El básquet no es un deporte democrático
Icónica imagen de Manu Ginobili. Mockup.

Crónica periodística

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En un país plagado de potreros y con miles de pibes que sueñan con ser futbolistas, dirigir la pasión hacia el básquet y enloquecer con la carrera de Manu Ginóbili es, por lo menos, una excentricidad. Y sobre eso se hace preguntas Manuel Cantón. ¿Qué es el talento? ¿Cuánto influye la suerte? Algunas de estas intrigas encuentran respuestas en este análisis.

Hace un par de semanas una amiga me compartió un tweet. Decía:

La gente que me conoce sabe que soy fan de Ginóbili. La mayoría no lo entiende del todo, pero lo respeta y por eso me comparte esas cosas. Cuando lo ven a Manu me ven a mí, y eso siempre me pone contento. 


En una entrevista poco después del retiro, a Ginóbili le preguntaron: «¿Tenés alguna habilidad inútil?»

Él respondió: «Tengo una habilidad ridícula, realmente absurda. Soy muy pero muy bueno metiendo una pelota naranja en un aro a tres metros de altura». 

Por supuesto, tiene mucha razón. 


Como todos los demás deportes, el básquet es un poco absurdo. Sin embargo, a diferencia de muchos, no es un deporte democrático. 

Hay una condición de base, un requisito. Más allá de algunas excepciones notables y meritorias, el básquet es un deporte para gente alta. Ese es el punto de partida.

Dicho de otro modo: si medís dos metros, ser o no jugador profesional depende de vos. De cuánto estés dispuesto a esforzarte. 

Ginóbili mide 1,98. Lo justo y necesario.


Empecé a jugar al básquet cuando tenía cinco años, en el 2001. Todavía no se sabía de la generación dorada. Empecé por un dibujo animado japonés, Slam Dunk, sobre un colorado que decidía meterse en el equipo de su secundario para levantarse a la hermana del capitán. 

Al año siguiente fue el partido contra Estados Unidos en el mundial de Indianápolis. Un tal Manu la descosió. 

No podía ser tanta coincidencia.


Un detalle: los estadounidenses se dedican solamente a deportes en los que no pueden perder. Juegan al fútbol americano, al béisbol, al básquet. Deportes inventados por ellos. 

Estados Unidos – Argentina – Indianapolis, 2002 (partido completo).

En el 2002, su selección llevaba cincuenta y ocho partidos invicta. Fue la primera derrota de un equipo compuesto por jugadores de la NBA.

Ginóbili dice: «Ese día ganamos un partido que nunca nadie había ganado». 

Cuando los argentinos volvieron al hotel, los jugadores de los demás equipos los esperaban en sus balcones. Aplaudían. 


En el 2002, poco después de cumplir seis años, empecé a jugar en un club. La edad mínima era de ocho, pero yo era alto y parecía más grande. Iba cuatro veces por semana y lloraba cuando perdía. Un día mi vieja me dijo: «Si seguís así no te traigo más». 

Alejandro Montecchia, que era amigo de sus hermanos mayores, dice: «Ginóbili era un llorón. Yo me la pasaba en la casa y él lloraba siete veces por día, era insoportable. Se frustraba con cualquier cosa. También, bueno, era el menor. La ligaba». 

Me acuerdo de dos anécdotas de Ginóbili llorando. Seguramente hubo más, pero la memoria es caprichosa y solo retiene lo que le sirve.

La primera es antes del partido por el bronce en Beijing, contra Lituania. Manu estaba lesionado. Esta anécdota está contada por Nocioni, que tenía un tobillo medio esguinzado pero en condiciones. Ese día la rompió. 

Tu capitán está llorando porque no puede jugar. Y vos tenés el privilegio de salir a la cancha. Jugá, aunque sea por vergüenza. 

Jugar es un privilegio. 

La segunda es al final del último partido contra Estados Unidos, el partido del retiro.

Ginóbili no llora cuando pierde. Llora cuando no puede jugar. 


A los seis meses de empezar, mi entrenador me dijo: «Probá tirar con la otra mano». Ahí descubrió que yo era diestro.

Imagínense mi decepción. 


La cancha de mi club era de cemento, al aire libre, y mis compañeros eran en general dos o tres años más grandes que yo. Me lastimaba seguido. Ahí me rompí el tobillo por primera vez. También perdí, de a una y en el mismo partido, las paletas de leche. Pero seguí jugando. Ese partido lo ganamos.

Una vez un entrenador me dijo: «Si no se ve el hueso, no pasa nada». 

Todo se cura. Todo cicatriza. Todo se venda. 

Así se juega al básquet.

Vi a Ginóbili jugar lesionado más veces de las que puedo contar. Algunos dicen que su físico endeble es el responsable de que no tuviera más minutos en los Spurs; puede ser. Hay un tipo de hombre alto que es muy frágil, que está hecho de la misma materia que los demás pero alargada, menos densa. Ginóbili es ese tipo de hombre, siempre demasiado delgado para la NBA.

Pero jugaba. Mierda si jugaba.


Un youtuber, Bdot, se dedica a hacer imitaciones de basquetbolistas. Tiene un video que se llama «Manu Ginóbili be like». Es un homenaje.

Ginóbili tiene estilo: por eso puede ser parodiado. Ningún fanático del básquet necesita del título para entender ese vídeo. Es obvio: zurdo, eurostep, fintas, busca el foul, fajas, mano cambiada.  

Ginóbili juega de escolta o de alero, y sabe tirar y también penetrar. El básquet es un deporte de repetición y, como todo jugador notable, él tiene una serie de movimientos característicos. Todo crack sabe qué es lo que hace bien, y lo explota. El truco está en perfeccionar un movimiento hasta el punto en que no puede ser defendido. 

A su vez, todo jugador es igualmente consciente de qué hace mal, y lo evita. La calidad depende de la autocrítica.

El movimiento insignia de Ginóbili es el eurostep. Es una forma particular de dar los pasos de la bandeja; una especie de gambeta, gesto quizás obvio en un país futbolero pero que representó un antes y un después en la NBA. La parte de «euro» es un clásico error geográfico yanqui: Ginóbili había jugado en Italia, su apellido venía de Italia, pero él no era italiano. 

El eurostep fue una innovación de Ginóbili que se convirtió en un básico. Hoy todos los jugadores lo practican.

La grandeza no es el tamaño de la pisada sino la profundidad de la huella. 


Hay un par de tópicos a la hora de hablar de Ginóbili. Dicen que pegó el estirón tarde, casi a fuerza de voluntad; que hasta entonces se medía todos los días. Dicen que fue mejorando de a poco, de la liga nacional a la segunda de Italia, a la primera, a la NBA. Dicen que fue el mayor robo de la historia del draft, y que cuando lo eligieron estaba durmiendo. Dicen que se peleaba con Popovich porque se salía del libreto, porque no se sometía a ese básquet conservador de juego interior y posesiones largas. Dicen que la palomita. 

La mayoría de esas historias no me interesan. No las vi; son en todo caso la justificación de lo que ya conozco. Nacido en 1996, soy parte de la generación Ginóbili: mi vida y su carrera son estrictamente contemporáneas. Ginóbili me vino hecho a medida. 

Un héroe es alguien en quien vemos las virtudes a las que aspiramos y los defectos que nos conocemos.  


Ginóbili es de los mejores pasadores que tuvo la NBA. Por lo menos es el mejor que vi jugando de escolta, una posición asociada a anotadores implacables como Michael Jordan o Kobe Bryant. Y es así porque toma riesgos. Porque va contra el manual y pasa saltando, o tira la pelota al hueco en vez de al cuerpo del compañero. 

Ginóbili juega sin miedo.

No tiene miedo a lastimarse. No tiene miedo a perder la pelota.

Juega así porque no podría jugar de otra manera.   


Una vez lo vi. Estaba dirigiendo un evento benéfico en el Sheraton de Puerto Madero. Yo no tenía nada que hacer ahí, pero mi viejo consiguió colarme usando su tarjeta de prensa. 

Lo vi. Alto, pero no tanto. No era imposible llegar a esa altura. Delgado.

Llevé un marcador para que me diera su autógrafo. Cuando se lo ofrecí, él dijo: «No, gracias, ya tengo». No podía creer que me estuviera hablando.

Me firmó una remera y una pelota. 

Durante meses dormí abrazado a esa pelota. 


Argentina ganó la medalla de oro en el 2004. En ese momento yo todavía no era consciente del mérito que eso significaba. 

Para mí era natural. Era lo que siempre había visto.

No sé qué coincidencia provocó el surgimiento de todos esos cracks, una misma generación de jugadores que además —otra coincidencia— jugaban todos en posiciones distintas. Una especie de milagro. 

Los integrantes de esa generación son varios: Pepe Sánchez, Wolkowyski, Prigioni, Ginóbili, Scola, Nocioni, Delfino, Oberto, Hermann, Montecchia. Hay más.

Todos esos grandotes que cuando veían una pelota por el piso se tiraban de cabeza.

Argentina jugó contra Serbia y Montenegro, la revancha del mundial 2002. Ginóbili metió un punto imposible. Después fueron las semis contra Estados Unidos y la final contra Italia.

Una generación espontánea. Salida de un repollo. 

Nunca habíamos tenido un equipo.

Ahora lo teníamos.


En el 2006 pasé a jugar a un club federado, el Harrods Gath y Chaves. Me enamoré de su cancha de parquet. Nunca había jugado sobre parquet

Los partidos eran los sábados a la mañana, pero yo estaba encantado. 

Empecé a jugar bien. Era alto y entrenaba mucho. Tenía un aro en el patio de mi casa, puesto a la altura de pre-mini: 2,65. Mi viejo casi se mató para ponerlo.

Ahí practicaba. Tiraba tiros libres.

Una vez había visto, en un partido de los Spurs, que Ginóbili tenía una efectividad del 86 por ciento en tiros libres. Así que tiraba hasta hacer diez de diez. 

Podía estar horas.

Todavía me acuerdo de la frustración y también del nerviosismo de los últimos dos tiros. 

Terminar era la gloria. 


Argentina es un país dominado por el fútbol. El básquet es una excentricidad, un capricho de la historia.

No le encontré la gracia al fútbol hasta los trece años, cuando empecé a ver su valor social. Ahí aprendí. Creo que parte de su popularidad viene de que no se necesita nada para jugarlo: una botella alcanza. Es un deporte despojado.

Sin embargo, me parece que su magia está en que no siempre gana el mejor equipo. Que Chacarita le puede ganar al Bayern Múnich, que David le puede ganar a Goliat. Es una en un millón, pero puede pasar.  

En ese contexto, a veces sorprende el discurso ganador de la generación dorada. «Lo importante es ganar», dicen. Sorprende porque es el tipo de frase que acá en Argentina se asocia al bilardismo. Al credo que predica ganar como sea.

Por supuesto, el éxito es parte importante de su mística. Pero ocurre que en el básquet solo hay una forma de ganar: jugando mejor. La suerte influye en los partidos parejos. La suerte da empujones, como en ese tiro de Ginóbili contra Serbia y Montenegro. Pero primero hay que ponerse 81-82, y eso se hace jugando. 


Hace poco, mi viejo se acordó de un secreto. Dijo: «Cuando vos tenías nueve, diez años, yo le escribí a Ginóbili. No sé si a través del blog o de la cuenta de Twitter, o quizás por algún contacto en La Nación, pero le escribí. Quería agradecerle por el ejemplo que, sin saber, era para mi hijo».


En Estados Unidos, Ginóbili se convirtió en algo así como un jugador de culto. Uno de esos gustos que sirven como declaración estética.

Decir que te gustan Lebron James o Michael Jordan no sirve para nada: es obvio. Son los mejores, jugadores canónicos que nadie discute. Con ellos, la identidad se construye a partir del rechazo. El hater  se define por oposición al canon. 

Ginóbili es un jugador marginal. Extranjero y por tanto exótico, no fue un abonado al all star, no ganó el MVP; incluso fue suplente gran parte de su carrera. Pero decir que te gusta Ginóbili significa algo. Significa que te gustan los jugadores que se salen del libreto, que te gustan la pasión y la entrega, que el equipo está antes que el lucimiento individual.

Qué ocurre: Ginóbili juega al básquet como jugaría un fanático. 


Una vez estuve en Bahía Blanca con mi familia. Paramos camino a Puerto Madryn y fuimos a ver la cancha de Bahiense. A la salida, mi viejo les preguntó a unos chicos dónde vivía Ginóbili.

A dos cuadras del club. Qué privilegio. 

El viejo estaba. Lo saludamos. Habló conmigo, aunque no tuve nada que decir. Me regaló un póster.

Esa fue mi expedición a tierra santa.


Los Spurs salieron campeones en el 2003, el 2005, el 2007 y el 2014. También llegaron a la final de conferencia en 2006 pero, cuando podrían haber cerrado los playoffs en el séptimo partido, Ginóbili hizo un foul inexplicable contra Nowitzki y permitió el alargue, que perdieron. 

No creo que se olvide nunca de ese partido.

Hace falta un equipo para ganar un torneo y un hombre para perderlo. 

Hay un elogio común entre los jugadores de la NBA: he’s a competitor, dicen. En un deporte de grandes números, la presión aparece como anomalía estadística. Para bien o para mal. Un competidor es quien mejora en los momentos difíciles.

Cuando la pelota quema, el mundo se divide entre quienes la piden y quienes la sueltan.

Dicen que Ginóbili no salió de su casa por una semana. Sus compañeros estaban asustados.

Salió. Al año siguiente ganaron el torneo. En el partido cuatro de las finales, para definir la serie, hizo veintisiete puntos.

Pidió la pelota. 


Típicamente, en un banco de suplentes de básquet hay menos asientos que jugadores. No hacen falta, porque cuando hay tiempo muerto, los suplentes se levantan y dejan el lugar a los que están jugando. 

Esta es una regla no escrita.

Ginóbili fue suplente gran parte de su carrera. El sexto hombre, el cambio de calidad que permite la rotación. Podría haber sido titular en casi cualquier otro equipo, pero en el estilo de los Spurs no había lugar para treinta y cinco minutos de Manu y su vértigo. 

Pero se quedó. El equipo lo necesitaba así.

Algunos dicen que Ginóbili es el mejor deportista de la historia argentina. Y era suplente.

Y lo mejor de todo es que puede que tengan razón.  


Ettore Messina dirigió a Ginóbili en el Bologna como entrenador y en los Spurs como asistente. Dice: «Es un jugador que les gusta a los fanáticos del básquet. Muchas veces fuimos a otras canchas, a jugar de visitante al Madison Square Garden por ejemplo, y en medio del partido contra los Knicks se empezaba a escuchar un canto. Era la hinchada del otro equipo. En medio del partido».

Manuuu, Manuuu.


Solo en el deporte y en el arte se habla de talento: una predisposición natural para una tarea cultural.

Se habla de los dotados. Pueden ser tanto Maradona como Borges o Spinetta. Gente tan heterogénea entra toda en esa misma bolsa.

Hay algo que tengo claro: Manu Ginóbili es el mejor basquetbolista argentino que vi. Pero no es un talentoso. 

Porque el talento es algo dado. Por Dios, o la naturaleza, alguien. Es providencialismo. Y el único talento que se me ocurre para el básquet es el físico. Esa dotación genética, medir dos metros, que es más bien el punto de partida.

LeBron James es el mejor jugador de básquet del mundo y quizás de la historia. Si hay alguien que merece ser llamado talentoso, es él. Inmenso, rápido, fuerte. Hábil. 

LeBron tiene un lema: In Northeast Ohio, nothing is given. Everything is earned.

Lo mismo puede decirse para el básquet.   


En el 2009, Fabricio Oberto tuvo que hacerse una operación de corazón. Cuando tuvo que elegir quién lo acompañaría a la consulta médica, eligió a Ginóbili. Oberto pensó: «Es el que mejor se va a preparar».

Eso es un compañero. 

Eso es un capitán.


Finalmente, en el 2010, dejé de jugar. No ocurrió por una sola razón. Había encadenado una fisura de tobillo (la segunda) y una de cúbito, y nunca había retomado el nivel. El club quedaba lejos de mi secundario y no podía ir a entrenar todos los días. Jugaba de ala pivot, pero mis rivales ya me pasaban por diez centímetros y veinticinco kilos (los problemas del estirón temprano). Ninguno de mis amigos hacía actividades extracurriculares y yo sentía que me estaba perdiendo algo.

Dejé, pero Ginóbili siguió. 

Por algunos años corté todo contacto con el básquet. Era muy doloroso. Me parecía una culpa.

Soñaba que jugaba y perdía.

Hace poco, mi hermano menor empezó a hacerme preguntas. Hice memoria.

Ginóbili todavía estaba ahí. 


Volví a jugar, me volví a romper. La última, la quinta, fue una fractura de peroné, ahí donde se inserta en el tobillo. 

Algunos somos un poco más blandos.

Pasé dos meses echado en el sillón. Qué iba a hacer si no prender la tele.

Ginóbili jugaba, a mediados de 2018, ya como un veterano inexplicable. Era un equipo de transición, sin aspiraciones. Duncan se había retirado y Kawhi Leonard, su mejor jugador, estaba roto. Jugaban en primera ronda de playoffs contra los Warriors, el inminente campeón.

Por supuesto, perdieron esa serie. Pero ganaron un partido. No iban a permitirse la humillación de un 4-0. Humildad en la victoria y dignidad en la derrota. 

En esa única victoria, el anteúltimo partido de su carrera, Ginóbili la rompió. Grandpa juice, decían. 


La noche de ese último partido, de ese que aún no sabíamos que iba a ser el último, me levanté finalmente del sillón y salí al patio. El aro seguía ahí, sobre el tablero carcomido por la humedad. 2,65, cuarenta centímetros por debajo de la altura reglamentaria. 

Con la pierna todavía blanda, tiré un par de veces. Erré. 

Solo podía pensar en una cosa.

Tengo que practicar.