Los Gorila, sus vacaciones
Un matrimonio mayor, de vacaciones.

Folletín

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Ana y Roberto son un matrimonio octogenario de clase media acomodada. Pueden ser simpáticos y crueles, tiernos y odiosos. Pueden ser tus padres, tus abuelos, tus vecinos. Son Los Gorila. Y este es el primer episodio de una serie de aventuras que los tiene como protagonistas.

Escrito por Sofía Badia
Voz de la lectura

Ana Carabajal

Esta historia es simple: Ana y Roberto ya son grandes, viven en un piso confortable y viajan seguido al extranjero. Pero un día se muda con ellos Laquetejedi, una nieta millenial,  y las cosas cambian por completo. La chica, además, empieza a escribir sobre ellos en internet, como si sus abuelos fueran protagonistas de un documental de la National Geographic, y los bautiza los gorila. Sofía Badia, la autora de esta historia, es docente en talleres literarios. Con esta primera entrega de la saga «Los Gorila» le damos la bienvenida, a ella y —por supuesto— a sus extrañas y entrañables criaturas de ficción.


Episodio 1

Es sábado a la mañana y estoy durmiendo en la casa de mis abuelos cuando suena el timbre dos veces. Me despierto con el primer timbrazo pero no me levanto. Son las diez de la mañana. La casa todavía está a oscuras.

—Mamá, timbre —le dice mi abuelo Roberto a mi abuela Ana con voz de dormido. 

—¿Quién jode tan temprano? —contesta ella, sin intención de levantarse.

—Debe ser la quetejedi —responde mi abuelo.

—No creo.

—¿La escuchaste volver anoche? 

—Sí, papá, si nos apagó la tele…

La quetejedi soy yo. Ayer salí a comer con amigos y cuando volví a las tres de la mañana, mis abuelos todavía estaban despiertos, cabeceando, mirando la segunda temporada de Breaking Bad. Suena el timbre por tercera vez. Mi abuelo prende el velador. 

—Entonces es el cuento del secuestro. No atiendas. 

—A ver, esperá —mi abuela manotea su celular desde la cama. Escucho mi teléfono vibrar sobre mi mesa de luz. La pantalla se ilumina y aparece la foto de WhatsApp de mi abuela: una selfie en las Cataratas del Niágara, empapada con un piloto de plástico. 

—¡Estoy acá! —les grito desde mi cuarto mientras rechazo la llamada. 

—¿Estás despierta y no atendés el portero? ¡Puede ser importante! —contesta mi abuelo. 

Ahora suena el teléfono de línea.

—¡Pero la puta, che! Parece que estamos todos —mi abuelo se levanta, agarra el inalámbrico y se mete en el baño—¿Hola? —prende el extractor y cierra la puerta. 

Abre la puerta.

 —¡Mamá, es para vos! ¡Santiago! 

—Traeme. 

— ¡Ya estoy sentado!

—Cortá que lo llamo yo —dice mi abuela y agarra de nuevo su celular. 

—¿Hola Santiago? ¿Cómo que estás abajo? Nueve de la noche dijimos, Santiago, no nueve de la mañana. Si sabés que siempre viajamos de noche —. Mi abuela tapa el teléfono con una mano y suspira —No me sirve ni para espiar. 

Santiago es egresado de la escuela de educación especial que mi abuela fundó y dirige. Hace diez años que Santiago trabaja en la fotocopiadora del colegio y a veces hace mandados para mi abuela. Este año sacó el registro de conducir y se ofreció a llevarlos a Ezeiza en la camioneta de mi abuela. Hoy arrancan las vacaciones de invierno y, como todos los años, mis abuelos viajan a Miami a visitar a uno de sus hijos—mi tío—que vive allá. 

—Andá a hacer tiempo, llevate la Jeep al lavadero. ¿Tenés las llaves del portón? —le dice mi abuela a Santiago.

La Jeep, como le dice ella, se la regaló mi abuelo el año pasado, para el aniversario número cincuenta de casados. Fueron juntos al concesionario a probar diferentes modelos, siempre de camioneta porque dicen que usar auto es de remisero, no importa la gama. Terminó eligiendo una Jeep Renegade que tiene la altura justa para que pueda subirse sin esfuerzo, versus un modelo un poco más económico pero más alto que era, según ella, como andar montada arriba de un caballo de Troya. Pero ahora, unos meses después, ya casi no la usa porque dice que manejar le hace perder el tiempo. Prefiere ir al trabajo en taxi y responder mails en el camino.

Mi abuela corta con Santiago y se levanta. Sube la persiana, ventila la habitación, y empieza a sacar zapatos del placard que lleva al cuarto de invitados, donde ya está separada sobre la cama toda la ropa que van a llevar. Le toca la puerta del baño a mi abuelo. Mi abuelo sale del baño en una bata de toalla y se va para su estudio. Sé que va a hacer el recuento de whiskies porque cuando mi abuela lo llama para que vaya a ver las valijas, de pasada desliza un papelito por abajo de mi puerta. Tiene escrito el número veintidós. 

—El que consume, repone —dice y se va para las valijas. Mi abuelo hace años que dejó de tomar y también de fumar para mantenerse en forma y poder jugar bien al golf a su edad. No le interesan tanto las botellas coleccionadas como molestarme.

—Dejate de joder, papá, dejale uno.

—Lo voy a pensar. ¿Con qué arranco? —pregunta mirando las pilas de ropa sobre la cama. 

Hacer las valijas fue siempre tarea de mi abuelo. Mucho antes de que apareciera Marie Kondo, mi abuelo ya usaba el método de hacer rollito para que la ropa no se arrugara y ocupara menos lugar. Lo aprendió de su papá, mi bisabuelo, que era marino mercante y viajaba mucho a Japón. 

Mi abuela le pasa las cosas y él las va metiendo en las valijas. Cuando una valija está por la mitad, frenan, la cierran y la pesan. Para pesar una valija, primero se sube mi abuelo a la balanza y se pesa él. Después, anotan el número y mi abuelo se vuelve a subir sosteniendo la valija en una mano. Por último, restan el peso de mi abuelo del peso total y eso les da el peso real de cada valija. Cuando terminan, él se pone a hacer el web check-in y mi abuela aprovecha para venir a hablarme. 

—¿Sonaste? —me pregunta. 

—No, abuela, pero todavía estoy en fecha. Me puede venir en estos días. 

—Voy a buscar el teléfono de Bertucci para que lo tengas a mano en caso de que haya alguna emergencia —se refiere a si me tengo que hacer un aborto—. Le decis que sos la nieta del Dr. Figueroa.

—Que le diga nieta de Dupy, mamá —acota mi abuelo desde el otro cuarto. Así le dicen desde siempre sus amigos médicos y del club, por Dopey, el enano orejón de Blancanieves—. ¿Y qué pasó con el forro de la cartera, nena? ¿Venció? —pregunta.

Cuando era adolescente e iba a bailar mi abuela siempre me repetía que llevara un forro en la cartera porque ella por no tenerlo y estar demasiado caliente terminó embarazada de mi madre. Se tuvieron que casar con mi abuelo a los apurones para que nadie se diera cuenta.

—La cortan, por favor, no estoy embarazada.

—Mejor porque Bertucci desde que se jubiló está muy metido con lo de la magia y si le pedimos un favor vamos a tener que ir a ver el show —comenta mi abuelo desde el otro cuarto, enrollando una bermuda de palmeras. 

—Buscale la tarjeta igual —le dice mi abuela—. Más vale prevenir que lamentar. 

Un par de horas después ya están cambiados y listos para salir, tomando un té en el living y probando las llaves con los candados de las valijas. Se escucha desde la cocina la tele prendida en TN: hay paro de Aerolíneas Argentinas. Mi abuela se asoma a mirar. 

—Era cantado. Tal cual exacto el mismo circo de siempre —vuelve diciendo. 

—¿Cual? —pregunto. 

—Viajamos y hay paro—contesta mi abuelo—. Hace años que por Aerolíneas no se puede viajar. Pero a nosotros en esa no nos agarran más. 

—Ojo vos ahora cuando saques para las vacaciones, mucho descuento por internet de acá y de allá pero si el pasaje es por Aerolíneas es lo mismo que nada porque igual lo vas a pagar en malasangre. Acordate lo que te digo —me dice mi abuela. 

—Al estatal si está atravesado le importa todo un pedo —mi abuelo levanta las tazas de la mesa y las lleva a la cocina. Nosotras lo seguimos. 

—Te hacen paro de la nada y te tienen encerrado ahí arriba ya embarcado sin poder salir y ni al VIP te dejan pasar. Contale, papá, de aquella vez que nos tuvieron horas en tránsito —le dice mi abuela.

—Ni bebida nos trajeron. Tuvimos que cargar agua de la canilla para tomarnos un Rivotril —retoma mi abuelo poniéndose los guantes de goma para lavar. 

—Encima iban cambiando de turno y todo volvía a empezar. Las otras aerolíneas, con mejor o peor servicio tienen otra bajada, viste, no hay tanto entongue gremial. 

—Te daban el marcador para dibujarte la raya del culo, eso si. Horas sentados. Otra que la mano invisible…el fibrón indeleble del sindicato era esto. 

—¿Y los asientos de iglesia de los aviones? —agrega mi abuela. 

—Bueno, American Airlines tampoco es el comfort… —digo yo. 

—Si, pero un semi business zafa. No será como la de los reyes petroleros —se refiere a Emirates—, es cierto, pero por Aerolíneas no viajo ni aunque me armen un jet privado —dice mi abuelo, acomodando las tacitas en el secaplatos. 

—Ni aunque me digan le pongo una turbina a tu departamento y te lo hago volar; si es darle guita a Aerolíneas, mucho gusto… nos vimos en Calamuchita —remata mi abuela. 

—¿Qué hora es, Ana? Mira si hay demoras para entrar al aeropuerto. 

Faltan diez minutos para que Santiago los pase a buscar y mi abuela lo llama para confirmar. 

—¿Santiago? ¿Por dónde andas? Vamos bajando. 

—Anita estoy a una cuadra, pero lamentablemente no los voy a poder llevar con la camioneta porque me distraje con unos perritos. Los llevo en taxi. 

Cuando Santiago se fue de la casa de mis abuelos dejó la camioneta en el lava autos y se fue a una plaza a hacer tiempo. En el camino se encontró con unos cachorros en adopción y se puso a jugar. Cuando vió la hora, el lavadero ya había cerrado y la camioneta había quedado estacionada adentro. 

—Pero no se preocupe Anita, el lunes lo resuelvo. 

—Te voy a matar, Santiago, para ir en taxi vamos solos —mi abuela le hace gesto a mi abuelo de que vaya pidiendo el ascensor. 

—Me parecía lindo de mi parte acompañarlos, pero si prefiere me quedo —contesta Santiago y corta. 

Mi abuelo se va del living apurado y dice que quiere terminar de atender unos asuntos, que únicamente significa que se esta cagando, entonces para adelantar, ayudo a mi abuela a bajar las cosas. Santiago está en la puerta, al lado de un taxi con balizas, que tiene el baúl abierto. 

—Ni para espiar  —acota mi abuela por lo bajo cuando lo ve desde el palier. 

Santiago le agarra una valija y la saluda con un abrazo. 

—Buen viaje, Anita, saludos al hijo. Y si ve algo de librería en oferta traigalo, que lo vendemos en la fotocopiadora. 

—Gracias Santiago, andá yendo. 

Mi abuelo baja con las demás valijas y nos despedimos los tres. Espero a que se vayan y vuelvo al departamento. La casa está reluciente y silenciosa. Cuando voy para mi cuarto, sobre la cama me encuentro con un VAT 69 y una tarjetita gris que dice: Emilio Bertucci, Mago & Ginecólogo. Pegada a la caja.


Escrito por Sofía Badia
Voz de la lectura

Ana Carabajal

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