Sigo en Mar de Ajó
Marcos López versus Marcos López. MARCOS LÓPEZ.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com Sigo en Mar de Ajó

Marcos López pegó el volantazo y dejó de lado la fotografía: «¿Para qué voy a seguir haciendo algo que ya comprobé que me sale bien?», se pregunta. Y en esa transición encontró el desafío de convertirse en otra cosa aceptando la vida tal como es.

Finalmente, no solo decidí quedarme, sino que extendí la estadía por diez días. Lo escribí ayer, lo releí hoy a la mañana, y ahora a la noche vuelvo a sentir lo mismo, así que lo reafirmo: la decisión de quedarme solo en esta casa fue, es y sigue siendo uno de los logros personales más importantes de mi vida. No solo porque logré quedarme, sino porque además estoy —en la medida de mis posibilidades— disfrutando. 

Me están pasando muchas cosas nuevas al mismo tiempo. Por ejemplo, descubrí el placer de escribir ficción. Ya llevo cuarenta hojas de un relato sobre la familia que imagino que vive aquí. Reviso los cajones. Analizo los rastros. Entrecruzo escenas autobiográficas con historias que me cuenta el patovica de la discoteca de la esquina. O la cajera venezolana del supermercado chino de la mitad de cuadra que tiene una licenciatura en ciencias políticas. 

Escribo como me sale. Sin reglas. El único parámetro es que me guste a mí. Me concentro en el ritmo. En la sonoridad de las palabras. Me siento como si fuera «El Tambor de Tacuarí». Pedro Ríos. Un niño que participó como soldado en el ejército de las Provincias Unidas del Río de La Plata, al mando de Belgrano, y murió en combate en la batalla del mismo nombre. Tocaba el tambor alentando a las tropas. Ya no escribo a mano. El contenido fluye. No pienso. Logro tipear a una velocidad increíble con los dos dedos pulgares sobre la pantalla del teléfono. Me conecto con el redoble del tambor. Tipeo como fuera el niño héroe haciendo resonar hasta el infinito su tambor en la batalla. Y justo ahora, en estos días, se mezcla mi tambor imaginario con los ensayos de una murga que repite indefinidamente (todo el atardecer y hasta la noche) el mismo ritmo. 

La murga me ubica en el tiempo: tomo conciencia de que falta poco para carnaval. Para lograr quedarme, me fijé tareas que cumplo como un soldado. Un niño-hombre-soldado-comandante Che Guevara de mí mismo. Lo primero: aceptar mi soledad. Mi finitud. Aceptar que mi madre está viejita y que se va a morir. Me propongo barrer la casa, pasar el trapo con lavandina y Procenex y, mientras lo hago, repaso con la mente a todos los seres queridos e imagino su finitud. Pienso en el limonero de mi patio que se secó porque no lo regaba. No lo cuidé. Trato de aprender a ser respetuoso. Le corto todos los días una hoja a un aloe vera para curarme una herida en la pierna, pero primero me siento un minuto a su lado, me concentro y le pido permiso. La planta acepta. Cocino recetas que nunca en mi vida había cocinado. Por ejemplo, ayer estuve una hora y media pelando garbanzos uno por uno, sacándole la piel a uno por uno, para hacer hummus. 

Me levanto a las cinco de la mañana y medito media hora con la respiración como me enseñó el maestro de kundalini. Luego hago unos ejercicios de liberar mi enojo frente al espejo del baño. Me encierro, pongo las manos como si fueran las garras de un tigre a un centímetro del espejo, y grito hasta quedar exhausto. Le doy a mi voz todo mi resentimiento, odio, tristeza, duelo, melancolía y furia. Me grito a mí mismo, mirándome a los ojos hasta llorar. Cuando logro llorar, paro. Se mezcla la furia con un sentimiento de orfandad. Luego me doy una ducha tibia, hago estiramientos de la espalda con una pelota inflable gigante que me traje, y vuelvo a meditar quince minutos escuchando siempre la misma canción: «A case of you», de Joni Mitchell, cantada por Prince. Habla del alcohol y de una ruptura amorosa. Lloro de nuevo, pero tranquilo. Yo no tomo alcohol desde hace diez años. Me olvidé del gusto del alcohol, pero sé perfectamente de lo que está hablando. En ese momento el dolor se torna tan intenso que parece que se me va a quebrar el esternón. Luego todo mejora. Amanece. Me tomo unos mates con galletitas Express con manteca y repito la rutina que me propuse desde el primer día: pintar sobre fotos antiguas. Al pintar aparecen imágenes, emociones, voces, frases. Las pongo en boca del algún personaje de la novela. Dejo de pintar cinco minutos y, como dije antes, tipeo directo en el teléfono. Respiro. Sigo escuchando a Joni Mitchell y me repito: soy un hombre, soy adulto, puedo conmigo mismo, y en este momento puedo decir que soy feliz. Como dicen los libros de autoayuda, «aquí y ahora».

Mientras pinto, se escuchan, se superponen, cinco layers sonoros. La base sonora que sustenta la acción se compone de: 1) los pajaritos; 2) el ruido casi imperceptible del pincel sobre la fotografía; 3) mi respiración y los latidos del corazón; 4) la brisa fresca que viene del mar, mueve los árboles y luego entra por la ventana de la cocina; 5) atrás, muy atrás, como en un paneo surround, un zumbido de camiones que claramente viene in crescendo de izquierda a derecha, llega a un pico máximo en el centro y luego se disipa hasta quedar casi en cero en la derecha y justo antes de desaparecer, se funde con otro camión. Uno tras otro, y así sucesivamente. Imagino que son grandes camiones brasileros que van o vienen desde San Pablo o Porto Alegre a la Patagonia. Imagino una acción de importación-exportación. Un convenio bilateral. 

Otra cosa muy importante es que ayer a la noche desistí de fotografiar con un equipo profesional analógico que traje. Supuestamente, venía a eso. A tomar buenas fotos. Un alivio. Siento que para qué voy a seguir haciendo algo que ya comprobé que me sale bien: hacer fotos «artísticas».  Entre comillas. Es como seguir agregando figuritas a un mismo álbum. Con las que tengo, las que hice desde que tengo dieciocho años hasta ayer, ya dije todo lo que tengo para decir. Conozco de memoria los hilos —los alambres— que mueven al Frankenstein del tren fantasma. 

Con el ejercicio de escribir, y con la pintura —y más aún con el óleo— todo es nuevo. Me siento renacer. Pintar y escribir me sirve para investigar sobre el error, la dificultad, la aceptación de mí mismo. Lo mágico del hecho pictórico es que a través de un color mal elegido, una sombra exagerada, equivocada, puedo espejarme, puedo hacer el ejercicio de aceptarme. Puedo redefinirme. En este caso puntual, reconstruirme a través del retrato de este hombre con su perro al que decidí pintar de verde. El hombre y su perro ya son otros. Soy yo, es él, y es también el fotógrafo que tomó la foto. Tema complicado para esta hora de la mañana. Ya son las siete y el sol pega como si fuera el mediodía. Respiro y me digo de nuevo que estoy feliz. A través de la ligustrina saludo al vecino. El mismo al que la semana pasada juzgaba de obsesivo y tonto por estar todo el día cortando el pasto y luego emprolijando hasta la perfección los márgenes de su jardín —su reino— con la bordeadora. Me encanta conversar con él de cualquier cosa. Le pregunto por sus plantas. Hablamos del color de su Santa Rita. Me dice que el color sirve para atraer a los colibríes y las abejas. Le creo.  Ya casi somos amigos. Me pregunta de qué trabajo y le digo, muy serio: «Antes era fotógrafo, pero ahora soy pintor y escritor». No se inmuta. No me hace más preguntas y ya casi somos amigos. Seguimos hablando de otras cosas. Le cuento que me hice amigo de la cajera venezolana del supermercado chino de la esquina y que es licenciada en ciencias políticas. Hablamos del alcohol, de la violencia, del tiempo, seguimos hablando de las plantas, recetas de cocina…