Que la pandemia no una lo que el tiempo separó
Un hombre usando la notebook. GETTY.

Relato de ficción

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Cuatro viejos amigos del secundario que hace tiempo no se ven se juntan en un Zoom nostálgico para ponerse al tanto de sus vidas. Pero esta nunca fue una buena idea, ni antes ni después de la pandemia. Para reafirmarlo, lean este cuento de Mariano Feijoo o escúchenlo en la voz del mismísimo Hernán Casciari.

—Yo hubiese querido que este quilombo cayera en diciembre, para no tener que ver a mi familia en las fiestas, y vos estás a punto de cruzarme con gente que no me interesa para nada —dijo Lucas cuando se conectó desde su casa. 

—Dale, boludo, va a ser entretenido —respondió Osvaldo levantando la voz, mientras sacaba la botella de whisky del aparador. 

Lucas y Osvaldo habían seguido en contacto cuando terminaron el colegio, pero no se veían nunca. Una vez cada tres años, a lo sumo. Con los otros dos del grupo no hablaban desde hacía más de diez, aunque estaban al tanto de sus vidas a través de las redes. Pero ahora, en plena cuarentena interminable, a Osvaldo se le había ocurrido hacer un Zoom y reunir al grupito del secundario. 

Lo que buscaba, en realidad, era despejarse la cabeza, salir de la rutina, empezar a beber más tarde y dejar de pensar en Sandra, su ex. 

Osvaldo era corrector de textos y guionista. «Monotributriste», se definía. Cuando terminó el secundario, veinte años atrás, se había puesto a estudiar letras en la UBA y esperaba convertirse en escritor. Quería ser un artista torturado, vicioso y border: un maldito. Pero en cambio terminó siendo un borracho triste que nunca se largó realmente a escribir. 

El inicio de la pandemia lo había agarrado en pareja y con dos trabajos, pero ahora no le quedaba nada. La tira televisiva en la que trabajaba escribiendo diálogos se había levantado y la revista para la que hacía correcciones de pronto dejó de existir. Y Sandra, su pareja de diez años, lo había abandonado un par de horas antes de que empezara el confinamiento, como si hubiera sabido lo que se venía y no estuviera dispuesta a pasar una de las épocas más oscuras de la humanidad encerrada con el tipo más bajón del mundo. Lo único que había dejado antes de irse era una tanga colgada en la ducha y una botella de Jack Daniel’s Honey sin abrir. 

Osvaldo la destapó tres días después del abandono y la bebía de a sorbitos, intercalada con otros alcoholes y un poco empalagado, mientras se torturaba poniendo las canciones que escuchaba con ella y viendo sus actualizaciones en Instagram. 

—Qué timing tuvo la mina —se burló Lucas mientras esperaban que aparecieran los otros—. Te hizo la gran Tinelli.  

Cuando terminó el secundario, Lucas se dedicó a viajar por el mundo. Dos años después, al volver al país, su padre lo empleó para que se ocupara de cobrar el alquiler de sus numerosas propiedades. A cambio de la cobranza, se embolsaba el diez por ciento de cada alquiler y vivía como un rey. Estaba en contra del gobierno y creía que había que levantar la cuarentena porque «los negros aprovechan y se tiran todos a chanta». Él no era precisamente de los que iban a subirse a un colectivo lleno ni tampoco a apiñarse en una oficina cuando se acabara el aislamiento, pero extrañaba ir a cenar a Gardiner y trasnochar en Tequila y en Jet. 

Lucas y Osvaldo eran los únicos conectados hasta que entró Ramón. 

—¿Y Sandra? —preguntó el recién llegado, después de saludar y antes de bajar la voz—. Vi sus fotos en Facebook, es muy mona. 

—Fue al súper —mintió Osvaldo, que no quería que su desgracia se convirtiera en el foco de la charla. 

—¿Y los hijos para cuándo? —siguió Ramón e intentó una frase picante—. Mirá que la cuarentena es el momento ideal para buscarlos, ¿eh?

Ramón estaba casado desde hacia quince años y tenía cinco hijos. Le decía «mi gorda» a la esposa y «mis cachorritos» a los pibes, y había pasado de ser un barrilete irresponsable igual que sus amigos a un sedentario oficinista, que hasta el inicio de la cuarentena se pasaba doce horas por día afuera del nido y ahora hacía home office desde el living de su casa. 

Lucas se burlaba de él por lo que veía en sus redes. A Osvaldo, en cambio, le daba un poco de envidia esa vida cálida de familia numerosa. Un minuto después de que Ramón se agregara a la conversación empezó el desfile de sus hijos frente a la computadora. Se sentaban encima de él, preguntaban quiénes eran los otros dos, le pedían la máquina para jugar y tocaban la pantalla con los dedos sucios. De fondo se escuchaban los gritos de la dueña de casa, que batallaba con la prole mientras le pedía ayuda a su marido.

—Ya voy, Gorda —dijo él—, dame un ratito. 

El cuarto amigo era una amiga, y se sumó desde Manhattan: Fabiana, ex de Osvaldo, ex de Ramón y ex de Lucas, en ese orden. Cuando terminó el secundario había compartido viaje con Lucas, pero volvieron separados. Él se dedicó a los alquileres y ella, fascinada con el mundo que acababa de descubrir, estudió idiomas y relaciones internacionales, y una vez recibida se fue para no volver. Había trabajado en distintos consulados y la pandemia la encontró en el peor lugar, New York, donde vivía desde hacía dos años y compartía piso y cama con Jenny, una estudiante de leyes.

—¿Quién diría que algún día iba a envidiar a un formoseño? —dijo Fabi, y se rió y tosió a la vez. 

Fabiana y su chica eran dos de los ciento sesenta y cinco mil neoyorquinos que por entonces estaban contagiados de Coronavirus, y permanecían encerradas en su departamento intentando no sumarse a la lista de muertos. Y la provincia de Formosa todavía no tenía casos positivos.

Durante la charla, Fabi se mostró fuerte y de buen humor, como si la enfermedad no la afectara. Osvaldo disfrutó por primera vez en varios días, atento a lo que decía cada uno y hablando poquito, cuidándose de no caer en su eterno pesimismo. Lucas parecía incómodo con el encuentro virtual, cada tanto interrumpía a los demás pero no aportaba nada bueno, solo chicanas y recuerdos humillantes para alguno de los otros tres, mientras que Ramón seguía luchando con sus hijos por el control del teclado y hacía oídos sordos a los reclamos de su mujer, que le pedía ayuda en un volumen cada vez más alto. Hasta que en un momento se escuchó un ruido de vidrios rotos, después el sonido claro de una cachetada seguido del llanto de un niño y finalmente otro grito de ayuda.  

—¡Voy, carajo! —gritó Ramón, y ya no parecía tan feliz con la familia numerosa que supo crear—. ¡La puta madre, qué vida de mierda!

Ramón bajó de golpe la tapa de su laptop y desapareció de la charla, ante la incredulidad de los otros tres, que primero quedaron perplejos y después estallaron en una carcajada grupal.  

—Les voy a presentar a Jenny —dijo Fabiana cuando dejó de reírse. Y llamó a su compañera.  

En las computadoras de Osvaldo y Lucas apareció una morocha en musculosa. No pasaba de los veinticinco años. Tenía un pañuelo en la cabeza y un plumero en la mano. Era guapísima. Los hombres se quedaron mudos mientras la chica los miró desde la pantalla, saludó con la mano y le dio un beso a Fabi antes de salir de cuadro. 

—Y pensar que te cogiste a Ramón y a Osvaldo —se rió Lucas—. ¡Cómo levantaste la puntería!

—Y te cogí a vos también, corazón —respondió Fabiana—, que no sos justamente la última Coca Cola del desierto. 

Osvaldo se rió, cómplice, pero a Lucas no le gustó el comentario y pasó al ataque. 

—Sentate a la gringa en las rodillas y dale otro beso —dijo. 

—Chau, pajero —dijo Fabi—, no cambiás más. 

Y cortó. 

—Sos un boludo —acusó Osvaldo—. ¿Y si es la última vez que la vemos?

—¿Y qué? —respondió Lucas, enojado—. No la veías hace veinte años y no hablabas con ella hace quince. ¿La vas a extrañar?

A Osvaldo no le interesaba retomar el contacto con Fabiana y Ramón. Él quería estirar la llamada para distraerse, y ahora intentaba extender la discusión con Lucas. 

—Se nota que no superaste que te deje, pelotudo —le dijo, aunque no tenía la más remota idea de cómo había terminado esa relación.

—¡Y vos qué carajo sabés! —gritó Lucas con la voz un poco quebrada. Y cuando sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas, bajó la pantalla y desapareció. 

Osvaldo se quedó solo, en silencio. 

Eran las nueve de la noche en Buenos Aires y el whisky que dejó Sandra estaba casi vacío. Pensó en Fabiana y en que le gustaría estar en su lugar, con el cuerpo enfermo y la cabeza ocupada en otra cosa. Después prendió la tele y se quedó esperando las cifras del día. Y otra vez, como el día anterior, les tuvo envidia a los muertos.

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