáncer… Alguna cosa de esas que se supone que te cambian la vida por completo, que te curan el egoísmo porque te reestructuran las prioridades.
Ese era mi problema, me dije, yo había tenido una vida demasiado grata.
Cuando terminó su visita en el parque, la otra caminó al subte. Bajé las escaleras detrás de ella y me subí al mismo vagón, pero entré por la otra puerta. No se sentó aun cuando había asientos desocupados y, en la siguiente estación, hizo combinación. Alguien distinto a mí, quizás incluso ella, en mi situación, se hubiera acercado a hablar con su doble. Pero yo ni siquiera lo consideré.
El segundo viaje en subte fue largo. Bajamos en algún barrio cuyo nombre jamás sabré. Había más casas que edificios, los semáforos eran horizontales y las veredas más sucias. Ella debe ser una persona muy confiada también porque íbamos solas por la vereda y ni una sola vez se dio vuelta a ver de quién eran los pasos que la acompañaban. Caminamos por más de quince minutos y cuando pasamos debajo de un puente me di cuenta de que si la perdía, no sabría cómo volver a casa. Seguirla era ahora también una cuestión de supervivencia. Irónico, porque llegó a una villa miseria y no tuve otra alternativa que entrar detrás de ella. Nos cruzamos con poca gente. Yo veía desde unos veinte metros que la saludaban con cariño y después, cuando pasaba yo, me miraban tremendamente confundidos y volvían a saludarme aunque quizá no con el mismo entusiasmo. Claro, cuando caí en la cuenta de que estaba a salvo porque cualquiera que me viera pensaría que era la otra o, al menos, su hermana querida, volví a respirar. A ella todos la quieren. Ella no tiene miedo de entrar a una villa miseria. Ella no piensa mal de alguien porque es pobre. Ella sabe que los ladrones y la gente malvada están en todos lados; no es algo que solo diga en las reuniones para sonar progre.
En esas callecitas de barro hacía más calor. El olor no ayudaba tampoco.
Ella mantuvo su ritmo, totalmente inmune a la atmósfera y ni una sola vez tambaleó a causa de sus tacos. Yo, que cada tanto necesité detenerme para respirar, fui quedándome atrás y la distancia entre nosotras se hizo más larga. Desde lejos se la distinguía, pero el problema era que ahora las personas que cruzaba, al verme aislada, me confundían con ella y empezaban a hablarme cuando pasaba. Así supe que se llamaba Margarita. Me pareció lógico que tuviera un nombre tan dulce.
Sin pedirme permiso, una mujer me tomó fuerte del brazo y me metió en una casilla de techo de chapa. Fue como sumergirme en un guiso. Se oían llantos de chicos, pero ninguno de ellos estaba a la vista excepto una nena que no lloraba. La mujer no hacía casi pausas. Hablaba en castellano, pero me resultaba difícil entenderla, y cada dos o tres palabras intercalaba un «Margarita, mami, vos que sos tan buena…». Así, me llevó hasta un cuarto sin puerta donde una viejita, flaca como para foto de la National Geographic, con una pierna lacerada, me recibió con la sonrisa más amplia y franca que me hayan dedicado. En el momento olvidé que no era a mí a quien sonreía y me sentí bien, como si me lo mereciera. Como si, de repente, se me hubiera revelado que yo también era buena persona. Enseguida la primera mujer empezó a darme recetas, una pila de recetas, de medicamentos que tenía que conseguirle para la vieja y para los chicos creo que también. La nena miraba con el dedo metido en la nariz. Tomé una, dos, tres recetas mientras me decía que sí, que yo podía conseguirle los remedios, pagarlos de mi bolsillo, ser su Margarita. No parecía ser algo muy difícil, pero la mujer seguía poniendo recetas en mi mano: cuatro, cinco… nueve recetas y empecé a darme cuenta de que, para comprar los remedios, tendría que irme y volver y, para entonces, la mujer habría tenido tiempo de buscar más recetas o de avisarle a una amiga para que me trajera las suyas… Se haría de noche mientras yo continuaba ahí, inmersa en los problemas de diez o cien desconocidos desesperados.
A pesar de ello, de la amenaza detrás del acto solidario, todavía trataba de imaginar cómo solucionarle a esta pobre mujer al menos uno de sus miles de problemas (porque eran muchos: además de los visibles la mujer agregaba uno tras otro a la lista, algo también dijo del padre de la nena), cuando, sin que lo pudiera anticipar, volvió a tomarme del brazo y me llevó con fuerza hasta un banquito al lado de la cama, donde estaba la anciana de la sonrisa embaucadora y la pierna herida. Ni bien me senté, la mujer puso en mi falda una pomada y algodón mientras me decía que el guante lo había perdido su hija jugando, pero que, si yo lo hacía con cuidado, no tenía por qué tocar sangre. Era obvio, pero igual le pregunté qué pretendía que hiciera. «Disculpe, señora», dije al tiempo que me paraba y le devolvía las recetas. (La pomada y el algodón cayeron al suelo.) La mujer me miraba como a un fenómeno inexplicable: «Margarita» por primera vez —seguro que por primera vez— se negaba a ayudarla.
Cuando ya estaba afuera de la casilla oí a la nena gritar «Madgaditaaaaa». Apuré el paso y no miré atrás. Avancé por el mismo pasillo por el que había seguido a la otra, con la esperanza de que me llevara a un territorio más conocido. En ese momento no pensé en qué le diría si me la encontraba, solo en que era la única forma de salir de ahí. Además, Margarita era tan amable que me iba a perdonar enseguida y me iba a ayudar. Incluso, quizás, me pagara el taxi. Pero, por ahora, seguía corriendo por esa calle de tierra cada vez más angosta. En mi huida me crucé con algunos más que me tomaron por la otra, pero los esquivé como en una carrera de obstáculos. El camino daba vueltas y vueltas, no parecía que fuera a llegar nunca a ningún lado, mucho menos a una calle externa para tomar un taxi y volver a mi vida de bondad promedio. Empecé a angustiarme, a respirar agitada. Pero de un momento a otro, cuando me quedaba ya sin aire, la calle se ensanchó transformándose en una especie de plaza y, frente a ella, vi una iglesia.
Corrí y entré abriendo la puerta de par en par. Una señora que rezaba se dio vuelta y, al verme, gritó: «¡Margarita!». Sin ningún reparo, respondí con firmeza: «¡No!», y desaparecí por una puerta al costado del altar. Encontré a un cura que acomodaba libros sobre un escritorio. Lo saludé con la intención de pedirle ayuda, pero él puso su mano en mi espalda y me llevó contra su cuerpo. Tiró los libros que un segundo antes acomodaba, me besó el cuello y me dijo: «Te cambiaste la ropa, me encantan tus pantalones sucios».
Primero, me paralicé. Pero casi en seguida entendí que me había tomado por la otra y que el cuerpo de Margarita y el mío también compartían las mismas zonas sensibles.
En menos de una hora, él había logrado compensar mis años de soledad y yo volvía en taxi a casa. No solo en paz con Margarita, sino, también, como todos los que la han conocido, eternamente agradecida.