Artes populares
Un amor que continuará
De Los tres chiflados a Seinfeld, el mapa de nuestra vida está surcado por series. Bernardo Erlich nos cuenta por qué. Y lo hace con la pluma, la espada y la palabra.
Las series fueron la patria de la infancia. La televisión llegó tarde a nuestros países, y más tarde aún a nuestras casas. Llegó en forma de aparato enorme de madera lustrada, con una ventana gruesa en blanco y negro que nos mostraba el mundo de la aventura y la ilusión. Pero en lugar de alegrarnos, nos enfermamos. ¡Tendríamos que ver todos los programas desde el principio de la tele, y nunca nos pondríamos al día! Mi madre me tranquilizó:
—Eso será cuando inventen los discos extraíbles.
La tele tenía un horario fijo y un menú acotado: el noticiero, una telenovela, una película, dibujos animados… y el resto eran series. Ah, las series. En treinta minutos de comedia, o en una hora de drama, visitabas otras tierras, viajabas en el tiempo, peleabas en la segunda guerra o te tiroteabas con cuarenta forajidos y después galopabas hacia el atardecer. Era como leer un libro de aventuras de a un capítulo por semana, y con más emoción.
Las series nos enseñaron el mundo mucho antes que los diarios o la política. Uno sabía, desde chico, que Norteamérica era un lugar hostil en el que un médico honrado y solidario como Richard Kimble tenía que andar escondiéndose. No hizo falta que nadie nos tirara abajo el sueño americano; bastaba ver a «El Fugitivo» ayudando a gente que después lo denunciaba, para conocer el lado oscuro de los sesenta, como después sólo volveríamos a verlo en Mad Men. Tengo la sospecha de que, en algún momento, Don Draper se cruzará en el tren que lo lleva a los suburbios con un pasajero que es, en realidad, un médico prófugo en busca del hombre manco que mató a su mujer.
La tele, por entonces, estaba llena de médicos. Ahora también. Pero a nosotros nos desconcertaba «Ben Casey» de la misma manera que ahora nos incomoda «House». La apertura de la serie era una mano que dibujaba con tiza unos signos en vertical, mientras la voz del protagonista decía «hombre…, mujer…, vida…, muerte… Infinito». Me hipnotizaban esos cinco trazos. Yo veía la mano de Ben Casey con la tiza y soñaba con ser dibujante. Lejos de prohibirme tantas horas frente al aparato —como iban a recomendar más tarde los psicólogos— mi madre me veía colgado a «Centro Médico» y los ojos se le llenaban de lágrimas:
—Shhh… No lo molesten. ¡El nene quiere ser doctor!
Las series nos enseñaron el mundo mucho antes que los diarios o la política. Uno sabía, desde chico, que Norteamérica era un lugar hostil en el que un médico honrado y solidario como Richard Kimble tenía que andar escondiéndose.
Cambiaron mucho las series médicas, desde esas épocas a ahora. Está bien: los hospitales y sanatorios siempre fueron una excusa argumental para desarrollar una historia de amor. Pero una cosa era la jefa de enfermeras profesando hacia el médico un amor imposible (como el de Moneypenny y James Bond) y otra cosa es «Grey’s Anatomy». ¿Cuál es la premisa argumental de esta serie? Se juntan ocho o diez personas repartidas entre ambos sexos, se les pone uniforme de cirujano y se las deja aparearse unos a otros a lo largo de siete u ocho temporadas. Parece un teleteatro, pero es un experimento sociológico: la tasa de intercambio resulta increíble. Al punto que algunos saltan la valla y se relacionan con gente de su mismo género. Así, de puro aburrimiento.
Eso sí: nada reemplazó la tiza de Ben Casey hasta que aparecieron los fibrones y rotuladores de House. Si la leyenda urbana dice que Vincent Edwards era un actor inexpresivo que tenía un ojo de vidrio, la pantalla muestra que House es un rengo con mal humor. ¿Qué es «House MD»? Una serie de detectives. ¿Pero no era de médicos? También. ¿Perdón? Es que los géneros cambiaron mucho.
Gregory House es un médico con un cerebro privilegiado, que juega al detective con enfermedades fuera de toda lógica. Como todo genio, es agrio, pero a su vez cojea, por culpa de un infarto muscular que tuvo en la pierna. ¿Es necesario recargar un personaje de ese modo? Parece que sí. Veamos: el protagonista de «Monk» es un detective también brillante, pero sufre un trastorno obsesivo compulsivo que le dispara fobias disparatadas. «CSI Las Vegas» es un equipo forense de escena del crimen dirigido por Gil Grissom, un hombre digno del renacimiento, cuya pasión es la entomología. Y podemos seguir hasta la noche: «Luther», un policía gigante perturbado por la ira. «Big Love», una acuarela familiar de un marido con tres esposas; «Lost», un cruce de historias, épocas y misterios que escapa a cualquier categoría; la flamante «Zen», un policía italiano con nombre oriental y producido por la BBC.
Pero esto tampoco es nuevo. La primera vez que un personaje extraño nos subyugó en una serie fue el señor Spock en «Star Trek». El capitán Kirk era un cowboy al comando del Enterprise —la nave soñada— y su primer oficial un hombre flaco, de orejas puntiagudas, flemático, parco, de piel verdosa y fuerte control emocional. Cuando le pregunté a mi padre de qué planeta venía Spock, me respondió sin dudar:
—Es inglés.
Ah, los extravagantes británicos. Mientras los espías norteamericanos reclutaban gente de poco diálogo y mucha acción, «Los Vengadores» eran un par de sibaritas. John Steed un caballero de paraguas y bombín, y la señora Peel una mujer enfundada en un traje de cuero que heredaría después Gatúbela; los dos desplazándose por un territorio delirante, más digno del submarino amarillo que del servicio secreto de Su Majestad.
¿Cómo reconocemos a una serie inglesa de una norteamericana? Fácil: los actores hablan como con una papa en la boca y la historia te dice más en menos capítulos. Si la famosa serie «24» se hubiera rodado en Inglaterra, se habría llamado «6». Una serie de nerds disfuncionales, que en el Reino Unido se llama «The IT Crowd» y dura tres temporadas de seis episodios, en Estados Unidos se titula «The Big Bang Theory», lleva siete temporadas y ni señas de terminar. En los siete capítulos de «Episodes» se disecciona al personaje de Joey Tribbiani con más certeza que en las diez temporadas de «Friends». Para los norteamericanos las producciones tienen que ser más grandes que la vida misma. Para los británicos, menos es más.
¿Pero es que amamos a las series por encima de las películas? No señor. Uno va al cine, con suerte y viento a favor, una vez por quincena, pero la tele está en casa y la vemos todos los días. Con una buena película experimentamos la seducción de los momentos intensos. Con una buena serie, cultivamos la persistencia del amor.
Nos prendamos de Ema Thompson y de Anthony Hopkins en «Lo que queda del día», es verdad, pero con los nobles Crawley de «Downton Abbey» nos disponemos a convivir.
Las series no te piden que te vistas para la ocasión, ni que salgas con tiempo de casa, ni que hagas fila para sacar entradas, ni que compartas con extraños dos horas de idéntica oscuridad. No. Las series son relajadas y permisivas. Saben que las vas a ver en pijama y en pantuflas, tirado en la cama o picando algo en el comedor. Es otra la relación que uno establece con un personaje que te acompaña todas las semanas, no importa si es una enfermera o un asesino serial.
¿Cómo reconocemos a una serie inglesa de una norteamericana? Fácil: los actores hablan como con una papa en la boca y la historia te dice más en menos capítulos.
Qué interesa si Kelsey Grammer es «Frasier», el psicoanalista obsesivo que conduce un programa de radio y tiene media hora de sitcom, o si encarna durante cincuenta minutos a un alcalde de Chicago —con enfermedad neurodegenerativa— en esa tragedia contemporánea llamada «Boss». Estará otra vez la semana próxima en Cuevana y es lo único que importa. Caen los bancos, se ponen en duda los mercados continentales, el cine se pierde por el camino de las remakes, pero en siete días, a la misma hora, «Louie» o «Boardwalk Empire» volverán a nuestras agendas de Espoiler TV.
Abramos, entonces, un paréntesis en los acontecimientos a los que la cultura otorga importancia, dejemos el cine a los críticos y hablemos de policiales que se alargan, de funebreros que se preguntan por la existencia, de mafiosos que van al siquiatra, de islas que desaparecen en medio del mar. Hagamos un hueco de treinta minutos, o de una hora, nos saquemos los zapatos y prendamos la compu o el televisor. Y hablemos nada más de las cosas que nos gustan.
En el «to be continued» está el pacto implícito de todas las series del mundo, y también de estas páginas de la revista: una promesa segura de futuro por compartir. Así que… continuará.