La mujer maravilla canta jazz
Linda Carter en un club de jazz. NYT.

Perfil de personaje

La mujer maravilla canta jazz

Lynda Carter, el primer sueño erótico de una generación, es ahora una sexagenaria que canta jazz. Mandamos a Diego Fonseca a un show en Washington, para que nos cuente todo.

Escrito por Diego Fonseca

Una noche de primavera, como si fuera cualquier día, doscientos adultos ansiosos se reunieron para que el pasado les cante.

Es viernes, es la capital de Estados Unidos y es el final de un día fresco y es, también, la sexta canción de Lynda Carter en la sala del Terrace Theater, en el piso superior del John F. Kennedy Center for the Performing Arts. Carter ha subido a escena a presentar su show «Cuerpo y alma» y se mueve por el tablado de madera con la entereza de quien se ha pasado la vida cantando, aunque para la mayoría de la audiencia no sea otra que La Mujer Maravilla, uno de los últimos superhéroes ingenuos de la última generación ingenua —la mía.

Carter coquetea con sus músicos, bebe agua y un instante después mira pícara a un lugar en el centro del teatro.

—Yo sé que están aquí por algo — bromea.

Todos respondemos con un «uh» largo, con aplausos y vivas y con algún chiflido altisonante descolocado. Entonces Carter amaga una y dos y tres veces y los gritos y los aplausos ascienden y cuando llegan al clímax, finalmente, sí, da una vuelta sobre sí misma, y abre los brazos en cruz y da otro giro y luego un tercero y ya.

Y no pasa nada.

Allí sigue una mujer mayor, madre de dos y esposa de uno, actriz casi retirada, bien protegida por el gimnasio y el cirujano, con las mismas calzas negras, botas grises, chaqueta con flecos y camisa blanca con las que subió a cantar. Pero por una fracción de tiempo, Carter sale de nuestra Siberia emocional y nos recuerda que una vez fue Diana Prince, la muchacha que tras los giros y un flash de utilería perdía el vestido largo y los anteojos y aparecía —cintura Barbie, muñequeras antibalas y lazo de la verdad— embutida en un pantaloncito-pañal estrellado, botas a gogó y un corpiño brutal.

Y entonces, cuando por un cachito el pasado nos devuelve a los setenta y a la tele en blanco y negro y volvemos a tener seis, ocho, once años y tomamos té con tostadas y acabamos de terminar —o no— los deberes, Carter arranca su séptima canción y nos transporta de nuevo al presente, fuera del candor de los años chicos. Como un público obediente, aplaudimos suavemente y dejamos, sin pedir más, que La Mujer Maravilla nos cante jazz.


¿Qué tenemos con el pasado?

La Mujer Maravilla original es parte de la patrulla de superhéroes americanos nacidos durante la Segunda Guerra Mundial en las páginas de DC Comics. Su primera misión en el papel de colores fue pelear contra alemanes, japoneses e italianos, que eran el Mal, para bien del Bien. La Mujer Maravilla se llamaba Diana y era la princesa de una isla paradisíaca llamada Themyscira, como la tierra de las amazonas de la Grecia clásica. En la serie de TV, que Carter protagonizó entre 1975 y 1979, la princesa venía de otro planeta pero, como en el comic, conservaba la habilidad de curar sus propias heridas y, como en la vida real, parecía no envejecer jamás.

La Mujer Maravilla de la tele había llegado al mundo de los mortales como una migrante ilegal. Cuando la serie comienza, durante la gran guerra contra los nazis, la princesa Diana rescata a un piloto americano cuyo avión cae en los límites de Themyscira. Cuando el aviador se recupera, la madre de Diana, la reina amazona, decide que sus guerreras participen de un juego olímpico para decidir la ganadora que devolvería al extraviado a Estados Unidos. Como la realeza no se mezcla con los plebeyos, la reina prohibió la participación de Diana en las batallas, cuya última prueba ganaría una amazona rubia enmascarada capaz de repeler balas con sus puños. Cuando la vencedora se presenta ante la reina y deja caer la máscara, cae también su peluca y en su lugar aparecen el rostro y el cabello morocho de la princesa. La madre entonces, previsiblemente bondadosa, acepta la enjundia de la hija y le permite emigrar a Estados Unidos en su avión invisible. Una vez en Washington, en la cabeza de Diana Prince —el nombre que elije para mezclarse con la humanidad simple—, dormita la idea de domesticar con mensajes de paz, amor e igualdad entre los sexos un mundo dominado por hombres rudos. Para hacer más efectivo el mensaje, Diana cuenta con una condición atlética excepcional —es ágil y veloz, fuerte al extremo de doblar acero y destrozar el concreto con sus manos—, un intelecto capaz de absorber conocimientos en segundos y posee el imprescindible don de la inmortalidad. Pero aun así, la princesa Diana debe aprobar el examen de recién llegado a Estados Unidos y, antes de que el hombre a quien salvó la emplee como su asistente, tendrá que juntar dinero para vivir utilizando sus puños antibalas como atracción en una feria de variedades. Dicho de otro modo: bienvenida a América, chica maravilla.

La Mujer Maravilla de la serie fue el primer protagónico femenino de la TV americana que tuvo horario estelar y sigue siendo, aun hoy, la heroína más famosa de la cultura pop. Era, para los tiempos de la Guerra Fría y con el batifondo de la última gran guerra, una pacifista: en su show muy rara vez moría alguien y, si lo hacía, no se veía. Aunque se volvió más ruda con el tiempo, pocas veces su violencia pasaba de una pelea sobreactuada que hoy sería ingenua —y lo era también entonces. Y si fue la primera de los superhéroes de DC Cómics en llegar a la TV también fue el único que se mantuvo en una especie de limbo tranquilo y demodé. Tal vez por eso la serie acabó un viernes de verano cuando la cadena CBS retrasó El Increíble Hulk para darle espacio a una nueva tira de chicos rebeldes, Los Dukes de Hazzard. La heroína pacifista más famosa de la TV y el cómic que había podido contra la maldad nazi era derrocada por una improbable aberración científica y unos muchachos muy planos de pueblo chico americano. En ese mundo nos hicimos adolescentes.


En las butacas del Terrace Theater el público es un signo de estos tiempos. Hay padre y madre —unos con una niña de diez años que bailará todo el show—. Hay dos rubias que inundan las escaleras de perfume: flacas, rectas, de negro, peinados de trescientos dólares, millonarísimas, con una naturalidad que parece decir que lo único que hay para hacer en la vida es pasarla bien. Hay matrimonios de cincuentones y sesentones con ropas que gritan abogado, dipló, ejecutivo. Hay una tribuna de parejas gays: flacos, rectos, de color, peinados de cien dólares, bienpagados, con una naturalidad que parece decir que lo único que hay para hacer en la vida es pasarla bien. Hay una mujer bajita con campera de terciopelo azul en un extremo de la fila uno y un hombre alto con sombrero de cowboy y campera de terciopelo negro en el otro extremo: la mujer de la campera tiene el pelo negro; el hombre es canoso pero de su sombrero cae una cola de caballo —una crin real— negra. Hay un par de chicas muy jóvenes —muy jóvenes es treinta cortos— que muestran un póster del último disco de Lynda Carter. Hay hombres y mujeres con traje y vestidos de oficina. Hay un gordo con anteojos de marco grueso de pasta y una camiseta blanca estampada con el cuerpo de La Mujer Maravilla, Carter cuarenta años atrás. Hay varios tipos iguales: sesentitantos, pantalón oscuro, camisa o poleras, saco; flacos, rectos, millonarísimos. Hay mucha gente que parece vivir, aquí y afuera, con una naturalidad que blablablá.

Billie Holiday, algo de Motown, una tanda de blues y gospel, Bonnie Raitt y hasta un par de canciones pop van a vibrar por hora y media en el pecho y las cuerdas de Carter. Ella hablará con la gente —esa ficción de la que participan gustosos los crooners y los públicos—, caminará de izquierda a derecha del escenario, saludará a la fila uno, a la dos, a la tres, reirá, reiremos. Pronunciará varias veces su amor por Washington. Vive en Potomac desde 1984, en una zona donde el menos rico es muy rico y a la que se mudó cuando cortó con el espectáculo y cambió anillos con el abogado Robert Altman. En Washington nacieron su hijo e hija —Jamie y Jessica, en sus veintes, en la universidad— y también en Washington decidió retomar lo que hizo de niña en Arizona, tierra de mamá y papá: cantar. Si Carter parece siempre hablar de La Mujer Maravilla como un ser real —a quien ha dicho muchas veces respetar, haber cuidado y agradecerle su existencia como actriz— cuando se vuelve a las canciones dice encontrar el fondo de su vida. En su casa de Tempe había un reproductor de discos que tocaba singles, los únicos discos que la familia podía comprar. Su madre también escuchaba la radio. La música comenzaba a la mañana temprano y acababa largo tiempo después de que la niña Carter dormía. La mamá ponía blues, canciones de negros en bares de mala muerte, en casillas de madera y chapa, en las carreteras y los algodonales del sur. Mamá hacía rodar a Linda Ronstadt, a Grace Slick. Luego a Aretha, a Holiday y a las voces raspadas de Motown. Carter creció en una familia de gringos y latinos y canciones oscurísimas y cuando su cuerpo comenzó a curvarse se abrazó a los Stones y los Beatles, Paul Anka y The Stone Poneys que la volvieron la mujer liberal y respondona que escuchamos para elevarnos en el Kennedy Center, justo frente al Watergate Hotel donde Richard Nixon mandó a escuchar a otros liberales respondones que lo hundirían.

Ahora, cuando Carter entra al escenario, la comunión está lista para la eucaristía. La Mujer Maravilla clava los tacones de las botas como si debiera aplanar cada lámina del tablado con la seguridad de quienes se saben propietarios del deseo ajeno. Tres coristas y cinco músicos la reciben en semicírculo con un fondo de blues sinuoso. Hay, como se dice, efusivos aplausos. La Mujer Maravilla sigue siendo un recuerdo activo. A cinco filas del escenario no ha pasado el tiempo: el cabello azabache, interminable, vaporoso; pantalón ceñido a dos patas de na’vi, el torso generoso con dos pechos que siguen anunciando que ella, por qué no, pudo ser la Afrodita de Mazinger Z. No hay arrugas para nosotros en Lynda Carter, señora de se senta y algo: el Photoshop de la distancia devuelve el sueño que queremos. Allí está la mujer de nuestra infancia —tal vez la primera calentura— como si el tiempo no fuera nada.

Usemos el lazo de la verdad: el tiempo, a veces, nos parece nada y nos mentimos para mantener esa idea.

Carter ha hecho un gran esfuerzo por mantener una distancia prudente con su historia televisiva y volver a rodar como cantante entre la costa este y oeste de Estados Unidos. Es un ejercicio placentero que la lleva varias veces al año a cantar a San Francisco y muy a menudo al Lincoln Center de New York y a pequeños teatros de Las Vegas, Nevada, Florida y la Arizona que la parió. En 2009, Billboard ubicó su disco «At Last» en la posición #6 del ranking de jazz y sus shows reciben buenas críticas, pero nunca parece bastar: a pesar de tanta voz y tanta ruta, La Mujer Maravilla —el pasado— sigue siempre allí. A la salida del show de Washington, una chica panameña contará que trajo a su amiga después de ver el anuncio del concierto en The Washington Post. Había estado en la firma del último disco de Carter, Crazy Little Things, en el centro de la ciudad. Había compartido fila con una treintena de personas. Había visto a mujeres adultas con cara de vidas tranquilas y a hombres de pelos revueltos y ojos de mal sueño. Había fotografiado camisetas de Wonder Woman en panzones y tísicos. Había visto a una muchacha con la foto de Carter estampada en su trajecito liliputiense de amazona: allí se llevaría la firma y, en la mejilla, el beso de La Mujer Maravilla. La chica panameña trabaja en una empresa reclutadora de personal; su amiga en un hospital.

—Le dije que viniéramos —dice—. Quería escuchar a La Mujer Maravilla. ¿Quién iba a decir, no? Canta y todo.


Lazo de la verdad: el pasado, en realidad, nunca fue mejor

Si el primer modo de transmitir el pasado fue narrando leyendas al oído de hijos y nietos, Lynda Jean Carter Córdova cumplió con el mandato prehistórico y se conectó al mundo usando su voz para contar —cantar— historias. Fue primero la hija de Jean Córdova —de familia mexicana y española— y Colby Carter —un irlandés alto que dejó la familia cuando Lynda y sus hermanos Vincent y Pamela eran pequeños. Mientras la madre se empleaba en una ensambladora de partes de Motorola para mantener a los hijos, Lynda se convirtió en estudiante modelo y, luego, a los diecisiete, mintiendo edad y derecho de permanencia, en cantante en un pub de Las Vegas. Fue Miss Mundo USA a los veinte y estudiante de actuación con Stella Adler a los veintidós. Cuando un productor de TV buscaba una mujer atlética capaz de lanzar la jabalina con estilo pero sin perder el carisma, Carter se cruzó en el casting. Desde ese momento y por tres temporadas se convirtió en La Mujer Maravilla y, si bien ni antes ni durante ni después de la TV dejó de cantar, desde que apareció en pantalla eso es lo que ha sido su existencia para todo el mundo y cada año. Ni en familia Carter ha podido romper el dichoso maleficio de ser una bella mujer poderosa atada a un gran pasado. Cuando criaba a sus hijos tenía la costumbre de cantarles a diario y los niños le respondían con monerías y todos disfrutaban. Pero un buen día, impaciente y cansada, su hija le puso la mano en la boca: quería tararear ella sola, sin mamá maravilla marcando el tono. Carter recordó entonces que incluso el pasado más ligero puede ser una loza pesada cuando nos empeñamos en hacerlo omnipresente.


Lazo de la verdad: incluso ni los presentes poderosos pueden contra las nostalgias de las pobres gentes

Carter vive en una mansión de techos de pizarra gris, veinte habitaciones y —creo— seis baños. La casa —casona— está a treinta metros de River Road, una calle que apenas tiene serpenteos entre el límite de Washington DC y Potomac, donde tienen súper residencias millonarios como Barry Levinson, Sugar Ray Leonard, Pete Sampras, Stallone y Schwarzenegger. Potomac es una zona de cedros, cerezos y abetos de mediana altura en parques mantenidos por cuadrillas de paisajistas. Los pájaros cantan como en todo Washington y el clima es igual de húmedo, aunque, por alguna razón, el sopor se siente menos.

En los setenta no había demasiado trabajo y las mujeres que alcanzaban la TV tenían el estereotipo escrito en los guiones: puta-madre-secretaria. Ser la estrella de un show era una rareza que solo compartirían Angie Dickinson en Mujer policía y Lindsay Wagner como La mujer biónica.

Después del intercomunicador en los pilares del portón de estancia, a la casa de Carter se llega recorriendo una calzada que acaba en rotonda, justo enfrente de una doble puerta de madera oscura. A la derecha de la casa hay un garage para cuatro autos y un poco más atrás el acceso lateral a la cocina y una sala de estar. En los fondos, una piscina de veinticinco metros —yo mido muy mal— y una cancha de tenis de cemento. Aquí y allá, árboles ocres y verdes de hojas aserradas.

En el pasado-pasado, La Mujer Maravilla viajaba en un avión invisible absurdo: el avión no se veía, pero ella sí. Ahora, en su casa, Carter no tiene mucho que ocultar. Cuando canta modula la voz y la calienta con ejercicios, pero nada de eso está presente ahora: es de día, no hay shows, está en un estar de la casa y su timbre suena acorde al de una mujer en su sexta década.

En la sala, Carter mira por la ventana hacia un jardín todavía verde. Sus hijos están en clase y ella ha estado yendo y viniendo por la casa ordenando papeles y enseres. Jackson, el perro labrador de la familia, hociquea el piso de madera persiguiendo un gato imaginario.

¿Qué hace La Mujer Maravilla cuando solo es Lynda Carter?

—Soy una persona normal, como cualquiera.

Una tarde de primavera, la persona como cualquiera Lynda Carter se reunió con sus fans en la librería Barnes&Noble del centro de Washington para firmar discos y afiches. El público superaba con holgura los treinta años y se repartía entre tipos de jean y camiseta, un obeso embutido en una camiseta deformada de La Mujer Maravilla, algunas jubiladas, mujeres solas y varios chicos y chicas gays. Mientras firmaba, Carter atendió una llamada telefónica. Era su madre y le dedicó varios minutos, la mayoría de ellos a recordarle que hablaba con Lynda y no con Pamela, su otra hija. Carter se disculpó por la interrupción con la persona a quien le firmaba el disco —era yo—: su mamá sufría Alzheimer y era difícil poder conversar con ella.

—Confunde algunas cosas. A veces nada más recuerda cuando era muy joven.

Si algo es el pasado, es algo ciertamente más viejo que el presente pero no necesariamente mejor. Carter rememoró hace tiempo que cuando le ofrecieron el papel de La Mujer Maravilla, ella, que había sido una magnífica reina de belleza y ya empezaba a golpear la ruta como cantante, se sintió afortunada. En los setenta no había demasiado trabajo y las mujeres que alcanzaban la TV tenían el estereotipo escrito en los guiones: puta-madre-secretaria. Ser la estrella de un show era una rareza que solo compartirían Angie Dickinson en Mujer policía y Lindsay Wagner como La mujer biónica.

—¿Entonces fue como un sueño?

—No lo creo. La gente respondía a su imagen, les gustaba. Hoy trato de no dar mucha importancia al tema en el show. No creo que la gente quiera estar mucho en eso, pero, sí, siempre me sorprende que se hayan quedado con ella, que la tengan presente.

Jackson, el perro, se revuelve y vuelve a ladrar. Carter se impacienta con él, se disculpa, se levanta y lo persigue.

—Ven, ven aquí.

Abre la puerta y lo saca del cuarto. Cierra. El perro se va. Regresa y toma aire.

 —¿En qué estábamos? Oh, la vida diaria de una estrella…


Lazo de la verdad: La Mujer Maravilla no salió del closet

Cuando dejó la TV, Lynda Carter se hizo esposa y madre y millonaria y figura de la lucha contra el cáncer e ícono de la comunidad gay de Estados Unidos.

Al final del show en Washington, un chico flaco y joven de cabello al ras, pantalón negro y camisa blanca ceñida al cuerpo se acerca al pie del escenario en el momento en que Carter saluda y parte a los camarines. La detiene con un llamado y, con timidez, le alcanza el oso de peluche que un instante antes aferraba al pecho. Carter toma el regalo, lo besa y lo aprieta también amorosamente contra su propio pecho.

Cuando dejó la TV, Lynda Carter se hizo esposa y madre y millonaria y figura de la lucha contra el cáncer e ícono de la comunidad gay de Estados Unidos. Carter ha apoyado los derechos al casamiento igualitario de homosexuales, lesbianas y transexuales, donde tiene una multitud de seguidores desde los tiempos en que Diana Prince debía mantener su verdadera identidad escondida tras una doble vida. Cuando en 2007 relanzó su carrera musical, esa comunidad corrió a las disquerías por sus discos y ha sido la audiencia que más ha mantenido vivo su recuerdo. De la media docena de biografías y perfiles sobre La Mujer Maravilla varios fueron escritos por autores gays y Carter tiene entrevistas regulares con medios de la comunidad como Blade o Out. Uno de los libros, The Q Guide to Wonder Woman, explora incluso la conexión emocional entre los gays y el personaje. Carter habló de eso una tarde de 2010 con el periodista Joey DiGuglielmo a poco de recorrer las calles de Washington con la AIDS Walk. «Yo puedo entender perfectamente lo que sienten sobre el personaje: es el secreto en sí mismo», dijo. «La parte de ellos que nadie entiende: esta poderosa persona que está esperando asomar, ser aceptada y reconocida.»

En la casa de Carter en Potomac, semiescondida a la vista de los curiosos, ese secreto tiene su propia forma. Los muros y muebles de la mansión exhiben las fotos de los padres, los hijos, el marido y la misma Carter pero nadie hallará allí un minimuseo de Diana Prince a la vista de todos. Carter conserva los restos de La Mujer Maravilla en un closet que solo abre con discreción, como si el pasado pudiera, por igual, fugarse, volverse omnipresente o, quizás, difuminarse.

—Como debe ser —dice Carter—, en casa no hay una gran foto de mí vestida de La Mujer Maravilla.

Lo que sí hay es la chuchería.

Un teléfono de La Mujer Maravilla que no llama a ningún lado. Un cojín sobre el que nadie duerme. Un traje brillante que ya no envuelve el cuerpo de Carter. Pósters, videos, muñequitas de plástico: la fantasía, la materia del recuerdo. Una idea del pasado.


Lazo de la verdad: si quieres tener presente mejor convierte todo en pasado pronto

En sus tours, Carter se halla con una poderosa combinación de seguidores del pasado. Junto a la comunidad gays, los fanáticos de La Mujer Maravilla son el segundo grupo de soporte. Tras ello, los televidentes comunes con tres y más décadas de vida, los hijos de Diana Prince, Tom & Jerry y Combate. Mantener cerca a esos grupos que se reconocen en aquel pasado común de la chica del giro mágico y los brazaletes antibalas exige, curiosamente, hacer mutar el presente de manera permanente. Hace no mucho, en Phoenix y Nashville, Carter presentó un show distinto al de la primavera del Kennedy Center, que a su vez había reemplazado al del Catalina Jazz Club de Los Ángeles, donde toca cada año. Tras el espectáculo en la capital, se presentaría en Manhattan y, tras esa escala, cambiaría otra vez.

—Debes hacerlo, ¿no? Cambiar, digo. Tienes que hacerlo. Quieres a la gente de vuelta.

Un tiempo atrás, cuando quisieron traer de vuelta su pasado de heroína ingenua, Carter no se negó: aplaudió la idea. En 2011, David E. Kelley, productor de Boston Legal y de Ally McBeal preparó los pilotos del regreso de La Mujer Maravilla por la NBC. El nuevo traje de la amazona Diana era ahora una lycra roja y azul de los pies al torso que mantenía los pechos de la heroína altos y mortíferos, pero incluía unos brazaletes para detener las balas que cubrían medio antebrazo y un lazo de la verdad más extenso y grueso, como si hoy La Mujer Maravilla debiera detener mayores dosis de violencia y descubrir más mentirosos. Cuando la serie se desinfló subieron los rumores de una versión cinematográfica. Desde 2005 se ha mencionado a Megan Fox —y, más cerca, a Christina Hendricks y Angelina Jolie— para calzarse los cueros azules y rojos y la tiara dorada. Pero un buen día, no hace mucho, Megan Fox —que es tan brutalmente cárnica como brutalmente torpe—, dijo en Londres que no entendía muy bien tanto remolino con La Mujer Maravilla, a la que creía un superhéroe poco convincente por sus ingenuos lazo de la verdad y avión invisible. Entonces Carter, que es muchas cosas pero no una mujer de opiniones vacuas, consideró que la chica del apellido zorro no tenía buena cabeza para un heroico símbolo único. La Mujer Maravilla, que debutó en el cómic en 1941, sigue siendo de los pocos superhéroes —y la única heroína— que se resiste a dejar el cuerpo de la actriz que la hizo visible en todo el mundo. Superman, Batman, El Hombre Araña, Hulk y los Cuatro Fantásticos han llegado al cine y lo mismo ha sucedido con Ironman, el Capitán América, Thor y Linterna Verde, pero la más humanista de las amazonas sigue siendo una Polaroid amarillenta de una señora que hoy solo quiere cantar jazz y volverse a casa.

Escrito por Diego Fonseca

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