Esperando los lechones
Lechones en el frigorífico. TÉLAM.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com Esperando los lechones

Una carnicería del conurbano, dos lechones, un sorteo y un viejo que gasta todos los billetes que tiene para comprar cuarenta y siete números de la rifa. Un cuento intenso y dramático de Diego Fernández Romeral, en la voz de «Peto» Menahem.

Al otro día de que se anunciara la rifa, el viejo Vedia se paró frente a la caja registradora y empezó a sacar billetes arrugados de todos los bolsillos. Hacía un calor de la puta madre y el viejo andaba con campera y gorro de lana. Caminaba muy despacio y se ayudaba con un bastón de madera. Me llamó la atención que tenía el cuerpo diminuto, aunque bastante proporcionado. Apenas llegaba a la altura de la mesada de la carnicería. Era como si lo hubiesen ido podando a medida que crecía. Como un bonsái humano. Tenía la nariz tan chiquita que no se podía creer que por ahí entrase el aire. Ni se preocupaba por alisar los billetes que sacaba. Los iba tirando hechos un bollo arriba de la mesada.

—Cuéntelos —le dijo a Don Roque, el dueño de la carnicería—. Deme todos los números que me alcancen con esa plata. 

Don Roque los fue sumando en la calculadora. Le alcanzaba para cuarenta y siete números, de los cien que había en total. Esa Navidad el premio era, para muchos, el mejor de los últimos años: dos lechones y una cruz de asador.   

—Mire, Vedia, con esta plata puede comprar un lechón entero. ¿Para qué se va a gastar todo en números de rifa?  

—Deme los cuarenta y siete números. Yo no como carne —contestó Vedia.

Don Roque era un tipo gigante y el viejo se había arqueado para mirarlo. Tenía los ojos tan claros que parecían dos témpanos de hielo. Vedia siguió:

—¿No sabe usted que los santos no comen carne?

Todos hicimos silencio. Éramos cuatro compañeros de la escuela que laburábamos también en la carnicería con Don Roque. Él había hablado con nuestras familias antes de contratarnos. Decía que no quería gente de afuera. Dejamos de afilar los cuchillos y trozar para mirar al viejo Vedia agarrar sus números y salir caminando. Entonces el hijo de Don Roque, Andrés, que venía con nosotros al colegio y siempre estaba dando vueltas por la carnicería, le gritó desde el fondo.  

—Disculpe. Si no los va a comer… ¿Qué va a hacer? ¿Se los va a coger? 

Aunque había sido gracioso, ninguno de nosotros se rio. Andrés era casi tan grande como el padre y en la escuela siempre estaba hinchando los huevos con que su familia era la única del barrio que podía viajar a otros países. Hacía poco se habían ido a Cancún y había pegado las fotos de la playa en las paredes de la carnicería. A todos nos parecía un pelotudo, pero ninguno se animaba a desafiarlo. Desde chico practicaba boxeo. Don Roque le hizo señas con un cuchillo para que se metiese de nuevo en su casa, que tenía una puerta anexada a la carnicería. El viejo Vedia ni siquiera se dio vuelta para mirarlo cuando se fue.

El rumor de las rifas prendió enseguida en el barrio. La gente entraba en la carnicería solo para preguntar si era verdad lo del viejo Vedia. Algunos también compraban algo por vergüenza. Nos dábamos cuenta porque preguntaban y apenas se llevaban un cuarto de milanesas de pollo o medio kilo de chinchulines. Lo bueno fue que como entraba tanta gente, Don Roque nos pidió que hagamos un par de horas extras. El sorteo se iba a hacer el domingo anterior a Navidad y faltando una semana ya se sabía que nadie se lo iba a perder. Don Roque avisó que pensaba cortar la calle y que solo iban a poder entrar en la carnicería las familias que tuvieran rifas. Así que la mayoría venía y compraba un número solo, como si fueran entradas para el teatro. Las que quedaban se terminaron enseguida.  

Hacía muy poco que el viejo Vedia andaba por el barrio. Ninguno sabía de dónde había salido, ni siquiera si de verdad se llamaba Vedia. Vivía en un rancho que había levantado cerca del basural, justo entre las dos estaciones de tren. Cuando pasabas por ahí, se veían a lo lejos las chapas y el terreno rodeado de basura y algunos autos abandonados. Un par de noches que volvíamos de bailar de Capital, a mí me pareció verlo al viejo encendiendo un fuego y corriendo por ahí. Los pibes me decían que estaba fumando un faso de mierda. La noche anterior a la rifa veníamos de bailar en el tren, pero yo estaba tan borracho que me olvidé de mirar a la altura del basural.   

—Despreocupate, amigo. Si el viejo es un santo tiene que tener el celular de Dios —me dijo uno de los pibes—. Olvidate que gana la rifa.

Cuando llegué a la carnicería la mañana del sorteo ya estaba lleno de gente. Don Roque había conseguido unas vallas y tenía armado un semicírculo alrededor de la carnicería. Andrés era el encargado de cerrarle el paso al que se quisiera colar. Adentro había algunas sillas de plástico para que se sentara la gente mayor. También había sacado una parrilla grande y estaba el fuego listo para vender choris y sánguches de bondiola y vacío antes de la rifa. Al lado puso una de las heladeras, con cerveza y fernet. Pero la mayoría ya se traía su propio escabio. 

—¿Guacho, querés apostar? —me preguntó uno de los pibes, que estaba levantando quiniela y anotaba en uno de los cuadernos de la escuela.  

Yo la verdad quería que gane el viejo Vedia, así que aposté a su favor. La cosa estaba muy dividida, casi mitad y mitad. Don Roque había lustrado los pisos de la carnicería y los vidrios de los exhibidores relucían con los mejores cortes, que nunca los ponía todos juntos. Apenas entré me llamó aparte. 

—Quiero que saques el número —me pidió—. Si lo agarro yo van a andar diciendo que estuvo arreglado. Si lo sacás vos es mejor.

A eso de la una del mediodía ya había caído casi todo el barrio y se estaban terminando los sánguches. Había varios grupos de vecinos que estaban en pedo y le gritaban a Don Roque que si no se apuraba con la rifa entraban a llevarse los lechones. Pero el viejo Vedia no llegaba y Don Roque no quería empezar. Andrés incluso se tuvo que arrimar y decirles que si no dejaban de hacer bardo los iba a echar. Le pegó un empujón a uno que le dijo que se vaya a la mierda y casi se agarran a trompadas. Una de las doñas le empezó a gritar a Andrés que era un violento igual que el padre. En el medio del quilombo nadie vio entrar al viejo Vedia. Pasó caminando como si nada, vestido igual que cuando compró los números de la rifa. Cruzó las vallas y le gritó a Don Roque. 

—¡Tráigame una silla a mí también! 

La gente se empezó a calmar con el grito del viejo y algunos hasta lo aplaudieron. Don Roque me dijo que le alcance una silla y cuando se la dejé al lado, el viejo Vedia me agarró de la mano. Tenía los dedos helados y callosos. Y terrible olor a basura. Parecía que no se había bañado en toda su vida.

—¿Sabés que los chanchos sueñan? Son muchísimo más inteligentes que los perros —me dijo—. Tengo mucha fe con mis números.

Don Roque me llamó para que me acerque y con un megáfono anunció que el sorteo estaba por empezar. Después mostró el talonario con los cien números comprados y los fue metiendo de a uno en una bolsa transparente. 

—¡Usted les hace descuento a algunas mujeres para mirarles el culo y las tetas! —se escuchó que gritaba una doña desde el fondo. 

—¡Carero y atrevido! —le gritó otra. 

Enseguida Andrés quiso caminar entre la gente para ver de dónde venían los gritos, pero apenas se mandó se le plantaron cinco borrachos y volvió hasta el límite de las rejas. 

—¡Por favor, calmémonos todos! —gritó Don Roque desde el megáfono—. Vinimos a pasarla bien… ¡Se viene el ganador!

Me hizo una seña para que me apurara y metí la mano en la bolsa. La tenía transpirada y se me pegaron algunos números. Los despegué hasta que me quedó uno solo y se lo di a Don Roque. 

—¡El dieciocho! Señoras y señores… ¡El dieciocho! —dijo Don Roque agitando el número en el aire—. ¿Quién tiene el dieciocho?

Casi todos se dieron vuelta para mirar al viejo Vedia, que se metía las manos en los bolsillos y sacaba números. Los miraba un segundo y los tiraba al piso. Una abuela teñida de rubia y con los ojos pintados, que estaba sentada en primera fila, me chistó para que me acercara. Se notaba que había ido a la peluquería antes de venir a la rifa.

—Salió la sangre, nene… la sangre —me dijo. 

El viejo Vedia se paró en su silla y empezó a agitar los brazos. 

—¡Acá está el dieciocho! ¡Yo tengo el dieciocho! 

Algunos seguían buscando entre sus números a ver si en realidad no lo tenían ellos. Don Roque me dijo que fuera a chequear. Me acerqué hasta donde estaba el viejo Vedia y apenas me puso el dieciocho en la mano lo levanté para que todos pudieran verlo. 

—¡Tenemos un ganador! —gritó Don Roque desde la carnicería—. Que se acerque a recibir su premio. Va a pasar una hermosa Navidad.  

El viejo Vedia me agarró la mano y saltó al piso. Esta vez parecía que era todavía más chico. Empezamos a caminar y la gente que estaba amontonada se corría para formar un pasillo hasta la carnicería. Se escuchaban los gritos, los aplausos y las puteadas que venían desde afuera de las vallas. El viejo me tironeó hacia abajo para hablarme al oído. 

—Es una gran mentira que los cerdos cagan en el mismo lugar que comen y que duermen… pura fama que les hicieron —me dijo—. Los obligan a hacerlo. Y después se ríen de ellos. 

Nos paramos al lado de Don Roque, que se tuvo que encorvar para darle la mano al viejo Vedia y reconocerlo como ganador. Entonces el viejo le pidió el megáfono. Un grupo estaba saltando y cantando arriba de las vallas como si estuvieran en la tribuna de un club. 

—A ver si nos calmamos por favor —pidió Don Roque—. Parece que vamos a tener unas palabras del ganador. 

Después se agachó y le paso el megáfono al viejo Vedia, que lo tuvo que agarrar con las dos manos para que no se le cayera. 

—Con todos ustedes presentes… les agradezco mucho por este premio —dijo el viejo Vedia, que parecía conmovido: le temblaba la voz—. Es una gran alegría para mí tener estos dos animales… con los que compartir mis días. Cuando me traigan los dos lechones a mi casa… ¡Los van a traer vivos!  

Don Roque le sacó el megáfono de las manos y el viejo Vedia se fue al piso.   

   —¿Pero qué hace, viejo chiflado?  —le dijo—. ¿No ve que esto es una olla a presión? Llévese los dos lechones y la cruz y váyase rápido que tengo que cerrar. 

—Yo los quiero vivos —le contestó el viejo, y lo tuve que ayudar para que se pueda parar—. Usted nunca me dijo que me los tenía que llevar muertos…

—Los lechones son para comerlos. ¿Qué quiere hacer? Se los quiere coger, ¿no?

—¡Quiero mis lechones vivos! —le repitió el viejo Vedia. 

La abuela teñida de rubio se paró y lo señaló a Don Roque. 

—Dele al señor lo que pide —le dijo—. Es el ganador de la rifa. 

En ese momento voló desde lejos una botella de plástico con cerveza que llegó casi hasta donde estábamos nosotros. Andrés se metió entre el público y enseguida se le tiraron encima y lo tumbaron. Alcanzó a repartir un par de piñas, pero lo empezaron a amasijar en el piso. Don Roque se metió atrás del mostrador y sacó la hachuela que usábamos para cortar los costillares.     

—Usted no puede dejarme sin el premio —le dijo el viejo Vedia.

—¡Viejo de mierda! ¿Qué se cree que es esto? Acá no vendemos lechones vivos —le alcanzó a decir Don Roque antes de meterse entre la gente para salvar a su hijo.  

Apenas dejó la carnicería, los que estaban atrás de las vallas las tiraron al piso y se mandaron para adentro. Pasaron del otro lado del mostrador y empezaron a llevarse toda la carne. Algunos la metían en bolsas y otros se la cargaban al hombro o entre las manos. El piso estaba resbaloso por la grasa y la sangre que chorreaba de los cortes. Algunos se caían y se ayudaban a levantarse y seguían llevándose la carne como podían. Un par aprovechó para despegar las fotos de Cancún que tenía Don Roque y hasta terminaron por abrir la caja y llevarse toda la guita. Las únicos que no se movían eran los abuelos que estaban en las sillas de plástico y miraban el espectáculo entre gritos y aplausos. Y el viejo Vedia ahí, parado en el medio del quilombo. Habrán tardado cinco minutos en llevarse todo.  

Don Roque había logrado mantener a raya con la hachuela a los que le pegaban a su hijo. Pero apenas se dio vuelta y vio que le habían saqueado la carnicería se arrodilló en el piso y se puso a llorar. La calle parecía un chiquero. El piso estaba pegajoso con los charcos de sangre y de cerveza. Había pedazos de carne a cada paso y botellas tiradas por todos lados. La parrilla estaba volcada y había brasas encendidas sobre las baldosas. La heladera también la tiraron y se veía que del motorcito le salían chispas. No quedaba casi ninguna de las sillas de plástico y hasta los abuelos de la primera fila se habían rajado. Solo quedaban Don Roque llorando y Andrés tirado en el piso. Y el viejo Vedia en el medio de la carnicería, esperando su premio.