La madre de todas las desgracias
Ilustración de Sáenz Valiente para este cuento. Orsai.

Historieta

Audio RevistaOrsai.com La madre de todas las desgracias

El enorme Juan Sáenz Valiente le pone imágenes a un cuento de Hernán Casciari en el que el destino y una madre vidente hacen que suene el teléfono con malas noticias. En el audio, el escritor es acompañado por los personajes reales de la historia.

Los que  fuimos alguna vez inmigrantes sabemos que (tarde o temprano) vamos a tener que sacar un pasaje urgente, y vamos a viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para ir al entierro de uno de nuestros padres, que se ha muerto sin nuestra cercanía. 

Es un asunto horrible que les pasa a todos los que viven lejos de su casa. No se salva nadie. Yo viví quince años en España, y me acuerdo (como si fuera hoy) de la madrugada del año 2008 cuando sonó el teléfono a las cuatro de la mañana. 

—Hola. ¿Mamá? ¡¿Mamá?! ¿Qué pasa?

—Tenés que venir, Hernán.

—¡¿Qué pasa?!

—Papá se muere… tenés que venir.

—Escuchame, ma, ¿pudiste ver vos cómo se muere?

—Accidente de auto, mañana viernes…

—¿De día o de noche?

—De noche… Dale, gordo. Tenés que venir a despedirte.

—No te preocupes, mamá. Voy.

La conversación que tuve con mi mamá, dicha así, parece rara, ya sé. Parece rara. Pero no es rara. Desde que soy chico, mi mamá siempre se anticipó a las tragedias. Siempre.

Yo vivía en España con Cristina, la que ahora es mi exmujer, y con Nina, que tenía cuatro años. Lo más complicado fue explicarle a Cristina que realmente teníamos que viajar a Buenos Aires.

Yo no le había contado mucho a Cristina sobre esa faceta de mi mamá. Durante mis años en Barcelona, cuando estuvimos de novios y después, cuando empezamos a convivir y fuimos padres, le conté algunas anécdotas en donde mi mamá tenía presentimientos, pero siempre le restaba importancia; nunca le dije la verdad. Nunca toda la verdad.

Por vergüenza. 

moEl que no nació en una familia signada por las premoniciones no tiene idea de lo que sufren los hijos de una madre que ve el futuro. Desde chico conviví con lo esotérico, sin saber que eso era una rareza. Así como otros nenes ven normal nacer en una familia de carpinteros, o de intelectuales, yo asumí desde chiquito que mi mamá podía anticipar las desgracias. Nunca me pareció nada del otro mundo.

Al contrario. Cuando mis amigos de la escuela me empezaron a invitar a sus casas a jugar, y yo empecé a conocer a otras madres, siempre me daba la impresión de que las demás mamás eran medio pavas, que no tenían reflejos. La madre de Chiri, mi mejor amigo (por ejemplo), esperaba ansiosa el boletín de calificaciones de su hijo. En casa no. En casa nadie esperaba mis notas.

Una vez (yo tendría diez, once años) me desperté para ir al colegio, me puse el delantal, y cuando estaba entrando a la cocina para desayunar se apareció Chichita, de la nada, y me dio un sopapo seco.

—¡Tenés tres semanas sin televisión! —me lo dijo enojadísima—. Y a ver si estudiás un poco, sinvergüenza. ¡Caradura!

Dos días más tarde, en la escuela, me entregaron el boletín, lleno de malas notas. Cuando se lo mostré a Chichita, ella lo firmó sin mirarlo. No le hizo falta mirarlo.

Y siempre fue así.

Una vez, con mis propios ahorros, me compré un cachorro de fox terrier, un perro hermoso, juguetón, chiquitito, marrón, con las orejas largas. Lo traje de la veterinaria, lo dejé en una cajita en casa y me habré ido… una hora, a educación física, al colegio, que la tenía en contra turno. Llegué a casa —como mucho— a las cuatro de la tarde. La encontré a Chichita en el patio, haciendo un pozo con la pala:

—A ese perro le va a agarrar moquillo, Hernán —me dijo triste—. Se te muere el dos de mayo. Ponele nombre enseguida así le mandamos a hacer una lápida.

A Roberto y a mí nos arruinó, sin querer, todos los mundiales de fútbol. En el Mundial del 90 empezó a despotricar contra los alemanes desde abril. Y en el Mundial de Estados Unidos, la mismísima tarde del partido inaugural, entró al comedor con la bandeja del mate y directamente nos dijo:

—No se hagan ilusiones, Maradona se papea.

Pero lo peor de todo eran las premoniciones personales. En general, las madres siempre están un poco en contra de las novias de los hijos… Pero, como mucho, dicen «esa chica no me gusta», o «esa es muy grande para vos», nunca pasan de ahí. En cambio, cuando yo le presentaba una novia a Chichita, ella iba mucho más lejos:

—Cuidado con esa tal Claudia, eh —me dijo una vez de una rubia de la que yo estaba enamorado sin remedio—. Tiene cara de mosquita muerta pero en dos años va a asfixiar a su hermano en un piletón… Acordate lo que te digo.

Mi juventud fue un infierno. Supe de muertes, de desgracias, y de premios literarios no ganados mucho antes de que ocurrieran. A los quince años ya sabía que me iba a tocar Aeronáutica en Córdoba. A los diecisiete mi mamá me arrastró de los pelos a rehabilitación, seis meses antes de que yo empezara a tomar merca.

Una tarde del año 2000 ya no soporté más, y decidí irme a vivir a otro país. A cualquiera. Soñaba con una vida normal, con una vida sin adelantamientos trágicos. Quería una historia de amor con final incierto, quería una mascota con la que poder encariñarme, un Mundial de fútbol con semifinales inesperadas… Una tarde me fui a sacar el pasaporte, todavía sin saber a dónde me iba a ir, pero tenía que ser lejos, tenía que ser fuera del alcance de los vaticinios de Chichita.

Llegué a casa convencido, con el pasaporte en el bolsillo, sin decirle a nadie cuál era mi decisión. Quería encerrarme, abrir el programa Encarta y ver países, elegir uno. ¡Irme! Cuando entré a mi habitación la encontré a Chichita, medio llorosa. Estaba metiendo mi ropa de invierno en la valija grande.

—Te conviene Barcelona —me dijo—, ahí vas a formar una hermosa
familia, gordo.

No, no estoy diciendo que me fui a España solamente por eso. Hubo otros factores. Pero también es verdad que todos los años que estuve allá, en Barcelona, lejos de sus vaticinios, yo viví cada desgracia con la sorpresa del que no tiene la menor idea.

El día que vi, en directo, cómo se caían las Torres Gemelas, sin que nadie me lo hubiera dicho antes, lloré de felicidad. ¡Qué alegría enorme fue para mí padecer, por primera vez, una tragedia al mismo tiempo que el resto del mundo!

Sí, ya sé. Ya sé. La culpa es mía. Yo tendría que haberle contado a Cristina sobre los poderes paranormales de mi mamá. Las visiones de Chichita eran mucho más que esas anécdotas edulcoradas que yo le conté al principio de la relación. Pero no quería que mi mujer me creyese loco, mentiroso… no quería que me creyese demasiado latinoamericano.

Yo me había ido a vivir con una europea. A todas las cosas raras que yo le contaba sobre mi juventud en Argentina ella las resolvía de dos maneras: o me decía «eres un mentiroso», o me decía «eso es realismo mágico». Cuánto odié ese prejuicio. ¿Por qué si un asiático levita le dicen yoga, pero si levita un colombiano es un cuento de García Márquez? ¿Por qué si un hindú prescinde de los ahorros de toda su vida es «ascetismo», pero si lo hace un argentino es corralito? Hay mucho racismo intelectual en Europa.

En el año 2001 yo le conté a Cristina que habíamos tenido cinco presidentes en una semana y no me creyó. Ni siquiera me creyó cuando le mostré el recorte del diario.

—Vosotros y vuestras anécdotas mejoradas… —me dijo—. Me tenéis harta.

¿Cómo iba a confesarle, entonces, que mi mamá podía ver las desgracias del futuro? ¿Cómo iba a explicarle que su propia suegra era una bruja, pero no en el sentido doméstico de la palabra? ¿De qué manera se le da semejante noticia a un europeo de mediana edad?

Pero igual algo tenía que hacer. El reloj corría en mi contra y yo quería estar en Mercedes para el entierro de mi papá, por lo menos eso. Roberto Casciari, mi padre, iba a morir el viernes, a la noche, en un accidente de auto. Teníamos que ir, sí o sí. Y yo tenía que darle a mi mujer una razón lógica, una razón… primermundista, para volar con tanta urgencia a la otra punta del mundo.

Mis propias mentiras, mis vergüenzas de la infancia, me habían acorralado.

—Escuchame, ma, ¿pudiste ver vos cómo se muere… cuándo se muere?

—Accidente de auto… mañana viernes. ¡Dale, gordo! Tenés que venir a despedirte.

—No te preocupes, mamá. Voy, voy.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Quién te llamó a estas horas?

Le di muchas vueltas al asunto, pero al final no tuve el valor de ser sincero del todo. Pero tampoco era conveniente mentir demasiado. Entonces decidí ofrecerle a Cristina un sánguche piadoso. Esta es una técnica que uso algunas veces.

—¿Quién te llamó a estas horas? —me preguntó ella, sobresaltada, cuando colgué con mi madre—. ¿Por qué tienes esa cara?

Y yo le dije:

—Era Chichita —verdad de arriba—. Dice que mi papá está muy enfermo —mentira del medio—, tenemos que salir ya para Buenos Aires, Cristina —verdad de abajo.

Eso es un sánguche piadoso: una mentira escondida entre dos verdades.

Ese mismo jueves, por la noche, conseguimos un vuelo para el viernes temprano. No pudimos salir antes: había que dejar a Nina con mis suegros, había que encontrar dos pasajes a precios más o menos razonables, hacer valijas, adelantar trabajo…. Hice lo que pude, pero fue imposible salir más temprano. Llegaríamos a Ezeiza el viernes a las nueve de la noche. Ahí nos esperaría un taxi para llevarnos a Mercedes. Ciento ochenta kilómetros más y estaríamos, por fin, en mi casa paterna.

Durante el vuelo le dije a Cristina toda la verdad. El sánguche piadoso tenía como objetivo que se subiera al avión, era solamente un engaño puntual. A nueve mil pies de altura ya no era necesaria la mentira. ¿A dónde iba a ir la pobre? ¿Qué podía pasar si le decía la verdad?

Pero pasó lo peor; Cristina tuvo un ataque de nervios en el medio del Océano Atlántico.

—¡Tres mil cuatrocientos euros más tasas! —gritaba en plena noche, con el avión a oscuras—. ¿Cómo es posible que estemos tirando ese dinero sólo porque tu madre está loca?

—No está loca, Cristina —intentaba calmarla yo—. Nunca falló un vaticinio, jamás en la reputísima vida.

—¡Nos estamos gastando los ahorros! —decía ella, enloquecida, mientras los pasajeros pedían silencio—. ¿Cómo puedes creer en esas cosas?

—Creo en lo que veo, Cristina, ¡mirá dónde estamos! ¡Mirá dónde estamos! Yo soy incapaz de creer que un aparato de estos pueda volar con quinientas personas adentro, y sin embargo me subo.

—¡No es lo mismo!

—Sí es lo mismo. Es lo mismo. Mi mamá ve para adelante, no falla nunca. Yo vi caerse un montón de aviones, pero mi vieja no falló nunca.

Mi mujer me miraba con odio.

—Solo te digo una cosa: si tu padre no se muere, olvídate de mí. Y de la niña. Más te vale que al llegar a Buenos Aires, tu padre se muera. ¡Y que se muera hoy!

Cuando escucharon eso, dos azafatas intercambiaron miradas. 

Yo las vi.

En Ezeiza no nos dirigíamos la palabra. Estuvimos media hora, como si fuéramos desconocidos, viendo desfilar valijas en una cinta, cruzados de brazos, en medio de un silencio espantoso.

A las diez y cinco de la noche subimos al taxi que nos llevaba a Mercedes. Le dije al conductor que hiciera lo posible por llegar antes de la medianoche. Fue un viaje trabado, un viaje denso, en el que no pude disfrutar de un paisaje que hacía años que no veía. La llanura… Hacía tanto que no veía el horizonte real, las vacas inmóviles, los molinos…

Cuando cruzamos el puente de Luján tuve ganas de empezar a llorar. Eran las doce menos veinte de la noche y yo estaba volviendo a Mercedes para enterrar a mi padre. Uno deja de ser chico cuando se muere el padre, pensé. No antes. Tuve ganas de que Cristina me abrazara, pero ella seguía con cara de orto, mirando por su ventanilla.

Cuando salimos de la ruta, le dije al taxista:

—Entre por la Cuarenta, por aquella rotonda.

El taxista era porteño, no conocía. El auto dobló y apareció mi barrio, las casas de mis amigos, los kioscos cerrados, las motitos con chicos nuevos encima. La penumbra mercedina de siempre, los mismos baches. El taxista seguía mis indicaciones. Le dije que pasara de largo por la avenida Veintinueve y que siguiera hasta la Treinta y cinco, y después a la izquierda.

El choque fue justo ahí, en la esquina de la Treinta y cinco y la Cuarenta.

Mi papá venía a pie desde la casa de un cliente. El taxista justo se había dado vuelta para preguntarme la altura de la calle y no lo vio cruzar. 

Lo agarramos de lleno, a la altura de la cadera.