Mi selva desde adentro

Crónica introspectiva

Mi selva desde adentro

Había una vez una chica que se ganaba el pan en una agencia de publicidad. Hasta que un día renunció a todo y se fue a vivir a la selva colombiana. Ocho años después, nos lo cuenta.

Escrito por Pilar Quintana
Ilustrado por Kardo Kosta

Supongo que lo que más me impresionó de la selva de Avatar, la película de Cameron en 3D, fueron las fosforescencias. No tanto las de las bestias y los humanos como las de la selva misma que alumbraba el camino cuando la pisaban. Una vez los hijos de mi vecina, de ocho y diez años, nacidos y criados aquí, en la selva del Pacífico colombiano donde vivo con mi marido desde hace ocho años, me preguntaron si había visto las plantas que brillan por la quebrada. No, dije. Son impresionantes, dijeron ellos. ¿Brillan? Sí, brillan.

En esa época todavía no habían estrenado Avatar, así que no tenía el punto de comparación para preguntar ¿como las de Avatar? Lo que sí dijeron es que el brillo era en colores fosforescentes.

Yo he ido a la quebrada muchas veces desde entonces. De día, al atardecer y de noche. Y siempre con los ojos bien abiertos. Nunca las he visto. Sí he visto, en cambio, bichos que alumbran. Luciérnagas, claro, que las hay en cualquier potrero de vacas. Pero aquí, además, he visto unos increíbles con dos focos frontales y redondos, como de carro de carreras futurista o nave extraterrestre. Los encienden y apagan a voluntad, y pueden hacerlos girar, dirigirlos a la izquierda y a la derecha como para explorar todos los caminos. Es mejor verlos en plena oscuridad, sin embargo. Con un poco de luz se da uno cuenta de que los bichos son marrones y planos, se da uno cuenta de que son cucarachas, que alumbran como carros de carreras futuristas o naves extraterrestres, pero cucarachas ni más ni menos.


En el Chapare boliviano conocí a un alemán que se fue a caminar descalzo por la selva para entrar más directamente en contacto con Pachamama. Eso dijo él. Tenía los ojos azules y unas rastas rojas hasta la mitad de la espalda. Se veía el esfuerzo que le había costado cultivar esas rastas. El tipo se llamaba Jonas, que se pronuncia i-onas, y era piloto de ultralivianos.

A veces los viajeros llegan a la selva con ideas de Pachamama y un GPS en la mochila.

A los pocos días de andar descalzo por la selva, Jonas tenía los pies en carne viva. Las ampollas le cubrían toda la superficie, la hinchazón le llegaba hasta los tobillos y a partir de los tobillos le empezaba un sarpullido con montones de ronchitas rojas.

Cuando se le curaron los pies, Jonas se tuvo que cortar las rastas y acabó por raparse toda la cabellera. Decía él que era porque lo hacía sudar demasiado. A mí me dio la impresión de que era porque le habían dado liendres y piojos. Los niños que vivían en la casa de al lado se la pasaban rascándose la cabeza. Todo el mundo les huía.

Yo me había rapado hacía mucho tiempo así que no tenía que huirles. El menor de los vecinitos se llamaba Chali y tendría unos tres años. Una nube de jejenes lo seguía a donde iba. Chali arrastrando su carrito de plástico por el borde polvoriento de la carretera y la nube dando vueltas encima. Chali, lleno de mocos, corriendo para abrazar a algún voluntario y la nube tratando de alcanzarlo como en los dibujos animados. A ese sí le huía.


Meses después, cuando estaba en Nueva York, me dio un dolor en la parte baja de la espalda. Luego empezó la fiebre. El médico indio que me atendió en un centro de salud para inmigrantes, más bien clandestino, me diagnosticó una infección crónica en los riñones. Estuve tumbada en la cama tres semanas. Hoy en día, si me quedo mojada por mucho tiempo, me vuelve la infección. El médico dijo que posiblemente se debía a una cistitis mal curada. La cistitis me dio en el Chapare boliviano.


Jonas y yo estábamos en el Chapare boliviano trabajando como voluntarios en un refugio de animales silvestres. Había monos, guacamayas, coatíes de dientes filudos y colas rayadas, tortugas que gemían como la gente cuando tiraban, venados, zorros y hasta grandes felinos. El jaguar se llamaba Sama aunque era macho. Todos habían sido rescatados de los mercados ilegales. Venían de ser estrellas en circos o mascotas en casas de familia. A ellos también les daban sarpullidos e infecciones cuando llegaban a la selva.

A veces los viajeros llegan a la selva con ideas de Pachamama y un GPS en la mochila.

Tyson era un mono capuchino joven cuando lo trajeron al refugio. Pintaba para macho alfa. Era enorme, con colmillos larguísimos y un copete negro y parado a lo Elvis Presley. Me odiaba. Cada vez que pasaba junto a su jaula se pegaba a los barrotes y brincaba y aullaba con los dientes pelados. Eso cuando recién llegó. A las pocas semanas ya andaba flaco y ojeroso, echado todo el tiempo en una hamaca. No se levantaba ni cuando yo me pegaba a los barrotes y lo azuzaba Tyson, Tyson, Tyson.

Les daban, incluso, depresiones.

El refugio se llamaba —se sigue llamando— Inti Wara Yassi. Inti es la palabra quechua para sol. Wara significa luna en aymara. Yassi es estrella en guaraní.

Pachamama es la gran deidad de los pueblos indígenas de los Andes. El vocablo viene del aymara y del quechua y puede traducirse como Madre Tierra. Dice Wikipedia. Lo que no dice es que Pachamama no es precisamente una madre benevolente que te habla en susurros de viento y te ilumina el camino cuando la pisas.


Uno de mis primeros trabajos cuando salí de la universidad fue como libretista de televisión. Me la pasaba todo el día en piyama dando vueltas por el apartamento como una sonámbula. El computador encendido, la pantalla llenándose poco a poco de líneas de diálogo. A veces me parecía que mis personajes tenían más existencia que yo misma.

Ellos se ponían ropa, salían a la calle, se enamoraban de quienes menos debían y vivían dramas espeluznantes. Chinca era la loca del pueblo, echaba maldiciones en la plaza y tenía debilidad por los hombres en uniforme.

Una noche mi novio de esa época me encontró llorando a moco tendido. ¿Qué pasó?, al tipo se le notaba la preocupación en la cara. Que se murió Chinca, le respondí.

Me dice ahora la amiga con la que escribí esos libretos que ella no recuerda que Chinca hubiera muerto. El que sí murió fue Arsenio. Eso es cierto. Arsenio era el típico gordito bueno pero güevón que la villana manipulaba a su antojo. En las telenovelas las deudas se pagan y un personaje así tiene que morir al final.

Fue entonces cuando me dio por decir que quería irme a vivir con los negros.

¿Pero por qué iba yo a llorar por Arsenio?, alego de todos modos, Chinca era mi personaje favorito. Mi amiga dice que porque el actor que interpretaba a Arsenio nos caía muy bien. Acuérdate cómo lo queríamos. O tal vez yo estuviera llorando porque Marcelina y Gregorio, ahora sí, habían sido irremediablemente separados y sin posibilidad de reconciliarse. Como si no supiera que al final iban a terminar casados.

El caso es que en ese momento yo me sentía un poco como Jake Sully, el de Avatar. «Todo está al revés ahora» comenta en el videoblog. «Como si allá afuera estuviera el mundo verdadero y aquí dentro, el sueño.»

Allá afuera.

Allá afuera estaba la ciudad y no una selva. Había trancones en las calles y los únicos brillos eran los de los carros y los apartamentos. Allá afuera la gente tenía empleos sensatos, iba todos los días a la oficina, cumplía con horarios y respondía ante unos jefes. Me empleé en una agencia de publicidad. Tenía tantas ganas de caber en el mundo verdadero.

Pero allá afuera anotaban en un libro la hora a la que uno entraba y salía, el jefe contaba unos chistes verdes malísimos de los que había que reírse, los días pasaban entre cuatro paredes y uno llegaba a la casa tan agotado que lo único que podía hacer era ver la televisión, donde los personajes parecían tener más existencia que uno.

En esa época Discovery Channel no era tan sensacionalista como ahora. En vez de melodramas de chimpancés en cautiverio, recreaciones del fin del mundo o simulacros de supervivencia en el monte, pasaba documentales. Amazonia: La indomable. África inexplorada. Hora salvaje. El locutor en off hablaba casi que en susurros y a uno le daba la impresión de que era para no perturbar la quietud de esos paisajes inconmensurables.

Me gustaban, sobre todo, los documentales de felinos grandes. Un par de leones jóvenes en busca de hembras. Una chita con cachorros que alimentar en plena sequía. Un jaguar solitario defendiendo su territorio en la selva. Tal vez lo que me atraía era el drama de la naturaleza, la lucha por la supervivencia. La necesidad que tenían ellos de agarrar la vida con las manos, es un decir, para asegurar su lugar en el mundo. Y yo me trasnochaba viendo documentales, y a la mañana siguiente llegaba tarde a la oficina solo para que lo anotaran en el libro y la jefe de personal enrollara los ojos y me llamara al orden, de nuevo.

Fue entonces cuando me dio por decir que quería irme a vivir con los negros del Pacífico. Para pescarme mi pescado diario, y ya.


Lo que menos me gustó de la selva de Avatar, creo, fueron las bestias monumentales que se encontraban a cada rato, para bien y para mal, entre la espesura. En la selva uno no ve nada. Bueno, ve el verde. El suelo acolchado de hojas, las paredes de musgo trepando desde las raíces de los árboles, las plantas con hojas enormes prendidas de los troncos, las lianas enredadas en las ramas y el grueso techo de hojas tapando el cielo. Uno solo ve la selva.


Hilarión vivía varias horas selva adentro. Solo y sin vecinos. Junto a una plantación de coca y un río profundo de aguas calmas y transparentes. A mí me parecía el paraíso. Cada vez que iba a comprar provisiones al pueblo, pasaba por el refugio. Yo le ofrecía una Popular y, entre silencio y silencio, se la tomaba y respondía a mis preguntas.

Una tarde le pregunté si alguna vez había visto un jaguar en la naturaleza. Me dijo que no y por su expresión supe que tampoco quería encontrarse uno. Hilarión se quedó callado, como siempre, mirando el río. Otro, uno grande y turbulento que había al fondo. Se llamaba Espíritu Santo y en ese punto recién salía de los Andes para encontrarse con la planicie de la Amazonia. Yo ya estaba pensando qué otra cosa podría preguntarle, cuando Hilarión agregó que si uno ve un jaguar en la selva es porque lo tiene encima.

Según el libro de grandes felinos que teníamos en la biblioteca del refugio no hay ataques registrados de jaguares a humanos. Igual Hilarión nunca quiso ir a conocer a Sama, a pesar de que estaba enjaulado. Y a mí ya no me daban tantas ganas de ver por ahí a uno que no estuviera enjaulado. Para eso en el hotel de Cochabamba, a donde iba para descansar de la selva, había Discovery Channel.


Nuestra casa en el Pacífico colombiano queda sobre un acantilado. Al frente está el mar y atrás, la selva. Abajo, en la playa, hay un caserío de pescadores negros. Nos separa del caserío un brazo del mar que se puede atravesar caminando, con el agua hasta los tobillos, cuando la marea está en su punto más bajo. A medida que sube, el agua nos va dejando aislados hasta que ya solo se puede pasar nadando o en canoa. No viene mucha gente del pueblo a visitarnos. Es más factible que se aparezca algún perro curioso o extraviado. En la playa hay muchos perros sin dueño y sin nombre.

Esta era blanca con manchas marrones. Nos quedamos congeladas cuando nos vimos, muertas del susto las dos. Tenía los ojos negros y brillantes como ojos de muñeco. Apenas me moví salió corriendo y se perdió por uno de los caminos de la selva. Se veía saludable. O, por lo menos, eso me pareció de lejos. No estaba tan flaca. En una playa de pescadores la comida alcanza para todo el mundo.

Dos días después volví a verla. Estaba echada en el camino y se agitaba en lo que tomé por un ataque de epilepsia. Pensé en salir corriendo, pensé en gritar, pensé que luego del ataque se levantaría para atacarme con la boca llena de espuma, pensé que tenía rabia y que me contagiaría. Solo atiné a quedarme ahí, congelada como la primera vez. Entonces me di cuenta. La perra no convulsionaba. Estaba muerta y en su cuerpo se revolvía un amasijo de gusanos blancos, de miles de gusanos blancos, como un caldo en ebullición. A los tres días ya se lo habían devorado todo. Solo quedaba una triste mancha de huesos y pelo, blanca y marrón, que recordaba ligeramente a una forma animal.


En 1999 una expedición encontró en un nevado de los Andes, a 6.715 metros de altura sobre el nivel del mar, los cadáveres de tres niños de quince, siete y seis años. Estaban vestidos con túnicas y exhibían tocados de plumas, sandalias, brazaletes, bolsitas de piel y objetos de cerámica, metales preciosos y conchas. Los cuerpos estaban en perfecto estado de conservación y tenían todos los órganos intactos, las facciones, hasta las expresiones de la cara. Incluso se supo que estaban borrachos de chicha cuando murieron. La causa: un sacrificio ritual como ofrenda a los dioses hace quinientos años.

Sin cuerpo no hay crimen.

La selva, el escenario para el crimen perfecto.

La selva es el reino de lo minúsculo. De las hormigas cortadoras de hojas que desvalijan los árboles, de las termitas que reducen a polvo los troncos, de los hongos que desintegran la hojarasca del suelo. En la selva siempre hay un organismo esperando dar el zarpazo y un organismo que muere para darles vida a los otros. A la selva. La selva es como una gran infección que se alimenta de sí misma en una especie de canibalismo renovador.

Y los seres más temibles no tienen colmillos ni garras ni exhiben adaptaciones fabulosas. Son invisibles. Bichos que viven dentro de otros bichos, como el malvado coronel en su armadura robótica o Jake Sully en el Avatar.

Siempre me impresionaron las historias de cuerpos tomados, esas donde una persona se instala con su mesa del comedor y una vela dentro del costillar de un tiburón o luego de ser reducida viaja por los fluidos del organismo para ser expelida en un estornudo. Cuando se mira bien, uno se da cuenta de lo que parecen. Parásitos. El mecanismo es el mismo, lo único que cambia son los vehículos.

Los parásitos pasan de cuerpo en cuerpo, como aliens a los que la atmósfera les resulta tóxica, de un mamífero a un insecto a otro mamífero y así hasta el infinito en un ciclo en el que el único que pierde es el hospedero. Los seres más temibles de la selva viajan y se reproducen en la saliva de los jejenes y los mosquitos, y los jejenes y los mosquitos te los inoculan cuando te pican. Quince días después los parásitos se han multiplicado dentro de tu cuerpo que ya empieza a sentir los primeros efectos de la infección por leishmaniosis o malariaos jejenes atacan en nubes y los mosquitos uno por uno. No todo el tiempo ni a todas horas, en las noches sin luna escasean y la hora pico suele empezar a eso de las cinco de la tarde. Cuando estábamos lejos del refugio (y de los repelentes) nos untábamos barro en las partes descubiertas del cuerpo.

El truco me lo había enseñado Ximena, una boliviana que aprovechaba sus vacaciones de la universidad en Cochabamba para venir a trabajar en el refugio. Sama, el jaguar, estaba recién pasado a una jaula grande en la mitad de la selva, con árboles y una piscinita de agua natural, y ella era la encargada de cuidarlo. Todos los días juntos y solos, separados del refugio por un derrumbe y una colina, por dos quebradas y varios kilómetros de monte, juntos y solos en un rincón alejado de la civilización adonde a duras penas si entraba la luz. Algo de jaguar se le tenía que haber pegado a Ximena.

Ibas caminando desprevenidamente por uno de los senderos y de repente sentías ojos espiándote desde los matorrales, el pálpito de algo vivo y agazapado, listo para el ataque. Ya estabas calculando para dónde correr antes de que el jaguar, uno feroz y silvestre, te saltara encima, cuando la que surgía era ella. La cara cruzada por líneas de barro, una costra seca adherida en los brazos. Parecía un salvaje, una criatura de la selva ataviada para la guerra. Hola, te decía simpatiquísima, ¿qué tal estás?, ¿ha llegado algún voluntario nuevo?

Ximena tenía debilidad por los voluntarios nuevos.


En un comercial de The X-Files, «algo» se deslizaba por entre la vegetación. Rápido y silencioso. De pronto se detenía y la cámara conseguía enfocarlo de frente. Era una figura humana con los ojos rojos y la piel escamosa como la del árbol sobre el que se había recostado. En cuanto cerraba los ojos, desaparecía. Estaba ahí pero no podías verla. El camuflaje perfecto. La criatura se había vuelto una con el paisaje.

Desaparecer.

Yo quería desaparecer. Cerrar los ojos y dejar de estar entre cuatro paredes. Si la vida real consistía en ir a una oficina todos los días, por años y años, hasta los sesenta y cinco, cuando ya se estaba demasiado cansado para irse a vivir la vida de sueño en una casita sencilla frente al mar, entonces yo prefería no seguir viviendo. Por lo menos no en la vida real.

Volví a escribir. Mi novela se trataba de la renuncia. La protagonista vendía su apartamento, dejaba el trabajo, empacaba unas cuantas mudas de ropa en una mochila, se despedía de los amigos y la familia y se iba, no importaba para dónde. Lo que importaba era que se fuera pelando, una a una, todas las capas de la costumbre y del mundo verdadero y al final ya no estuviera. Me convertí en el personaje de mi ficción.

En el primer hotel de mi primera noche de viaje un inglés me habló del refugio de animales silvestres en el Chapare boliviano. Tienen grandes felinos. Tienen un jaguar. Lo sacan a caminar por los senderos de la selva con una cuerda. ¿Como a un perro? Como a un perro. ¿Y no es agresivo? El inglés se encogió de hombros. ¿De verdad tienen un jaguar? De verdad.

Eran las cinco de la tarde y los bichos estaban alborotados. Empecé a cubrirme los brazos y la cara con una pátina de barro oscuro sacado de un charco. Las dos voluntarias nuevas de Israel, a las que andaba mostrándoles la selva y sus caminos para que no se perdieran, me miraban y se miraban entre ellas. Es para que no me piquen tanto, les expliqué, deberían ensayar, funciona. ¿También hay mosquitos en Colombia?, me preguntó una. Pues claro, dije. Yo pensé que a ustedes no les picaban, dijo la otra. ¿Quiénes son «ustedes»? Ustedes los nativos.

A veces los viajeros llegan a la selva sin ninguna idea.


La punzada en la nuca me empezaba a eso de las cinco de la tarde. Entonces sentía una especie de embote de los sentidos, como cuando uno fuma mariguana, y me daban escalofríos. Luego del atardecer la sensación remitía y volvía a la normalidad hasta el siguiente atardecer. Conor, le dije a mi marido, creo que tengo malaria. Llevábamos un año viviendo en el Pacífico colombiano y en las carteleras del pueblo había afiches del ministerio que describían los síntomas. Cuando la marea bajó fuimos al puesto de salud.

¿Usted come muchas verduras?, preguntó la enfermera mientras examinaba mi sangre en el microscopio. ¿Por qué lo pregunta? Porque tiene la sangre espesa, muy bonita; la enfermera levantó la cabeza, sí, tiene malaria.

La malaria me pareció soportable, aun placentera con ese gusto a traba de mariguana que disgregaba mis sentidos y me hacía sentir volátil, hasta que empecé a tomar los medicamentos y caí en la cama como un árbol pesado que acabaran de tumbar.

Día uno, siete pastillas. Día dos, cuatro pastillas. Para el día tres todo se había vuelto confuso y solo recuerdo que tragar pastillas era una tortura. Conor tenía que vigilarme para que no las devolviera, lo único que aceptaba mi cuerpo era agua de coco en sorbos pequeños tomados con pitillo. Casi no dormía y si dormía me levantaba de un salto a los pocos minutos, luego de ver gusanos peludos de colores vivos sobre un fondo negro. La punzada de la nuca se volvió permanente y penetraba hasta la frente, como si tuviera un destornillador atravesado en la cabeza. Todavía estábamos construyendo la casa y cuando Conor martillaba yo sentía que los martillazos los estaba dando en mi cabeza.

Una semana después emergí del fondo cavernoso de la enfermedad y quise ir al pueblo a comprar camarones. Se me había despertado el apetito. La gente me miraba y sonreía con pena. ¿Por qué me miran así? En la casa no había espejos, el tendero me puso delante uno de los que vendía. Tenía los labios negros y estaba en los huesos, la cara chupada como la de una calavera. Yo también sonreí con pena.


La primera vez intenté entrar a Bolivia por la frontera del Lago Titicaca. Estaba cerrada por una huelga indígena. La segunda, en una frontera menos solicitada y estricta, las autoridades nos dejaron pasar. Los indígenas habían taponado las carreteras y no había buses. Contratamos una camioneta entre varios viajeros y logramos internarnos algunos kilómetros en el país hasta que nos topamos con un retén de indígenas bravos que amenazaron con castigarnos si no nos devolvíamos al Perú. Tenían unos lazos que terminaban en bolas y empezaron a moverlos y azotarlos contra el piso. La tercera vez lo intenté por la frontera con Chile en el Salar de Uyuni. Habían pasado meses y los indígenas ya habían negociado con el gobierno.

El que cuidaba del jaguar era Conor.

Sama ya no salía a caminar por los senderos de Inti Wara Yassi como un perro. Cuando llegó al refugio era un cachorro tierno y afelpado. Ahora era un gato enorme y poderoso con impulsos de agresividad territorial. El primer campanazo lo dio cuando se le lanzó a la voluntaria que le llevaba la comida y le hirió la mano. Así que sí había ataques de jaguares a humanos, aunque no estuvieran registrados. Entonces se vio la necesidad de encerrarlo. Lo único que había disponible en ese momento era una jaula de transporte de más o menos un metro cuadrado en la que a duras penas si podía levantarse y dar la vuelta.

Conor y un voluntario francés se comprometieron a construirle una jaula digna. Buscaron el lugar apropiado dentro de los límites de la reserva donde funcionaba Inti Wara Yassi. Limpiaron el área con machete y cortaron los árboles con hacha. Todos los días atravesaban la colina o el derrumbe, los kilómetros de selva y las dos quebradas con las herramientas, las varillas y los bultos de cemento al hombro. Las piedras y la arena para hacer el concreto las sacaban del río.

Seis meses después Sama tenía su jaula digna en medio de la selva. Cuando Ximena volvió a la universidad, la reemplacé y ahora era yo la que hacía el recorrido diario para llevarle la comida a Sama. A veces llovía por la mitad del camino y me quedaba mojada todo el día, de ahí la cistitis.

La leishmaniosis la cogí dos años después de la malaria y también en el Pacífico colombiano. Hay tres variedades, cutánea, de la mucosa y visceral. A mí me dio la primera. Un granito en el hombro que no dolía ni picaba, que iba creciendo lentamente y se iba abriendo como una flor. Un día me salía una costra y al otro la costra se caía para dejar expuesto un hueco perfectamente redondo, cada vez más grande. Fui al puesto de salud. La médico rural, que estaba recién graduada y no tenía experiencia en las enfermedades de la selva, me formuló antibióticos. A los tres días volví. La llaga de mi hombro había crecido y la médico rural no entendía por qué no funcionaba el tratamiento. Se acercó la enfermera. Muéstreme la herida. Era la misma enfermera que había visto mi sangre en el microscopio y que llevaba veinte años en el Pacífico colombiano viendo la sangre y las enfermedades de todo el pueblo. Es mejor que se vaya para la ciudad inmediatamente, dictaminó. ¿Está pensando que es leishmaniosis?, le pregunté. Apretó los labios y asintió con la cabeza.

La biopsia que me hicieron en el centro de enfermedades tropicales de la ciudad dio positivo. La leishmaniosis es una enfermedad común entre guerrilleros y secuestrados que pasan mucho tiempo en la selva y el gobierno controla a cada uno de los infectados. Tuve que darle los detalles de mi vida a la médico que hizo el diagnóstico. Contarle de los libretos, de mi vida de oficina, de la novela y el viaje, del jaguar, el Chapare boliviano y la cistitis, de la infección de riñones en Nueva York, de Conor, nuestra casita frente al mar en el Pacífico colombiano y la malaria. Y ahora leishmaniosis, le dije mortificada ante la perspectiva del tratamiento. Veinte inyecciones de glucantime, una en cada nalga durante veinte días seguidos. ¿Por qué me tienen que pasar estas cosas? La pregunta era retórica pero ella me miró con una mezcla de asombro y lástima y la respondió de todos modos.

Ese es el precio, dijo.

Escrito por Pilar Quintana
Ilustrado por Kardo Kosta

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