Diario de la cuarentena, semana uno
Avestruz cruza una calle en Buenos Aires. Collage.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com Diario de la cuarentena, semana uno

Como una aguja que va enhebrando los pensamientos de todas las personas del planeta, el coronavirus se instaló en la agenda mediática de las redacciones del planeta. Y el confinamiento al cual gran parte de la población mundial está sometido, trajo una serie de reflexiones del director de nuestra revista. Pónganse cómodos para escuchar esta primera semana del diario de Casciari.

Capítulo cero: cinco minutos antes de que empiece

Ayer a las doce menos cinco de la noche salí a la calle, a la esquina de mi casa, y miré una fila larga de edificios sobre la avenida: casi todas las luces de las ventanas estaban prendidas, y pensé que todo lo que va a pasar adentro de esas casas, desde hoy, va a ser distinto a la rutina de los últimos meses. Sospecho que los que viven bajo el mismo techo van a tener que hablar, por fin, de lo que no se animaban de hablar. Vaticino gritos y portazos, pero también vaticino llantos y perdonames. Intuyo que van a tener más tiempo y menos plata y que al principio va a ser asfixiante y después va a ser liberador. Pronostico hijos que aprenden a jugar con cajas de cartón y padres que aprenden a sentarse en el suelo. Presagio hipocondríacos acopiando termómetros. Adivino agorafóbicos riéndose del vecino. Pronostico mormones tocándose el timbre entre ellos. Vaticino periodistas deportivos terminando un libro, por fin. Presagio limpieza profunda de altillos. Gente sentada sobre cajas mirando lo que decían sus agendas del año 96. Sospecho infieles enloquecidos, encerrándose en baños a escribir «quisiera que la cuarentena fuera con vos». Auguro teléfonos fijos que vuelven a sonar y madres que preguntan «¿estás bien?». Conjeturo hiperquinéticos trotando en los balcones. Auguro perezosos hartos de no hacer nada y presagio una epidemia de chicas cantando en Instagram con ukeleles. Vaticino, sobre todo, amistad paulatina con nosotros mismos. Sobre todo, eso. Amistad paulatina con nosotros mismos. Sospecho que antes, cuando corríamos para alcanzar el colectivo, no era para llegar temprano. Era el miedo a quedarnos solos en la parada pensando. Nos hicimos expertos en ser veloces para no pensar en nosotros mismos. Y ahora, en estos días, en todas esas ventanas, adentro de esas casas, va a sobrar el tiempo para pensar. Adivino el terror en algunas miradas. Vaticino una proliferación de psicólogos online, poniendo cara de interés por la camarita del Skype. 

Ayer salí a la calle a las 23:55 y cuando entré a casa supe que estaba encerrado. Presiento que cuando volvamos a salir a la calle los muertos van a estar muertos y los vivos vamos a ser mejores.


Capítulo uno: treinta y seis horas de encierro

Ayer leía a un periodista quejarse con amargura de que una empresa le debe plata desde septiembre de 2019 y nunca jamás pudo contactar con ellos para que le paguen. Hasta ayer, que la empresa le mandó un mail diciendo que por culpa de la cuarentena no van a poder enviarle el cheque ni hacerle la transferencia. ¡Qué hermosos que son! Era obvio que iba a pasar, ¿no? Pero qué hermoso. Los hijos de puta empiezan a usar la cuarentena como excusa. 

Esto me hizo acordar a una cosa. Hay una anécdota que le pasó a Dolina cuando era joven. Dice que él y un amigo fueron a jugar al póker a un lugar alejado, medio peligroso. Cuando salieron, Dolina había perdido todo y el amigo había ganado bastante al póker. Se quedaron a esperar el colectivo en una calle de tierra, cuatro de la mañana… ¡estaban regalados! De repente vieron venir de la otra esquina a dos tipos: era obvio que los iban a robar. Entonces, el amigo le dice a Dolina: 

—¿Te acordás de los cinco mil pesos que me prestaste hace dos años?

—Sí —le dice Dolina.

—Te los devuelvo, tomá —le dice el amigo, y se saca toda la plata de encima. 

Maravilloso. Son alucinantes los hijos de puta y la velocidad de reacción que tienen. 

El empresario moroso que avisa que no va a pagar por culpa del virus y el amigo que devuelve la plata para cancelar una deuda vieja antes de que lo roben son, además de mala gente, los personajes que hacen andar las historias: sin ellos, no habría cuentos. Por eso, además de odiarlos como ciudadano, les agradezco un montón como narrador. 

A mí me pasa al revés con esta pandemia, me quita todas las excusas. No me da excusas; me las saca. 

Hasta hace dos días, cada vez que me llegaba un mensaje para hacer algo altruista, tipo leer en una escuela o ayudar a una viejita a cruzar la calle, yo siempre decía que no podía, que tenía la agenda complicada, que estaba metido en mil proyectos. ¡Ahora eso no se puede decir más! Se me complican las excusas y eso que en estos años mejoré un montón la técnica de la excusa, gracias a Garbulsky. ¿Lo conocen a Garbulsky? 

Garbulsky es el dueño del TEDxRíoDeLaPlata. En 2011 fue la primera vez que me pidió algo y ahí descubrí que Garbulsky es un genio del marketing de pedirte cosas a cambio de nada. ¡No sé cómo hizo! Ni idea. Pero no le pude decir que no, a dar una charla TED que yo no quería dar. Pero después supe que la técnica de él era pedirte las cosas de modo presencial, no por mail, no por teléfono. Y ahí me di cuenta que no le podés decir que no, porque cuando lo mirás a la cara te das cuenta de que tiene cara de Frank Sinatra joven y te da entre ternura por el cantante y miedo a que sea de la mafia. Y no le podés decir que no. 

Entonces, la segunda vez que me invitó a tomar un café, en 2015, le dije directamente que no a tomar un café, para que no me engatuse con la mirada. Y ahí me llamó por teléfono y parece que por teléfono también es bueno el hijo de puta. Le tuve que decir que sí otra vez, a otra charla TED, porque Garbulsky tiene un sistema —que me imagino que está muy estudiado— en donde por teléfono nunca dice la palabra no, nunca dice la frase ¿querés venir a hacer esto? y nunca usa el imperativo estás hipnotizado, pero salís de la charla telefónica y, por alguna razón, ya estás comprometido con él para hacer algo. Si Garbulsky a mí no me cagara la vida cada tres o cuatro años, yo diría que es un genio. Pero bueno, desde esa charla de 2015 yo me juré que —de verdad— era la última vez que le decía que sí a Garbulsky. Siempre supe que alguna vez lo iba a volver a intentar el tipo, porque siempre lo vuelve a intentar. Pero yo ya tenía toda mi maquinaria de nuevas excusas, reales además: recitales de cuentos por todo el mundo, agenda complicada de verdad. «Mirá, Garbulsky, tengo una hija chiquita»; «tengo miles de proyectos»; «no estoy nunca en casa…». Pero Garbulsky siempre gana: siempre gana. 

Me mandó un WhatsApp ayer, justo veinte minutos antes de que empezara la cuarentena, como si lo supiera:

—Hernán, con todo el quilombo del coronavirus, decidimos hacer un evento TEDxRíoDeLaPlata en casa. ¿Te copás? No requiere mucha preparación y va a estar muy bueno, le vamos a dar mucha difusión y ojalá mucha gente lo siga en vivo desde su casa. Abrazo grandote.

Y yo le contesté desde la calle, sabiendo que era la última vez en semanas que iba a contestar un WhatsApp desde la calle:

—¡Me cagaste, Gerry, porque no puedo decir que no voy a estar en el país, boludo! ¡Qué hijo de puta, me acorralaste!

¡Y otra vez le tuve que decir que sí! ¡La concha de Garbulsky! ¡La concha del virus del orto que me dejó sin excusas! ¡La puta madre que los recontra mil parió!


Capítulo dos: sesenta horas de encierro

Ayer fue domingo y me olvidé por completo que estábamos en cuarentena. Me desperté resacoso. El sábado a la noche hice una lectura de cuentos en mi casa para un montón de gente y creo que después de eso dormí como nunca. Cuando me desperté, Julieta y Pipa estaban en la pileta, porque hizo calor, y no pensé en el virus en ningún momento. Hice cosas de domingo, de esos domingos relajados en los que vengo de una función en un teatro y sé que puedo hacer fiaca, haraganear. Hubo algunos datos que me llamaron la atención: la ausencia de fútbol me pudo haber alertado de que es una época rara, pero también podía ser el receso. La proliferación de pájaros en el jardín también me llamó la atención, pero igual, durante dos o tres horas, de verdad, no me acordé de la cuarentena. 

Fue un domingo muy parecido a esos domingos en los que con Julieta decidimos no salir en todo el día, descansar del ajetreo, poner música, cocinar. Y entonces, pasó algo. Fue a las cinco de la tarde de Argentina; las nueve de la noche de allá. Me llamó mi hija Nina, desde España, y tuve que volver a la realidad.

Me contó que en Barcelona redoblaron las medidas de seguridad. Me dijo que cuando un viejo se enferma ya nadie de la familia sabe nada más de su paradero. Que los llevan a los viejos al hospital y a veces tardan dos o tres días en avisarles a las familias que están muertos. Que a los viejos infectados no los dejan telefonear a sus familias. Que ir al hospital ya es despedirse. También me dijo Nina que ya no puede escaparse al bosque, a pasear con su perra. Que hay cada vez más vigilancia. Que también se acabó eso de ir con su madre juntas al supermercado y que tampoco dejan ir a dos personas en el mismo auto. Me dijo que volvieron a prorrogar la cuarentena quince días más y después, en voz más baja, me confesó una clandestinidad. Me dijo que tuvo que ir escondida en la parte de atrás del auto —manejaba su madre— para poder saludar a sus abuelos que festejaban sus santos. Los dos el mismo día, porque se llaman José y Josefa, y que por suerte la policía no las detuvo, porque si la veían a ella escondida en la parte de atrás del auto le ponían una multa a la madre muy cara. 

Yo le pregunté a Nina si no era peligroso ir a saludar a sus abuelos. Le dije que ella podía ser portadora sana y que estaba poniendo en riesgo a dos adultos mayores. Entonces Nina me dijo: 

—No, papá. Los fuimos a saludar desde la calle. Mis abuelos estaban en su balcón en el primer piso, del otro lado del vidrio. Solamente quisimos verlos, saludarlos desde lejos. 

Y entonces, justo ahí, mi domingo dejó de ser un domingo cualquiera.


Capítulo cuatro: ciento diez horas de encierro

Ayer no grabé este diario porque no tenía nada para decir que no se hubiera dicho. Está todo el mundo hablando de lo mismo, es complicado tener una idea. Yo le tengo mucho respeto a hablar en automático; prefiero no hacerlo. Y entonces leo o escucho lo que dicen otros. Me da bronca, por ejemplo, la adicción que tengo por escuchar lo que dicen los conspiranoides. Cada vez que me los encuentro en las redes, en vez de mutearlos, en vez de irme, paro la oreja; los oigo. La mitad de mi cerebro —me imagino que es la mitad que leyó libros— se burla de las ideas de los conspiranoides. Pero la otra mitad de mi cerebro —la que guarda la droga residual, me imagino— hace fuerza por creerles. 

Yo soy escritor. Me encantaría que todo esté planeado por Bill Gates, por la mujer de Bill Gates, por Johnson & Johnson, por un tejano rico del que no sabemos el nombre… Sería divertidísimo que todo lo que pasa en el mundo haya sido digitado por ocho personas muy millonarias en la oscuridad de una mansión. Hasta me imagino sus conversaciones alrededor de la mesa: 

—Pongamos en circulación un virus que mate a los viejos, así pagamos menos jubilación.

—Y ya que está, matemos a los chinos, que son muchos —dice otro.

—Y un poco matemos a los italianos.

—¿Por qué a los italianos?

—Porque uno se cogió a mi segunda mujer.

Siempre es más tentador pensar que está todo armado, que hay ocho gordos de mucha plata que juegan con nuestra credulidad y que nos ocultan las grandes verdades, que la tierra es plana, que no hace falta vacunarse, que Independiente ganó muchas copas, que el hombre llegó a la luna. Que las cosas ocurran un poco porque sí no tiene tanta gracia. Que un chino se haya preparado una sopa de murciélago no es interesante. Ahora, que alguien nos haga creer que un chino se preparó una sopa de murciélago, eso sí es interesante. 

Ayer fue 24 de marzo, salí a la calle a comprar y estaban los pañuelos blancos en las ventanas que decían «Nunca más». ¿Será todo esto que está pasando ahora algo histórico dentro de muchos años? ¿Serán las anécdotas de estos días tan largos lo que les vamos a contar a nuestros nietos? ¿Serán estas nuestras batallas? ¿Supera todo esto lo de las Torres Gemelas? ¿Estamos ahora en la guerra mundial de este siglo? ¿Y qué va a pasar cuando las balas empiecen a picar cerca?

Por el momento, a las 9 de la noche, la gente sale a los balcones y aplaude. Por el momento, ese aplauso es para los médicos y para los enfermeros. En unos días, ese aplauso va a ser también para los camioneros que llevan alimentos y remedios a todo el país. Y más tarde los aplausos van a ser también para los chicos de la basura, que se la juegan a la noche. Y después van a ser, los aplausos, para el vecino que se queda en casa. 

No es importante para quién son los aplausos de los balcones. Lo que importa es: ¿cuánto tiempo hacía que no aplaudíamos todos al mismo tiempo sin que sea fútbol? ¿Cuánto tiempo hacía que no nos dábamos fuerzas entre todos? No debe haber nadie en todo el país que le esté deseando el mal al de al lado. ¿Cuánto hacía?

Si todo esto está digitado por ocho millonarios desde Texas, avísenles a los millonarios que acá nos estamos aplaudiendo entre nosotros. Capaz que no previeron, en el medio del complot, los millonarios estos que soltaron el virus. Capaz que no previeron que nos estaban ayudando a que salgamos al balcón a alentar al otro.

Yo no creo en las conspiraciones. No hay ninguna conspiración. Pero sé oler los tiempos históricos. Intuyo cuando llegan los momentos bisagra y este es uno. De este tiempo, no nos vamos a olvidar nunca. De este aburrimiento adentro de casa, no nos vamos a olvidar nunca. Cuando pasen muchos años, yo no sé si los libros van a decir que, por acá, por este país, pasó un virus. Pero los libros van a decir, estoy seguro, que fue en esta época cuando aprendimos a salir al balcón para aplaudir al otro.


Capítulo cinco: ciento treinta y dos horas de encierro

Hoy tengo un mensaje para ustedes: los que salen a la calle en auto sin ser médicos, sin ser periodistas, sin tener una labor esencial. Un mensaje para ustedes, los que cruzan la ciudad por calles secundarias para no toparse con un control de la policía. Ustedes, los que fraguan la declaración jurada del Gobierno, para poder salir de casa, incluso bajo amenaza de cárcel. Los que parecen deambular por las veredas sin llevar ni traer la bolsa de la compra en la mano. Ustedes, los que nombramos todos los días con el mote de «imbéciles» o de «ignorantes» o de «delincuentes». Los que deberían estar adentro, pero sin embargo van en moto por la Panamericana. Los que dicen que están yendo a ayudar a un adulto mayor que no existe. Ustedes, los que a veces escuchamos llorar solos por la calle. Los que no menciona nunca el noticiero de las ocho de la tarde. Ustedes, los que no aparecen en las estadísticas, porque es más fácil pensar que son estúpidos, o que salen porque sí. 

Ustedes, ojalá tengan fuerza. Ojalá tengan voluntad. Ojalá encuentren la bolsa. Ojalá encuentren rápido al que tiene la bolsa y puedan volver a casa pronto. 

Nadie piensa en ustedes. Nadie piensa qué está pasando con los adictos en medio de la cuarentena. Es mucho más fácil pensar que son ignorantes, que salen a la calle porque sí.


Capítulo seis: ciento cincuenta y siete horas de encierro

Anoche soñé que la cuarentena duraba demasiados meses y que, de repente, nos empezábamos a acostumbrar. Que los bancos mejoraban el home banking y que todo se podía pagar por teléfono. Que los camiones con alimentos y bebidas y medicinas viajaban por la ruta a control remoto, conducidos por camioneros en calzoncillos desde la casa. Que los médicos operaban por telemedicina: el paciente en su casa, el doctor en la suya; rayos X en el quiste y buenas noches. Que la educación a distancia funcionaba incluso mejor que la tradicional, porque los chicos no tenían que levantarse a las siete de la mañana y estudiar medio dormidos. Soñé que los trabajadores del Estado entendían, por fin, el funcionamiento de Google Drive. ¡Por fin! Que los motochorros aprendían a hacer ciberataques. Que todos los comercios funcionaban por delivery. Que se podía votar desde casa, pero no solamente en las elecciones generales. Podíamos votar una vez por semana. «¿Aborto sí o aborto no?». «¿Marihuana libre sí o no?». Todos decíamos lo que nos parecía y ganaba la opción mayoritaria, de un segundo para el otro, sin senadores tucumanos ni diputados católicos decidiendo en lugar de la gente. 

Soñé que la iglesia también era online: las misas las daban los curas por YouTube y por supuesto estaba prohibido emitirlas por YouTube Kids. Soñé que un algoritmo suplantaba a los abogados y a los jueces y que, de un día para el otro, todos los que alguna vez estudiaron derecho tenían que aprender a tocar un instrumento, a hornear pan… a hacer algo noble. Soñé que visitábamos el mundo por Google Earth. Y que, al fin, nos acostumbrábamos a comprar en los negocios del barrio y que hacíamos la fila en la calle, ya de manera automática, por gusto, guardando siempre un metro y medio de distancia y que, cuando nos encontrábamos a un vecino en la vereda, lo saludábamos con el codo.

Soñé que nos convertíamos en monógamos de verdad y que las personas solteras buscaban rápidamente un amor en el barrio y empezaban a convivir porque, lo mismo que antes, odiábamos la soledad. Y soñé que a los solitarios que no querían vivir con nadie los respetábamos, porque juzgábamos que pensaban todo el día cosas importantes y eso nos parecía bien. Soñé que los adictos se habían recuperado. Soñé que el Estado le mandaba una impresora 3D a cada casa, para reproducir productos importados. Soñé que, de noche, en las grandes ciudades, volvían a verse las estrellas como se ven en el campo y que el campo se llenaba de caballos salvajes y de lobos. 

Soñé que un día, después de muchos meses, el Gobierno anunciaba el final del virus y, en un cortísimo comunicado, el Presidente le decía al pueblo que ya era posible salir, que ya se podía hacer vida normal.

Dos minutos después, soñé que un avestruz cruzaba la 9 de Julio y que todos salíamos como locos a la calle y acorralábamos al avestruz para hacernos una selfi con el animal y que, sin querer, lo asfixiábamos y lo matábamos, y entonces un camión sin tripulante chocaba contra el cadáver del avestruz y volcaba, y se caían del camión toneladas de cartones de vino. Y entonces salía más gente de su casa a robarse el vino, y había gritos, y alguien apuñalaba a alguien, y los periodistas se arremolinaban para transmitir la masacre en vivo. 

Entonces me desperté, en cuarentena. Y me sentí mejor.