Cómo reclutar a un joven gay para que sea guerrillero
El poeta Fernando Noy (foto de Marcos López). Orsai.

Crónica introspectiva

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Por fin conseguimos que Fernando Noy nos lea el inicio de su crónica «La guerrillera del amor» que publicamos en portada de la Orsai número 4. Es un texto alucinante en donde, por primera vez, se habla de la inclusión de un homosexual en el Ejército Revolucionario del Pueblo. Es decir, un clandestino entre los clandestinos. Disfruten de la lectura, porque es genial.

Escrito por Fernando Noy
Ilustrado por Marcos López

De lunes a domingo, sin pausa ni respiro, en los fabulosos e irrepetibles años sesenta, casi todos los bares del centro eran como una rueda de la fortuna por la que dábamos vueltas los bohemios, los intelectuales y todos los otros seres en desacuerdo completo con el sistema. Éramos una pléyade y esas catedrales profanas eran nuestro refugio antiatómico, un hogar, lo contrario a los círculos del infierno en los que estaba el país. 

Mi recorrida, como la de todos, empezaba en la vieja Perla del Once, seguía por El Querandí o Casablanca, sobre avenida Rivadavia, y doblaba en Callao, donde aparecían Callao 11, La Academia y El Ciervo, que desde la esquina habilitaba una entrada triunfal a Corrientes. Ahí estaban Metrópolis, Odeón, Ramos, La Paz, Politeama, La Giralda y finalmente El Colombiano, casi en la esquina con Libertad: un reducto que funcionaba como el último baluarte de los nuevos excéntricos, como si hubiera un límite que el Obelisco imponía al fulgurante derrotero por el que íbamos y volvíamos de un modo interminable, hundidos en el perfume esmeralda de la marihuana que en aquellos tiempos nadie reconocía en las calles, y sin cruzar nunca más allá de la 9 de Julio.

Tantas veces me quedaba leyendo o escribiendo hasta el amanecer en esos bares, sobre sus desnudas mesas de madera sin manteles y sin esa obscena irrupción de logos y modernidades del plástico más burdo que finalmente arrasaron con todos —especialmente con La Paz y Politeama— hasta volverlos, hoy, intransitables. Ahí estaba yo con los cuadernos repletos de dibujos, poemas y collages, naufragando sin dormir y con el corazón siempre de turno, como las  farmacias donde vendían libremente anfetaminas y otras pastas o jarabes a precios populares.

Escribía, leía, miraba. Cada boliche tenía sus habitués. Algunos serían legendarios, como Tanguito, Miguel Abuelo o Alejandro Medina, y otros eran gotas exquisitas en una marea que nos arrastraba a todos. Entre ellos, en el Ramos, había una pareja que me llamaba la atención por su belleza fascinante. Parecían recién escapados de la pantalla del cine Lorraine: ella era igual a Jeanne Moreau y él, un doble de Alain Delon en sus mejores momentos. Venían casi todas las tardes a tomar café apresurados, nunca por más de una hora en la que conversaban o discutían, siempre llenos de esa luz que Eros en flor solo otorga a sus elegidos. 

Hasta que una vez, después de irse con él, a los pocos minutos ella regresó sola. Y encaró directamente a mi mesa, bien al fondo, para preguntarme si podía sentarse conmigo. ¡Pero claro! Le corrí la silla. Entonces descubrí sus finos dedos de nácar y esos ojos como hipnotizados. 

Hace mucho que te espío, dijo. Oh, vaya novedad, pensé mientras reía un poco intimidado ante su primer comentario, cuyo tono tenía algo de embelesamiento inesperado. Ese fue el comienzo de una sublime amistad y, en lo que hace a ella, de una tortura de amor inenarrable. Mónica —aunque muchos la recordarán como Coco: ese era su nombre de guerra— estaba locamente enamorada de mí e intentaría seducirme sin ningún resultado por fuera de lograr mi admiración por los magníficos poemas que ella, como poseída, me leía en voz alta —poemas que después serían quemados, como todos sus cuadernos.

Mónica era como Andrea Luz Salomé, quien se enamora de Rilke y profundiza en su sexualidad porque hay mujeres que son como las mantis religiosas del gay: no tienen límites dentro del arquetipo erótico. Pero yo no pude ser tan mujer como ella, no logré volverme lésbica. La poeta Alicia Bello ya había pontificado que «en un mismo olor la carne no responde» y exactamente eso es lo que ocurriría entre nosotros. Yo no podía reaccionar ante el mismo perfume de su maravillosa piel idéntica a la mía. 

Un par de meses después, cuando los padres se fueron de vacaciones y ella me invitó a su casa, terminé de comprobarlo. Luego de brindar con vino delicioso, al ritmo de un disco en el enorme y potente combinado, ella comenzó a danzar con mucha gracia hasta que de pronto, literalmente, se arrojó sobre mí, que por supuesto no logré corresponder a su deseo sino que tan solo pude sostenerla.

Igual seguimos viéndonos porque Mónica insistía con, al menos por ahora, una singular, excepcional y muy candente camaradería. Muchas veces nos veíamos en lo del escritor cordobés Roberto Anglade, que vivía cerca de la facultad de Letras, cuando todavía estaba sobre la avenida Independencia, donde Mónica estudiaba. En lo de Anglade pasábamos largas horas conversando de diversos temas, hasta que poco a poco ella empezó a sincerarse y nos habló de su participación en un grupo de estudiantes que después serían denominados subversivos. Y empezó a adoctrinarme con su ferviente y contagiosa militancia que en mi caso creo que tenía un único objetivo: que no me fuera de su lado.

Yo adherí de inmediato a lo que Mónica decía. Éramos marxistas, trotskistas y queríamos la revolución, pero yo lo tenía encanutado y lo supe con ella, que me fue presentando como su «poeta favorito» ante sus camaradas del recién surgido Ejército Revolucionario del Pueblo. Silvia Gatto, Sayo, Rina, Cacho, Rubén y Taco eran algunos de los tantos compañeros que andaban dispersos por los bares de Corrientes y que Mónica, o Coco, se encargaba de organizar. En el grupo estaba también su novio, o mejor dicho: su amante, que me enloquecía por su desmedida y evidente pasión hacia esa mujer fuera de serie, libre de celos hacia mí —al menos eso parecía— aun cuando captaba mi admiración secreta, jamás dicha, también hacia su hombre.     

El tiempo entre nosotros transcurría veloz, casi vertiginosamente, hasta que un mes más tarde Mónica quiso pasar conmigo a otro tipo de acción. Luego de tantas charlas intercambiando ideologías libertarias, dijo que ahora el objetivo principal era aprender a manejar armas y me invitó al primer encuentro para comenzar a ejercer la práctica de tiro. 

Yo sabía de armas porque, criado en la soledad inmensa de mi pueblo del Sur, había  aprendido en el campo, especialmente durante las señaladas de vacas y caballos, a disparar escopetas, rifles y fusiles bajo la atenta vigilancia de mi padre. Y cuando se lo comenté a Mónica ella se emocionó, como si asistiera a una revelación más sublime que las que ocurrían en nuestros permanentes intercambios literarios. 

Me dio las claves para el encuentro. La cita era en una quinta en Moreno. Habíamos sido convocadas unas veinte personas que a su vez, por medio de ella, seguíamos las instrucciones de otro grupo al que nunca pude ver porque así era la guerrilla: se organizaba en eslabones autónomos, secreta y estrechamente relacionados entre sí. Para llegar, cada uno lo hacía a su manera, nunca en grupo, y con un plano que circulaba disimuladamente.

Yo tomé un tren, con el mapa oculto dentro de una botamanga del vaquero. En la estación, antes de subir debía comprar tres kilos de pan y algunas docenas de facturas que colocaría dentro de una bolsa de arpillera, como un peón de campo, y tenía que quitarme los anillos y collares, y atar y esconder mi pelo largo debajo de una gorra, a pesar del calor insoportable.


Esta es la lectura de autor de las primeras tres páginas de «La guerrillera del amor» que se publicó en la edición número 4 de la segunda temporada de la revista Orsai. El resto del texto puede leerse en la revista. Este contenido fue portada y las fotos fueron realizadas por el gran Marcos López.

Marcos López y Fernando Noy diseñando la portada de la revista Orsai.



Escrito por Fernando Noy
Ilustrado por Marcos López