Viaje a las estrellas
M. John Harrison y la portada de su novela. Collage.

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El escritor inglés M. John Harrison, un capo de la ciencia ficción, llega a Buenos Aires para participar de la nueva edición del FILBA. Y Eugenia Zicavo, para estar a tono con la visita, se puso a leer su novela Nova Swing. Resultado: quedó completamente deslumbrada, y así lo cuenta.

Cuando era chica amaba la ciencia ficción. Sobre todo la que involucrara naves espaciales y vida en otros planetas. Supongo que fue la influencia de la serie V: invasión extraterrestre, con sus alienígenas de pelo batido y catsuit apretado, que me dejaban pegada a la tele cada vez que abrían su boca lagarta para comer pajaritos, ratones y partecitas de gente. 

En uno de mis juegos preferidos, recreaba las expediciones de Crónicas Marcianas (la serie, todavía no había llegado a la novela de Bradbury). Eran años en los que Robotech  me hizo ver que la Tierra podía explotar y con ella extinguirse la raza humana (no ser la única «vida inteligente» me tranquilizaba).

Dentro del Ovni 54-40  de Packard, de la colección Elige tu propia aventura, me impuso la difícil tarea —a fuerza de revisar todas las páginas y de forzar instrucciones inexistentes— de llegar a Única, el Planeta del Paraíso, el único destino de ese universo que valía la pena. 

Resumiendo: en los ochenta fui una niña que, en vez de Anteojito  o Billiken, leía Cosmi-k. Pasada la adolescencia, los clásicos de la ciencia ficción me fueron llegando de manera desordenada, en reediciones, todos títulos probadísimos por varias generaciones lectoras, de esos que no fallan. Y después, las estrellas se apagaron.

Hasta que hace unos días, a propósito de la visita a Buenos Aires de su autor, que viene a participar del FILBA, leí Nova Swing  del inglés M. John Harrison, novela ganadora de los premios Arthur C. Clarke  y Philip K. Dick en 2007.

Y ahí me di cuenta: no había leído ciencia ficción del siglo XXI. Incluso más, ¡casi no había leído ciencia ficción escrita después de los ochenta! Me puse a remediarlo. Y lo que encontré fue una recompensa como hace rato no me daba la literatura.

Nova Swing  inventa una realidad prácticamente desde cero, así que hay que jugar a ser Dios. Desde el comienzo la novela exige concentración, no porque sea pretenciosa o críptica, sino porque hay que imaginar cada cosa a cada rato (después de todo, incluso ser un Dios laxo no es una tarea fácil). Un nuevo mundo implica un código nuevo.

Así como para leer La naranja mecánica  es necesario familiarizarse con todo un vocabulario, en la creación de Harrison también hay que aprender una neo lengua, solo que a diferencia del clásico de Burgess, no viene con un glosario.

Acá en las «carnicerías» se puede recuperar a personas ya fallecidas y los «sastres» son hacedores de cuerpos, a veces parecidos a los ingenieros de sistemas que instalan programas de habilidades y, otras más cerca de los cirujanos plásticos que realizan intervenciones extremas: por ejemplo, mujeres diseñadas como ponys para la tracción a sangre, con cuerpos empapados de olor equino.

El punto de conflicto se da en el Solar de Sucesos, una porción del universo en el que las reglas que conocemos se subvierten en todos los aspectos: tiempo, espacio, forma, materia, todo puede ser y no ser al mismo tiempo, mutar, volver, negarse y suceder en el mismo momento. Es un mundo absurdo donde quienes se adentran tienen visiones poderosas, no siempre coincidentes aunque observen desde el mismo punto. Donde unos ven nieve cayendo dentro de una habitación, otros ven valles donde el musgo crece por todas partes.

Su protagonista es Vic Serotonina (sí, se apellida como la hormona de la felicidad y como la última novela de Michel Houellebecq): es un viajero entrenado que lleva a pasear por el Solar a turistas en busca de emociones fuertes, mientras de vez en cuando trafica objetos (algo que está penado con la cárcel) que parecen inanimados pero tienen vida o resultan orgánicos sin serlo realmente. 

Lo más nuevo de la ciencia ficción se inspira en las criaturas de El Bosco, en los paisajes de Escher, formas animales que se vuelven vegetales, figuras humanas que se funden en cosas, o se diluyen en teselados y fractales imposibles. Gente que pasa dejando una estela de mariposas a lo Disney y seres con ojos de hombre y apariencia de bestia que terminan en una mezcla de hueso y metal (como el resultado final de La Mosca  de Cronenberg basada en el relato de Langelaan). 

Incluso la música es capaz de generar seres incompletos, de ninguna especie conocida, que al poco tiempo se evaporan sin explicación; y en lugar de un grito, de la boca de un niño puede salir una luz audible. Además hay olas que parecen las del planeta Solaris de la novela de Lem, con escenas que se arman en segundos (habitaciones empapeladas, salas de máquinas abandonadas) y se deshacen en la arena mojada. Las referencias son infinitas. Y en mitad de la nada, reflexiones y preguntas filosóficas de las que te dejan boyando: «¿Me equivoco al recordar, o al intentar recordar, la época anterior a mi niñez?»; «Estoy esperando a que ocurra algo, y ni siquiera sé de qué parte de mi vida vendrá».

(Y esas son solo un par.)

Mezcla de space noir y biopunk (ese subgénero del cyberpunk con eje en la revolución biotecnológica) la historia tiene su infaltable detective, que investiga las alteraciones del Solar y persigue a los delincuentes y traficantes. Pero más allá de la trama, lo que la novela dispara es la capacidad infinita de la imaginación literaria, las mil películas posibles a partir de cada descripción de lo inexistente, ese impulso vital de inventar sin límite y que nuestro cerebro imprima imágenes nunca vistas.

En su novela Chamamé  (que nada tiene que ver con la ciencia ficción), Leonardo Oyola escribió una frase que le dio más de un problema a sus traductores: «La Diana de V invasión extraterrestre comiéndose hasta los ratones que ella me hacía». 

Parece que la expresión «hacerse los ratones» es demasiado vernácula y los franceses le preguntaron: ¿por qué a los argentinos les calientan los roedores?

A mí Nova Swing  me dejó como cada vez que la bella Diana deglutía ratitas vivas en el prime time  de mi infancia: con imágenes imperecederas, de esas que seguro me van a seguir haciendo la cabeza.

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