Crónica periodística
Lo poco que nos queda del periodismo
En su cuarta columna del año, Andreu Buenafuente reflexiona sobre un oficio noble que alguna vez supo abrir los ojos del mundo, y que ahora nos está dejando tuertos.
Una noche entrevisté a Gay Talese, más conocido como El periodista. Estaba en España presentando la reedición de una de sus obras y todos se arremolinaban a su alrededor como se supone que lo harían los coetáneos de Jesucristo. Incluso los que no le conocían, o no habían oído hablar de él, le miraban con indisimulada admiración. «Este tío es muy bueno, dicen que es el mejor periodista del mundo.» «¿Has leído algo suyo?» «No, pero dicen que inspiró Los Soprano.» El hombre, con sus ochenta años en el chaleco, vestía elegante, de color claro y lucía sombrero. Alardeaba poco, administraba su magnetismo, aunque se sabía el centro de atención. Pensé que quizás estuviera cansado de toda esa parafernalia. Si era así, sabía disimularlo y si yo estaba equivocado (lo más probable, como siempre), entonces ese hombre estaba encantado de la vida. Gay Talese esbozaba una media sonrisa y lanzaba respuestas cortas un poco irónicas, de esas que hacen sentir más inteligente de lo que es a su interlocutor. A todos nos gusta que nos hablen así, aunque no entendamos muy bien lo que nos han dicho o necesitemos unas cuantas horas para entenderlo.
Talese era el centro de nuestro microuniverso aquella noche, en aquel plató ubicado en un polígono industrial, muy cerca de Barcelona. Todos esperaban una palabra, un gesto, un pensamiento brillante que iluminara sus vidas de periodistas. Yo, como soy cómico o algo así, estaba más tranquilo. Solo me interesaba vivir y transmitir unos diez o doce minutos interesantes para el público. Yo siempre quiero que mi invitado esté cómodo, que en la medida de lo posible se genere un buen clima para la charla y, aunque esta sea rápida, no resulte demasiado superficial. Mi amigo Xavi dice: «Tú eres un climatizador». Me gusta el concepto. Los que me critican sostienen que soy demasiado blando. Insisto: no soy periodista. Me dedico a charlar con el invitado, y sobre todo a escuchar. Soy el anfitrión que recibe, en el salón de su casa, a alguien interesante y a eso lo televisamos. Nunca ganaré un premio Pulitzer y lo tengo clarísimo. No todo el mundo puede decir lo mismo.
Los periódicos acaban siendo parcelas sectarias, clubes de pensamiento o, lo que es peor, incubadoras de toxicidad social con ínfulas revolucionarias interesadas.
Pero el hecho de que yo no sea periodista no quita que no me interese el gremio. Porque consumo su trabajo, vivo en parte de él. Lo aprovecho, lo comento, lo transformo, lo deformo… El periodismo, en todas sus vertientes, es el mercado a donde acudo cada día para conseguir la materia prima con la que cocinaremos los de mi tropa: una panda de desequilibrados tendenciosos, subjetivos y bastante sinceros que viajamos de emisora en emisora como gitanos en sus carromatos, intentado dar nuestra visión de las cosas, riéndonos de ellas. No soy periodista pero puedo hablar —con fundamento de causa— de cómo veo la profesión. De sus perversiones, sus transformaciones, sus derivas, sus insensateces y sus miserias. Y eso es lo que voy a hacer a nivel usuario.
Hay tantos periodismos como periodistas. Yo creo que esto de la comunicación (como gremio que engloba a todos los que contamos cosas) es un oficio. Así de sencillo y así de importante. Me gusta la palabra «oficio» porque es humilde pero habla de pasión, de dedicación, de ir puliendo y mejorando una habilidad a la que dedicas toda tu vida. Estamos hablando de compromiso con uno mismo, para empezar. De tus valores más íntimos y personales, de tu honestidad, de cómo te exiges cada día más para intentar ser mejor, más completo y no defraudar a los que te siguen y confían en ti. Si tu trabajo va a ser consumido por los demás, no veo otra manera de encararlo. Es lo que tiene de mágico (y también de estresante) trabajar de cara al público e interactuar con él. Mandar un mensaje y escuchar su eco entre los que te siguen. Y seguir, y seguir… Hasta el final.
Si eso te molesta, si crees que lo sabes todo porque eres un escogido de los dioses, si estás convencido de que tu enfoque es el bueno y el resto de los humanos están equivocados, e incluso te molestan un poco, entonces quizá sería mejor que te lo quedaras para ti solo, alimentando ese monstruo de cien bocas que se llama ego. Puedes ser escritor, inventar unos fantásticos mundos propios, laberínticos y obtusos de ficción desmesurada, intencionada y hasta tóxica. Entonces serás escritor (¿creador?) pero no periodista. Inventarás, no contarás lo que pasa. Dejarás en paz a los demás, a todos los que solo queremos saber lo que está pasando y sacar, nosotros mismos, las conclusiones. Si lo haces, permitirás que se aclare un poco el pantano oscuro y embarrado del llamado «mundo de la información».
Me dedico a charlar con el invitado, y sobre todo a escuchar. Soy el anfitrión que recibe, en el salón de su casa, a alguien interesante y a eso lo televisamos. Nunca ganaré un premio Pulitzer y lo tengo clarísimo. No todo el mundo puede decir lo mismo.
Por lo visto esto es muy difícil, por no decir imposible. Al parecer, el virus de la subjetividad acaba infectándolo todo (a veces de manera tan evidente que parece ridícula). La mayoría de los periódicos se escriben para sus teóricos compradores y solo para ellos, así que las portadas acaban convirtiéndose en territorios de comodidad para un pensamiento aletargado y cerrado al cambio, a la duda o a la reflexión. Como me comentaba un buen periodista, «la verdadera censura, actualmente, la practican los grupos editoriales, sus cabeceras». Hablo de periódicos que suministran gasolina para la ira, sobre todo en estos momentos de crisis a todos los niveles, donde parece que todo el mundo es un hijo de puta o está a punto de serlo. Los periódicos acaban siendo parcelas sectarias, clubes de pensamiento o, lo que es peor, incubadoras de toxicidad social con ínfulas revolucionarias interesadas. Existen directores de periódicos que parecen presidentes de gobierno frustrados. Directores o empresarios con un estilo mafioso y desafiante, que así tratan a todos los responsables políticos. Les están diciendo, entre líneas o directamente en sus titulares a cinco columnas: «O colaboras conmigo o lanzo mis tropas de tinta contra ti, y no me va a temblar el pulso porque tú te irás y yo seguiré». Naturalmente, detrás de todo esto no hay ni el mínimo afán de una búsqueda de la verdad aséptica, ni un deseo de construir un mundo mejor, más justo y libremente informado. Quizá lo propaguen en sus universidades de verano, con cara de buenos chicos y el ceño fruncido, pero no es verdad. Solo hay intereses empresariales, con sus llamados grupos mediáticos de editoriales, prensa tradicional, emisoras de radio y televisión o portales de internet. En la mayoría de los casos, negocios preñados de deudas insostenibles en un mundo que se está dando la vuelta como un calcetín. Solo aspiran a ser tratados como ministros por los gobiernos de turno y hacer crecer esos negocios consiguiendo prebendas, ventajas, concediendo favores, cobrándolos después… Todo bastante previsible y miserable.
A menudo veo portadas que me ponen los pelos de punta. Propaganda muy pura y dura. Manifiestos de papel con unas cargas de provocación que no pueden traer nada de bueno. Soflamas cainitas e incendiarias. Como decimos en España: «Guerracivilistas» que reabren la profunda herida de nuestra historia más reciente. La reabren y le lanzan sal y vinagre con la excusa de estar informando ¡Insensatos! Vuelven a reavivar el odio del pasado para lanzarlo sobre el presente y el futuro, como una lluvia ácida. Son malas personas. Son enormes ventiladores que esparcen mierda pseudointelectual entre los cabreados ciudadanos que cabecean mientras las leen. «Si es que… Mira qué vergüenza, mira.» ¿Qué quieres que mire? ¿Lo que piensan esos ultras? ¿Pretendes que eso me amargue el día y que saque mis conclusiones personales con este cúmulo de tergiversaciones? No, amigo. Quizá no entienda lo que pasa, pero puedo ver el plumero de los que se emborrachan con eso, tan frágil y manoseable, como es la libertad de expresión. Por ahí no paso. Eso no es periodismo. ¿Así pues, y entonces a dónde está? Ahí viene lo jodido. Hay que buscarlo.
El profeta Talese deja algunas perlas si le preguntas. Por ejemplo: «Faltan curiosidad y escepticismo». Curiosidad y escepticismo. Debería esculpirse en los edificios donde trabajan los periodistas. Algo así como «siempre quiero saber más, conocer más detalles, más testimonios, más análisis lúcidos, pero no me lo voy a creer todo. Seguiré preguntando, seguiré buscando, y luego… informaré». Eso es lo que debería ser un buen periodista, ¿no? Talese está por la búsqueda, por la precisión, por la «orfebrería de las palabras». Nuestro hombre, con su historial a cuestas, su proverbial perseverancia, observa ahora la locura colectiva del pseudoperiodismo de internet y su esclavitud de inmediatez, veinticuatro horas abierto. Noticias, noticias, toneladas de noticias… Cientos de agregadores gratuitos, mucho almacenaje y poca autoría. Ruido, testimonios sin contrastar, comentarios, comentarios a los comentarios, cadenas de ira vacía, o rabia, o «lo primero que me pasa por la cabeza», rumores como tsunamis, tendencias, trending topics… Según Talese, «el ciclo de noticias de veinticuatro horas que impone la red no ayuda porque convierte a los periodistas en animales carroñeros». Y ahí andamos: en esos
gigantescos vertederos de noticias, con gaviotas chillonas revoloteando sobre nuestras cabezas y un olor como a podrido. Es el momento de buscar, de discriminar, de contrastar más que nunca, de buscar y encontrar (si hay suerte) una buena historia, bien contada. El periodismo no morirá nunca mientras le exijamos que sea precisamente eso y solo eso: periodismo. Me niego a pensar, querido maestro, que la enorme libertad y globalidad que nos da la red, no nos ayude a informarnos mejor. Quizá sea el gran reto para eso que hemos venido a denominar como «el futuro».