Madre: he decidido irme de casa, pero enseguida vuelvo
Una mujer disfruta de su tiempo libre. 123RF.

Relato de ficción

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Una madre harta de que su hijo adolescente no salga nunca de casa, cree tocar el cielo con las manos cuando su retoño le anuncia que se irá a una quinta con amigos durante un fin de semana. Pero cuidado: no todo es tan literal cuando se trata de un pequeño púber haciendo planes. Un relato testimonial con tintes de comedia, narrado por Daniela Pasik en primera persona.

Este fin de semana, por fin, mi hijo se va con sus amigos a una quinta. Cuento las horas. Me imagino haciendo algo tan simple como estar en silencio o fumar un cigarrillo sin que me sermonee. Lo amo, pero estoy harta. Vivir con un adolescente, hoy, siendo el tipo de adulta responsable que logré ser, es lo más parecido a estar pupila en un colegio jesuita muy estricto. 

Dijo que se iba el viernes al mediodía. A último momento, justo cuando estaba por salir y yo contenía el aliento para suspirar con el sonido de la puerta al cerrarse, avisó que se había confundido la hora. Así que sigue acá. Se va a las cinco, anuncia. Quiere almorzar. Se queja de que siempre hay lo mismo. Pregunta dónde están sus anteojos. Dice que yo los escondí en algún lugar. Grita que no toque sus cosas. Vivo esta demora como un thriller. Tengo ganas de llorar. Me aguanto. ¿Y si no se va? Me sigue hablando.

En casa nunca hay silencio. Es tan hermoso como horrible. A mi hijo lo único que le interesa es la música. Estaba preparada para esto, jamás quise ser una madre como la gente adulta que crió a mi generación, que hubiera dicho «eso es un hobby, ¿qué vas a estudiar en serio, para ganar dinero?». Me conmueve que se dedique a algo con tanta pasión. Siempre escucha alguna banda o toca un instrumento. Claro, acá. Todo el tiempo.

Cuando era chico, una vez le pedí «por favor, quédate quieto». Intentó frenar, pero su cuerpo necesitaba seguir el ritmo de algo que yo ni escuchaba. Ese bollito adorable de tres años estaba conteniendo el movimiento solo para complacerme, como si se aguantara el pis. Morí de culpa. Nunca más, me dije. Así que no prohíbo cosas. Las hablo. Charlamos. Y bueno, desde que tiene quince, ya va por los diecisiete, que mi cotidianidad es un debate constante. Necesito estos días sola.

Faltan tres horas y media. «Andá saliendo, paseá hasta lo de tu amigo», le sugerí hace un rato. «Me quedo haciendo tiempo acá», dijo. «Acá» es, ahora veo, rondándome con cara de aburrido, así como quien abre la heladera por inercia. He aprendido a no hacer contacto visual para que me deje un rato tranquila. Soy como un mozo viejo de cantina, pero en mi living.

La última vez que nos peleamos lo castigué así: el fin de semana, amenacé, vas a salir, como mínimo, una tarde y una noche. Se fue indignado a una fiesta el viernes. Y enojadísimo a lo de una amiga el domingo. Hace lo que me parece fueron segundos, una década atrás, estábamos riéndonos de todo, él y sus cachetes redondos, la forma de nenito. En estos últimos dos años, que parecen siglos, nos la pasamos batallando, él y su cara escondida detrás del pelo medio mugroso, un ser ajeno que me atisba con desprecio mientras refunfuña algo.

Se fue a su cuarto, al menos. Cerró la puerta con un golpe. Faltan tres horas. Noto cada pum, pum de mi corazón. Se me está por romper el plexo. Es bronca. Estoy ansiosa. Tengo ganas de ir a decirle que se vaya, andate, gritarle basta, dejame un rato sola, lo prometiste. Me levanto de la silla y lo bueno de criar a un adolescente, así del modo en el que puedo hacerlo, sucede. Está escuchando Radiohead. A todo volumen. Mi banda. La que suena en casa desde que él es un bebé. La que yo canturreaba mientras este futuro muchacho estaba en mi panza. Ok, computer, sos re buena madre, me digo.

El impulso de bronca con el que comencé la acción se convierte en una sensación cálida. El pum, pum del corazón sigue un ritmo de amor. Llego hasta su cuarto levitando, soy una sonrisa ambulante y planeo decirle algo, Radiohead es mío, ahora es nuestro, he aquí mi legado para vos y una recompensa para mí de tu parte. Después de mis dos golpes en su puerta, sin abrir y antes de que yo emita palabra, el adolescente me advierte con tono de hastío desde el otro lado: «No, no es tuyo, lo descubrí solo, madre». Lo amo. Y lo odio. Faltan dos horas y media para que se vaya.

La adolescencia es una pesadilla que no termina nunca. Siempre seguimos siendo un poco quienes fuimos a los diecisiete. Es como un anticuerpo para el mundo, que queda ahí, latente. Si procreás seres humanos, el mal sueño es literalmente eterno. Estás de un lado o del otro, lidiando constantemente con ese momento de la vida. Esperaste toda la juventud para que tu madre y/o padre te dejaran ir al mundo, deseando ese pequeño trozo de libertad, y cuando finalmente creciste estás igual que antes, pero contando las horas para que tu hijo salga. Que se vaya a una fiesta, a una quinta el fin de semana. ¿Cuánto falta? 

Falta una hora. Va y viene juntando cosas, pregunta por su buzo azul, reclama que no le gusta la pasta de dientes que le di para que se lleve. Me transpiran las manos. No le creo que vaya a irse. Se me anuda el estómago, sigue acá. «Se te hace tarde», susurro. Tengo miedo. «Es cierto, colgué», dice. «¿Y no te vas?», pregunto como si quisiera saber cuándo es mi ejecución. Se ríe, me da un beso, sale de casa, atolondrado y hermoso. 

Siento el grillete aflojarse. Sé que debería bailar en culo tipo Tom Cruise en Risky Business, pero estoy más como para llorar de alivio abrazada a la almohada. No, no voy a llorar. Voy a celebrar. Tomo un whisky, en vasito chico, con un chorro de agua. Me templa el cuerpo. Sirvo el segundo, prendo un cigarrillo, fondo blanco. Ah, qué ganas de hacer karaoke. Mientras busco Old Time Rock and Roll, de Bob Seger, en Spotify, me entra un mensaje. 

Está volviendo. Sí, dice que viene para acá. Ahora. Y yo, en camisa y bombacha, lentes de sol, algo achispada, paso para el lado del pedo triste y finalmente lloro, abrazada a la almohada, y no es de alivio, Como si fuera una perra a la que llevaron a correr por el parque, siento en el cuello el tirón de la correa larga cuando mi hijo abre la puerta.

«Esta noche es el partido», dice, y explica que en la quinta no hay tele. «¿Se juntan a verlo?», quiero saber, esperanzada. «No me gusta el fútbol. Me quedo en casa. Qué hay de comer». Y me desinflo. Voy a hacer la cena. Noto que murió mi teléfono. Dice mi hijo que la batería «se estresó», que por eso «quedó en negro, apagado» y que «hay que ver si logra cargar, con paciencia y suerte». Soy el celular. 

Ahora me debate que no hace falta limpiar la mesa antes de comer. «Me hacés mover el físico sin motivo», dice. Si no quisiera asesinarlo me reiría. Resulta que la adolescencia es estar en contra, incluso de una mami piola, como la que creo o pretendo ser. Somos una generación entre la espada y la pared. La pared es la buena intención. La espada, la edad clave de nuestra progenie. Estábamos en sintonía para ser las madres y padres que no tuvimos, decir «volvé a la hora que quieras», y no. Resulta que prefieren no salir. Se quedan y discuten, piden cosas, ocupan espacio. Son una mini legión.

Siempre quiero escapar de los lugares, es mi instinto natural. Solo hay una situación en el mundo que no me deja esfumarme. Tengo un hijo. Eso se puede pensar como algo bueno. A veces lo es. Qué ganas de irme, y qué impotencia no poder. Criar adolescentes se parece a tener puesto un pullover, hermoso, que abriga, pero pica. Y la única ley del mundo es no sacárselo jamás.

Cenamos. Lavó los platos, al menos. Esta noche todavía falta mucho para que sea mañana y me regale, al menos, dos días libres que iban a ser tres. Hace 17 años me la paso en reflexión existencial, confirmando que hice bien en elegir tenerlo. Es inteligente, sensible. Pero no se va más. Me encierro yo esta vez. Portazo y todo. Desde el living, oigo sus llamados diversos, que varían entre la buena onda y el reclamo. «Mami, ¿querés un té?», «Maaa, no anda internet», «Madre, no sos graciosa», «Daniela, necesito algo de plata». Yo, sin abrir mi puerta y antes de que entre a mi cuarto, advierto con tono de hastío, siempre lo mismo: «No estoy, hijo».

Pasamos la noche en tensa calma. Es de mañana y ahora sí, al mediodía se va, asegura tras la puerta y yo sigo con mi «no estoy, hijo». Hasta que no escucho su «chau» no salgo del cuarto. Salgo al living como quien se adentra en una selva repleta de peligros. La puerta de calle cerrada, un paso hacia el sillón. Sus llaves ausentes, otro paso hacia el paquete de cigarrillos. Silencio, estoy sola. Sola en mi casa. 

Almuerzo té con galletitas y nadie me reclama «comida caliente». Duermo la siesta en el sillón del living, en camisón corto, sin que me preocupe si se me ve o no el culo. Tomo un tubo de vino mientras preparo la cena sin hijo que diga que bebo mucho, así que agrego dos copas cuando como. Retomo el karaoke interrumpido y canto a los gritos. Estoy en una autofiesta en mi casa, mía, yo sola y nadie más. 

No sé a qué hora me desplomé en la cama, puerta del cuarto abierta en símbolo de hermosa soledad. Lo último que pensé antes de desmayar fue que no llegué a liberarme del todo, en cada paso esperaba la llegada repentina de mi hijo. Y me despertó hace un rato el ruido de las llaves. Sí, ya volvió. Dos horas antes de lo que había dicho. No es tan grave. O podría haber sido peor. Ya ni sé.

Tomamos café, me dijo que no podía creer que yo haya dormido hasta tan tarde. Ahora estamos debatiendo algo, no importa qué, estoy contenta, me da cierta alegría estar harta por su regreso. A la vez, espero con ansias, deseo, necesito, por favor, ojalá que haga algún plan para salir el próximo fin de semana. 

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