Relato de ficción
El penal más largo del mundo
Hoy lanzamos una nueva categoría, llamada «Covers», en la que nuestros editores Josefina Licitra y Christian Basilis recuperan versiones cortas de cuentos inolvidables para que Hernán Casciari las lea en las medianoches de Telefé. Para el primer episodio elegimos reversionar uno de los cuentos futbolísticos emblemáticos de Osvaldo Soriano. Disfruten.
Dice Soriano que el penal más largo del mundo se tiró en 1958 en un estadio perdido de Río Negro. Fue en un partido entre dos equipos de pueblos vecinos: el Estrella (un club humilde) y el Belgrano, que tenía el presupuesto más grande de la Liga.
El Estrella no tenía un gran equipo, pero tenía un arquerazo. Se llamaba Herminio Díaz, le decían el Gato por su agilidad, y era la razón por la que su equipo iba primero, seguido a un punto por su histórico rival.
¿Quién iba a pensar que esos dos clubes, que se odiaban, iban a definir el regional en la última fecha? Nadie. Pero cuando ese histórico domingo llegó, ya nadie se hacía esa pregunta. Ahora solamente había que ganar.
El humilde Estrella tenía una ventaja: jugaba de local y un empate le alcanzaba. Pero el Belgrano había logrado recuperar de una lesión al Chino Gauna, su goleador, que les había jurado a sus hinchas que esa tarde volvería al pueblo con la Copa.
El partido fue trabado y aburrido, y se mantuvo el cero hasta el minuto ochenta y ocho, pero ahí todo cambió: el Chino Gauna se sacó de encima a dos defensores y, cuando estaba a punto de patear, un volante del Estrella lo serruchó desde atrás. Penal.
Fue un escándalo, en las tribunas y en la cancha. Los locales empezaron a increparar al referí con puteadas, los visitantes saltaron a defenderlo y en segundos se armó una batalla campal. Tuvo que entrar la policía, y cuando las cosas se calmaron, el tribunal de disciplina (en reunión de urgencia) resolvió postergar los dos minutos restantes hasta el domingo siguiente, sin público. Se reiniciaría el partido con el penal.
El lunes no se habló de otra cosa en todo el pueblo. El martes los equipos volvieron a los entrenamientos. El Gato atajó penales todo el día. Y a la tarde fue a tomar una grapa al bar. En el bar lo recibieron con aplausos. Pero el Gato estuvo callado, hasta que en un momento dijo: «El Chino Gauna tira todos los penales a la derecha». Los demás asintieron. «Pero él sabe que yo sé». Todos en la cantina se miraron. «Pero yo sé que él sabe que yo sé». «Entonces tirate a la izquierda, Gato», dijo el cantinero. «No… Él sabe que yo sé que él sabe que yo sé», dijo el Gato. Y se fue a dormir.
El miércoles el Gato no fue a entrenar y el jueves el cartero lo encontró caminando por las vías. Hablaba solo. El cartero le preguntó: «¿Lo vas a atajar, Gato?». Y el Gato dijo: «Qué sé yo… ¿Qué gano con atajarlo?». «¡La gloria, Gato!», dijo el cartero. Y el Gato dijo: «La gloria va a ser cuando la rubia Ferreyra me quiera besar», y se fue cabizbajo.
El viernes, la rubia Ferreyra estaba atendiendo la mercería del padre cuando el intendente, en persona, entró con bombones y le dijo: «Esto te lo manda el Gato Díaz… Hasta el lunes, el Gato es tu novio. ¿Estamos?».
El sábado la Rubia y el Gato fueron al cine. Él quiso besarla pero ella lo frenó suavemente y le dijo que el domingo a la noche, quizás, después de que atajara el penal, en el baile, lo besaba… Entonces el Gato sonrió.
El domingo los dos equipos salieron a la cancha vestidos y concentrados como para disputar un partido entero, aunque solo tuvieran que jugar dos minutos. El Gato se paró abajo de los tres palos sonriendo. El Chino Gauna lo miraba fijo desde el punto penal. Cuando el referí dio la orden, el Chino golpeó la pelota con fuerza y el Gato voló, decidido, al palo derecho. Rozó la pelota con la punta de los dedos y la sacó al córner.
¡Ah! El pueblo estalló en festejos. Y el Gato estaba en la gloria. Vio su foto en la tapa del diario. Vio las caras de felicidad de sus vecinos desde el balcón de la intendencia: él con la Copa en la mano. Vio las luces del baile y sintió el beso de la rubia Ferreyra en sus labios. Vio el altar iluminado de una iglesia, la vio a ella, de blanco con un ramo de flores. Vio a la Rubia Ferreyra desnuda en el lecho nupcial, vio el rostro del primer hijo de los dos. Lo único que no vio el Gato, porque estaba distraído pensando en todo esto, fue que Belgrano sacó rápido el córner. No vio el centro entrando al área, ni al Chino Gauna cabeceando de sobrepique. No vio que la pelota se metía en el arco.
Después del partido, el Gato Díaz colgó los botines y desapareció del pueblo. Tres días después lo encontraron muerto, en las vías del tren. Dijeron que se había matado porque no pudo soportar la humillación de la derrota. Solamente unos pocos supieron la verdad.
A continuación, el cuento completo:
El penal más largo del mundo
por Osvaldo Soriano
El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.
Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.
A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.
Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.
Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos cómo ganaban si eran tan malos.
Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos los recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a 1.
En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.
El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los árboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.
El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción.
Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padini entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.
Según el tribunal de la Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duró una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.
Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borceguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:
—Constante los tira a la derecha.
—Siempre —dijo el presidente del club.
—Pero él sabe que yo sé.
—Entonces estamos jodidos.
—Sí, pero yo sé que él sabe —dijo el Gato.
—Entonces tirate a la izquierda y listo —dijo uno de los que estaban en la mesa.
—No. Él sabe que yo sé que él sabe —dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
—El Gato esta cada vez más raro —dijo el presidente del club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.
El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.
—¿Lo vas a atajar?— le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.
—No sé. ¿Qué me cambia eso? —preguntó.
—Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
—Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer —dijo y silbó al perro para volver a su casa.
El viernes, la rubia de Ferreyra estaba atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta. Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.
—Pobre tipo —dijo ella con una mueca y ni miró las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media.
A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.
El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.
—¿Y yo cómo sé? —dijo él.
—¿Cómo sabés qué?
—Si me tengo que tirar para ese lado.
La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.
—En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién —dijo ella.
—¿Y si no lo atajo? —preguntó él.
—Entonces quiere decir que no me querés —respondió la rubia, y volvieron al pueblo.
El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.
El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.
A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señalaba la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.
Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el árbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.
Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacia dónde tiraría Constante Gauna.
En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.
Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces —contó después— que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.
A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacia el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacia el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.
El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el alambrado, pero el árbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba: «¡No vale, no vale!».
La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el «no vale» llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.
Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue «qué pasó» y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco.
Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacia la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.
El pelotazo salió hacia la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.
Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en puntas de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.
—Bien, pibe —me dijo—. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.