La mentira de los orangutanes
Cuidadora de orangutanes. BBC.

Relato de ficción

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Para romper con su novio, la protagonista de este cuento inventa una pequeña mentira sin demasiado sentido. La idea es simple y en principio poco arriesgada. Pero el problema es que ella no está acostumbrada a mentir, y entonces la cosa se complica. Camila Maurer debuta en Orsai con este relato que explora los riesgos de la farsa y el simulacro. La lectura corre por cuenta de la actriz Marina Bellati.

Esperó a que Esteban mordiera su tostada para decirle que no lo iba a ver más. Y apenas se lo dijo, se llevó a la boca una medialuna. Quería evitar el momento de tener que explicar por qué le cortaba. Es que no estaba acostumbrada a mentir. Desde muy niña le daba pavor. Como si la mentira tuviera algo monstruoso que pudiera arrasarla. Así que, hasta ahora, se había manejado siempre con la verdad, por más cruda que fuera. No le había ido bien. Nada bien. Decir la verdad siempre le causaba alivio, pero inmediatamente se le volvía un problema.

Esteban tragó sin masticar y le hizo, enseguida, la temida pregunta: por qué. La miraba confundido, sin dudas pensaría que ella dilataba el tiempo por crueldad. Pero si había algo que ella intentaba evitar era ser cruel. Si fingía masticar, era porque no encontraba una justificación que a Esteban le pudiera parecer válida, que no le produjera dolor e incluso, idealmente, que le subiera la autoestima. Finalmente logró decir una verdad parcial. Le dijo que había empezado a sentir rechazo… de… su presente.

Entonces él le preguntó: «¿Y hacia mí?». Ella pensó que si se atuviera a su inclinación por la verdad debería decirle que sí; peor aún: Esteban era lo único en su vida que le producía rechazo. Ella amaba su trabajo, su departamento, su gato, su familia, hasta le caían bien el administrador de su edificio y la vecina de arriba. Esteban la miró con ojos aguados y ella sintió que, aunque ya no podía tolerar mirarlo, tampoco lo odiaba como para destruirlo, así que, por primera vez en su vida, aceptó el escape de la mentira y permitió que de su boca saliera el monosílabo más falso: «No».

Descubrió enseguida que esa palabra tan diminuta había sido, hasta el momento, la única frontera que la separaba del universo de la falacia.

Porque ahora que había cruzado el límite, parecía sentir la misma libertad moral que quien está acostumbrado a crear camelos gigantes de la escala del terraplanismo. Siguió mintiendo como si fuera una experta, imprimió veracidad a cada palabra que decía valiéndose de tonos, gestos e, incluso, miradas. Jamás hubiera imaginado que, en realidad, ella también podía ser la reina de la impostura.

Mientras articulaba una mentira inimaginable, mientras le decía a Esteban que lo dejaba porque había decidido irse a Indonesia a salvar orangutanes, ella sintió que había algo de verdad en todo eso. Después, claro, entendió lo que saben los expertos: que para mentir bien hay que creer en lo que se dice. Le dijo a Esteban que había hablado con una ONG que inventó en el momento, «The Good Chimp Society»; que había arreglado con una mujer de allá que se llamaba Linda Wong; que ya estaba en tratativas con la amiga de su primo para que alquilara su departamento y alimentara a su gato y, por supuesto, que se había inscripto en un curso intensivo de indonesio por si acaso, aunque allá todos hablan inglés. Habló y habló y respondió con velocidad superhumana a todas las preguntas que Esteban, aún aturdido como si se lo hubiera llevado por delante un camión, logró arrojarle. Hasta que de repente, como si se le hubiera acabado todo el material, calló.

Esteban quedó azorado. Ella también. Desde el día en que por fin se había decidido a dejarlo, no había pensado ni una sola vez en un orangután. Estaba bastante segura de que la imagen, idea o palabra «orangután» no había cruzado su mente en años y no podía creer la cantidad de datos que había sido capaz de darle a Esteban para respaldar su invención. Ella no tenía idea de que manejara tanta información sobre los simios. Aunque miraba de vez en cuando el canal de la National Geographic, jamás hubiera imaginado que sabía dónde habitan. Esa noche, lo buscó en internet y comprobó que Indonesia era un dato certero.

Esteban conocía muy bien su fobia a la mentira, en varias ocasiones los había llevado a pelearse, por lo que no pareció dudar de que ella le decía la verdad. Por otro lado, qué clase de persona sería capaz de inventar semejante historia y con tanto nivel de detalle solo para terminar una relación. Ciertamente no ella. Después de escucharla, él lloró. O sea que con mentirle ella no había conseguido demasiado. Lo consoló, se tragó el rechazo que sentía por él y lo abrazó. La conmovió, sin embargo, que él se emocionara por su valentía y la felicitara por animarse a dar un volantazo de vida tan grande.

Al día siguiente, y sin avisar, Esteban fue a verla a su casa. Había encontrado de casualidad, en una librería especializada, unos libros sobre orangutanes y su hábitat y se los había comprado. Le dijo también que su primo, el de la agencia de turismo, le había pasado un dato para conseguir el pasaje al sesenta por ciento. Después, con la desenvoltura insolente de una pareja, aunque ya no lo era, fue a la computadora de ella y sacó de su bolsillo un papel doblado en el que tenía algún dato que ahora escribía en el teclado. Ella, sin entender por qué, pero sin preguntárselo tampoco, se sentó a mirar con cierta fascinación los libros de imágenes espectaculares que Esteban le había conseguido. Qué animal increíblemente parecido al ser humano es el orangután, pensó, los bebés parecen niños con pelaje.

Esteban, desde el escritorio, le hacía preguntas que ella respondía sin darse cuenta, mientras su mirada se clavaba en la sonrisa tiernísima de un orangután adolescente que iba de la mano de su cuidadora. De repente, Esteban se acercó a abrazarla y eso la sacó del trance. Ya está, le dijo él, ya tenés el pasaje de ida. Ella lo soltó y fue corriendo a la computadora donde, efectivamente, encontró un cartel que decía que la transacción para el vuelo #3546 con destino a Minangkabau con escala en Santiago de Chile para el día ocho de septiembre había sido realizada con éxito. Empezó a temblar. Esteban corrió a recostarla en el piso y levantarle las piernas. Ella le decía con voz débil que no hacía falta, cuando en verdad lo que quería era gritarle: «¡¿Por qué?!». ¿Por qué decidía justo ahora ayudarla? En definitiva, ¿por qué, ahora que ella lo había dejado, él decidía no ser un idiota egoísta y comportarse como un verdadero novio?

A la mañana siguiente, gracias a un relajante muscular y un ansiolítico, despertó con gran lucidez. Qué ingenua había sido. Centrada en su propia mentira no supo percibir que Esteban también había fingido. Que lo que él quería lograr con los libros y con comprarle el pasaje era llevarla al extremo de tener que confesar la mentira para no terminar, efectivamente, en Indonesia. Así no solo la humillaría como venganza por dejarlo, sino que podría, una vez más, poner su tono de psicólogo paternalista para decirle que debería empezar a tratarse. Lo único que ella había querido evitar era lastimarlo. ¿Tanta era la diferencia entre inventar un viaje y decir que quería una amistad?

Después de una ducha fresca, decidió aceptar el desafío: no le permitiría que la humillara, ni que la acusara de mala persona. Mucho menos de loca. Seguiría la farsa de tal manera que lo obligaría a creerle, a pedirle perdón por pensar que sus orangutanes eran de humo y a admitir que quedaría devastado si ella se fuera a otro país. Cuando le demostrara su tristeza, ella, con cara de profunda abnegación, cedería y le diría que estaba bien, que solo por él pospondría una vez más su sueño proteccionista. Y así, los dos seguirían sus vidas en el país, contentos y separados.

Ella sabía que Esteban sabía que necesitaría comprarse ropa adecuada para la selva. Esa noche investigó en internet y a la mañana siguiente lo invitó a acompañarla a hacer algunas compras. Esteban le dijo que necesitaba acomodar unos pacientes, pero que iría con gusto. Sin dudas, él quería ir para detectar cualquier elemento fuera de lugar en las compras de ella. Pero él se olvidaba de que ella planificaba hasta los sabores de helado que comería el próximo verano; por supuesto que había conseguido chatear con un verdadero proteccionista en Indonesia, por supuesto que ahora estaba informada de qué sería imprescindible llevar y qué sería mejor conseguir allá. Además, convencido también de que ella en verdad viajaría, el proteccionista le había proporcionado algunos datos muy específicos que ella podría soltarle a Esteban como si nada.

Durante el día de compras Esteban mantuvo el personaje de hombre triste y estoico. No logró quebrarlo; pero ahora que ya sabía que él también mentía, todo le resultaba estúpidamente obvio. Las congojas de él frente a la caja registradora y cuando le compró los guantes térmicos de regalo, le resultaron sobreactuadas y de mal gusto. Dudó de la astucia de su ex hasta que él, en tono casual mientras regresaban, le preguntó si había puesto fecha para la fiesta de despedida. Lo había subestimado, verdaderamente.

No pensó jamás que él sería capaz de llevar el juego hasta el punto de obligarla a extender la mentira entre su familia y amigos.

Cuando les dijo a sus padres que se iría a Indonesia a cuidar orangutanes, la madre se fue a llorar al jardín y el padre le dijo que él siempre había sospechado que ella terminaría haciendo alguna estupidez con su vida.

Los días siguientes tuvo que hacer aún más averiguaciones porque sus padres se habían creído de tal manera el viaje que parecían complotados con Esteban en esto de presionarla para confesar. La madre era una máquina sin pausa: que a qué parte de la selva iba, que cómo se llamaba la ONG, que cómo eran las habitaciones allá, que tuviera cuidado con los negros, bueno, con los chinos o con los indochinos… que si tenía que vacunarse, si ya se había vacunado, que por favor averiguara por las enfermedades endémicas y la gripe aviar también.

Cuando fue al médico intentó convencerlo de fingir un certificado explicándole la mentira, pero el hombre se encrespó tanto que finalmente ella se levantó la manga y dejó que la pinchara cinco veces.

Pensó en decirle la verdad a su mejor amiga, quizás ella podría ayudarla a quebrar a Esteban; pero decidió que mejor no. A Karina le costaba mucho mantener un secreto. Así que la fiesta de despedida fue un melodrama. Amigos, familia y Esteban —que incluso había llevado una torta gigante con forma de King Kong— lloraron porque iban a extrañarla. Esteban se quedó hasta el final y ayudó a limpiar. Antes de irse le preguntó si podía llevarla al aeropuerto. Sin dudas esperaba que ella respondiera que no para evitar que la descubriera al esquivar el embarque o al fingir que había perdido el avión. Su vuelo era a la madrugada y, solo para obligarlo a despertarse y manejar a las cinco de la mañana, ella le dijo que sí, que por supuesto, que le encantaría que la lleve. Sabía que una vez que estuvieran en el aeropuerto o incluso antes, cuando la viera bajar del ascensor de su edificio cargada con la valija, él le confesaría haber dudado de ella y le rogaría que se quede.

De vez en cuando piensa en Esteban y en cuán taimado resultó ser. Tal vez si hubiera descubierto antes cuán astuto era él, no lo habría dejado. Pero ahora está contenta; los orangutanes son muy inteligentes y amorosos, y también, descubrió, saben mentir.

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