Crónica narrativa
Los suicidas
La Universidad de Cornell (New York) carga con la tasa de suicidios más alta de Norteamérica. Edmundo Paz Soldán tiene allí una cátedra y nos explica el fenómeno, muy desde adentro.
Todo comenzó, o al menos lo recuerdo así ahora, una tarde nublada de 2003 en el pueblo de Ithaca, en upstate Nueva York. Era uno de esos días grises en los que se especializa esta región más cerca de Canadá que de Manhattan. Tammy, la californiana con la que estaba casado desde 1998, llegó con una carpeta de su trabajo en Ithaca High, un colegio donde enseñaba literatura. Me dijo que se trataba de recortes de prensa de una serie de tragedias que habían ocurrido más de cinco años atrás en Dryden —a veinte minutos de Ithaca—. La mujer que le había dado la carpeta era su compañera de trabajo y quería que entendiera por qué estaba siempre deprimida. La historia que le contó involucraba accidentes y suicidios de chicos de la promoción de un colegio, entre ellos su hija: ocho muertes en menos de un año, muertes que habían provocado que uno de los sobrevivientes dijera que parecía que estaban viviendo en un pueblo maldito digno de una novela de Stephen King. La hija de la compañera de trabajo de Tammy había muerto carbonizada cuando el coche en el que retornaba a casa una madrugada chocó contra un camión.
Yo por entonces era profesor de literatura latinoamericana en la universidad de Cornell. Tenía un hijo de tres años y estaba embarcado en esa desesperada y ansiosa carrera académica por conseguir la permanencia (tenure). Escribía ensayos de análisis literario y trataba de publicarlos en revistas académicas, y enviaba resúmenes de artículos a congresos con la esperanza de que fueran aceptados y me invitaran a presentarlos. También enseñaba y escribía novelas ambientadas en Bolivia, mi país natal, que siempre giraban en torno a la problemática social y política. Tenía peleas constantes con los críticos de mi país acerca de lo que se entendía por «literatura boliviana», discusiones que ahora se me antojan bizantinas y que tomaba muy en serio porque se referían a ciertos dogmas sobre lo que un escritor boliviano podía y debía escribir y lo que no.
Había llegado a Ithaca en 1997 después de terminar un doctorado sobre literatura latinoamericana en Berkeley. Berkeley era mí paraíso perdido: un lugar soleado con mucho activismo político y en el que había aprendido que podía ser feliz en los Estados Unidos. Por eso, cuando me entrevisté con el comité de Cornell en busca de trabajo, la mención de que Ithaca era «la Berkeley de la Costa Este» terminó por convencerme; Ithaca, decían, era tan liberal como Berkeley, incluso imprimía su propio dinero. Aparte, por supuesto, estaba el prestigio mismo de Cornell como una de las universidades de la «liga de la hiedra» (Ivy League), establecimientos de la Costa Este que incluían a Harvard y Yale.
Comenzaba mi contrato en agosto del 97 pero visité Ithaca tres meses antes, en busca de un piso. Estábamos a principios de mayo y nevaba; eso debió haberme dicho algo acerca de las diferencias entre Ithaca y Berkeley, pero no hice mucho caso. Para mí bastaba haber conseguido trabajo en una universidad de alto nivel. Era en el fondo un provinciano, alguien que se dejaba impresionar por los nombres reputados.
Mis primeros meses en Ithaca aprendí algunas cosas. Cornell era, como se decía, la universidad de las Ivies más fácil para entrar y más difícil de salir: tenía un nivel de estudios muy alto, quizás más que el de Berkeley. Sospechaba que eso se debía a que Berkeley pertenecía a una inmensa área metropolitana que incluía a San Francisco y Oakland, por lo que la vida allí no se reducía a lo académico. Ithaca, en cambio, era una comunidad de sesenta mil habitantes «centralmente aislada», por lo que todas las ciudades interesantes de la zona —Nueva York, Boston, Filadelfia, Washington— quedaban por lo menos a cuatro, cinco horas de distancia en coche.
También estaba el mito de que Cornell era la universidad de las Ivies donde más estudiantes se suicidaban. Lo que me contaban: Cornell no solo te deprimía, sino que te proporcionaba los medios necesarios para suicidarte una vez que te deprimías. La universidad estaba enclavada en una colina sobre el pueblo. La colina estaba flanqueada por gargantas de vértigo sobre las cuales había puentes que conectaban a la universidad con el pueblo; casi todos los estudiantes que se suicidaban elegían tirarse de uno de esos puentes, caer entre las rocas de los arroyos que fluían apacibles al fondo de las gargantas. Imaginaba una escena digna de Cumbres borrascosas: en el invierno de días en que oscurecía a las cuatro de la tarde, un estudiante agobiado por los estudios se asomaba a la ventana de su residencia universitaria y se encontraba con el viento, la nieve, la niebla y los precipicios. Parecía inevitable la atracción al vacío, las ganas de salir de la habitación y dirigirse al puente, el salto mortal.
Y sin embargo me costaba entenderlo. Desde niño ver sangre me había producido náuseas; no me era fácil meterme en la cabeza de aquellos que querían quitarse la vida. Vivía lejos de casa desde hacía más de diez años; había extrañado, sufrido, tenido crisis existenciales, pero de ahí al suicidio había un largo trecho. Así que todo me parecía un mito pintoresco que repetía con facilidad a mis amigos en otras partes del mundo, para impresionarlos. Un mito con el que yo no me relacionaba. O sí, pero de una manera liviana, como decir que en tu pueblo es donde se inventó el sundae (otro de los mitos de Ithaca). De modo que, los primeros semestres en Cornell, uno de los textos que enseñé más veces fue un cuento de Carlos Fuentes en La frontera de cristal. Se llamaba «La pena» y estaba ambientado en Ithaca. Trataba sobre un estudiante mexicano que descubría su homosexualidad en Cornell y mencionaba el tema de los suicidios. Fuentes había sido profesor visitante de Cornell a mediados de los ochenta, la leyenda que le había llegado era la misma que yo manejaba. Reconfortaba que la literatura legitimara un lugar común. Cuando llegaba al párrafo de los suicidios, miraba a los estudiantes con una sonrisa pícara, buscando su complicidad. Estábamos en Ithaca y todo eso nos parecía una leyenda urbana, ¿verdad?
El primer semestre de 2004 se suicidó uno de los alumnos de Tammy en Ithaca High. También comencé a tener problemas con ella. Los dos hechos no estaban relacionados.
El alumno de Tammy se llamaba Isaac, tenía diecisiete años y era un estudiante popular. Era rubio y alto, muy querido por todos. No era particularmente guapo, no era de los conquistadores, pero atraía su extrema sensibilidad, la forma frágil con que se relacionaba con el mundo. Todo él era empatía: le dolía lo que ocurría a su alrededor. Hacía suyos los problemas de los otros y también los grandes problemas del medio ambiente, las guerras, el mal. Era un chico melancólico, alguien que se podría identificar como emo, aunque en él eso no era una pose.
Dicen que una tarde Isaac se acercó a la bibliotecaria de Ithaca High y preguntó por los nombres de los puentes de Ithaca. Escogió uno de esos puentes y se tiró de ahí. Tammy sufrió mucho; sufría por una gran pérdida —el potencial de Isaac—, pero también por las charlas que había tenido con él sobre el estado del mundo, por lo que ahora ella entendía como llamadas desesperadas en busca de socorro. Había hablado con él, lo había escuchado, pero sus respuestas no evitaron el suicidio. Yo le decía que no se culpara, que ella no tenía nada que ver, que no se esforzara por hallar una lógica retroactiva para entender lo ocurrido, por leer el pasado en función del presente, pero supongo que era inevitable que lo hiciera.
Ese semestre Tammy y yo entramos en crisis, al menos de manera explícita: ya se sabe que estas cosas no ocurren de la noche a la mañana por más que sorprendan cuando ocurren. Estábamos juntos desde el 96, cuando nos conocimos en Berkeley; nos casamos el 98, nuestro hijo había nacido el 2000. La presión del trabajo y la crianza de un niño desgastaron la relación. Acababa de conseguir el tenure y reconocía que mis años de dedicación académica habían hecho que no me enfocara en nuestra relación. Tampoco era fácil hacerlo con un hijo que no había cumplido los cuatro años y cuyo cuidado nos dejaba sin muchas energías para la pareja. Un amigo psicoanalista me había dicho que con la llegada del hijo la energía libidinal se desplazaría a él; no lo entendí del todo hasta muy después de que ocurriera, y cuando lo hice ya era tarde.
Una de las salidas que tuvimos para la crisis fue que yo aceptara dirigir por un año el programa de estudios de Cornell en Sevilla. Aparte del trabajo y del cuidado del hijo, pensábamos que nos ayudaría escapar de uno de los largos inviernos de Ithaca —comenzaban en octubre y terminaban en abril—, que provocaban pulsiones que informalmente se agrupaban con el nombre de cabin fever: una sensación opresiva de hallarse bajo estado de sitio, viviendo en un pueblo fantasma y con un mal humor acumulado que se dirigía a las personas que uno tenía más cerca. Reconocía que el frío no me molestaba tanto como la falta de luz (los doctores recomendaban lámparas de «luz azul» que compensaban la falta de rayos ultravioleta en la piel); esa falta de luz, decían, era culpable de la semidepresión en la que vivían casi todos los habitantes de esa zona. Una zona, por lo demás, económicamente hundida (gracias a Cornell, Ithaca era una excepción). Binghamton, Syracuse y las otras ciudades de la región hacía tiempo que habían dejado atrás sus años de gloria; hay que leer a Joyce Carol Oates y a Russell Banks, los dos grandes novelistas de ese territorio, para entender cuán deprimente es upstate New York.
Así fue que cambiamos Ithaca por Sevilla. Y fuimos felices por un año, o al menos parecía. Digo «al menos» porque ese año pensé obsesivamente en el suicidio de Isaac y en el de los adolescentes a los que hacía referencia la carpeta de la colega de Tammy. Yo llevaba a Ithaca conmigo. O mejor: quizás esos suicidios eran una forma desplazada de articular lo que ocurría en mi relación con Tammy, ese espacio sombrío al que habíamos ingresado. No lo sé a ciencia cierta. Pero sí: pensaba en la primera muerte de la serie de Dryden, la del estudiante de fútbol americano en su coche. Tiempo después, su hermano moriría en un accidente demasiado similar, con lo que no era difícil concluir que había sido premeditado. Después se suicidaría el amigo de una de las cheerleaders violadas y asesinadas por un psicópata que había sido soldado en la primera guerra del Golfo. Y luego se suicidaría el psicópata. Imaginaba todas las muertes, imaginaba los accidentes y los asesinatos y los suicidios. ¿Qué debía pasar por tu cabeza para matar a alguien? ¿Cómo tenías que sentirte para decidir quitarte la vida?
Una tarde, mientras volvía del trabajo en las oficinas del centro —frente a la torre de Oro—, me descubrí escuchando en mi cabeza las voces de los adolescentes muertos. Cada uno contaba su parte de la tragedia, como si se tratara de una obra teatral en la que los actores salían a declamar sus líneas y luego se retiraban del escenario. Y se me ocurrió que tenía una novela entre manos. Dije: diez capítulos, diez monólogos, todos debían terminar con la muerte de quien monologaba. Releí Mientras agonizo, una novela de Faulkner de la que recordaba esa estructura, y descubrí que en esa novela quienes se hacían cargo de narrar un capítulo a veces volvían a hacerse cargo de otro. Yo también debía ser flexible.
Hablé con amigos que me trataron de convencer de que en realidad debía escribir un libro de no ficción a la manera de A sangre fría. Releí a Truman Capote. A ratos me tentaba la idea, pero luego se me venía a la mente la amiga de Tammy y me daba cuenta de que no tenía el temperamento que se necesitaba para sentarme frente a ella y hacerle preguntas para que me contara de su hija muerta. Tenía pudores y escrúpulos para eso pero no para apropiarme de la historia. Me bastaba con saber los hechos; para todo lo demás, prefería inventar la psicología de los personajes.
En Sevilla me embarqué en la escritura de Los vivos y los muertos. Sería fiel a los hechos, los ambientaría en un pueblo universitario llamado Madison (trasunto de Ithaca, pero con la atmósfera más conservadora de Dryden) y trasladaría las fechas una década, del 96 al 2006. Era mi novela sobre Ithaca, pensé, la que reflejaría casi una década de vida en ese pueblito. Una novela que no veía como algo personal o una exploración de mi intimidad, aunque de algún modo todas las novelas lo sean. Para eso, para que Los vivos y los muertos se convirtiera en un libro muy íntimo, todavía tenían que ocurrir algunas cosas importantes: volver a Ithaca, sufrir el suicidio de uno de los estudiantes que aconsejaba, tener yo mismo una crisis que me llevaría a vivir en carne propia el deseo de suicidarme.
Park era un estudiante de ingeniera recién llegado a Cornell en el otoño de 2005. Tenía dieciocho años y los ojos escurridizos y un cerquillo que le cubría le frente. Haría un B.A. en una de las ingenierías, pero como todavía no había declarado su major, yo le fui asignado como consejero hasta que lo declarara. En general ese proceso no tardaba más de un año.
Como era el procedimiento rutinario en Cornell, Park vino a verme a principios del semestre para decirme qué clases pensaba tomar. Todo me pareció normal, así que aprobé sus clases.
Meses después recibí una carta de uno de los profesores de matemáticas de Park, en la que se me comunicaba que Park debía dejar la clase para evitar una mala nota. Me comuniqué con Park por correo electrónico, me contó que había tenido un semestre pesado; le dije que era normal dado que era su primer año en Cornell. Quedamos en que dejaría la clase.
A fines de noviembre Park me escribió para darme una lista de las clases que pensaba tomar el siguiente semestre. Le contesté que ese no era el procedimiento adecuado, que debía venir a mi oficina. Ese día no hubo respuesta. El siguiente tampoco. Me sentí mal: quizás había sido muy drástico. Sabía que no todos mis colegas eran tan rigurosos con eso de las reuniones, que aparecían como meras formalidades. Pensé en el buen Park, un estudiante coreano lidiando con la presión de Cornell, y decidí aprobar sus cursos por correo electrónico. Le dije que no lo volviera a hacer, que el próximo semestre tenía que venir a mi oficina.
No hubo respuesta. ¿Se habría enojado conmigo? Dos días después, me contactaron los abogados de la universidad para informarme que Park se había suicidado. Me quedé seco. Me pidieron que les contara todo lo que sabía de Park, se preocuparon al ver que yo no había seguido el procedimiento correcto. El padre de Park llegaría a Ithaca en un par de días a recoger el cuerpo de su hijo; debía estar preparado para hablar con él si lo requería. A los abogados les preocupaba la posibilidad de que el padre decidiera enjuiciar a Cornell; en una cultura de litigantes como la norteamericana, que yo no hubiera seguido el procedimiento correcto podría dar pie a que un buen abogado concluyera que había razones suficientes para pelearla en la corte. Los abogados me dijeron que no debía mentir, que simplemente contara lo que sabía. Me alegré de que no me pidieran que me quedara callado, como hacían los abogados de las series de televisión.
No dormí bien esas noches. Imaginaba cómo sería mi encuentro con el padre de Park, lo que me diría. Me recriminaba no haber obligado a Park a venir a mi oficina, como si eso hubiera sido suficiente para evitar el suicidio. Ahora era el turno de Tammy de consolarme diciendo que yo no podía haber hecho nada, que era imposible meterse en la mente de un suicida. Tenía razón, pero yo no podía dejar de reprocharme mi conducta.
La leyenda de Cornell y los suicidios regresó a mí con fuerza. Desde que la universidad había sido creada en 1868, muchos se habían preguntado por qué Ezra Cornell había querido fundarla en un lugar tan aislado, entre esas dos gargantas tan peligrosas. De todos los casos que había leído me atraía el de Shirley Slavin, una chica de diecisiete años que llegó a Ithaca con su madre para comenzar la universidad, y una mañana después de apenas unos días, se acercó a un estudiante, le pidió que le agarrara los libros, y luego corrió a uno de los puentes y se lanzó. Acababa de llegar y no era invierno, lo que me hacía pensar que no se había suicidado por culpa de Ithaca. Quizás por eso me atraía su caso: quería cerciorarme de que no había razones deterministas que conectaran a Ithaca con el suicidio. Sí, era irracional, se trataba de una leyenda negra, pero ya sabía que su peso en nuestra imaginación podía ser más fuerte que todos los hechos puros y duros que pudiéramos convocar para hacer algo de equilibrio.
Al final nunca conocí al padre de Park: estaba tan avergonzado que no quiso ver a nadie. Llegó a Ithaca, recogió el cuerpo de su hijo, volvió de inmediato a Corea. Igual, el incidente se quedó conmigo durante un buen tiempo. De hecho, no creo que se haya ido del todo.
Terminó el 2005. El 2006 explotaron mis problemas con Tammy. En marzo nos separamos. Me fui a vivir a un piso cerca del aeropuerto; tenía el colchón en la cama y los libros en cajas. El invierno arreciaba y cuando venía mi hijo de cinco años a quedarse conmigo, veía en su cara que quería consuelo pero no se lo podía dar: yo era el inconsolable. Jugábamos a las espadas y con cartas de Pokemón; a veces él me despertaba a la medianoche para pedirme que lo llevara a casa de su madre, y otras, cuando lo llevaba de vuelta con ella, se amotinaba en el coche porque quería quedarse junto a mí.
Seguimos así hasta julio, mes en el que decidimos volver a intentarlo. No fue una decisión acertada. Duramos hasta mediados de septiembre y volvimos a separarnos. Fueron días de confusión, en que comenzaba consultando con un abogado y terminaba hablando con Tammy por teléfono. La soledad no era buena consejera y los recuerdos me hacían extrañarla. A veces iba a comer con ella y otras quería estar solo. Un viernes mi abogado me dijo que tenía redactados los papeles de la separación, que solo me faltaba firmarlos. Decidí esperar unos días.
En este punto del relato me doy cuenta de que hay partes de la historia que no sé cómo contar. Todas las historias de separaciones se parecen, me digo, con esas idas y venidas hasta tomar la decisión final. Debería contar esas idas y venidas. Pero quizás eso no agregue nada a lo que ya se sabe de los matrimonios en crisis. Quizás deba escribir, simplemente, que algo ocurrió, y que volví a casa y no fue la mejor de las decisiones y poco tiempo después estaba sumido en la depresión.
Esos días el tiempo pasaba lentamente. Yo era como un fantasma deambulando por la casa; me hallaba emocionalmente inalcanzable, y Tammy lo sabía. Una vez discutimos sentados en el suelo de la cocina; otra, yo trataba de leer los poemas de Elizabeth Bishop cuando ella salió de la ducha y quiso hablar conmigo y se puso a llorar. Hubiera querido ayudarla; no podía hacerlo.
Fui al doctor, que me recetó un antidepresivo llamado Zoloft. Lo tomé ese mismo día. Por la noche, estaba leyendo en la cama cuando sentí que mi cuerpo cambiaba de temperatura, que una oleada fría me recorría la piel. Imaginé los cuchillos en la cocina y tuve ganas de ir a buscarlos. Hice todo lo posible por no moverme, y le pedí a Tammy que fuera a esconder los cuchillos.
Más tarde me acordé de los antidepresivos y quise metérmelos todos a la boca. Tammy tuvo que ir a esconderlos.
Tenía miedo a moverme de la cama. Mi cuerpo cambiaba del calor al frío. Pensé lo peor. Quise dormirme y no pude. Estuve despierto toda la noche. A eso de las dos tuve una visión: la de mi cuerpo rompiendo la ventana del cuarto y cayendo pesadamente en la acera. Tammy dormía y yo traté de tranquilizarme. No es verdad, me dije, no es verdad. Pero el impulso de levantarme y tirarme por la ventana era real.
Rogué que el pánico se me pasara pronto. Duró alrededor de media hora.
Temprano a la mañana siguiente, llamamos al doctor para contarle lo ocurrido. Me dijo que no tomara más Zoloft y que fuera por su oficina, me daría otro antidepresivo. Me vino un ataque de ansiedad y decidí que, pasara lo que pasara, no tomaría una pastilla más. No fui a la oficina.
Poco después hablé con un amigo y él me dijo que la situación era preocupante si estábamos hablando de impulsos suicidas. Que debíamos tomar una decisión antes de que fuera tarde. La siguiente ya sería el hospital, y quién sabía.
Me descubrí asintiendo. Nunca había pensado que llegaría a esa situación.
Tammy y yo pasamos la navidad juntos y nos separamos antes de año nuevo.
El primer semestre de 2007, solo en Ithaca
—Tammy se había ido a California, donde sus padres, con nuestro hijo—, volví a mi novela. Iba a escribir a un café, sobre todo durante las horas en que en mi casa solía haber bulla cuando estaban Tammy y mi hijo, de cinco de la tarde a nueve de la noche (a veces me quedaba solo viendo televisión y escuchaba la voz de mi hijo a mis espaldas y me daba la vuelta y no había nadie; parafraseando a Arreola, mi hijo se había vuelto un fantasma y yo era el lugar de las apariciones). Y de pronto la escritura se volvió catarsis y un relato con muchos guiños al género policial se me convirtió en algo personal. Incluso la nieve que caía incesante en los inviernos de la región adquirió otro sentido: caía sobre los vivos y los muertos, como en el cuento de Joyce, nos enterraba a todos por igual. Pero en esa igualdad había diferencia. Una novela sobre vivos no tan vivos y muertos no tan muertos; un libro sobre la pérdida, sobre mi pérdida.
Me había parecido casi imposible de entender el deseo de irse de este mundo por voluntad propia; ahora sabía que, en determinadas circunstancias, ese deseo podía visitar a cualquiera. El impulso del suicidio estaba en cada uno de nosotros, era parte fundamental de nuestra condición; lo curioso ahora era que a alguien no se le hubiera cruzado esa idea alguna vez en la vida. En esa última versión, Los vivos y los muertos era un relato de mi crisis, y su escritura era también un intento de superar la crisis.
Muchas veces he pensado en Isaac y en Park y también en esa noche en que el suicidio cruzó por mi cabeza. Ya no me enorgullezco de que Cornell sea la universidad de los suicidios y tampoco lo veo a broma, aunque entiendo a quienes lo hacen. Todos los lugares tienen leyendas que los marcan y esta es la nuestra, a pesar de que hoy ni siquiera las estadísticas la corroboren (el promedio de suicidios en Cornell no es superior a la media nacional). De hecho, nunca la corroboraron. Pero ya lo sabemos; una cosa es la verdad, otra lo que hacemos con ella. Y yo puedo quejarme de esa leyenda, pero también sé que con mi novela he contribuido a ella.
Tammy y yo nos divorciamos a fines de 2008.