La larga noche de Karen Bonta
Una mujer fumando en el baño. GETTY.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com La larga noche de Karen Bonta

Karen Bonta está sola en su casa a punto de practicarse un aborto. Preparó el escenario minuciosamente para que todo saliera bien, pero algo que nunca previó está a punto de suceder y complicar su plan. Este nuevo e impresionante relato de Sofía Badía (nuestra aclamada autora de Los Gorila) no es apto para personas sensibles. Así que están avisados. La interpretación está a cargo de la actriz Melania Lenoir.

A las 2 AM del lunes, víspera de feriado, Karen Bonta se bajó la bombacha y después de masturbarse dos veces se propuso solucionar el tema. Esa noche había llegado a su casa decidida a hacerlo. Entró, dejó la cartera y las zapatillas tiradas en el living, fue hasta su cuarto, se salió de adentro del jean y se quedó en tetas, medias y bombacha. Tiró a la basura las cosas podridas de la heladera y dudó si pedir más ibuprofeno por Glovo, lo único con lo que sintió que se había quedado corta en la pasada a la farmacia a la salida del trabajo.

Antes de eso, había salido a tomar unas birras con los otros productores del equipo, su jefe, y Rafael, el team leader  que muchas veces la gente confundía con su jefe, porque siempre usaba traje. Rafa le había ofrecido llevarla hasta su casa que, según él, le quedaba de toque  aunque ella viviera en Villa Real y él en Núñez. Karen no tenía ganas de soportar media hora más de charla con nadie, mucho menos con alguien de la oficina, pero menos ganas tenía de pagar un taxi o de sacar una ecobici a las doce de la noche, como solía volverse. Agarraron Avenida Córdoba y cerca del McDonalds Rafael le preguntó si tenía hambre y ella dijo que no, pero igual lo próximo que se escuchó fue el ruido del guiño y la luz de tubo blanca de la ventanilla de pedidos apuntándoles como una cachetada.

Rafael comió su hamburguesa en el estacionamiento mientras hablaban del nuevo festival que estaba armando la productora. Los puños de la camisa de Rafael eran más largos que la manga de su saco y Karen podía ver cómo el borde blanco se iba manchando de ketchup. No dijo nada. Lo vio comer. Sentía que estaba encerrada dentro de su boca, el auto era chico y olía a papas fritas, pucho y vino. Era una intimidad que no quería tener pero que le compraba tiempo. Bajó la ventanilla y lo dejó de escuchar. Cada tanto estiraba la mano hacia abajo para sentir la bolsa de Farmacity tirada al lado de su mochila en el piso del auto, que le recordaba lo que tenía pendiente. 

Ya en su casa, sola, se prendió un porro y miró las instrucciones que le habían pasado. Sacó las cosas de la bolsa. Además de las cuatro pastillas que tenía que tomar, había comprado Ibuprofeno 600, Paracetamol, Rivotril, Diclofenac y Ketorolac, por si las cosas salían bien; y por si salían mal también. Se sirvió un poco de vino que le había sobrado de la noche anterior y acomodó los blisters formando un mandala improvisado sobre la mesita ratona. Venía pateando el tema. Desde que se enteró hasta que le escribió a Ariela —una amiga ginecóloga de su exnovia, también médica— para pedirle que le consiguiera las pastillas, había pasado un mes. Por unos días se olvidó de hacerlo, negación tal vez, porque nadie cuelga verdaderamente con abortar, solo se recuesta en los laureles de su privilegio invisible; pero había algo más, un morbo sutil y subterráneo que jamás admitiría: querer esperar hasta que tuviera una pancita que no se viera pero que pudiera sentir, sabiendo que después iba a poder, como con el período de prueba a una suscripción gratis, darse de baja. Y después también estaba la paja, claro, la paja de tener que poner el cuerpo para salir del problema. De tener que poner el cuerpo para todo, siempre. Pero el miedo a que se hiciera demasiado tarde y algo saliera mal le ganaba al morbo y al cansancio.

Después vino el miedo extendido: abortar a medias, no darse cuenta y que se geste solo la mitad. Que después la obligaran a tenerlo o que la llevasen a cesárea en un estado de inconsciencia y al nacer, y que el feto engendro deforme fuese celebrado doblemente milagroso: por ser medio bebé y aún así estar vivo. A la gente le encanta sacar del horror una historia de esperanza, pero detrás de cada milagro hay un sometimiento con el que nadie quiere ser iluminado. Se empezó a tocar por abajo de la bombacha para distraerse. Le dieron ganas de cagar pero sintió que no era buen momento y siguió. Para Karen hacerse la paja seguía una lógica similar a tirarse un pedo, siempre arrancaba con una principal y larga, y después venían dos pajas más, espaciadas y más chicas, sin tanta intensidad, para asegurarse de que no le quedara nada guardado. Cuando terminó respiró hondo y agarró impulso.

Se bajó la bombacha, subió una pierna a la silla y se metió las primeras dos pastillas adentro de la concha. Se limpió el dedo con la pierna, bajó la pata y a los diez minutos hizo lo mismo con las otras dos pastillas. Tiró perfume de lavanda de Just por todos lados y se sirvió un poco de vino para mantener la calma. Se acostó en el sillón a esperar para que no se le cayeran las pastillas. Empezó a llorar. De a poco, al principio intercalado: llanto sorbo llanto sorbo, dejando salir las lágrimas tranquilas, pero sin dejar que tomaran control de la garganta. Pero después fue tan fuerte que apenas podía cerrar la boca para respirar. Se miró el pecho. Los mocos y la saliva le chorreaban por el cuello y le corrían por las tetas hasta los pezones, que se le pusieron duros con el frío. Aunque había leído bastante sobre el tema y hasta escuchado experiencias de conocidas, no sabía si así era exactamente como tenía que hacer las cosas. El cuidado de la concha es como la jardinería de balcón, se puede recibir asesoramiento pero en última instancia la manipulación es de cada una. 

Mientras se secaba las lágrimas con la mano se empezó a reír desesperada de nervios con la cara toda fruncida de ejecutar los mecanismos de llanto y carcajada al mismo tiempo. Se quedó sin aire y se abalanzó a una revista de la de la biblioteca para apantallarse. Los ovarios se le empezaron a retorcer, como si se le hubiesen llenado de piedras y la estuvieran agitando. En cuclillas se miró la bombacha. Ya había empezado a perder sangre. Por reflejo volvió a mirar el sillón, también lo había manchado. Se fue para el baño, tiró la tanga en el piso y se sentó en el inodoro. Hizo un poco de pis, y por la grieta de entre sus muslos vio cómo se sumergían en la pileta amarillenta dos coágulos, primero uno, después el otro, gigantes, rugosos, pero también gelatinosos y brillantes como dos huevos de campo crudos. En ese instante sintió un alivio enorme exacto a después de cagar, pero como si además la hubiesen rasguñado por dentro dormida. Intentó limpiarse con papel, pero fue inútil, porque seguía sangrando. Apoyó la espalda contra la mochila del inodoro y se quedó reclinada a esperar. Después de un rato se pasó del inodoro al bidet. Mientras regulaba las canillas a ciegas hacia atrás con una mano, con la otra tocó el botón del inodoro de costado, para darle play  a la despedida, y siguió con el lavado. 

Pero la cadena hizo ruido. Un ruido rotundo y algo familiar pero que bajo las circunstancias se rehusó a aceptar. Se paró de repente, dejando el bidet prendido, como si la hubieran apuntando con un caño. Esperó y volvió a intentar. Esta vez, el ruido de la cadena fue sediento. 

Estaba rota.

Se hizo la distraída, respiró y volvió a tocar el botón. 

Mantuvo.

El agua roja del inodoro se fue por la tubería pero enseguida volvió a aparecer, como un elenco de actores que salen a saludar por segunda vez. No podés, parecía que le decía el puto inodoro cada vez que insistía con tirar la cadena. Los restos de su feto y de su endometrio volvían flotando a perseguirla como un posteo antiabortista de un troll cloacal. 

Ya estaba estaba casi abrazada a la mochila del inodoro de la fuerza que hacía para mantener el botón apretado sin patinarse. Cada vez que lo intentaba, el inodoro chupaba y contrarrestaba escupiendo pedazos de hilos y manchones rojos, bordó y negros todos mezclados, como un Jackson Pollock dibujado con la concha. Le corrían hasta los tobillos las gotas de sangre y agua que le caían por las piernas mojadas. No sabía qué hacer. Pensó en llamar al plomero, pero ¿cómo le explicaba? ¿Cómo negociar un precio razonable en el medio de un aborto? Vivir sola y tener un buen verdulero y un plomero de confianza es casi tan fundacional como haber tenido un padre que te quiso de chica. 

Con las pocas fuerzas que le quedaban fue corriendo hasta la cocina dejando las huellas de sus pies mojados por todo el pasillo, agarró un balde, lo llenó de agua hasta donde le permitía levantarlo y volvió al baño, como una somalí que no tiene servicios y está obligada a cirujear agua en el pueblo de al lado. Tomó envión con los brazos y con un grito que podría haber aniquilado cualquier gestación de un susto, vació el agua en el inodoro con la furia de una catarata y se desplomó en el piso. Respiró hondo y miró hacia arriba. Ninguna luz divina, solo cielorraso descascarado por la humedad. Estiró la alfombrita del baño y se acomodó encima de ella como pudo. La espalda curva contra la bañadera, las piernas juntas para el costado, se sentía una pieza de pata muslo adentro de una placa de horno. Tironeó del borde de la toalla que colgaba del gancho de la pared, se tapó y cerró los ojos hasta quedarse dormida. 

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