La historia de las gemelas
Una postal de Pico Truncado. RODOLFO PALACIOS.

Crónica periodística

La historia de las gemelas

Hermanas gemelas. Una muere asesinada. La otra se quiere casar con el asesino de su hermana. En medio, un cronista de Orsai se hace amigo de la pareja en la cárcel. Imperdible.

Textos y fotos de Rodolfo Palacios

En los sueños de Marcelina del Carmen Orellana, los muertos aparecen en blanco y negro. A sus abuelos los sueña como si fueran parte de una foto antigua. Y a su hija Johana —asesinada hace dos años— Marcelina la ve como una actriz de Hollywood: peinado tirante, cejas finas, ojos negros, labios y nariz que caben perfectos en una cara angulosa parecida a la de Audrey Hepburn.

Algunas veces la imagen es doméstica. Otras, es absurda. Una noche, Marcelina soñó con una escena que rompía la monotonía habitual del paisaje árido y salvaje de su pueblo: al pie de un cerro, en un camino que el viento patagónico cubre con nubes de polvo y tierra, Johana sacaba una bolsa llena de peces de colores y los mezclaba como si fueran caramelos. La acompañaban dos amigas: contrastaban con su palidez grisácea.

Cuando veía a su madre, Johana le tiraba los peces, que caían y aleteaban contra el suelo arenoso. Algunos quedaban atrapados entre la maleza: sus movimientos repentinos se volvían lentos como el pestañeo de un moribundo. «Tírenle más pececitos a la mami así se asusta», les pedía Johana a las chicas. Bajo los pies de Johana había flores.

—Flores asesinadas —dirá en un rato Marcelina.

No dirá flores marchitas: dirá flores asesinadas. Sin perfume.

En Pico Truncado, pueblo de veintiún mil habitantes del norte de Santa Cruz, no crecen flores ni nadan peces: de la superficie solo brotan cerros, matas de pasto y petróleo. El único río que lo atraviesa, el Deseado, en los días de verano queda reducido a un hilo de agua y en invierno fluye a correntadas. Paradojas de la naturaleza, reaparece en la época en que los pobladores desaparecen: con la llegada del frío la gente se encierra en sus casas porque el aire lastima y la nieve cubre las calles.

Dos años atrás, sin embargo, en el invierno de 2010, hubo al menos dos personas que —a pesar del clima— estuvieron a la intemperie y en el medio del frío. Una fue Johana. La otra, su asesino. Ambos estaban en un terreno descampado en las afueras del pueblo. No se sabe cómo llegaron hasta ahí, pero sí se sabe lo otro: el hombre mató a Johana de dos balazos y con ese asesinato marcó el inicio de un caso digno de una tragedia griega, y del que dos años después —es decir, ahora— hablaría todo el país. Mientras tomo el avión a Pico Truncado, Víctor Cingolani, indicado como presunto asesino, está haciendo los últimos ajustes de su casamiento con la hermana gemela de su presunta víctima. Cingolani y su novia quieren contraer matrimonio —como finalmente lo harán— el catorce de febrero: el Día de los Enamorados.


Camino sin rumbo por las veredas desiertas de Pico Truncado. Es la hora en la que se duerme la siesta en todos los pueblos. La paz imperturbable me atormenta: llegar de Buenos Aires a un lugar sin avenidas, sin sonidos y sin caos de tránsito es inquietante. Tendré que acostumbrarme antes de que el silencio me parezca también un ruido ensordecedor.

Llego hasta la casa de Marcelina, la madre de Johana. Está ubicada en un barrio de construcciones parecidas a las que los niños dibujan en primer grado: un rectángulo con una puerta, una ventana y un techo a dos aguas. Entro sin tocar timbre. La puerta está abierta, como en las otras casas de la cuadra. Cuando paso al living, veo que Marcelina está sentada frente a una mesa negra. El ambiente es lúgubre. La mujer no se sorprende por mi visita no anunciada.

Desde un tiempo a esta parte, la casa de Marcelina se convirtió en un destino obligado de curiosos y periodistas que buscan saber todos los detalles de una historia que llegó a los medios del mundo. Una historia al estilo de las tragedias de Eurípides. Una historia que bien puede ser el eslabón perdido de los dramas de Shakespeare. Una historia que parece concebida por la mente de Pedro Almodóvar. Una historia que recién fue resumida en pocas líneas y que ahora va a profundizarse un poco más: Johana Casas fue asesinada en julio de 2010.

Marcelina siente que Edith es asesinada cada día por una pistola invisible que se dispara en silencio.

Dos años después, Edith Casas —su hermana gemela— va a casarse con el presunto asesino y exnovio de Johana. Ese hombre, Víctor Orlando Cingolani, está preso en la alcaidía del Pueblo. Marcelina —la madre de las chicas— está haciendo todo lo posible para impedir que la boda se realice. Ella todavía no lo sabe, pero lo cierto es que no tendrá éxito. Aun cuando presente un recurso de amparo a la Justicia y aun cuando pida que se analice el estado mental de Edith —Marcelina cree que está loca— los peritos darán el visto bueno y la boda se realizará en el medio de un escándalo. Volarán huevos para Cingolani y Marcelina no irá a la ceremonia.

Pero eso es el futuro. Marcelina, ahora, ignora —aunque tal vez intuye— lo que vendrá.

—Ese casamiento es otro funeral —dice Marcelina.

Tiene los párpados inflamados y los labios detenidos en un rictus triste. En el cuello lleva una cadenita con la imagen de Johana. Es un rostro que aparece en todos los portarretratos de la casa, como una imagen icónica. No hay, en cambio, fotografías de Edith. Ella se las llevó todas cuando se peleó con su madre y se fue a vivir a lo de la hermana de Víctor Cingolani.

Por este tipo de cosas, Marcelina cree que Edith —de veintitrés años— es víctima de otro crimen; un crimen simbólico que la ha dejado muerta en vida. Marcelina siente que Edith es asesinada cada día por una pistola invisible que se dispara en silencio.

—Está tan muerta como su hermana.

Durante mi primera visita, Marcelina dice pocas palabras. Pero cada una de ellas suena como una sentencia. Aunque vive a dos cuadras de Edith, dice que hace varios días que no se cruza con su hija. Cada vez que la ve siente escalofríos. Edith y Johana eran dos gotas de agua: la misma cara, el mismo cuerpo, la misma mirada, los mismos gestos, el mismo tono de voz, la misma risa, la misma forma de caminar. Cuando ve a Edith, Marcelina cree que ve a Johana. Es como si su hija asesinada renaciera en su hija viva. Y si antes confundirlas era tierno (cuando eran bebés Marcelina se equivocaba y le cambiaba el pañal dos veces a la misma), ahora es siniestro.

—Usted va a pensar que no estoy bien de la cabeza —dice Marcelina mientras acaricia la cadena en su cuello—. Pero creo que Edith me mira con los ojos de Johana. Y clama justicia. Y lo que no puedo saber es si Edith está con el asesino de su hermana porque quiere vengarla o porque está loca. A veces pienso que está poseída. ¡Habiendo tantos hombres fue a meterse con este!

—¿Está segura de que Cingolani mató a Johana?

—No hay dudas de eso. Cingolani es el demonio en persona.

—¿Cree que Edith está en peligro?

—Sí. El asesino podría matarla como mató a Johana. Son una familia muy rara.

—¿Por qué dice eso?

—No sé si son de una secta o algo así. A la Edith la tienen como secuestrada. No es la misma. Cuando la veo hablar por televisión, no es ella. Le lavaron la cabeza. Quizá si usted llega a conocerla pueda darse cuenta de lo que le digo. La hermana de Cingolani no la deja sola en ningún momento. A mí me odia. Ayer salí a caminar y me persiguió doce cuadras en su camioneta. Hice la denuncia.

—¿No piensa hablar con Edith?

—Para Navidad le mandé mensajes pero ni me contestó. Cingolani me las robó a las dos. Eran muy unidas. Si usted viera las fotos se daría cuenta.

—¿Puedo ver esas fotos?

—No lo tome a mal, pero la prensa está lucrando con esta tragedia. Han llamado de todo el mundo y me enteré de que un vecino vendió una foto a un diario alemán. Todos ganan dinero y yo sigo pobre. Si quiere una foto, va a tener que pagarla. Acá pasan cosas extrañas. El sueño que tuve con mi hija y los peces es raro. No hay día en que no busque saber qué me quiso decir la Johanita. El otro día tuve una pesadilla muy tenebrosa. Otro día se la cuento.

La mujer me acompaña hasta la puerta mientras yo recuerdo el sueño de Johana y los peces. Me siento aturdido. ¿Habrá un mensaje cifrado en ese sueño? Pienso en Twin Peaks, la mítica serie de David Lynch en la que el detective Cooper, del FBI, busca resolver los enigmas del crimen de Laura Palmer a través de las imágenes que sueña en la cama del hotel de un pueblo extraño.

El suelo que piso es —como en el sueño— pedregoso y seco. Apuro el paso. En unos minutos Claudia, la hermana de Cingolani, me pasará a buscar por el hotel donde me alojo. Ella y su hermano han decidido recibirme y dar su versión de la historia. Contacté a Cingolani con una simple carta que le envié a prisión y en la que me comprometía a no juzgarlo, sino a escuchar su relato. Me llamó por teléfono y me anotó como visita para que lo viera el sábado y el domingo.

Me pregunto si podré conocer a Edith, hablar con ella, hacerle preguntas. Cingolani me dijo por teléfono que era una mujer de pocas palabras: solo hablaba con él, con su hermana y con sus sobrinos. La veo en unas fotos que imprimí: su belleza impacta. Es una belleza misteriosa, aunque acaso toda belleza lo sea. Tomo un café en el bar del hotel Ciervo Rojo y me detengo en su mirada penetrante y al mismo tiempo lejana. Escucho una bocina desde la calle. Levanto la vista y me impresiono: la misma cara que veía en la imagen ahora me mira a mí. Es Edith, sentada en el asiento del acompañante.

—Vamos a dar una vuelta —grita Claudia, a su lado. Tomo el último sorbo de café, guardo las fotos en un cuaderno y salgo a la calle.


A Johana Casas la mataron de dos balazos el dieciséis de julio de 2010. Su cuerpo fue encontrado por un entrenador de perros que recorría un descampado ubicado a unos cuatro kilómetros del centro de Pico Truncado, en una zona conocida como cordón forestal, cerca de un santuario de la Difunta Correa.

«Mataron a una de las gemelas». Ese fue el comentario que recorrió el pueblo.

En aquel entonces, Cingolani había dejado de salir con Johana y era novio de Edith. La autopsia reveló que el asesino la había ejecutado de un balazo a quemarropa en el corazón y de otro entre la segunda y la tercera costilla.

«Mataron a una de las gemelas». Ese fue el comentario que recorrió el pueblo.

Desde un principio hubo dos sospechosos: Cingolani y Marcos «el tosco» Díaz, el último novio de Johana. Para los investigadores, los dos organizaron un plan para eliminar a la chica. «Era de ellos o de nadie» argumentó un detective sobre el móvil del crimen. El veintisiete de junio de 2012, la Justicia condenó a Cingolani a trece años de prisión. Los jueces tuvieron en cuenta tres pruebas: las manos del acusado tenían pólvora según la prueba de parafina (creen que empuñó el arma con las dos manos), un rastreo de perros había comprobado que Cingolani había estado en la escena del crimen, y la coartada —que había pasado la noche en el casino y en la casa de una amiga— se había derrumbado. A Marcos «el Tosco» Díaz, por su parte, lo habían detenido pero lo liberaron a la semana porque no tenía pruebas en contra, aun cuando había estado con Johana y con un grupo de amigas en la noche del crimen. Tiempo después, sin embargo, un ADN realizado en una colilla de cigarrillo encontrada en el lugar del crimen lo incriminaría porque había sido fumada por él. Díaz será juzgado en otro juicio porque estuvo seis meses prófugo.

—A Víctor nunca lo pudieron ubicar en la escena del crimen. No hay testigos que lo hayan visto o lo acusen. Y el dermonitrotest, que es la prueba de parafina, fue hecho sin la presencia de los peritos de parte ni oficiales. Y el policía que se lo hizo no tenía guantes y usó una cinta scotch que cortó con los dientes

—dice Claudia mientras vamos en la camioneta hacia su casa. Edith vive ahí desde que se peleó con sus padres.

—Pero según ese test, tu hermano tenía pólvora en las manos.

—Tenía pólvora en la mano derecha, apenas en la izquierda. Es raro, porque él es zurdo. El asesino es Marcos Díaz, a él lo vieron con Johana poco antes del crimen.

Minutos después llegamos a la casa de Claudia. No hay nadie acá adentro. Martín, el marido de Claudia, trabaja en el petróleo

—como muchos de los hombres del lugar— y ahora está en Comodoro Rivadavia.

—El petróleo avejenta. Mi marido tiene treinta y cuatro años pero parece mucho más grande —dice Claudia mientras abre y cierra puertas de un aparador. Luego me pregunta por Buenos Aires. A las dos les llama la atención que haya venido desde allá. A Buenos Aires la ven inalcanzable, como una ciudad de película que tiene la forma de la pantalla del televisor y donde a diario hay crímenes, robos, peleas y chimentos. Claudia pregunta por los famosos y dice que a Pico Truncado no llega nadie, ni siquiera músicos de medio pelo.

Edith escucha todo en silencio. Claudia sigue hablando y pasa de la farándula a los temas mundanos: anuncia que va a cocinar ravioles. Propongo ir a comprar un vino y pan, y Edith me quiere acompañar. ¿Querrá contarme algo? ¿Me pedirá ayuda? ¿Dirá que está secuestrada? Para nada: solo quiere salir a tomar aire. Vamos a una despensa que hay a dos cuadras. Le pregunto si conoce Buenos Aires y me dice que nunca salió de Pico Truncado.

—¿En Buenos Aires hay montañas?

—pregunta.

—¿Cómo si hay montañas?

—Bueno, lomas, subidas.

—No, hay torres, moles de cemento y una multitud de estresados.

Volvemos y en la casa hay olor a tuco. Claudia pone los platos y Edith acomoda el pan sobre la mesa. Al rato cada una viene con una fuente: la de Edith tiene ravioles, la de su cuñada, estofado.

—Te vas a chupar los dedos —dice Edith.

Miro a Edith y no veo a una poseída, sino a una chica misteriosa.

Ahora soy yo el que está en silencio, observándola hipnotizado. En todo asesinato, el periodista policial busca saber cómo era la víctima. Casi siempre, la persona asesinada es una foto que entregan sus familiares para que aparezca en la prensa. La única posibilidad de verla es a partir de ese instante estático que pasa de mano en mano. Una de las tantas cosas que me impresiona de este caso es que es posible ver a la víctima en movimiento; ver a Johana sobrevivir en Edith. No solo en sus rasgos, sino en todos los detalles: desde la respiración hasta algún gesto imperceptible. Ahora las palabras de su madre Marcelina resuenan en mi cabeza: «Son dos gotas de agua», «Veo los ojos de Johana en los ojos de Edith», «La Edith está poseída, pobrecita».

Miro a Edith y no veo a una poseída, sino a una chica misteriosa. Devoramos los ravioles y con Claudia vaciamos una botella de vino tinto. Edith tiene el vaso lleno y empieza a tomar de a sorbos, casi por aburrimiento.

—¿Cuál es tu segundo nombre? —quiero saber. Ella sonríe por primera vez —la sonrisa la hace aún más bella— y responde con otra pregunta.

—¿Vos tenés segundo nombre?

—Sí, pero no lo pienso decir.

Al decir eso, sé que voy a generar una curiosidad desmedida. Siempre me pasa. Llamarse Remigio es algo atípico, extraño, aunque haya sido el nombre de mi abuelo y de mi bisabuelo, los dos comisarios, los dos perseguidores de cuatreros y piratas del asfalto.

—Te digo mi segundo nombre si me decís el tuyo.

—Mejor tratemos de adivinarlo —propongo. No es una estrategia, aunque terminaré viendo que este juego inocente y hasta infantil me acercará tanto a Edith que en los días siguientes me confesará hasta sus sueños, tan enigmáticos como los de su madre.

—Yo quiero jugar —pide Claudia.

Hacemos dos ahorcados. Yo debo adivinar el nombre oculto de Edith, y ellas el mío. Vamos anotando las letras correctas y tachando las incorrectas.

Después de varios intentos, ellas llegan a nombres tan o más extraños que Remigio. Edith arriesga algunos imposibles: «Refugio», «Revagio», «Relagio», «Retagio», «Religio».

—¡Eso! —grita cuando ve mi cara de sorpresa al escuchar Religio— ¡se llama Religio!

—No.

—¿Repigio?

—Menos.

—¿Retugio?

—Mucho menos.

—¿Remigio?

—Sí. Remigio.

Edith y Paula se abrazan como si hubiesen adivinado la pregunta del millón. Ríen a carcajadas y se burlan de mi segundo nombre. Yo podría haber adivinado el de Edith, pero algo me frena. En el papel anoté: «JO—A—A».

Faltan dos letras y, salvo que el segundo nombre sea «Jovata», todos los caminos conducen a Johana. Temo decirlo por si me equivoco y el nombre de Johana le trae recuerdos o pesadumbre. Por otro lado, sería raro que su madre le haya puesto el mismo nombre que a su gemela. Me doy por vencido para evitar un momento incómodo. Edith devela el misterio:

—Johana. Edith Johana me llamo. Johana, como mi hermana.


La cárcel de Truncado es muy distinta a las cárceles bonaerenses. Hay guardias cordiales, pisos encerados, paredes blancas que parecen recién pintadas y olor a líquido desinfectante de lavanda. A Cingolani le llevo un pan dulce, un budín, galletitas surtidas, cinco atados de cigarrillos y un cómpact de Leo Mattioli, su ídolo (Cingolani me mandó una carta en la que cita fragmentos de canciones, le dedica temas románticos a Edith y le agradece a Dios por haberla puesto en su camino). Aprovecho para colar en la bolsa una lapicera y un cuaderno. Eso me servirá a mí a la hora de entrevistarlo. Si los guardias se enteran de que soy periodista, probablemente no me dejen entrar sin autorización judicial. Para ellos soy un amigo de Cingolani que llegó desde Buenos Aires.

Un guardia me lleva a una salita, donde me hace desnudar. En un tacho de basura veo que hay objetos que los familiares no pudieron entrar: pastillas de Viagra, un ladrillito de marihuana, preservativos. Yo paso la revisión y el control, salvo por un detalle: el pan dulce es frutado y está prohibido. En las celdas —dicen— se podría usar la fruta para fermentar y hacer el «pajarito», el trago alcohólico de los presos. No me imagino a un preso destrozando el pan dulce solo por la fruta abrillantada, pero así son las cosas.

Otro guardia me toma las huellas dactilares y me lleva hacia un pasillo. La cárcel no huele a cárcel: huele a hospital. Se abren dos rejas; detrás de la segunda me espera Víctor Cingolani. Tiene veintiocho años, es robusto, tiene ojos grandes (luego me dirá que le dicen «el ojón»), lleva el pelo corto y viste una remera blanca ajustada, un pantalón de gimnasia gris y zapatillas. 

Me abraza como si me conociera desde hace tiempo. El salón, que parece recién pintado de blanco, tiene mesas, sillas y una puerta que conduce a un patio a cielo abierto. Aunque en la celda está solo, en los espacios comunes Cingolani convive con nueve presos. Con ellos juega al ping-pong y a la play station. Lo hace en los ratos libres. Luego, de dos a siete de la tarde, Cingolani trabaja en la carpintería del penal: fabrica sillas, banquitos, mesas, revisteros, portarretratos y cuadros. Su hermana Claudia se dedica a vender los productos afuera y la ganancia total es para el detenido. En otras prisiones, los presos trabajan pero solo cobran un mísero peculio de cincuenta pesos mensuales.

—¿Te parece que soy como dice la prensa? —quiere saber Cingolani.

Estamos sentados a una mesa, con mate y facturas de por medio. En unos minutos llegarán su hermana y su novia.

—¿Y cómo dice que sos la prensa?

—Un monstruo. Un monstruo asesino.

—A simple vista, no parecés —le digo.

Cingolani sonríe.

—Cuando leas la causa te vas a dar cuenta de que no hay pruebas. Está todo armado porque en Santa Cruz la justicia es así: condenan a un perejil porque necesitan a un asesino para conformar a la familia.

—En la causa dice que le pegabas a Johana, que la tenías amenazada y que tenías pólvora en las manos.

—Es mentira. Nunca le pegué. Y la prueba de parafina se hizo sin que yo supiera lo que me estaban haciendo. Y como dije al juez, había estado en la camioneta de mi cuñado, que suele cazar y dejar las balas en los asientos. Y además uno puede tener la sustancia de la pólvora si toca orina, fertilizantes. Eso lo dice un perito químico.

—En el expediente consta que los investigadores comprobaron que estuviste en el descampado donde mataron a Johana.

—Hubo tres rastreos con perros. Dos dieron negativo con testigos. Y llamativamente uno dio positivo sin testigos. Además no es una prueba científica. El olor de una persona puede quedar hasta un mes en un lugar, eso dicen los peritos. Además no tengo auto como para llegar a ese lugar. Yo estaba a veinticinco cuadras de ahí.

—La familia de Johana te acusó de haberle mandado mensajes en la que la amenazabas de muerte a ella y a su novio.

—Es mentira. Y esos mensajes, dice la causa, fueron hechos en forma anónima.

—¿Qué hiciste la noche del crimen?

—Fui al casino. Pedí que incorporaran las cámaras de seguridad pero no lo hicieron. Luego fui a la casa de una amiga. Estuve hasta las seis de la mañana. A esa hora estaban matando a Johana. Hacía seis meses que yo no salía con ella. Sus amigas dijeron lo mismo.

Antes de que fuera acusado de asesinato, Víctor Cingolani era un pibe de pueblo que trabajaba doce horas por día en una empresa petrolera. Hacía recorridos y fue jefe de cuadrilla, ayudante en tareas generales y mecánico. Por las noches, si no llegaba cansado, salía con sus amigos. Prefería ir a los prostíbulos antes que a los bares.

—Amo la noche. Con mis amigos la aprendimos a controlar. Aprendí a esperar, a no ser ansioso, a disfrutar cada noche porque no hay dos noches iguales. Las mujeres venían solas sin que las fuera a buscar como un desesperado. Me gustaba dialogar, conocer historias. Íbamos al puticlub, pero a charlar. A veces las chicas no cobraban porque pegábamos onda.

—Por lo que se lee en la causa, eras un mujeriego empedernido.

—¡No! ¿Te parece?

—¿Cuántas mujeres pasaron por tu vida?

Cingolani se queda callado y cierra los ojos. Después de un breve cálculo mental, revela:

—Y… habré estado con unas cuarenta mujeres.

—¿Cómo conociste a Johana?

—El otro día se lo conté a Edith y ella se reía. A Johana la conocí en el bingo, un mediodía. Yo estaba con mi vieja y una amiga de ella. Johana estaba en una mesa con su padre y su hermano, a unos quince metros. Ella me miraba y yo me daba cuenta. Era muy bonita. «A que me la levanto» le dije a la amiga de mi vieja. Yo venía de una racha ganadora. La miré a Johana y le hice señas. Enseguida se levantó y fue con una amiga al baño. Al salir me tocó la espalda, me di vuelta y me dio un papelito. Me había anotado su nombre y el número de celular. Le mandé mensajes al toque. Nos vimos un par de veces y nos pusimos de novios. Salimos un año y medio.

—¿Llegaste a salir con las dos al mismo tiempo?

—No, eso nunca.

—¿A Johana la dejaste por Edith?

—Con Johana nos separamos porque ella quería tener hijos y yo no. Además a Johana no le gustaba la noche.

—¿Y cómo te fuiste enamorando de Edith? —quiero saber.

—Con el tiempo. Edith era mi cuñada. Su novio se llamaba Wilfredo. Salíamos los cuatro. A veces la invitaba a salir a Johana y como Edith estaba sola venía con nosotros. Me sedujo su humildad, su sencillez, su bondad. Ella es muy reservada. Su hermana, que quería ser modelo y hasta fue elegida Reina de la Belleza de Pico Truncado, era más revoltosa. Edith ahora capaz que quiere modelar. Famosa ya es.

—¿Nunca las confundiste?

—No. Y eso que eran iguales. Hasta el mismo tono de voz. Pero Johana se producía más y Edith es más sencillita. Igual a veces la veo a Edith de perfil y me parece que es Johana. Se ríen igual. El otro día se lo dije. Eso me impresiona.

—¿Johana y Edith se pelearon por vos?

—No. Edith le fue de frente, le dijo lo que nos pasaba y Johana lo entendió. A Johana la quise. A Edith la amo.

—Cualquier manual de psicología diría que en Edith ves a Johana y que en el fondo sentís que la reemplazaste, o que Johana sigue viva.

—Esas son pavadas.

—En la causa, una testigo dice que le dijiste a Edith que querías salir con ella porque en Pico Truncado era lo más parecido que había a Johana.

—Eso es falso. Esto es un pueblo y en los pueblos se dicen muchas mentiras. Se vive del puterío. Haber salido con las gemelas, que para muchos eran las chicas más lindas del pueblo, no fue una fantasía. Igual te voy a confesar algo antes de que venga la gorda. Vos sabés que después intercambiamos parejas. Es decir, yo me puse de novio con la Edith y Wilfredo, el novio de la Edith, se puso de novio con la Johana.

—¿Eran swingers?

—¡No! Se dio así. Acá muchos se han hecho el coco pensando chanchadas. Algunos sinvergüenzas del pueblo me han puesto un apodo fulero.

—¿Cuál?

—Bin Laden. Osama Bin Laden.

—¿Por?

—Porque me volteé a las gemelas.

 —¿Les gustaría tener hijos? —pregunto, como para cambiar el tono de la charla.

—Es nuestro sueño. Yo maduré. Te voy a confesar algo porque me caés bien. ¿Sabés una cosa? Hace dos días soñé que Edith y yo estábamos abrazados. Y en el medio, acurrucadito, había un bebé. Nuestro bebé.

—¿Qué dijo ella de ese sueño?

—Se emocionó hasta las lágrimas. Tengo otro sueño lindo. Ya lo soñé como tres veces. Los dos caminamos por la playa, sobre la arena, descalzos y de la mano. El mar es azul como el del Caribe.

—¿Cuántos hijos quieren tener?

—Cuatro. Nos gustan dos nombres.

—¿Los puedo saber?

—Sí, aunque si se entera la Edith me mata. Mantenelos en secreto, o hasta que ella te los diga. Nos gustan los nombres Johana y Luisina.

—¿Johana por tu exnovia o por el segundo nombre de Edith?

—Las dos se llamaban así. Y es un lindo nombre. Pero me gusta porque es el segundo nombre de Edith.

—¿A Johana la soñaste?

—Yo estaba en un complejo del gas del Estado: era una especie de puente con dos puertas laterales abiertas. Ella venía caminando. Lloraba. Yo la paraba y le preguntaba: «¿Estás contenta por lo que pasó?». Y ella me decía: «No». Y se iba triste, con otra chica.

—¿Qué interpretación hacés de ese sueño?

—Creo que Johana confirmaba que yo era inocente. Me daba la razón porque yo le preguntaba si estaba contenta y me decía que no. Y esto lo soñé después del juicio. Después de que me condenaran.

En este momento, la gemela entra en el salón con su cuñada Claudia. Los novios se saludan con un beso apasionado. Ellas apoyan en la mesa los ravioles que sobraron de la noche anterior y una docena de empanadas de carne y de jamón y queso.

—Preguntáme lo que quieras —dice Cingolani. No lo hace con tono desafiante, sino amistoso.

—¿Recordás algún momento que hayan vivido los tres: vos, Johana y Edith?

—Jugábamos mucho. Siempre me acuerdo de una tarde en que las cargué a caballito a las dos. Ellas me pedían que corriera. Pero nos caímos. ¿Te acordás, gorda?

Edith lo mira pero no dice nada.

Cingolani insiste:

—¿No te acordás que nos caímos los tres? Fue en una esquina. Ustedes me pedían que apurara. Son recuerdos que te quedan.

Edith asiente con la cabeza, quizás para conformar a su novio.

Él le acaricia el pelo, le besa el cuello con ternura y dice:

—Me llenó la humildad que tiene Edith. Eso me enamoró de ella. Me voy tatuar su nombre.

—Y yo me voy a tatuar las iniciales J y V —agrega Edith—. Por Víctor y Johana.

Miro a Cingolani.

—¿Sentías que en el juicio Edith te apoyaba pese a estar con los padres y con una camiseta que pedía justicia por su hermana? 

—Ella pedía justicia y eso está bien. Me miraba como al hombre de su vida, no como al asesino de su hermana. En el juicio trataba de no mirarla para que la familia no le dijera nada. Pero fue difícil. Es tan linda que la mirada se me iba sola. Armaron una historia falsa que compró el juez. La hipótesis de los investigadores es que con Marcos y Johana nos fuimos a charlar a un descampado. Luego el sacó el fierro, le metió un balazo y me lo pasó a mí para que le diera otro balazo. Eso es increíble.

—Yo miré dos veces la novela Resistiré, con Pablo Echarri y Fabián Vena, que hacía de malo —dice Edith—. Hace poco estaba viendo la repetición. Digo esto porque en el sueño apareció Fabián Vena, en el papel de Mauricio, el villano de la novela. Y mi hermana estaba rara. No tenía forma. Parecía un alma. Toda iluminada. Fabián Vena la acarició, ella se puso a llorar y al final dijo… dijo…

Pero Edith no termina de contar el sueño. Llora y Cingolani la abraza.

¿Qué habrá dicho el espectro onírico de Johana? ¿Lo sabré algún día? Pienso en eso mientras la pareja sigue abrazada; me siento atrapado en la madeja de un mensaje cifrado. O al menos eso me pasará cada vez que los protagonistas de esta historia me cuenten sus sueños. Ellos creen que detrás de esas imágenes fragmentadas, como escenas arrancadas a películas cuyo género sería imposible adivinar, se oculta una verdad. No quiero preguntar cuál fue el final de ese sueño que tanto atormenta a Edith. Volvemos a tomar mate, a jugar al Ludo matic. Esta vez gana Edith y el perdedor es Cingolani.

—¡Tiempo! —grita un guardia para dar por finalizado el horario de visita. Antes de despedirnos, Cingolani les dice a Edith y a Claudia:

—Lleven al Rodolfo a la escena del crimen, y a hacer el recorrido que según la policía hice hasta matar a Johana.

Sigo pensando en el sueño inconcluso de Edith. Mejor dicho: en el relato inconcluso del sueño. ¿Qué dijo Johana? No es el momento de preguntarlo.


Salimos de la cárcel y subimos a la camioneta de Claudia. Son las siete de la tarde pero parece mucho más temprano. En Pico Truncado anochece a las nueve de la noche. La temperatura supera los treinta grados y en una radio local dicen que es una marca histórica, que hace más calor que en el norte argentino. Ahora haremos un paseo hacia el pasado, hacia la madrugada en la que víctima y asesino quedaron cara a cara, en ese instante irreversible en el que una persona mata a otra y se mata a sí misma. Siento una tensión que no llega a ser incomodidad: he recorrido muchas escenas del crimen, he caminado por donde caminaron las víctimas antes de ser arrebatadas de este mundo. Pero esta vez es distinta: voy al lugar de los hechos con una mujer que es igual a la asesinada.

Ahora pasamos por la plaza del pueblo, convertida en centro de reunión de jóvenes que se pasan botellas de cerveza mientras escuchan Agapornis, el grupo cheto de cumbia que fascina a los porteños. Enfrente está el Casino, un edificio dorado que desentona con el lugar: parece trasplantado de una ciudad bulliciosa.

—Acá estuvo Víctor la noche en que mataron a Johana —dice Claudia. Seguimos viaje hacia un barrio situado a unas cinco cuadras del centro. «Puta cabaretera» se lee en una casita.

—Ahí vive la amiga de mi hermano, que trabaja en el cabaret «Tu Noche». Ahí estuvo él mientras mataban a Johana —sigue Claudia. Edith va a su lado, callada, atenta a todo. Pasamos por una calle interna. Me cuentan que el cine cerró hace rato y que el teatro del pueblo abre cada tanto: ese cada tanto puede durar dos años. «Osvaldo Maimo, te merecés un monumento…encima tuyo» se lee en un grafiti estampado en un paredón, dedicado al intendente peronista del pueblo.

Salimos del centro y tomamos la Ruta 44. A lo lejos se ven cuatro molinos de viento de una planta hidrógena. Es una zona de descampados: en algunos hay altares del Gauchito Gil, y en otros hay criaderos de lombrices de tierra o de caballos de carrera. También hay quintas con invernaderos y están —cerca— las vías muertas del tren, que dejó de pasar el quince de enero de 1978. Atravesamos un camino cubierto de piedras que levanta tierra y polvillo a nuestro paso. El viento silba un sonido parecido al de una quena. Nos aceramos a un lote que ahora está enrejado.

—Ahí encontraron a Johana. Habían puesto una cruz, pero alguien compró el terreno y lo enrejó para construir una vivienda. Acá no se encontró ninguna huella de mi hermano.

Eso dice Claudia, mientras estaciona la camioneta. Edith tiene una expresión sobresaltada, al borde del espanto, como si ya hubiese estado en este lugar. Me pregunto si su madre Marcelina tiene razón cuando dice que ahora Johana mira a través de los ojos de su hermana. Edith llora en silencio. Como si contemplara su propia muerte.

—Ahora vas a conocer al dinosaurio del pueblo —avisa Claudia como para cambiar de clima. Ese dinosaurio fue construido en 1997 por el artista Carlos Regazzoni con restos de chapa y chatarra. Mide diecisiete metros de largo, tres de ancho y cuatro de altura. En la mole hay grafitis y leyendas de amor.

Hasta este lugar, según declaró Edith a la justicia, Cingolani la llevó obligada en un auto y la forzó a tener sexo, unos meses antes del crimen de Johana. Cingolani amenazó con abandonar a Edith y dijo que podía matarla y que nadie iba a culparlo a él. Pero Edith ahora jura que eso lo dijo obligada por sus padres.

No hay mucho más que mirar; volvemos.

Esta noche, Claudia me invita otra vez a su casa. Llevo cerveza y una parrillada para tres. Edith tiene buen apetito y sed. Entre los dos tomamos dos botellas de cerveza. Claudia va hacia su pieza, abre un cajón y vuelve con una caja llena de cartas. Cartas de amor que Cingolani le mandó en secreto a Edith, cuando él cayó preso y estaban distanciados. Esas cartas dirigidas a Edith fueron leídas por Claudia. Edith se está enterando en este momento. No logro entender por qué las leyó la hermana de Cingolani y no su novia. Cuando se lo pregunte, Cingolani dirá que lo hizo por timidez, porque no quería presionar a Edith durante el período de duelo que pasó por el asesinato de Johana. Además estaban un poco distanciados. Claudia me pasa una carta que Cingolani le mandó a ella (a Claudia): «Las chicas me tienen abandonado, pero cuando salga libre van a caer a mis pies», alcanzo a leer y pienso qué dirá Edith cuando lea esa frase. Pero ella lee todo con devoción. Me siento un testigo privilegiado de esta escena: de sus ojos de enamorada leyendo lo que su novio escribió de puño y letra, con la intención de que ella lo leyera algún día. Ese día es hoy.

En un momento, Edith va hacia el living y vuelve con fotos.

Un par de días antes, solo conseguía de Edith el silencio o la indiferencia. Hasta llegó a tratarme de usted. Pero ahora no solo me cuenta sus sueños sino que comparte sus recuerdos.

En la primera tanda de fotos aparece con su gemela. Las dos de bebés, de niñas (vestidas iguales, con conjuntitos rosas) y de adolescentes. En todas las imágenes adivino cuál es Edith, no sé si por casualidad o porque hay algo que la diferencia de su hermana y que no logro develar. Ella mira las fotos conmigo. Al menos en las fotos, las gemelas son inseparables. Nunca posan solas. Aparecen sonrientes, sacando la lengua, serias, abrazadas, subidas a un caballo. En la segunda tanda, Edith muestra fotos que se sacó con Cingolani. Hay algunas de un paseo romántico que hicieron a orillas del río Deseado, donde acamparon en una cueva, cerca de los cerros. En algunas imágenes Cingolani hace muecas. En otras, ambos aparecen en un gomón.

—¿Viste que te mostré todas las fotos? —me dice Edith.

—Gracias. La cerveza ya está haciendo efecto. Tomate otra —bromeo; ella ríe—. Viendo las fotos, se nota que con tu hermana tenían una comunicación especial.

—Sí, si a una de nosotras le pasaba algo, la otra lo sentía.

—¿Por ejemplo?

—Cuando éramos nenas yo le dije a mi mamá que Johana se estaba haciendo pis. Y al rato vino mi hermana del patio para decirle que se estaba haciendo pis. Y cuando yo tenía once años me atropelló un auto cuando andaba en bicicleta. Estuve en coma, internada en Comodoro Rivadavia. Cuando me sacaron el respirador me hinché y empecé a llamar a Johana. Yo estaba con mi mamá y mi hermana estaba en Truncado con mi papá. Pero mis papás me contaron que Johana empezó a decir que yo la llamaba. Y estábamos a más de doscientos kilómetros de distancia.

—¿Sentiste algo la noche en que la mataron? —le pregunto.

Edith hace silencio. Luego respira hondo y habla.

—Estaba como rara. Incómoda. Yo estaba con amigas. No sabía qué me estaba pasando. No lo podía explicar. Era un vacío inmenso. Llegué a casa de madrugada y pasó algo extraño: mi reloj se detuvo a las cuatro y media de la mañana.

Se supone que a esa hora Johana era fusilada en el descampado.

Después de esta revelación, Edith decide contar el final del sueño en el que su hermana aparece como un fantasma. Los protagonistas de este caso buscan la verdad en los sueños. Si en los sueños de Marcelina —su madre—, Johana camina en blanco y negro y ríe, en los de su hermana y los de Cingolani llora a mares.

—En ese sueño mi hermana era un alma. Y Fabián Vena, que estaba en el papel de la novela, la acariciaba. Y ella lloraba.

—¿Y qué decía? —pregunté torpe y ansioso; temía que el llanto interrumpiera otra vez el final. Pero no hizo falta. Edith estaba entera.

—Y mi hermana, llorando, dijo: «Fue Marcos. Me mató Marcos».

—¿Y qué significa eso para vos?

—Que Víctor no la mató. Está claro. El asesino es Marcos. El Tosco Marcos Díaz.

Es tarde, llega la hora de irse. Camino por las calles de Pico Truncado sin destino fijo. Todo está cerrado, envuelto en una oscuridad que convierte el camino en una boca de lobo. Las únicas luces, estridentes y detectables a una cuadra de distancia, son las de los puteríos. Por las calles desfilan autos con jóvenes que dan la vuelta al perro. Pasan una y otra vez, lentamente, escuchando a Gilda o a Rodrigo. Intento entrar en el cabaret «Tu Noche», donde trabaja Vanesa, la amiga de Cingolani y la mujer que el hombre usó de coartada, pero el lugar está cerrado. A tres cuadras está «La Reina de la Noche»: como todo puticlub, es un salón viejo con una fonola, una barra y varias chicas sentadas esperando la llegada de los hombres sedientos de alcohol y de sexo. En este lugar, en 2012, un tipo que había sido echado por un patovica por causar escándalos en el prostíbulo baleó la entrada y mató a un cliente e hirió a una chica. Entro y todos (ellas y ellos) me miran. Voy a la barra y canjeo la entrada por un whisky nacional con hielo. Se me acerca una mujer descomunal, alta, sensual, morena, cabello ondulado castaño, ojos felinos y labios perfectos. Lleva corpiño, tanga y zapatos rojos. Su desnudez brilla en la oscuridad del prostíbulo.

—¿De dónde sos? —le pregunto.

—De donde quieras —dice con cadencia colombiana. 

No pasaré la noche con ella. Estoy en ese lugar para tratar de buscar pistas. Estos espacios sórdidos son el paraíso infernal por el que se movía Cingolani.

—Acá algunas muchachas lo conocían. Y no lo creemos capaz de lastimar a nadie. Todo lo contrario, bebé, un día un marinero le pegó a una de nosotras y él saltó a defender a la chica. Otra cosa no puedo decir. Llegué de Colombia hace un mes.

—¿Por qué elegiste venir a este pueblo?

—Porque hay mucho dinero, papi. Amorcito, acá hay petroleros aburridos que buscan chicas lindas.

La mujer me acaricia el pelo.

—Sí, corazón. Acá vas a ver gitanos que vienen a vivir porque venden sus autos. Y polizones que vienen de Dominicana o África porque acá pueden vivir de algo. ¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Acá hay un fruto que se llama calafate. Si lo devoras te quedas para siempre en este pueblo. Yo lo comí y creo que este es mi lugar en el mundo.

No quiero probar el calafate.

Las putas cantan y bailan. Los hombres se suman. El lugar es una fiesta.

En el local suena una canción de Los del Fuego. Pido una moneda de un peso y me apodero de la fonola. Busco una canción que levante el clima, que lo vuelva festivo en vez de oscuro. Calamaro es el único rockero que aparece en el medio de Cristian Castro, Luis Miguel, Rodrigo, Karina, Damas Gratis, Alcides, Ricky Maravilla y Arjona. Elijo «Sin documentos», un hit de los noventa. Déjame que te cierre esta noche los ojos / y mañana vendré con un cigarro a la cama / porque no tengo más intenciones que seguir / bebiendo de esta copa que no está tan rota. / Quiero ser el único que te muerda en la boca / quiero saber que la vida contigo no va a terminar. / ¡Porque sí, porque sí, porque sí! / Porque en esta vida / no quiero pasar más de un día entero sin ti. / ¡Porque sí, porque sí, porque sí!

Las putas cantan y bailan. Los hombres se suman. El lugar es una fiesta. Una de las chicas, de vestido transparente, me saca a bailar y no logro negarme. Soy uno más. Puedo ser un marinero, un polizón, un petrolero, un camionero o un tipo infiel. Pero no soy más que un periodista de lentes lleno de dudas. La chica me quiere llevar al reservado. Me pide que le pague una cerveza con un pase de cien pesos y por trescientos me invita a una casa que hay al lado. Allí, en apenas media hora cualquiera de los hombres que ahora bailan y cantan puede vaciar sus miserias y —quizá— incluso puede descubrir horrorizado que estas mujeres en tanga son a la vez madres y extranjeras que no ven a sus hijos desde hace mucho tiempo.

Todo —chicas y clientes— forma parte de una misma desdicha. Me voy, finalmente. El sueño y el cansancio han ganado.


Domingo por la mañana. Martín, el marido de Claudia, acaba de llegar de Comodoro Rivadavia, donde trabajó en un pozo petrolero. Hoy es su cumpleaños y su cordialidad lo lleva a hacerme una doble invitación. A la noche hará un cordero patagónico y ahora me llevará a dar una vuelta por la zona de los cerros. Subimos a la camioneta. Por la ventanilla puede verse el Cerro Truncado (se llama así porque su cima parece aplastada o incompleta) que le da nombre al pueblo y pueden verse los pozos con petróleo. Los camiones cargan máquinas y el ruido de los motores se impone a todo. Hay un olor parecido al de los talleres mecánicos: a nafta, grasa y aceite.

—Si veo algún animalito, voy a cazar —anuncia Martín.

Me pregunto qué me diferencia de un cazador. He venido a este lugar a cazar imágenes, intimidades, recuerdos, gestos, silencios y frases de los protagonistas de esta historia. Agazapado y acechante, con la mirada puesta a descubrir el más mínimo movimiento, busqué hurgar en las profundidades de la memoria de Cingolani y hasta probé puntería para capturar los sueños de su novia Edith.

 —¿Ves algún avestruz? —pregunta Martín.

—Por ahora no —le respondo y echo un vistazo al paisaje monótono. Todo parece pintado por la mano de un artista aburrido.

—¡Ahí va uno! —grita Martín y acelera por el camino de tierra. Levanta polvo a los costados y al frente. Adelante, a unos cincuenta metros, un avestruz corre como lo haría el Correcaminos ante la embestida del Coyote. Pero la camioneta de Martín no es el coyote del dibujito: alcanza al avestruz. El cazador y su presa están a pocos pasos. A pocos segundos. El avestruz se queda quieto. El miedo lo paraliza. El animalito ignora que le quedan diez segundos de vida. Lo que tarde Martín en frenar, levantar el rifle de sus piernas y hacer puntería. Pum. El primer tiro da en el ala derecha. El avestruz se tambalea.

—Ya está —dice Martín. Se baja, corre al avestruz unos metros y lo agarra de las dos patas. Lo tira en la cabina de la camioneta, que se llena de sangre y plumas.

—Ahí va otro —dice Martín y acelera la camioneta—. Si nos quedamos atascados acá no nos saca nadie.

Luego frena, saca el rifle y hace puntería. Deberá ser preciso porque le quedan cuatro balas. Dos dan en el cuerpo de un avestruz. Otra le perfora la pata a un zorrito que ahora se escabulle por los pastizales. La cuarta da al pie de un cerro.

—Esta noche vas a comer corderito patagónico y avestruz —dice Martín.

Cingolani me cae bien y aunque las pericias lo definen como alguien peligroso con rasgos psicopáticos, me parece un buen tipo.

Con la camioneta llena, ahora me lleva a un lugar donde hay otros seres que fueron cazados: la penitenciaría. Allí me espera Cingolani para nuestro segundo encuentro. En la sala hay ahora una mesa de ping-pong y tres mesas ocupadas con otros presos que reciben a sus familiares. Uno de ellos toca la guitarra para su esposa y su pequeño hijo.

Claudia aparece con un pan casero y con un tupper con la carne que sobró anoche.

—¿Jugamos al ping-pong? —pregunta Cingolani.

Edith lo alienta desde un costado, aunque a veces hincha por mí para fastidiar a su novio. Cingolani me cae bien y aunque las pericias lo definen como alguien peligroso con rasgos psicopáticos, me parece un buen tipo. Más allá de eso, no sé si estoy jugando al ping-pong con un asesino despiadado o con un inocente que está preso.

Cingolani tiene un golpe potente. «Soy como los chinos», bromea. Pero le gano el partido 21 a 16. Pide revancha inmediata. Esta vez Edith se queda sentada con Claudia. Son testigos de la paliza que me da Cingolani. Pareciera que su paleta dirige la pelotita a su antojo. En uno de sus remates la pelotita fue a dar a la cabeza de Edith.

—Ahora me van a volver a acusar de golpeador —dice Cingolani.

Después de mi derrota, invito a pasar a Edith. Se acerca con timidez, dice que es mala jugadora. Pero a los pocos segundos me gana cuatro a cero. Cingolani, desde un costado, se ríe y se burla de mi pobre comienzo. Repunto con tiros rápidos. Trato de no mirar el escote de Edith ni su bella cara porque podría tener problemas. Y me pregunto si mi mal juego se debe a que Cingolani me intimida o a que la belleza de Edith me encandila. Pero dejo de pensar en eso y ahora voy ganando. Edith se mueve con rapidez, protesta como una niña caprichosa cuando pega mal o cuando la sorprendo con un punto preciso. Vamos 17 a 14. Luego nos ponemos 17 iguales y Cingolani le toca la cola para festejar, pero ella se incomoda y le dice que la deje jugar tranquila porque la desconcentra. Tiene razón: se vuelve a dispersar cuando él la abraza o le dice cómo mejorar el saque. Mi triunfo es inapelable: 21 a 18. Que pase el que sigue.

El que sigue es Cingolani.

Mientras jugamos aprovecho para hacerle preguntas.

—¿Tuviste una infancia feliz? —le digo mientras corro de un costado a otro ante su peloteo insistente.

—Sí. A mí y a mi hermana no nos faltó nada. Mi viejo murió cuando éramos chicos. Tuvo un infarto. Y mi vieja tuvo que salir a limpiar casas por hora. Claudia fue como una segunda madre para mí —responde Cingolani, que me gana cinco a dos.

Saco y le pregunto si alguna vez pensó en irse a una ciudad grande.

Víctor Cingolani responde con un revés cruzado y dice:

—El pueblo siempre es triste. No hay nada para hacer. No cruzarte con alguien en un pueblo chico significa no salir a la calle.

Me va ganando 12 a 3. El partido es irremontable. En la mesa, Edith y Claudia juegan al Ludo matic y toman mate con budín. No hay guardias a la vista, pero me contaron que vigilan por unos ventiluces que dan al salón.

—Mi sueño es construir una casa, pasar las vacaciones en el Parque de la Costa, en Tigre, y envejecer con Edith. Y jugar con nuestros hijos: hacer muñecos de nieve o atar unas cajas a las bicis y jugar a que es un trineo, como yo hacía de pibe.

El partido sigue pero yo estoy en otra cosa. 20 a 7. Cingolani me cuenta que siempre le gustó el riesgo, que corría picadas y que llegó a ir a doscientos kilómetros por hora. Una vez le sacó una foto al velocímetro con ese registro. Fin del partido. Me gana 21 a 8.

—¡Le di una paliza! —le dice a Edith y la abraza—. El Remigio va a soñar con esto.

—Hablando de eso —intervengo—, ¿tuviste más sueños interesantes?

—¿Los cuento? —le pregunta Cingolani a Edith, buscando su aprobación.

Ella lo mira, seria.

—¿Puedo contarlos, mi amor? —insiste él.

—A los tuyos, contalos. A los míos dejálos donde están, bien guardaditos.

Edith sonríe con una rara dulzura. Cingolani habla:

—Anoche otra vez soñé que estábamos con la Edith juntitos, en la playa de Las Grutas. ¿Sabías que tenemos las alianzas? Las compré con los banquitos y mesitas que fabriqué y vendí. Y tomamos la decisión de casarnos el catorce de febrero, el Día de los Enamorados. Yo me voy a poner un traje azul y Edith un vestido corto, que no quiero ver porque trae suerte. Después de dar el sí en el Registro Civil vamos a tener nuestra visita íntima en la cárcel. Nuestra luna de miel. Hay medios que quieren comprar la exclusividad del casorio, pero eso no se negocia. No somos famosos de la revista Caras.

El día del casamiento él estará de traje y corbata, y ella llevará un vestido corto, fucsia, pegado al cuerpo. Su belleza —y el escándalo de la ceremonia— serán tan notables que la revista Playboy incluso pensará en hacer con Edith una sesión de fotos. Pero ahora ninguno de los novios imagina un futuro semejante.

Al salir por el pasillo angosto miro a través de uno de los ventiluces para tener la perspectiva de los guardias. El que elijo para ver hacia el salón es justo el que muestra a Cingolani y Edith. Ellos no pueden verme. Pero yo sí: están abrazados y se besan con pasión. Con esos besos que se ven en las películas románticas, pero no en las cárceles.


Es mi cuarto día en Pico Truncado. Ya no me siento observado por todos, aunque mantengo un poder que me hace distinto a los pobladores: mis secretos, a diferencia de los suyos, están resguardados. Mantener un secreto en un pueblo («ese monstruo de mil cabezas», como decía el poeta Alexander Pope), es casi imposible.

Todos, en Pico Truncado, hablan del romance que conmueve al país.

—La piba está loca —dice un remisero.

—Para mí que quiere vengarse, pero hubiese elegido otro camino —dice Martha, kiosquera, acostumbrada a las telenovelas de la tarde.

—El tipo anduvo con todas las minas del pueblo. No sé qué le ven. Debe ser un toro en la cama —arriesga Mario, mozo.

Mientras los pobladores hablan y esperan el nuevo capítulo del culebrón, Marcelina vuelve a recibirme en su casa.

—Si se casan, será como otro crimen —reitera, como la primera vez—. Como si me hubiesen matado otro hijo.

 —¿Usted desde un comienzo aceptó la relación?

—Cuando Johana empezó a salir con Cingolani tenía quince años. Fue en 2006. Autoricé el noviazgo porque era mejor eso antes de que vagara por la calle.

—¿Fue testigo de algún tipo de maltrato?

—Una vez acá un día rompió un vidrio de la ventana. Tiró una piña a Johana y la mano pasó de largo. Ella no quería saber nada con él. Y Edith siempre nos dijo que Cingolani la había obligado a salir con él, que la tenía amenazada. Le dijo que si no era su novia él iba a matar a su familia o prendernos fuego la casa. Por eso no volvió a acusarlo. A Johana le pegaba y a Edith también. Antes de que apareciera Cingolani en sus vidas, mis hijas eran inseparables. Johana era más gordita, más comunicativa y más cariñosa. De chiquitas las vestía igual.

Marcelina cuenta que la primera en nacer fue Edith. A los quince minutos llegó Johana. Jugaban mucho entre ellas y la comunicación era especial. Si a una le pasaba algo, dice su madre, la otra lo presentía.

—La última vez que la vi a Edith, me saludó desde la puerta. Estaba vestida de negro. «Chau mami», me dijo y levantó la mano. Me impresionó. Era Johanita.

Marcelina llora. En este lugar hay dos piezas vacías: la de Edith y la de Johana. La casa quedó reducida al living, a la cocina y al dormitorio principal.

Antes de irme, le recuerdo que en mi primera visita me había hablado de un sueño horrendo que no había llegado a contarme. Esta vez lo revela con todos los detalles, sentada frente a una mesa, con las manos entrelazadas y los ojos entreabiertos, como si estuviera en trance.

—Edith y Johana están en la misma cama. Vestidas igual. De repente, Cingolani se transforma en un monstruo y golpea a Johana y la mata. Y Edith, atemorizada, no hace nada. Solo mira. Cingolani descuartiza a su hermana, la pone adentro de una olla grande y se va de la casa. Edith queda inmovilizada. Pienso que en la vida real pasa eso. Edith está haciendo lo que no quiere hacer. Lo que le obligan a hacer. La pobre está loca. Johana está muy enojada con su hermana. Edith se burló en vida de ella y ahora de muerta. Es una doble traición.

Marcelina habla de su hija asesinada en presente.

Un rato después me despido de ella y voy caminando hacia la plaza. En la puerta del casino hay un hombre parado como una estatua. Es enjuto y tiene pelo corto, barba rala, mirada huidiza y una vestimenta aún más llamativa que sus gestos aparatosos. A ese hombrecito todos lo conocen como Tatá: es el loco oficial del pueblo. Luce corbata, saco, pantalón de vestir y una camisa con estampados chillones con forma de pequeños rayos. Tatá tiene la mente de un niño de ocho años, el vocabulario de uno de tres y el cuerpo de un hombre de cuarenta.

No creo haber visto un loco de pueblo tan peculiar. A mi memoria vienen otros personajes insólitos que conocí; seres que habitan otro pliego de la realidad. Recuerdo al «hombre cachetada». Lo descubrí una mañana en Constitución, en una esquina, agazapado como un perro rabioso. De cada dos o tres personas que pasaban por ese lugar, una de ellas recibía una cachetada sorpresiva e injustificada. Una vez lo observé durante poco más de una hora, como si estuviese ante un número de circo o en el medio de un episodio de Los tres chiflados. Traté de adivinar para mis adentros quién se salvaría del golpe y quién no. Hombres, mujeres, ancianos y hasta niños podían caer en la trampa con forma de mano abierta que el loco les tenía preparada.

Pero Tatá es único. Es una especie de camaleón, como Zelig, la criatura de Woody Allen que mutaba con su alrededor. Hay días en los que Tatá se viste como un policía y detiene al que no lo saluda. A veces se calza el uniforme de bombero y apaga incendios imaginarios. Una noche lo vieron vestido de ladrón: con antifaz y una pistola de juguete, simulando esconder un tesoro bajo una baldosa.

—El pueblo se encariñó con Tatá. Es una atracción. Entre todos le damos disfraces para que se ponga. Una vez se disfrazó de gerente del casino. ¡Podés creer que no te daba bola! —cuenta Margot Sáez, una vecina.

Tatá es una celebridad: los jóvenes le convidan cerveza y él toma del pico de la botella. A veces, cuando ve una chica linda, saca un teléfono celular que no anda y finge hablar con una mujer:

—Mamor tamo, tamo mamor. Mua mua mua. tequero muto. Mutísimo.

Le saco una foto y posa con gusto.

—¿De qué se disfrazó, Tatá? —le pregunto.

—De Tatá, de Tatá beno —me responde.

Más tarde, cuando le diga sobre mi encuentro con Tatá, Edith me contará la historia del loco. Detrás de lo pintoresco y lo monstruoso suele ocultarse lo trágico:

—El pobre quedó tontito por las palizas que le daba el padre cuando era chico —dirá.

Las vueltas de la vida, ahora Edith es vista por algunos como la loca del pueblo. Su madre la ve así. Y no solo ella. Muchos no se explican cómo puede Edith estar noviando con el hombre condenado por el crimen de su hermana. Técnicamente, sin embargo, Edith está en sus cabales. A tal punto que las pericias psicológicas autorizaron la boda con Cingolani porque Edith «no presenta disfunción psicológica o mental que le impida contraer matrimonio».

Cingolani y Edith se ríen de todas las conclusiones psicológicas que hubo en la causa. Una de ellas fue la de la perito Alejandra Azpiroz, quien declaró en el juicio que en los exámenes Cingolani había dibujado una figura con una raya en el pecho, justo a la altura donde Johana había recibido los balazos. «No le importa que sus novias simultáneas sean gemelas por su modalidad cuasi incestuosa, pero ellas se pelean por él como salida a una triangulación edípica» escribió Aspiroz en su informe.

Pero Edith y Cingolani no le dieron importancia. Ignoran el mito de Edipo y desconocen las teorías de Freud.


Esta noche tengo un plan. Soy uno de los invitados al cumpleaños de Martín, el marido de Claudia, el cuñado de Cingolani. Mañana volveré a Buenos Aires. La despedida no puede ser mejor: Fernet con Coca Cola y corderito patagónico. El agasajado trabaja en el fogón, transpirado por el fuego.

—Tomá, vas a ser el primero en probarlo porque fuiste mi asistente —dice y me da a probar un pedazo de avestruz pinchado en un tenedor. El sabor es delicioso. Ya no siento culpa por la cacería de esta mañana.

En el quincho hay otros invitados: Cristina, la madre de Víctor y Claudia, el padre de Martín, un grupo de vecinos (entre ellos Margot, Miguel y sus hijas mellizas) y amigos de sus hijos. Edith y Claudia limpian los vidrios de una puerta corrediza que conduce al living.

—Dale, Edith, lustrá bien. Dale. No servís para nada. Si no limpiás, no comés —bromea Claudia. Luego agrega—: Poné en la nota que la tenemos secuestrada, que la obligamos a estar acá y le decimos lo que tiene que hablar.

Edith se ríe.

Aunque hay otros lugares, la gemela se sienta al lado mío. Sé que me faltan preguntas por hacerle y esta es mi última noche en el pueblo. Ahora ella y Claudia me muestran más fotos. Miramos cuatro álbumes de la infancia de Cingolani. Edith mira las fotos fascinada.

—¡Qué lindo! —exclama cuando ve una imagen de su novio cuando era bebé.

Cingolani aparece en distintas situaciones, muchas veces al lado de su hermana: en la cuna, durante su primer baño, en el jardín, como abanderado, en la primaria, en la secundaria, jugando un partido de fútbol, de viaje, acampando en los cerros, como parte de un grupo de gendarmería juvenil (lo dejó después de un año), en cumpleaños (con globos, tortas, guirnaldas y afiches de Mickey y el Pato Donald) y en fiestas de fin de año. De todas ellas hay una foto que me llama la atención. Cingolani está en un acto infantil sobre un escenario. Tanto él como sus compañeros están disfrazados de cowboys y llevan pistolas de juguete. Todos agarran las pistolas con una mano, salvo Cingolani, que la empuña con las dos. Según los detectives, Cingolani agarró el arma con las dos manos, de la misma manera en la que lo hace en esa foto de su infancia.

—Ni sueñes que te vas a quedar con alguna foto —le advierte Cristina, la madre de Cingolani, a Edith.

Edith la provoca en chiste: saca dos fotos y se las pone en el escote.

A los pocos minutos, las fotos desaparecen. Cristina, casi desesperada, pregunta quién las tiene. Fue Edith, le dice Claudia. Pero es broma. Las fotos están guardadas en un cajón de la casa. Cristina las recupera. Son mías, dice.

Edith pone cara de mala.

—¿Ves que está poseída? —bromea Claudia—. La madre al final tiene razón.

—Si descubrieras que Víctor la mató, ¿seguirías con él? —pregunto.

—Eso no va a pasar porque él no fue. Yo también creo en él. Y demasiadas cosas me hicieron ver que él no es culpable. Uno no puede hacerse cargo de lo que no hizo.

—Pero ante la justicia declaraste que él te pegaba a vos y a Johana, que una vez tuvo sexo con vos por la fuerza y que para vos había tenido que ver con el crimen.

—Eso lo dije porque mi papá me presionó. Y sentí que si no lo hacía iban a pensar que no quería que se supiera quién había matado a mi hermana.

Edith toma cerveza, ensimismada. En la mesa se cuentan chistes, se discute sobre fútbol, y la madre de Cingolani habla de su fanatismo por las motos Honda y desafía a un sobrino adolescente a correr una picada.

Edith vacía el vaso, se sirve más y decide revelarme sus últimos sueños.

—Creo en los sueños porque no mienten —dice por lo bajo. Edith advierte que a veces son tan nítidos que los vive como si hubiesen ocurrido. Aquí van tres de ellos.

Al primer sueño lo llamaremos «el intruso»:

—Marcos Díaz aparece por la ventana de la casa de mi mamá y mira hacia adentro. Está vestido a rayas negras y blancas. Cuando nosotras salimos él se esconde.

El segundo sueño podría titularse «la libertad»:

—Aparece Víctor en el juzgado, rodeado de policías. Pasa, me mira y me sonríe porque va a quedar libre. Mi padre está sentado en un banco y, al verlo pasar, baja la vista. El sueño me gusta porque una vez nos miramos así con Víctor. Nevaba y a él se lo llevaban esposado en un patrullero.

El tercer sueño se llama «los vestidos» y Edith se lo contó a la psicóloga que la examinó para ver si estaba en condiciones mentales para casarse:

—Yo estoy con un vestido de novia blanco y largo, mi hermana usa otro más corto y Claudia uno distinto. A mí me gusta el de Claudia, a Claudia el de mi hermana y a mi hermana el mío.

Edith me mira.

—Lo importante es que todo lo que sueño se cumple.

Eso dice Edith, que no está borracha. Ha tomado menos de dos vasos de cerveza.

—Una vez soñé que al marido de mi mamá le pasaba algo malo. Estábamos en una sala de hospital, todos preocupados, como esperando un milagro. Al otro día me enteré de que había tenido un infarto. Por suerte sobrevivió. Tengo sueños proféticos. No fallo.

Ahora, en esta noche relajada, Edith, va a confesarme su último sueño. De un equipo de música suena una canción de Pepo Lara, el cantante de cumbia favorito de Edith. Pero ella casi no le presta atención. Estamos alejados del resto, en la punta de la mesa, y cualquiera que nos vea podría pensar que nos conocemos desde hace tiempo. El resto de la gente aplaude al asador, y en un rato vendrá la torta de cumpleaños decorada con un dibujo de Claudia en bikini, en honor a Martín. Edith se acerca a mi oído para hablarme, pero en ese momento una de las hijas mellizas de Margot —amiga de Claudia—, me mira, me hace un corte de manga, me dedica un fuck you y se ríe a carcajadas. Tiene problemas de aprendizaje porque al nacer fue asfixiada por el cordón umbilical de su melliza, me explica su madre. Pero yo hago un gesto comprensivo y menor; solo me importa lo que Edith va a revelarme ahora:

—Soñé con vos —dice y se queda en silencio. Está seria, como si tuviera que decirme algo malo.

Claudia se acerca y mira atenta.

—¿Qué soñaste? —quiero saber.

—Soñé que se caía el avión que tenés que tomar mañana. Vos caías al mar. Pero eras el único sobreviviente.

—Ah, bueno. Me quedo tranquilo.

—No, pero al rato te prendías fuego y morías calcinado.

Me río pero ella sigue seria.

—Hice mal en decírtelo. ¡Qué casualidad! Así morías —dice y señala la pantalla del televisor: dan la película Destino Final 2 y justo se ve una escena dantesca: un hombre cae al vacío prendido fuego.

—¿Para qué se lo dijiste? —la reta Claudia.

Edith la mira con falsa inocencia.

—Se me escapó —dice, risueña—. Igual estás a tiempo.

—¿A tiempo de qué?

—De viajar en micro. Tarda un día, pero llegás vivo.

Lo confieso: soy fóbico a muchas cosas. Entre ellas a viajar en avión. Sé que es un medio seguro y que las probabilidades de morir estrellado son 1,4 en un millón, según las estadísticas de Boeing. Siempre que vuelo me pregunto si formaré parte de ese malogrado 1,4. Edith acaba de meter el dedo en la llaga. Ahora tengo miedo de volar.

—Vas a quedar como el pueblo: truncado —bromea Claudia. Edith se ríe.

Claudia Cingolani parece encendida con su humor negro:

—Me parece que vamos a tener una boda y un velorio. Quedáte tranquilo que te vamos a hacer un homenaje.

Ya es la hora de despedirse. Debo irme a descansar unas horas antes del viaje y supongo que Edith debe querer ir a encontrarse con sus sueños proféticos. Ahora se hace señas con Claudia. Se van y enseguida aparecen con un regalo que quieren darme: es un revistero de madera hecho por Cingolani. Agradezco y las abrazo.

Salgo a la calle y la oscuridad es un telón que cubre Pico Truncado. Camino hacia la esquina. Edith y Claudia están en la puerta. Me saludan con la mano. A lo lejos, escucho que Edith me grita:

—¡Revagio! ¡Lo del sueño lo inventé! ¡El avión no se va a caer! ¡Te vamos a invitar al casamiento!

Mi paranoia no ayuda. No sé si dice la verdad o si quiere tranquilizarme. Tampoco sé por qué le doy tanta importancia a un sueño. Ya es tarde: temo subirme al avión. Si su sueño se cumple, como se cumplieron los otros, quiere decir que tengo apenas diez horas para contar esta historia.


Llega el día de volver a Buenos Aires. Subo al avión y el despegue es normal. En las dos horas que dura el vuelo siento nerviosismo. Pero voy ganando confianza y seguridad conforme el viaje termina y empiezan a verse, desde las alturas, las luces de la ciudad. «Parecen luciérnagas» pienso y me relajo. Pero me equivoco al cantar victoria: al aterrizar, el avión golpea con la pista antes de tiempo. Sentimos el traqueteo. Agarrados a los apoyabrazos, dos hombres se preguntan qué habrá pasado, por qué el piloto hizo esa mala maniobra. En el medio de la incertidumbre llegamos al final de la pista. Nos detenemos. Unos diez aplaudimos y yo aplaudo más que todos. Aplaudo como quien aplaude a rabiar y de pie al artista que brilla y deja la vida sobre un escenario. En el avión solo se escuchan mis aplausos desaforados. Los nenes ríen. Los grandes me miran como si fuera un maniático. No me importa. No tengo fuerzas para explicarles todo. Respiro aliviado y al mismo tiempo me invade la ansiedad. Me saco el cinturón y me paro. Una azafata me llama la atención. Siento el impulso de contarle la historia de las gemelas, pero no hay tiempo. Busco mi teléfono. Ni bien lo permitan voy a llamar a Edith para decirle que llegué sano y salvo. Además, confieso, no veo la hora de que me cuente su sueño de anoche.

Textos y fotos deRodolfo Palacios