Folletín
Los Gorila, su eternidad
Ana y Roberto son dos típicos viejos conservadores. Un día se muda con ellos una nieta millenial y empieza a escribir sobre sus abuelos en internet, como si fueran protagonistas de un documental de la National Geographic. Los bautiza «Los Gorila» y a veces tienen conversaciones tan geniales como esta.
Todas las mañanas mi abuelo hace tiempo leyendo La Nación hasta que mi abuela se despierta para desayunar juntos. Se pone un sobretodo arriba del pijama, por si justo aparece alguien, abre la puerta de servicio y agarra el diario que deja el portero arriba de la alfombra de la entrada, que históricamente decía welcome y que hace unas semanas fue reemplazada por otra más nueva que dice nice 2 see u.
Se sienta en la isla de la cocina a leer el diario con una tijera siempre a mano. Deportes, Propiedades, Economía y por último, los avisos fúnebres. Con el índice sigue la hilera de apellidos y va bajando por la lista. Después de tantos años lo hace bastante rápido y en poco tiempo termina todas las hojas. Cuando ve un nombre conocido, lo recorta y sigue leyendo. Pero esta vez no llega ni a levantar la tijera y se va apurado para la habitación.
—¡Mamá, despertate! —mi abuelo sacude a mi abuela del brazo— ¿Sabés algo de Lito?
—¿De quién, papá? ¿Qué hora es? No sé ni cómo me llamo —dice mi abuela, acostada.
—El marido de Maricarmen, mamá —dice él, levantando la persiana.
—Hace un montón que no hablo, ¿qué pasa?
—Creo que esta muerto —dice mi abuelo.
—No te puedo creer —mi abuela se incorpora en la cama— ¿Tenés la tira? —pregunta, refiriéndose al recorte del diario.
—En la cocina —contesta mi abuelo.
—Bueno, andá poniendo la cafetera que ahora voy.
Mi abuelo vuelve a la cocina, recorta el aviso y lo pega en la heladera. Aprovecha y saca la leche y el queso untable. Enseguida entra mi abuela, con un deshabillé de seda. Le da un beso a mi abuelo, levanta el imán de Cancún que sostiene el anuncio y lo lee de cerca.
—Puede que sea él, aunque no me suena ninguna de las personas que publicaron el aviso.
—Cualquiera te pone un pésame en el diario hoy en día, mamá, es más fácil que llamar a la radio para dejar un saludo.
—Una grasada.
Mi abuela agarra el teléfono y marca un número que copia de la agenda de su celular. Mi abuelo deja de untar la tostada cuando escucha que al otro lado atienden el teléfono. La mira fijo y espera la seña que de algún veredicto: mi abuela asiente con la cabeza.
—Mañana a las nueve —dice mi abuela cuando corta el teléfono.
—Qué macana, tenía reservado hora en el driving —rezonga mi abuelo. Agarra una bandeja con las cosas del desayuno y la lleva al comedor. Mi abuela lo sigue.
—Decímelo a mí, que ahora gracias a Juanito auditor fúnebre me tengo que pasar la mañana en un cementerio y llegar a cualquier hora a la escuela.
—¿Ahora es culpa mía?
—No, del vecino. Si no hubieras encontrado el aviso no estaríamos en este compromiso, papá. Estás obsesionado con leer eso.
—Me gusta saber qué conocidos se van muriendo, mamá. No todos tienen Facebook. Lo lamento en el alma —mi abuelo se acerca y la abraza.
—Ya está —contesta mi abuela y se sienta en la mesa—. Se patinó en la ducha, ¿podés creer?
Mi abuelo se vuelca el té.
—¿Te lo dije o no te lo dije? Las bañeras son un peligro, ya con Lito van cuatro que se matan así. ¿Dónde es la ceremonia?
—En el cementerio Alemán —responde mi abuela.
—A ese nunca fuimos.
—Podemos aprovechar para chusmear si nos gusta.
—Me leiste la mente —contesta él.
Mi abuelo se va al estudio y trae un cuaderno azul araña con una etiqueta blanca que dice Ana y Roberto arreglos.
—Lo agrego a la lista, entonces.
—Me voy a bañar que se me hace tarde —dice mi abuela.
Hace dos o tres años mis abuelos empezaron a organizar lo que ellos llaman los arreglos para su muerte. Hicieron una lista con todos los cementerios que conocían y organizaron un tour por algunos, aprovechando cada entierro al que iban para recorrer y luego anotar en el cuaderno los pro y los contra de cada lugar.
En las hojas finales crearon un índice con las causas de muerte de sus conocidos o de cualquier otra persona de su edad aproximada. Según ellos, ese índice les ayuda a estar atentos y a tomar conciencia de qué cosas pueden suponer un riesgo y así tener más cuidado. Después actualizan un documento de Word que mi abuelo guarda en la computadora y que cada seis meses envía en un mail a mis tíos y a mi mamá.
(Ahora que mi abuela piensa que ya tengo edad suficiente, ellos me ponen al tanto personalmente.)
Después de cenar me llaman al living para contarme unas cositas, como dice ella. Mi abuelo trae el iPad pero no encuentra el mail en la carpeta de enviados. Sigue buscando. Mi abuela se impacienta y empieza a contarme sobre el documento. La primera hoja del archivo tiene indicaciones de geriátricos para cada uno.
—Llegado el caso de que ninguno de los dos pueda vivir más en casa queremos geriátricos separados. Yo el de las monjas que hacen mermelada y tu abuelo uno en Núñez que tiene pileta de natación, así por lo menos puede hacer aqua gym.
—Vos te podés quedar acá —me dice mi abuelo a mí—. Te notamos bastante instalada.
—Papá, no es el momento de hablar eso. Tratá de encontrar el mail para hoy, por favor.
—El que esté mejor de la cabeza va a visitar al otro —aclara mi abuelo, retomando la dinámica de geriátricos separados.
—Lógico —dice mi abuela y le saca la tablet a mi abuelo para buscarlo ella.
La siguiente hoja tiene información sobre la bóveda familiar y el historial de familiares fallecidos. Toda la familia de mi abuela está en una bóveda en el cementerio de Avellaneda.
—Pero nosotros no queremos estar tan lejos —dice mi abuela—. Preferible que si vienen tus tíos a Buenos Aires no se tengan que ir hasta allá. Lo mismo vos, no te voy a hacer viajar en tren.
—Queremos algo por el barrio —mi abuelo estira el brazo para recuperar el iPad. Abre el Candy Crush pero mi abuela lo mira mal y vuelve a scrollear los mails.
—¿Y dónde? —pregunto yo.
—Una opción es Chacarita…. Pero yo preferiría no estar en el mismo hoyo con tanta gente —dice mi abuela.
—A mí no me molesta —contesta mi abuelo—. Yo siempre fui más… social.
—La idea que más cierra por ahora es que compren una parcela en el cementerio Inglés. Vamos a dejar dólares apartados de la herencia para eso.
—¡Acá está! —dice mi abuelo— Hay una nota final, mamá. Dice 2019: trámite Avellaneda para hacer lugar.
—Borralo, papá, ya está todo hecho eso.
Mi abuelo edita el archivo y vuelve a abrir el Candy Crush.
—¿De qué hablan? —pregunto.
—En la bóveda de Avellaneda ya no había más espacio para poner cajones. Imaginate: mi mamá, mi papá —empieza a contar con los dedos—, mis tíos, mis abuelos… suman como doce. Entonces agarré y mande a cremar a todos los que estaban, para reducir.
—La Cremona Party —acota mi abuelo.
—Exacto. Salieron todos en cajones, volvieron en cajitas y chau pinela.
—Ese es un punto que podríamos incluir —dice mi abuelo.
Perdió el juego y me da el iPad para que lo ayude a pasar de nivel.
—¿Qué punto, papá?
—Preferencia de cajón, mamá.
—El mío, el más barato que haya; ni se gasten. Que me compren los ataúdes para indigentes que salen trescientos pesos y están hechos de cajón de manzanas. No quiero velorio y voy directo a cremación —mi abuela se levanta para servir unos whiskies.
—Pero mamá, desde que te bajan del coche hasta que te entran en el crematorio en algo te tienen que poner. Queda pésimo —dice él—. Yo quiero uno forrado de verde por dentro así parece que la quedé en el green del golf.
—Dejá de hinchar y poné la serie, papá —mi abuela le pasa un vaso con muy poco whisky a mi abuelo.
Yo me levanto para irme a mi cuarto mientras mi abuelo prende el Smart TV y rechaza el trago porque dice que con la dieta proteica que está haciendo no puede tomar alcohol.
—Habría que averiguar si se pueden alquilar ataúdes por un fin de semana y después devolverlos —agrega mi abuela.
—Como los trajes. Sería un gran negocio, mamá —dice él—. Si no existe, mañana en el entierro de Lito se lo proponemos al de la cochería.
Mi abuela agarra una manta y se sienta en el sillón al lado de mi abuelo. Bajan el dimmer de la luz y se quedan mirando Breaking Bad.
Varias horas después, cuando me levante a la madrugada para buscar agua, los voy a encontrar dormidos, con la tele prendida.