Una lenta espiral de aburrimiento
Retrato de un luchador. Marcos López.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com Una lenta espiral de aburrimiento

Marcos López viaja a México y, a la distancia, se pone a reflexionar sobre sus orígenes como fotógrafo. Se pregunta por qué eligió esta profesión. Y se responde a sí mismo que fue para poder apropiarse, a su modo, de América Latina. Lo consiguió, claro. Pero pasados los años las cosas paulatinamente empezaron a cambiar. Esta es la historia de una crisis de fe que hace foco en el aburrimiento.

Vine a México muchas veces. Creo que más de diez. Más de quince. Veinte. Muchas. Empecé a venir desde que empezó a interesarme la fotografía y a despertar en mí la necesidad de «descubrir» América. Salir de Santa Fe. Conquistarme. Desaprender y mirar. Desdibujarme en el anonimato de las grandes urbes. Reencarnar en el Che Guevara, en una carmelita descalza y en el fotógrafo de aventuras con un chaleco con muchos bolsillos y muchas cámaras Nikon colgando del cuello que protagonizaba la publicidad de cigarrillos Camel. Era un chico de provincia que se había educado durante la dictadura militar en un colegio de curas y tenía el fuerte impulso de sumergirse, embarrarse, ahogarse, enchilarse, apunarse, atravesar y ser atravesado por la Gran América.

Las dos palabras —fotografía y América Latina— conforman un mismo núcleo medular en mí. Podría arriesgar una frase: me hice fotógrafo para para apropiarme de este continente. Para sumergirme hasta los tuétanos, las vísceras, el alma, el estómago y el corazón en esta vocación de documentar América Latina sin aires de bravura ni vientos de conquista. Respeto, silencio y perfil bajo. Además, lo hago siempre con miedo.

El miedo y la duda son mis aliados, pero al mismo tiempo, no sé por qué, me siento Juana Azurduy sol del alto Perú no hay otro capitán más valiente que tú. Voy por todo. Quiero llenarme los bolsillos con el oro de El Dorado, subir a Machu Picchu y cantar a cappella como si fuera Mercedes Sosa, dialogar con mis muertos en viajes de ayahuasca de la mano del Chamán Francisquito, el más cotizado y el más top y el más VIP de la selva ecuatoriana, cruzar por tierra Centroamérica y entrar al Gran México por la frontera Maya. Iniciarme en un viaje de hongos alucinógenos con la hija de la gran María Sabina en el pueblito de la Sierra Mazateca, de Oaxaca, donde todavía vive. Beber la sangre del emperador Moctezuma y ponerme su penacho, un tocado de plumas de quetzal, y atravesar el centro y las sierras, mezclarme con los charros en el Estado de Hidalgo, cantar con ellos, montar sus caballos hasta llegar al muro caminando por el desierto de Sonora.

Como vine muchas veces, ya hice todos los paseos obligados y las visitas culturales. Debo confesar que siento que me los saqué de encima. Listo. Ya está. A lo largo de mis últimos cuarenta años, fui cuatro o cinco veces al Museo Nacional de Antropología y siempre repetí la misma acción. Ir directamente a lo que supuestamente es más emocionante: la Piedra del Sol, un disco monolítico de basalto con inscripciones alusivas a la cosmogonía mexica del año 1200 después de Cristo que representa —entre otras cosas— el calendario Azteca. Mide casi cuatro metros de diámetro y pesa veinticuatro toneladas. Es algo impresionante. Sin embargo, nunca logré emocionarme. Me resulta más interesante leer sobre el tema y ver la imagen en un libro. Siempre que me paré ante esa piedra, y que entré al Museo de Antropología, en general, me aburrí y no veía la hora de irme. A mis hijos creo que les pasó igual. Cumplí con la obligación de llevarlos cuando eran niños (dos veces) pero siempre sentí que vivían la experiencia como una obligación escolar. Así que basta. Ya está para todos. Lo único que me gusta es ver a los voladores de Papantla que están en el parque al costado del museo. Son cuatro hombres que giran cabeza abajo colgados de una soga de un poste altísimo mientras uno, en la tierra, toca un instrumento parecido al siku. Son acróbatas, indígenas de la Sierra de Puebla que recrean una ceremonia religiosa originaria de Guatemala que se remonta a la época prehispánica, cuando se hacía para pedir lluvia. Solo pueden girar voladores hombres. Ahora se está replanteando el rito y que puedan volar mujeres.

Me gustan, pero igual, aguanto verlos un máximo de tres minutos. Después, me pasa lo mismo que en el museo: no logro transportarme a la época. Las bocinas, los claxon de los autos, los vendedores de helado, de queso de Oaxaca, las sirenas de bomberos, los jumbo jet 747 que aterrizan o despegan casi todo el tiempo en el aeropuerto que está a diez cuadras, los  cantores de trap y los imitadores de Michael Jackson que rodean a los empecinados voladores, hacen que la ceremonia se disipe entre un caos sonoro imposible de soportar. Quiero ir al hotel a encerrarme en el cuarto y ver televisión. Huir. Siempre quiero que todo lo que estoy viendo termine rápido. No me gusta ser espectador. 

Lo mismo me pasó con las pirámides de Teotihuacán y con las pirámides mayas de Chiapas y Yucatán. Fui a todas. Siempre me aburrí, me cagué de calor, y nunca logré remontarme, situarme en la época. Me distraigo mirando a la gente. Lo mismo me pasa cuando voy a la Bienal de Arte de Venecia: en vez de ver las obras, me distraigo mirando lo bien que se visten los europeos. En las pirámides me ponía a tomar fotos al estilo de Martin Parr a los turistas canadienses o gringos con los cachetes y la nariz rojos como un tomate sacándose selfies con el teléfono sostenido por una varilla telescópica de metal.

Un vendedor en Chichén Itzá – Marcos López

Copiarle a Martin Parr también me aburre. Me preocupa que todo me aburra. Debería enamorarme, pienso. Y todo lo vería con otros ojos. Ya fui dos veces a la casa de Trotsky en Coyoacán y cuatro veces a la casa de Frida y Diego, donde cobran una entrada carísima, no permiten tomar fotos, y te hacen pagar hasta para ir a mear. Ya fui a las luchas libres del Arena México y me emborraché como un idiota tomando partido por algún luchador de uno u otro bando. Después fui a retratarlos a los vestuarios. Estuvo bien. Creo que me cansé de los lugares comunes. Los signos o símbolos de identidad local. Además, hace muchos años que no tomo alcohol. Estoy siempre online. Lúcido. Ya tomé todo el tequila que tenía que tomar en la famosa cantina La Ópera que está en el centro histórico de la ciudad donde se puede ver el agujero del balazo al aire que tiró Pancho Villa. A cualquier hora del día, hay una docena de turistas y un guía contando en inglés la historia del balazo al techo. Siempre sentí —con todo respeto— que el hecho de que Pancho Villa haya estado en el mismo lugar que yo 120 años antes me importa tres carajos. No me provoca nada. El tequila o el mezcal era lo único importante para estar en esa cantina, y daba lo mismo tomar en la de al lado, en la de la otra cuadra o en el Sanborns de enfrente. Ahora vine a México a no hacer nada. Vine a pensar, tomar notas, inspirarme para hacer mi última película que se va a llamar Exceso. Mi plan es decir todo lo que tengo que decir en el formato de cine en esta película y luego retirarme. Es muy complicado hacer cine, pero cuando vengo a México me entusiasmo. Todo es un desborde. Todo es inabarcable, surrealista, violento, sutil, melodramático, trágico… Siento que en México el azar y la realidad me dan situaciones mágicas, poéticas, servidas en la mano: llegué justo el 14 de febrero, que es el Día de los Enamorados. Lo festeja todo el mundo con corazones de flores. Los restaurantes explotan. Hay cantores románticos y mariachis hasta en el supermercado de la esquina.

Una selfie en la Ciudad de México – Marcos López

También, desde el aeropuerto, decidí cambiar una costumbre que todos los locales te aconsejan y te prohíben hacer: tomar taxis de la calle. Nunca jamás. Supuestamente, hay un riesgo del cinco por ciento de que te secuestren y te lleven tres días seguidos por todos los cajeros automáticos que sean necesarios hasta dejar tu cuenta en cero. Y después, si tenés suerte te sueltan. Si no, te matan y te dejan tirado por ahí. La llamé a mi psicoanalista por WhatsApp, se lo conté y me alentó a correr el riesgo. Me dijo que necesito acabar con mis miedos y que cualquier método es válido. Me puse la meta de diez. Arriesgarme diez veces y después usar Uber. Hasta ahora me está funcionando. Me cuentan historias increíbles, disfruto del lenguaje, hablo de «tú», empleo palabras locales al azar como «órale» , «¡no mames, güey!» y «¡pinche cabrón!». Ellos hacen como si creyeran en todos mis excesos.

Vine a México para viajar en taxi. Hablar de fútbol como si supiera. Subirme al metro hacia cualquier dirección solo para escuchar cómo recitan los vendedores ambulantes. Comer tortillas de maíz y nopales con la señora del puesto de la esquina. Me emociona. Me emociona hasta las lágrimas que me reconozca y me salude con tanto respeto y cariño. «¡Qué húbole, don Marquitos! ¿Cómo amaneció? ¿Qué le sirvo, mi jefecito?». La comida y el lenguaje. Con prestar atención a esas dos cosas basta y sobra para entender, o al menos aproximarse a la cultura de un país.