El lado oscuro
«Nuestra parte de noche», de Mariana Enríquez. Cecilia Sarthe para @habledelibros.

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Como cada quince días, Eugenia Zicavo nos invita a escuchar un texto maravilloso. En este caso trae un fragmento de «Nuestra parte de noche», la última novela de la genial Mariana Enriquez. Setecientas páginas de terror nacional del bueno, narrado por una escritora que admiramos mucho y que no le tiene miedo a nada. Lee una fan del género: Valentina Bassi.

Llegué al final de Nuestra parte de noche de Mariana Enriquez con una satisfacción que hace rato no sentía al terminar una novela larga. Esa sensación de haber habitado un mundo único, perturbador, intransferible. No soy muy lectora del género de terror, pero este libro me atrapó de un modo inédito: fueron días de irme a dormir y despertar pensando en sus personajes, sus escenarios, sus visiones. Yo que soy una excreyente atea y hace rato dejé atrás cualquier pensamiento animista, me encontré fantaseando con conjuros, amuletos, voces del más allá y —cómo no— con hombres bellos (porque para eso no hay que ser experta en ningún género). 

El protagonista es Juan, un médium que a través de rituales logra conectar con la Oscuridad, una especie de reverso del paraíso, un no-lugar hambriento, una fuerza atroz. Juan está al servicio de una Orden secreta formada por millonarios místicos que están dispuestos a todo con tal de alcanzar la inmortalidad y ven en él una oportunidad. Incluso tienen planes para su hijo, algo que él va a querer evitar. Las escenas de violencia con los niños son de un sadismo y una crueldad, que me recordaron a esa belleza repulsiva de autores como Osvaldo Lamborghini o Rafael Pinedo (que, de paso, les recomiendo buscar). 

Además la historia tiene momentos de contacto con la última dictadura militar, donde lo sobrenatural se cruza con ese otro terror estatal, tan de este mundo, tan brutal. En suma, que sigo ahí, atada a sus monstruos. Y como les pasa a algunos de sus personajes, no quiero que me suelten. 


Juan cerró la puerta despacio, guardó una pequeña linterna en el bolsillo de atrás del jean y caminó tratando de no hacer ruido hasta la entrada del túnel entre las casas. Hacía años se había usado para excentricidades: para que los sirvientes lo transitaran cuando llovía, así no ensuciaban ni la casa de huéspedes ni la principal con barro colorado; para guardar muebles en desuso y para encuentros clandestinos; alguna vez se había instalado una especie de lavandería subterránea de platos y ropa. Pero después de la inundación, ya no quedaba túnel: el barro había arrasado con los ladrillos, provocando una avalancha. Salvo en el primer tramo, que aún mantenía la vieja puerta de hierro con su candado.

Juan la abrió sin pensarlo siquiera: no existía una puerta que se le pudiese resistir. Cuando entró, sintió el olor y el sufrimiento de las criaturas que vivían ahí. Encendió la linterna y caminó casi arrodillado: el túnel era bajo y para él, que medía dos metros, resultaba estrechísimo. Entonces encontró al primer chico. 

Estaba en una jaula para animales, seguramente traída del zoológico vecino. La pierna izquierda la tenía atada a la espalda en una posición que había obligado a quebrarle la cadera. Como era muy chico (¿un año?, difícil saberlo por la mugre) seguramente la quebradura había resultado sencilla. Tenía el cuello ya torcido también, por la ubicación del pie, y, cuando Juan le acercó la linterna para verlo mejor, reaccionó como un animal, con la boca abierta y un gruñido; le habían cortado la lengua en dos y ahora era bífida. A su alrededor, adentro de la jaula, estaban los restos de su comida: esqueletos de gatos y algunos pequeños huesos humanos. 

Juan siguió. Había más jaulas. Los otros niños y niñas eran más grandes. Muchos lo miraban detenidamente con sus ojos negros: algunos eran niños guaraníes que probablemente no sabían hablar español. Otros quizá eran hijos de los hombres y mujeres que se entregaban en sacrificio a la Oscuridad. Algunos reaccionaban a su aparición yéndose hacia el fondo de la jaula, otros apenas abrían los ojos. Vio criaturas con los dientes limados de forma tal que sus dentaduras parecían sierras; vio a chicos con la obvia marca de la tortura en sus piernas, sus espaldas, sus genitales; olió la podredumbre de chicos que ya debían estar muertos. ¿Dejaban los cadáveres ahí para que el olor se les volviera familiar a los demás? Vio heridas supurantes, infecciones, ojos por los que caminaban los bichos de la humedad y el río. Se detuvo después de unos cien metros de jaulas llenos de criaturas destrozadas, vivas y muertas. Dedujo que las jaulas ocupaban los cien metros que quedaban de túnel. 

Volvió, dispuesto a enfrentar a Mercedes, la sacerdotisa, que lo esperaba junto a la puerta, junto a su niño Invunche. Juan apagó la linterna cuando Mercedes encendió una débil lamparita, la única iluminación del túnel.

—Así que esta es tu nueva colección, Mercedes.

—Dará resultado. Nuestro dios lo dice, indica que debe hacerse así.

—Es un dios loco, como vos.

—Sigo órdenes de la Oscuridad. 

Juan se rió y su risa rebotó en ecos obscenos por las paredes del túnel. Algunos de los chicos moribundos y heridos se quejaron. Del fondo llegaba un gimoteo agónico.

—Aquí no hay búsqueda de un médium, Mercedes. Esto siempre fue solo para tu placer.

Mercedes aflojó los brazos, que hasta entonces llevaba cruzados sobre el pecho.

—¡Ahora no es hermoso, pero lo será! ¡Cuando trabajen juntos! ¡Hay muchos dioses! El nuestro lo dice y ordena la búsqueda de otro médium. 

Juan se acercó a Mercedes hasta que pudo ver el brillo de sus ojos detrás de los anteojos oscuros que usaba constantemente, incluso en la semipenumbra del túnel.

—¿De dónde sacás estos chicos? ¿Chicos indígenas, Mercedes? ¿Los hijos de los prisioneros? ¿Por qué no les pedís un sacrificio, una entrega, a los iniciados ricos de la Orden? ¿Tienen que ser hijos de pobres? ¿Los robás de noche o te los venden madres muertas de hambre? ¿Los padres saben dónde están sus hijos antes de ser arrojados a la Oscuridad? Aprendiste unas cuantas cosas en las salas de tortura de tus amigos.

—Cuánta compasión. ¿Por qué no los salvás? Tenés el poder para hacerlo.

Juan le puso la linterna a Mercedes sobre los anteojos oscuros. Quería verle los ojos. Quería cegarla.

—Eso sería otra crueldad. Están lejos de cualquier ayuda.

Con la linterna, Juan se iluminó una de las manos y Mercedes empezó a balbucear y pedir piedad. Intentó huir por la puerta, pero la cerraba herméticamente la voluntad de Juan. Estaba sola en el túnel con el dios dorado y señor del portal.

—¿Sabés por dónde pasaba este túnel? No va de una casa a la otra en una línea recta. Los que lo construyeron tuvieron que rodear algunos lagos subterráneos, es que está muy cerca del río. Y en un tramo, varios metros después del principio del derrumbe, alcanza el Lugar de Poder. ¿Ves?

La mano iluminada ahora estaba rodeada de luz negra.

—Las mujeres médium son mucho más poderosas. Tienen el poder de convocar donde sea, solamente deben encontrar las condiciones de concentración propias o debe dárselas el ritual. Los hombres no. Los hombres dependemos de Lugares de Poder. No son pocos. Algunos médiums sencillamente se chocan con ellos, otros aprenden a encontrarlos. Yo sé encontrarlos. También sé cuál es el radio de poder que emanan. Lejos de los lugares, somos casi normales. Yo tengo talento natural pero que me cuesta mucha energía. Lejos del Lugar de Poder, Mercedes, no somos tan diferentes. Cerca, en cambio.

La mano irradió esa luz oscura, filosa, un cuchillo de sombra. Se la acercó a la cara.

—Por suerte para vos, este dios está aburrido y sólo quiere saber si mataste a Rosario. Si mataste a tu hija. Quiero que lo reconozcas, Mercedes, porque esta mano no te va a dejar piel sobre los huesos. Yo no respeto a la sangre. No sé qué significa eso.

Mercedes temblaba. Juan metió los dedos entre las rejas de la jaula y con un movimiento sencillo degolló al niño invunche, que apenas se movió. Su sangre, caliente, inundó los zapatos de Mercedes.

El resto de los niños, enloquecidos por el olor salado, rugían.

—Qué más. Quién la ejecutó. Estuve con el chofer del colectivo que la atropelló. Ni siquiera recuerda el accidente. Fue enviado. Pudiste hacerlo con ayuda, claro. ¿Por qué? ¿Qué te dijo ella?

El llanto de Mercedes sorprendió a Juan. Era convulsivo y triste, algo desesperado.

—Tenía un plan para matarme. ¿Lo sabías? ¿No te lo dijo? Tuve que defenderme.

Juan recordó a Rosario y sus pulseras de plata, su vincha blanca en el pelo y que podía hablar en guaraní con una rapidez que dejaba asombrado a todo el mundo. Rosario con sus perfumes caros y el lápiz entre los dientes cuando leía y se acomodaba el ventilador para que le diera en la espalda y no en la cara. Rosario con sus listas y sus dedos manchados de la tinta de la birome, o de tiza.

Con delicadeza, Juan dibujó un círculo alrededor de la boca de Mercedes y en la mano abierta, sobre la palma, recibió los labios y los dientes de su suegra. Enseguida cauterizó la herida. Los gritos de Mercedes y los de los niños enjaulados lo ensordecían pero continuó con su trabajo. Limpió cada diente con la lengua y masticó los labios ante los ojos desorbitados de Mercedes, que ya no sufría porque, cuando la herida se cerraba, desaparecía el dolor. Las cicatrices de las heridas que producía Juan nunca tenían la ternura de una herida reciente, eran duras y viejas. Después atrajo la cara de Mercedes a la suya y limpió, a lengüetazos, todos los rastros de sangre en su mentón y en el cuello. Cuando terminó, la tiró al piso de un empujón.

—Debería cortarte la mano con la que golpeaste a mi hijo. Es nada para vos, ¿no? Pero con esto —y abrió la mano para mostrarle los dientes brillantes, algunos ennegrecidos por el cigarrillo y las emplomaduras— tengo material suficiente para que jamás puedas volver tocarlo, ni siquiera a intentarlo. También puedo usarlo para controlarte y lastimarte de otras maneras.

Mercedes gruñó. Con las encías al desnudo y los anteojos era ridícula, horrible. Juan no tenía nada más que decirle. Salió y cerró la puerta detrás de sí. Mercedes estaría un buen tiempo encerrada, escuchando morir a sus mascotas, paseando por ese túnel malsano, alimentada a través de las rejas como los animales del zoológico, ahogada en el olor de su mierda y en la descomposición de los chicos. No era importante. Ellos habían ganado y a él no le sobraba tiempo, pero ahora sabía lo que quería saber. Ya no podían engañarlo.


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