El muerto se ríe del degollado
Ingredientes para hacer reír: Pedro Saborido y Diego Capusotto. PEDRO OTERO.

Entrevista

El muerto se ríe del degollado

¿Qué piensa sobre el humor la dupla que mejor lo representa en la tele argentina actual? Una entrevista de Garcés a Capusotto y Saborido. Con ustedes, el muerto y el degollado.

Escrito por Gonzalo Garcés
Ilustrado por Pedro Otero

Mientras los espero en un bar de Barracas pienso que, para mí, el humor de Capusotto y Saborido es siniestro. En el sentido que le daba Freud a la palabra siniestro: aquello familiar que se vuelve extraño. Extraño y por lo tanto amenazante. Antes de que aparecieran humoristas como Capusotto, como Saborido, como Casero, antes de que Cha cha cha y después Todo por dos pesos pusieran patas arriba al humor en la Argentina a mediados de los noventa, los humoristas se reían de los siete pecados capitales: Olmedo, Porcel, Calabró hacían chistes con la lujuria, con la envidia, con la cobardía, con la pereza. O si no, estaba el humor de Tato Bores, que nos invitaba a reírnos de esa casta que reúne todos los pecados anteriores en uno: los políticos. Ya Antonio Gasalla, con sus personajes costumbristas al borde del delirio, provocaba una risa con más matices sombríos, con una sospecha de que nosotros mismos, o nuestros propios prejuicios, podían ser el blanco del chiste.

Diego Capusotto ahora dice que la clave de todo es romper el rito. Que el humor es eso. Y para dar un ejemplo, propone un asado donde las que comen son vacas. Pedro Saborido, su guionista y colaborador desde hace muchos años, propone que sean vacas que comen asado de hombre. Yo no sé cuál de los dos tiene razón, pero sé que estar ahí cuando Saborido y Capusotto empiezan, en medio de la charla, a inventar un sketch, es toda una experiencia. No hay nada previsible en la conversación con estos tipos, así como no hay nada previsible en los disparates feroces que vienen poniendo en la pantalla desde Todo por dos pesos (1999-2002) y quizá más todavía con Peter Capusotto y sus videos, que se emite sin parar desde 2006. En todos los personajes de Peter Capusotto hay un núcleo de parodia. Nos reímos de los excesos y la estupidez de los rockeros con Pomelo. Con Micky Vainilla, de la forma en que ciertos cantantes pop son funcionales al conformismo y a los prejuicios de la clase alta. Nos reímos al encontrar, en Bombita Rodríguez, a un montonero de los setenta cantando a lo Palito Ortega. Pero a la parodia le brotan apéndices extraños. Cosas que escapan a la lógica del humor, o que representan una lógica humorística más compleja. Juan Estrasnoy, el ministro de Educación que interpreta Capusotto, ¿a quién parodia? ¿A las autoridades pacatas preocupadas por el mal uso del lenguaje? ¿O a nosotros mismos, gente culta, canchera y de buen gusto, que sentimos ganas de matar cuando un punga dice «rescatáte, barrilete» o un egresado de la Universidad de Palermo dice que se dedica a hacer «stand up comedy» o usa los deditos para hacer comillas en el aire? ¿Y por qué Estrasnoy tiene pelo largo?

Más o menos por la época en que Capusotto y Saborido empezaron a tener seguidores, una generación accedía al poder en todo el mundo: la generación del rock, del individualismo, de la informalidad, del gesto libertario. La vieja pacatería sigue ahí, lo mismo que los siete pecados capitales, pero ahora se le superponen los gestos de una generación que se sigue imaginando joven. Eso obliga al humor satírico a ejecutar piruetas extrañas, a retorcerse sobre sí mismo para probar su flexibilidad.

Yo creo que Capusotto y Saborido son karatecas veteranos que conservan la agilidad necesaria para encontrar las imposturas, los ritos cristalizados, los automatismos, en lugares inesperados e íntimos. Y creo también que son, quizá de manera no del todo voluntaria, algo así como poetas de la degradación. Como cuando los muertos se ríen de los degollados. Porque el blanco que buscan son las prácticas que alguna vez fueron vivas y se han convertido en cadáveres, sus programas son también cementerios. Cementerios de arquetipos, movimientos, relatos, artes y discursos. Cementerios radioactivos donde los cadáveres se mueven. Y hacen reír y sentir frío. Sí, Capusotto especialmente es uno de esos oídos finísimos que, como decía Roberto Bolaño, oyen la musiquita de los mundos que se disgregan. Yo quería que me hablaran de la práctica de su disciplina. Y quería que me hablaran de las prácticas de otros, del humor a través del tiempo, porque así como hay pocas miradas más ácidas que las de Capusotto y Saborido, también hay poca gente así de interesante cuando habla de cine o de televisión. Por eso les llevé clips de cuatro películas conocidas y les pedí que me dijeran lo primero que les sugiriera a cada uno. No imaginaba que las respuestas iban a incluir reflexiones existenciales, consideraciones sobre los Mercedes de Ricardo Fort, un elogio de los locos del Borda y una pierna humana con lechuga y tomate.

La charla arranca con Capusotto. Saborido se sumará después.


—En estos días volví a ver muchos de tus videos. Uno se ríe, se ríe, pero llega un momento en que le agarra angustia. Hay algo muy pesado ahí. 

—En general, no tenemos una mirada liviana de la vida. Y en realidad lo que hacemos es apuntar algo que nos duele y también a través del humor suavizarlo. Y también, a través del humor, que se supone que suaviza la mirada, estás mostrando algo monstruoso. Que es la propia realidad transformada en algo suave, donde lo monstruoso no se ve. A través del lenguaje humorístico vos podés poner eso en primer plano. 

—Vos hablás, en otro lado, de mostrar lo monstruoso de aquello en que creemos. No solo lo que está afuera, sino lo que te resulta más querido. 

—Sí, claro, también de nuestras propias creencias. Hay una burla de aquello que nosotros afirmamos que somos. Pero eso es una búsqueda humana. Uno intenta afirmarse sobre lo que es, sobre lo que quiere hacer. Y a veces a través del humor desmitificamos esas mismas preguntas. A veces desde un lugar fatalista. Otras veces porque necesitamos huir de nuestra propia gravedad. Siempre lo que hacés son puntos de fuga. Viste que el humor está siempre tocando lo trágico, lo oculto, la propia tragedia de vivir, lo que te sofoca. Por eso se hace tanto humor sobre la guerra, sobre la muerte. Claro que también hay puntos que son más festivos. Cuando nosotros hacemos el Bailarete que trata de engancharse una mina en un boliche, bueno, ese es un pelotudo y a mí no me genera ninguna pena. 

—Pero el rock es distinto. Ustedes al rock lo quieren. No es una pelotudez, digamos. 

—El rock a esta altura es una excusa. De alguna manera, el sonido del rock nos perteneció y también estaba relacionado con una manera de mirar la vida y de posicionarse y de saber quiénes son aquellos con los que te querés juntar y quiénes no. Y después el programa empezó a ser otra cosa… A modo de cautela pusimos esto de que el nuestro es un programa de rock. Para no tener que decir que es un programa de humor. Y en el rock entra un poco de todo. Aparecen situaciones que no tienen nada que ver con el rock, pero porque el programa permitió, en su crecimiento, que nosotros podamos nombrar otras cosas. 

—Eso pensaba yo mirándolos: hoy el rock es todo. Aunque sea en formas bastardeadas o aguadas, el rock está en todos los niveles de la cultura. Cuando vos ponés al ministro de Educación con pelo largo, bueno, es una idea chistosa, pero al mismo tiempo es perfectamente lógica: nosotros tenemos ministros o vicepresidentes con pelo largo. El rock es una de las banderas de un diario conservador como La Nación… 

—Sí, claro. El rock es un sonido que está integrado. Para mí los únicos sonidos interesantes del rock son los que están en la periferia: los que no suenan tanto en la radio. Por ejemplo, bandas como Pez, como Acorazado Potemkin, como Sur Oculto. Los Natas, Tantra, que es una banda de Mar del Plata… Te estoy nombrando algunas pero hay millones.  Los Jenifer Pérez, que hacen psicodelia y que son de allá del sur… ¿Querés medio tostado? 

—Gracias, me acabo de clavar dos medialunas. 

—Son grupos más situacionistas, si se quiere. Tocan en lugares que son más lugares de irrupción que festivales organizados. 

—Lo que ustedes mismos hacen se podría vincular con los situacionistas de los sesenta. Pero con una diferencia grande: los situacionistas mostraban las grietas o las hipocresías de una sociedad que era muy pacata: la Francia de De Gaulle, la Europa de posguerra. Pero acá la situación es muy diferente, porque los que están en el poder son justo la gente que se formó, y que ayudó a formar, la cultura cool. La cultura rock, en definitiva. 

—Nosotros no estamos en el lugar de acción del situacionismo. Nosotros estamos en un canal de televisión que, si se quiere, está establecido. Si bien estamos en un canal que está corrido de los grandes éxitos, el lado B de la televisión, es un programa que también está incorporado al sistema. De todas maneras, nosotros también tenemos una visión sobre la propia existencia. No hablamos solo de lo macro, no apuntamos al funcionario o al poder real. También hablamos del ser humano y su encuentro consigo mismo en un lugar que lo fagocita, que es el Universo. El humor lo que hace es fijar, tratar de entender, ser curioso. Desenmascara ¿me entendés? La idea es esa. 

—Después de mirar videos tuyos durante tres días seguidos, me vino a la cabeza una palabra: entropía. Hay una sensación de que es un humor hecho en una época tardía, en la que muchas cosas han degenerado: el peronismo, el rock, la vida misma… 

—Sí, y lo que hay también son creencias que son puestas en duda. Hay la necesidad de recrear algo así como una realidad paralela. Por eso yo decía: esto es el efecto de vivir día a día. El humor está concatenado con la burla y por eso yo hablaba de desenmascarar ciertos discursos. Ahí vos venís a meter el dedo en la llaga. Sobre algunas cosas que te sensibilizan, no sobre cualquier cosa, y no porque vos necesites venir a convertirte en ese personaje mediático que es el personaje que transgrede. Y que no es nada. Nosotros también apuntamos muchas veces a eso. 

—¿Un ejemplo? 

—Yo creo que Violencia Rivas es la que más representa cierta desmitificación de nuestras propias creencias. Ahí ponemos mucho hincapié, ahí estamos hablando más nosotros con la excusa del personaje. Y después Micky Vainilla, que lo más inquietante que tiene es que no es un jerarca nazi, es un cantante pop que simplemente disimula su hijaputez y se ampara diciendo que él no está diciendo lo que vos decís que dice. En Micky Vainilla están representadas un montón de cosas. 

—Claro: el lado fascista de esa normalización light que vivimos todos los días. 

—Y del propio poder también. Vos le podés hacer la lectura que quieras. A veces me resulta mucho más interesante la lectura que hacen otros que la que hago yo. Son los personajes que tienen una estructura más densa. Y también nos ocupamos de personajes de un humor más directo, más ligado a lo infantil, como el cantante que canta en un inglés de mierda. El que quiere hacerle una interpretación a eso, que la haga, pero para nosotros es solo lo ridículo que podemos ser expresando algo con demasiada intensidad. No darnos cuenta de que cantamos mal o que cantamos en un inglés espantoso. Eso hasta te puede caer bien: alguien que intenta, con mucha concentración, hacer algo que no le sale. Vos ves que se equivoca, pero él no lo ve. Hay que ver cuál de los dos es más feliz. 

—Qué raro, es verdad: casi todos los personajes que vos hacés son gente feliz, en el sentido de que hacen lo que quieren. Pomelo es un pelotudo, pero un pelotudo feliz. Violencia Rivas se sale con la suya. 

—Bueno, los personajes de ficción suelen salirse con la suya. Generalmente uno se ríe de eso porque también es parte del asunto. Uno también es bastante miserable. 

—Esta forma de ver las cosas, esta mirada tan crítica, la necesidad de mirar las fisuras en los discursos, ¿de dónde viene? ¿Para vos es algo de fábrica, tiene que ver con cosas que te pasaron? 

—Siempre tiene que ver con cosas que te pasaron. Pero yo me recuerdo siempre como una persona observadora. Que es el primer paso. No la observación del imitador, que capta cómo otro se mueve para copiarlo tal cual. Es la necesidad de encontrar un sentido. Pero lo que nosotros hacemos también es crear un lugar propio, un lugar más placentero donde vivir que la realidad. Por decirte algo, en la realidad, ¿con cuánta gente te conectás? Yo me conecto con más gente porque soy conocido y me pueden hacer una nota o puedo dar una charla donde hay mucha gente, pero el circuito en el que uno se mueve, en la realidad cotidiana, es pequeño. Lo que hacemos es un disparador que puede alcanzar a más gente y permite que uno pueda ser portavoz de una idea en común, que circula, que a veces es rechazada y otras veces aceptada. Ahí se genera una especie de alianza…

Llega Pedro.

SABORIDO: —¿Qué tal? 


—Me estaba hablando Diego de los aliados. Pero yo pensaba en la contracara: en lo que será, para ustedes, ser detestado también por muchos. Porque están los que se toman mal las parodias del rock, los que piensan que Bombita Rodríguez no se debe hacer porque con la militancia de los setenta no se jode… 

S: —Hay gente que piensa simplemente que sos un idiota. 

C: —Lo más inquietante es que piensen que sos un idiota, no que te odien. ¿Quién te odia? ¿Cecilia Pando? A mí me encantaría que me odie Cecilia Pando. 

S: —Lo que pasa es que también te cruzás con gente que tiene odio estructural. Te va a odiar a vos como también odiará a alguien que tiene pantalón verde o dientes postizos. Ahí hay un malentendido. Pero también es un malentendido el fan. 

C: —A nosotros no nos gusta el fan. Porque el fan es aquel que en un segundo se convierte en tu peor enemigo. Si vos empezás a trabajar para el deseo del fan, te convertís en una especie de idiota, o en un artista adolescente, que no somos, porque tenemos cincuenta años. Te convertís en el pelotudo de la televisión que dice: «Le estamos dando a la gente lo que la gente quiere». No estás dando lo que vos querés decir, sino lo que la gente quiere, que es una abstracción. ¿Qué quiere la gente? ¿Vos lo sabés? ¡Qué grosso! ¿Vos sabés lo que yo quiero? Eso lo dicen cuando tienen diez puntos de rating, o quince, y siguen funcionando con la idea de que la gente quiere ver eso. Así que al fan lo tomás siempre con cierto recato. 

—¿Cambió la relación de los humoristas con la gente? Yo siento que en los ochenta, hasta mediados de los noventa, había un conformismo en el humor argentino que no hay ahora. Con Cha cha cha y con algún otro eso empieza a cambiar, el humorista se anima más a mojarle la oreja a su público. 

S: —Me parece que lo que hay es más espacio donde hacerlo. Ahora nuestro programa puede aparecer en televisión. Está la oportunidad de romper lo establecido televisivamente. Vos pensá que en los ochenta había cinco canales. No había margen para pifiarla mucho. De todas maneras, yo en los ochenta no miraba televisión. Esa también era una opción. 

C: —En los ochenta los espacios más interesantes no estaban en la televisión. Con la apertura democrática, los lugares más interesantes para ver algo revulsivo, algo que fuera testigo de lo que pasamos, de la dictadura, no se encontraba en la televisión. De hecho, Cha cha cha sale recién en los noventa. Con el menemismo. Y en un canal que casi no tenía programación y que lo permitía. 

S: —Claro, un canal de cable. Nosotros pudimos probar lo que hacíamos en un canal de cable. La TV abierta tiene demasiados instrumentos para saber lo que puede hacer y lo que no. Va poco a ciegas, no prueba, tiene demasiadas fórmulas, tiene el minuto a minuto, el marketing, el focus group. Entonces, sí, se hace algo para gustarle a la mayor cantidad de gente, ahí no podés romper porque seguís reglas básicas. Por ahí en los sesenta y los setenta era más intuitivo. «Bueno, vamos a hacer esto, a ver qué pasa». Y por ahí era una cosa rara, un desafío de la originalidad. Ahora está siempre el temor de que no guste a mucha gente, entonces proponer un formato que salga de lo establecido… En dos semanas, a un programa que no anduvo, se le ponen trece panelistas y los ponen a hablar de algún escándalo mediático, porque me va a pagar rápido. Es como un boliche donde se hace comida de autor y a los quince días decís: «Negro, empezá a servir milanesas porque esto no anda». Pero las cosas necesitan su tiempo, y lo que no hay es tiempo. Si nosotros no hubiéramos hecho el programa en el cable, hubiéramos hecho un piloto y habríamos durado quince días con suerte. Porque no se respeta a cuatro puntos de rating. Si vos sos parte de algo que se llama cuatro puntos de rating, andá a mirar cable, boludo. Andá a mirar el History Channel. 


—Si les parece, les paso un video y hablamos un poco de las imágenes.

Les muestro un clip de El Gran Lebowsky. Dos matones entran en la casa de Jeff Bridges y le sumergen la cabeza en el inodoro mientras le preguntan: «¿Dónde está el dinero, Lebowsky?». Uno de los matones mea en la alfombra de Lebowsky. «¿Ves lo que pasa, Lebowsky?». Bridges protesta: «Nadie me llama Lebowsky. Yo soy el Dude. Se equivocaron de persona». 

C: —Me gustan las películas de los hermanos Cohen. Yo el punto más cercano que encuentro con mi propia sensibilidad, con lo que hacemos nosotros, es la escena del final, en la que tiran las cenizas de su amigo, Donny, y la ceniza les cae en la cara. Es como desmitificar una acción sagrada. Que es lo que nosotros hacemos. Yo antes te hablaba del peso de lo trágico; bueno, acá te disparás hacia un lugar donde podés tomarte la vida en solfa. 

S: —Yo, cuando fui a tirar al viento las cenizas de mi viejo, me acordé de esa escena. Tiré las cenizas de mi viejo desde un puente, y medí el viento, porque me acordaba de la escena. ¡Porque eso puede pasar realmente! ¿Me entendés? 

C: —Pero igual, que eso pase está pensado por el director. Que es lo que nosotros hacemos en el programa. Puede pasar en la realidad, pero está pensado de antemano, no sé si para aliviar. O para que la muerte no sea un lugar trágico, sino que también tenga su propio peso en esa gestualidad, en la que la muerte vuelve para pegarte en la cara y producir una situación que también es graciosa. Capaz que si tirás las cenizas de tu viejo y te vuelven a la cara vos decís «Qué loco, puede ser un signo». Capaz que un pelotudo piensa que es un signo y se sienta a pensar en el significado de los signos de la muerte. Y otro por ahí se caga de risa. Este hecho simbólico se convierte en un hecho fortuito y gracioso a la vez. 

S: —Es que la muerte es algo tan fuerte, y tan claro, y que no merece ningún comentario, que muchas veces el humor se trata de decir: esto no necesita ningún símbolo, ningún mito, es eso simplemente. Tirar abajo el mito es lo que te alivia y te provoca risa. Lo que pasa es que, hasta el momento en que se le viene la ceniza a la cara, te sorprendo porque te estoy llevando a la emoción, te estoy llevando a la emoción, te estoy llevando a la emoción, y de repente te saco la emoción al carajo. ¡Boludo, se le vino la ceniza a la jeta! ¿Qué hacemos? Yo me acuerdo una boludez, que también se lo conté a Diego: yo le expliqué a un amigo que cuando sacás las cenizas y querés hacer todo el rito, tenés que fijarte de tener un destornillador Parker. Porque las urnas vienen muy ajustadas. ¿No es bueno? El pibe lo hizo en Mar del Plata y se acordó de mí y pidió en el hotel un destornillador. Porque es verdad, el chabón iba a tirar las cenizas de su padre, vos vas con la urna al atardecer, con las olas y todo eso, y de pronto no la podés abrir. ¿Qué vas a hacer? ¿Empezar a golpearla contra una piedra? ¡Se fue todo al carajo! 

C: —Vos podés hacer una película a partir de eso… Y aparte yo creo que lo que nosotros hacemos es rememorar la infancia con los juegos que vos hacías cuando eras chico, pero con la gravedad del adulto. Vos tocás otros temas, ya no sos un chico libre e inmortal. 

—Claro: sabés que te vas a morir. 

C: —Yo lo que creo de los hermanos Cohen es que tienen también esa cosa de chicos. Yo cuando me río de algo que hacemos en el programa, me río como un chico, no es que digo (gesto de sabihondo), no estoy buscando el símbolo… A lo mejor los hermanos Cohen terminan riéndose como nenes. 

—Eso dice Frances McDormand, que está casada con Joel. Que se la pasan riéndose como boludos de porro. 

S: —Es que no te queda otra. 

C: —Es una manera de escaparle al peso de la realidad. 

S: —Y es que no es importante lo que estás haciendo. Vos no estás operando a un chico de una peritonitis, que te la tenés que tomar en serio, no podés joder. Vos estás haciendo un programa de televisión que si sale mal no pasa nada. Tenés que creértelo como cuando jugás al fútbol, un picado. Querés ganar, de eso se trata. 

C: —Además, siempre es el otro el que te hace imprescindible. No nosotros. Nosotros hacemos el programa y no sabemos si quedó bien, si quedó mal. Para nosotros es imprescindible hacerlo. Pero en el imaginario es el otro el que tiene una lista de cosas imprescindibles en la vida, como Woody Allen en Manhattan, cuando enumera las cosas imprescindibles de la vida. Para mí es fundamental ir a comer una vez por semana con mis amigos, sin eso la vida no tiene sentido. Cosa que probablemente a los cincuenta años vos también lo digas. 

S: —O que venga un tipo, como una vez le dijo a Diego —que no es por lo dramático sino para mostrarte la potencia de una boludez—, le dijo: «Mi hijo tuvo una enfermedad terminal y ver el programa de ustedes lo alivió en sus últimos años cuando estaba en la cama». Qué sé yo. Mirá, yo lo hacía jugando, no lo hacía para tu hijo, pero qué bueno que tu hijo lo pudo agarrar para eso. Y qué bueno que el padre encontró eso. Había que drogarlo porque se estaba muriendo y no podían encontrar la felicidad con los amigos porque estaba tirado en una cama, así que encontraron esto. Pero más allá de lo melodramático, ¿te das cuenta?, es un juego que sale para cualquier lado. Y lo único que vos podés hacer, realmente, es estar encerrado en tu propio juego, como un pibe que se cree que una escoba es una guitarra o un caballo. Tenés que estar medio como un zombi, porque si empezás a tener en cuenta todo lo que hay afuera, bueno, no lo hacés. 

—Vos mencionás a Woody Allen. Pero él habla de un aspecto distinto del juego. Dice que la comedia es rabia. Que el comediante, cuando le fue bien con su público, dice: los maté, los destruí. ¿Ustedes no reconocen algo de esto? 

S: —Es que hacés humor con aquello que ves desacomodado. Y que te molesta. Podés decir que un tipo, aunque haga un juego, tiene una gran moralina, o es un tipo esencialmente moral. Porque en realidad está señalando lo que está mal. O lo que todos digan que está bien. Me cago en lo que todos dicen que está bien. Me cago en que Ernesto Sabato sea un gran escritor. Si quiero hacer un chiste con Sabato, hago un chiste con Sabato. Yo hago Papa’s Blues, Pappo Benedicto XVI. No es una cuestión de indignación, porque el indignado no se activa, dice: «Ay, mirá vos, no puede ser esto», y nada más. Se lava en su propia indignación. Lo que vos hacés es trastocarlo y decirlo. O cuando alguien te dice: che, no se puede mezclar la muerte con un chiste. ¿Por qué no? Mirá, boludo. La mezclo. No podés mostrar un tipo comiendo caca en televisión. ¿Ah, no? Yo como caca. No sé si en esa cosa de «los maté» hay algo. Lo que sí hay quizás en la gente que se sube a un escenario, y que por traslación uno lo ve cuando sale su programa, sí hay una sensación de que salís a defender un título, te subís a un ring, te enfrentás con algo. Y si vos lo ponés en términos de público y crítica, el tipo dice «los maté», pero cuando la gente agarra una crítica, dice «Los mataron». Hay un enfrentamiento, vos venís a mostrar algo. O la nueva temporada: ya te están esperando. «¿Hay nuevos personajes?». Woody Allen también decía que hace cosas distintas para marear. El huía de que lo emboquen. Entonces va por acá, va por allá. Hay una sensación de «me están esperando para bajarme». 

C: —Es que eso pertenece a la propia crítica. «Esto, que supuestamente gusta, yo lo destrozo». A veces con armas nobles, a veces para posicionarse en una especie de personaje desmitificador. Es una especie de afectación. Es lo que pasa con la gente que va hablar a la televisión, que se convierte en una especie de personaje. Ya tomó un rol. O sea, el gordo Feinmann no es un facho, un cuadro del fascismo italiano. Es un personajito que le encanta asustar a los progres, que creen que es un cuadro fascista. Entonces el único que la ve clara es Tinelli, que lo quiere llamar para Bailando por un sueño. Porque ve que es un producto televisivo, no porque Tinelli sea fascista. Tinelli ve que ahí hay un personaje. El gordo Feinmann no es nada, loco. Pero cuando la gente le cree, sí. Entonces nosotros venimos precisamente a no creer. 

S: —Vos vas a tratar de hacer algo y ver cómo escaparte de las generales de la ley. O sea, si vos sos una banda de rock gigantesca que triunfa, ¿qué te queda? Caer. Y bueno, ahora queda que Capusotto y Saborido se peleen, o que decaigan, viene el derrotero de la Historia. ¿Y cuál es? La decadencia, porque todo decae. De todas esas reglas que hay, podés escapar. Porque los Beatles se separaron, pero The Grateful Dead siguieron tocando. Siguieron para sus aliados. Serían menos, serían pocos. Habrán perdido público, no importa, pero escaparon a la historia del héroe. Esa que dice: «Sos genial, sos lo máximo», para después verte caer. Ahora Darín metió novecientos mil espectadores: bueno, vamos a esperar cuál va a ser la película de Darín que fracase. Para que haga la curva del héroe ¿no? Y después se redima. 

C: —Cuando fracasás y estás dos años sin aparecer en la pantalla, empezás a ser desvalorizado. Nos ha pasado a nosotros con Todo por dos pesos. 

S: —O está Tarantino como religión. «No, después de Reservoir dogs se cayó…». ¡Y a Tarantino le chupa un huevo! 

C: —Con Todo por dos pesos y Cha cha cha pasó exactamente lo mismo. En un momento ya deja de ser la novedad, porque se sitúa, queda establecido, y deja de ser revulsivo como cuando salió. Cuando esos programas desaparecen empiezan a ser reivindicados, probablemente porque no aparece otro programa que lo supere, o si hay alguno que lo supere, tiene su raíz en los programas que habíamos hecho nosotros. No es que no leamos críticas, pero en definitiva termina ocupando muy poco lugar en lo que hacemos. Lo que nos preocupa más que nada son los personajes nuevos, que tienen rebote en la gente. Pero después de seis años de hacer el programa, por supuesto que hay un efecto de novedad que se pierde. Yo, la verdad, ¿viene a tocar Television acá y me voy a preocupar porque dicen que seguimos haciendo el mismo programa? Andá a la concha puta de tu madre. Los Television dejaron de tocar hace treinta años y vuelven a tocar ahora. Porque necesitarán plata, bueno. Pero es Television. Si no, hacé una banda hoy y tocá, pelotudo, a ver si tocás mejor que Television. Viste cómo es. Así que mirá si nosotros nos vamos a privar de hacer un programa.


—Ahí va otro video. 

Vemos un clip de El gran dictador. Chaplin es soldado en la Primera Guerra Mundial. Dispara un enorme cañón. El obús sale con dificultad y cae a pocos metros. El sargento ordena a un soldado ir a inspeccionar el obús. El soldado se da vuelta y le ordena lo mismo al siguiente. El siguiente le ordena lo mismo al siguiente. El último es Chaplin, que se da vuelta, pero no encuentra a nadie. Inspecciona el obús caído. A medida que da vueltas en torno a él, el obús se gira para seguir apuntándole. 

C: —Esto es intemporal. Por más que esté situado en un contexto histórico. Pero el ser humano se ríe siempre de lo mismo. Además era un gran artista. Aunque a mí, la verdad, me gustaba más Buster Keaton. Me parecía menos efectista. Chaplin siempre me pareció más para la masa. Suena feo decirle comercial, porque Chaplin era un artista integral, casi te diría que de esos pibes no salen más. Pero a pesar de eso me gustaba más Keaton. 

S: —Sin embargo el que metía más gente no era ni Chaplin ni Keaton. Era Harold Lloyd. 

C: —Chaplin, quizá, tenía algo demagógico. Se metía con los grandes temas: la clase trabajadora, el nazismo. Tiene algo bienpensante. 

S: —Yo no sé si es tan bienpensante. Pero yo no conozco otra película de esa época donde alguien haga de Hitler. Y estaba Hitler en el poder todavía. 

C: —Tenía cosas efectistas. Pero era un grande. A mí lo que me gustaba más de Buster Keaton es cómo se salvaba del mundo. Me parece más interesante y hasta más poético. Tenía un registro más poético que Chaplin, si se quiere. Y había una cosa de «él contra el mundo». Quizá no tocara tanto el tema político, pero era una persona sumamente romántica que se las rebuscaba como podía, inclusive con elementos absurdos, y le daba un signo de coherencia a las cosas que hacía. Estoy hablando de actos concretos, como resolver un problema. Que él los resolvía desde el delirio y que terminaba siendo funcional. Cómo podía inventar una máquina que lo sacara de una situación comprometida. Keaton estaba ligado a la idea romántica del amor imposible y las cosas que podía hacer para ganar ese amor. Pero también fue uno de los pocos tipos en esa época que se mató a sí mismo en una película, que no recuerdo cuál es. Terminaba enterrado él con la mujer a la que quería. 

S: —Fueron felices… Y se murieron. ¡Mostraba eso! Que fueron felices, tuvieron hijos, y se murieron. 

C: —Y eso tiene más contundencia que el efecto chaplinesco. Cuando hoy veo a Keaton no veo esa corrección política que veo en Chaplin. Chaplin es un grosso, eso ni hablar. Pero a mí me gustan mucho también los hermanos Marx, porque son como cuatro dementes puestos en un mundo supuestamente normal. Es como ver a cuatro tipos del Borda, pero en definitiva felices, dentro de la convención de que son actores que están dentro de una película. 

S: —No es que te rías de alguien que tiene sufrimiento psíquico, o psiquiátrico. 

C: —Son tipos que están en un mundo equivocado. Y el mundo más agradable es el de los hermanos Marx, no el mundo que los rodea, que es el mundo al que nosotros pertenecemos. Cuando los estás mirando, vos no sos los hermanos Marx, vos tenés la identificación, pero lo que estás viendo son personajes que tienen identidad propia. Y vos ves que lo interesante son esos cuatro dementes y no el mundo que los rodea, y que le pone límites a esa locura. Y como siempre terminan bien, a mí me gusta ver eso. A lo mejor el tipo de película y de formato sí es de una época y vos no lo podrías hacer hoy. Pero adonde apunta la energía de los Hermanos Marx es algo que nos atraviesa a nosotros. A nosotros y a muchos otros, que vieron eso y se formaron con eso. Siempre pasa que estás haciendo algo que está haciendo otro, porque es una idea que no te pertenece, es una manera de mirar la vida que nos pertenece a unos cuantos. El otro día, por ejemplo, yo vi que lo pasaron en TV, que hay un restaurante en Estados Unidos que se llama «La muerte» o algo así, Y después ponían nuestro sketch de angioplastia. 

S: —Vos intuís que hay algo que puede pasar. Es lo que intuís cuando vas a un tenedor libre. Y Estados Unidos es una sociedad que hace esas cosas. Que pone un boliche que se llama «Vení, morite» y te invita a comer hamburguesas… Antes hablábamos del fan. Imagináte esto: alguien ve a Diego acá y no se da cuenta de que hay un vidrio, le quiere pedir un autógrafo, rompe el vidrio, tiene poco aguante y se muere. 


—Les paso el último. 

Es un clip de Exterminator. Los soldados están en la selva, hay un peligro. Guillermo Francella le da instrucciones a cada uno de sus compañeros. Al final uno le pregunta: «¿Y vos?» «Yo soy muy cagón», responde Francella. Enseguida, un clip de Bananas, de Woody Allen. Un oficial revolucionario explica a todos qué hacer si alguien es picado por una serpiente: chupar el veneno y después escupirlo. Todos, por turno, repiten la instrucción. Cuando llega el turno de Woody, este dice: «No puedo chupar la pierna de nadie con quien no esté comprometido». 

S: —En realidad, es el mismo chiste. La gracia es el cobarde en un lugar donde alguien así nunca llegaría a ser soldado. Pero ves, Woody Allen tiene algo de Buster Keaton. Porque en la película, Woody Allen arma todo el quilombo de hacerse revolucionario para levantarse una mina. 

C: —Y también hay un tipo de humor que está encuadrado ahí en esas películas. No en ese gag. Tanto el gag de Woody Allen como el de Francella, los dos. Ahí hay una representación del humor que es muy televisivo, que es la de Sofovich, por ejemplo. La idea de que la gente tiene que entender todo, que no hay que ser rebuscado. Y que la gente se tiene que anticipar al remate. 

S: —Claro, había programas de televisión donde vos sabías cómo iban a rematar cada sketch. Lo que pasa es que en televisión vos ves al actor o a la actriz, no tanto el texto. Entonces la gente veía a Olmedo y Porcel, que repetían los mismos cinco sketches, y ya sabías el remate y sabías lo que pasaba. Es la idea de que todo tiene que ser entretenido, el remate se tiene que entender, si vos sabés cómo viene lo disfrutás junto al actor. Es una cosa que nosotros cuando la hacemos es de manera paródica. Es una idea muy televisiva, porque supone que el tipo labura todo el día y cuando llega a su casa necesita estar distendido y entender todo. Lo que pasa es que si ese tipo labura doce horas por día y gana dos lucas por mes, le chupa un huevo. El problema es que el tipo debería ganar más, no que debería sentarse a ver a Tinelli. 


—¿Ustedes notaron que en el cine, no importa si la película es graciosa o no, la gente siempre se ríe? 

S: —Yo hace poco fui a ver en el teatro una obra sobre Freud, donde aparece Freud con cáncer en el paladar y sufriendo por el dolor de su dentadura postiza, y la gente se empezó a reír. Ahora, análisis psicológico: ¿se ríen porque no se bancan la potencia del dolor de esa escena? ¿O son unos cosos? Uno podría calificar a esta gente de imbéciles. Pero no los calificás porque se ríen, sino porque se ríen en donde supuestamente estamos de acuerdo todos en que no hay que reírse. Porque esto es serio. Pero bueno, al tipo le causó gracia. ¿Qué carajo hacemos? ¿Cómo compartimos ese lugar? 

C: —Si esa situación la trasladamos a la ficción, nos causaría gracia. 

S: —En una película de los hermanos Marx, el que se ríe en el cine cuando no debe sería uno de los hermanos Marx. Y nosotros, viendo la película de los hermanos Marx, nos reiríamos con ellos. Diríamos: mirá, ese actor de mierda se quiere hacer el buen actor dramático y estos se le cagan de risa. Sin embargo, si vos estás ahí, vos sos Margaret Dumont, la vieja. Vos decís: «Qué mal, cómo se están riendo acá». A veces la forma de ver eso es ponerse al costado y ver que los dos son ridículos: el que se ríe y el que se indigna porque se ríen. Si es por eso, sesenta personas que se sientan a ver a un tipo que hace como que es Freud, ya es ridículo. Si no te creés el rito, no podés hacer nada. Si no, es como ir a un asado y empezar a hablar de la vaca muerta. 

—Es una opción. 

C: —Es una opción. Una vaca comiendo asado. 

S: —Esta puede ser una discusión de chistes. Diego dice una vaca comiendo asado. Yo digo una vaca comiendo gente. 

C: —Ya salió un sketch. Cuatro vacas comiendo… 

S: —«…Mmm, esta carne…». 

C: —Y saca una pierna… 

S:— «¿De dónde es?». «De Coto». 

C: —¿Pero se comen un humano? 

S: —O que se coman una vaca. 

—¿No es mejor que se coman una vaca? Si se comen un humano, puede parecer moralina. 

S: —Sí, pero más fuerte es ver una gamba humana puesta con lechuga y tomate. Pero en realidad no importa. La cosa es desarmar el rito. Imagináte que vos recién, cuando nos ponés los clips, nos decís: «Les voy a mostrar estos clips para ver qué opinan», y nos empezás a mostrar clips de gente chupando pijas. Y nosotros pensando: «¿Tiene algo que ver? ¿Este tipo de qué trabaja? Lo mandó Casciari…». Y en la pantalla le están haciendo el ojete a una. 

—«¿Qué opinan, chicos? ¿Cómo lo ven?». 

S: —Claro, se va todo al carajo. 

C: —Por eso, lo que a nosotros más nos hace reír es esa distorsión de la normativa de los signos de la realidad. Sería gracioso que pasara esto en el marco de una ficción, de un programa de humor. 

S: —Pero pará, Diego, porque también te divierte cuando por ejemplo viene un periodista y, sin llegar a este absurdo, te hace una pregunta fuera de lugar o desconoce algo básico. ¿Cuál es el límite del humor? En algún momento nos convertimos en parodias de nosotros mismos. 

C: —Puede quedar muy afectado que yo te diga que el programa se explica solo. Pero la verdad es que explicar lo que hacés no tiene el mismo peso que hacerlo. Y ese mundo es mucho más personal ahí en la pantalla que los creadores explicando lo que hicieron. 

—Bueno, pero por eso existen las entrevistas. Yo veo a ese pintor que pintó muy bien esa casa y pienso: qué bueno que es, dan ganas de hablar con él. 

C: —También las charlas son interesantes o no. Yo no niego la charla. Esta charla fue interesante. Otras charlas son obvias, no tienen mucho peso específico ni las preguntas ni lo que vayas a responder. Le explicás a otro tres veces cómo hacer un huevo frito. «Ya te lo expliqué». «Pero explicámelo de nuevo». Ah, bueno. Pero si encuentro una nota a Artaud, la leo. Pero leo una nota a Artaud, no a Ricardo Fort. Un chabón que sale del hospital y como estuvo cerca de la muerte, dice que va a sacar un libro. Que se supone que va a ser espiritual.  Le habrá visto la pera a Dios, algo vio. Pero cuando salió del hospital, lo primero que dijo es que se compró cuatro Mercedes. «¿Y por qué no me voy a comprar cuatro Mercedes, si estuve cerca de la muerte?».

S: —Eso me parece más interesante que el libro. 

C: —Pero si este chabón se compra cuatro coches, no lo escuchemos más. O se los choreamos, o no lo escuchemos más. Se compra cuatro coches y vos ganás cuatro lucas por mes, vos sos idiota. La gente es idiota. Pero bueno, cada uno elige su propia vida y su propia muerte.

Escrito por Gonzalo Garcés
Ilustrado por Pedro Otero