Los Gorila, su vanidad
Mujer disfrutando del sol. Martin Parr.

Folletín

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Ana y Roberto viven en un piso confortable y son dos típicos viejos conservadores. Un día se muda con ellos una nieta millenial y empieza a escribir sobre sus abuelos en internet, como si fueran protagonistas de un documental de la National Geographic. Los bautiza «Los Gorila» y este es el tercer episodio.

Estoy levantando la mesa del desayuno y aparece mi abuelo vestido con un conjunto deportivo azul eléctrico. «¿Cómo me queda, nena?», me pregunta desfilando ida y vuelta por el comedor. «Me lo compró tu abuela en Nike»

—Para hacer gimnasia con Leandro —comenta ella, que se asoma cuando nos escucha hablar. 

Leandro es el personal trainner que viene tres veces por semana para hacer pesas y bicicleta con mi abuelo. Después se suelen quedar un rato mirando fútbol hasta que llega mi abuela de trabajar y Leandro la pone a hacer algún ejercicio para la espalda, generalmente sentada, porque a mi abuela todo lo que no sea trabajar o ver series le da fiaca.

En realidad, mi abuela lo contrató a Leandro cuando mi abuelo se jubiló, para que él tuviera algo para hacer y no la llamara a la escuela diciéndole que estaba aburrido todo el día; pero para que no fuera tan obvio le dijo a mi abuelo que era para que los dos estuvieran activos.

Leandro está al tanto de la mentira de mi abuela y por eso a ella le exige poco. 

—¿Vas a hacer conmigo hoy? —le pregunta mi abuelo. Es feriado por el Día del Maestro y mi abuela no tiene la escuela como excusa. 

—Tengo turno en la peluquería —contesta rápido—. Si cuando vuelvo siguen acá, me sumo —mi abuela le da la espalda a mi abuelo para mirarme, se lleva el dedo a la frente y hace que se pega un tiro. 

—No me dijiste nada del regalito que te dejé en el living —dice mi abuelo. 

—¿Las flores? ¡Divinas! Pero las saqué un rato al balcón porque tenían un poco de olor a cementerio —se acerca y le da un pico a mi abuelo —. Muchas gracias, pá. 

—Feliz día —le dice mi abuelo y se va al estudio a leer el diario. 


Una par de horas más tarde, Leandro está sentado en una silla en el medio del living con cuatro agujas de acupuntura clavadas en el entrecejo y la sien. Mi abuelo está al lado de él, acostado boca abajo encima de una pelota de gimnasia. Sobre la mesita ratona hay unas fotocopias con el dibujo de una cabeza de las que salen mil flechas.

—Esas te las dejo diez minutos y vas a ver que se te va el temblor de la ceja —le dice mi abuelo a Leandro moviéndose para atrás y para adelante con las manos. 

Los días que no tiene gimnasia, mi abuelo va a un curso de acupuntura en el barrio chino, otra de las actividades que arrancó después de jubilarse. 

Mi abuela entra al departamento y cierra la puerta despacio para que nadie se de cuenta de que llegó, pero mi abuelo la escucha igual. 

—¿Mamá? 

—¡Volvi! —contesta ella como si nunca se hubiera hecho la boluda. Se acerca al living a saludar.

—Cámbiese, Ana, que hoy le tocan los estiramientos de la cintura —le dice  Leandro.

—Eso, mamá, elongá un poco que te estás quedando sin tronco —dice mi abuelo subiendo el cuello para mirarla. Él tiene la teoría de que mi abuela está cada vez más petisa porque el torso se le acorta. 

Mi abuela se agacha para darle un beso. 

—Y yo a vos te tengo que teñir esas cejas. Parecés un vendedor de un concesionario de autos usados —dice mi abuela, por las canas que se le pusieron amarillentas. 

—Estoy ocupado, tengo examen la semana que viene y mucho que practicar —mi abuelo se levanta de la pelota y se sienta en una colchoneta sobre el piso. 

 —Sacale las agujas a Leandro, papá, que no es la cabeza de Geniol. 

 —¿Y a quién querés que use? Vos no te podes quedar quieta ni dos minutos. 

Mi abuelo se levanta de la colchoneta y va a buscar Gatorade

—Y no, papá, después me dejás toda pinchada —protesta mi abuela— ¿Me querés proponer de muñeco para el curso de RCP, también?

—Bien que te saqué la migraña aquella vez —contesta mi abuelo mientras le alcanza un vaso de Gatorade azul a Leandro y empieza a sacarle las agujas.

—Bueno, bueno, no se sabe si fuiste vos o el ibuprofeno que me había tomado antes de salir de la escuela— le responde mi abuela, que ahora nos mira a Leandro y a mí con los ojos grandes, remarcando su desaprobación. 


Es de noche y mi abuela convence a mi abuelo para que se deje teñir las cejas. Están los dos en el baño vestidos con batas de toalla blancas que dicen Conrad Punta del Este

—La clave para marcar la diferencia con otros viejos es tener un buen mantenimiento — dice mi abuela mientras mezcla un poco de tintura en un bowl. 

—¿Me estás diciendo viejo choto? —mi abuelo está sentado sobre el inodoro de brazos cruzados, con el mentón hacia arriba. 

—No, papá, quedate quieto —le pide mi abuela mientras le coloca el producto. 

—Hago lo que puedo, mamá. Me siento una esfinge —protesta mi abuelo y cierra los ojos. 

Mi abuela se mira el el espejo y se toca el pelo. 

—Pelada me dejó —dice para sí misma. 

—Yo no te lo quise decir… —contesta mi abuelo sin mirarla. 

—Espero que cuando me lo lave repunte un poco. Parece que el concepto “moderno pero tranquilo” no le llegó al tanque, parezco salida del medioevo. 

—¿Viste que García se operó de las bolsas? —le dice mi abuelo, cambiando de tema. Sigue con la cabeza apoyada contra los azulejos del baño y los ojos cerrados. 

—¡Lo vi en Facebook! Se nota que se hace el pendejo —acota mi abuela, pasándose un cepillo redondo por el pelo para cambiar el peinado. 

—Una careta le hubiese quedado más natural —contesta mi abuelo mientras juega con la piel que le cuelga un poco por debajo de la pera.

—Dejate el gallo tranquilo, papá.  Acordate que si te lo estirás después no vuelve. 

—Me podría hacer operación de los hilos de oro en el cogote flojo, eso queda elegante —dice mi abuelo mitad en serio, mitad en joda.  

—¡Como Cristina en 2008! —le contesta mi abuela, y ambos se empiezan a reír. 

—¿Ya está esto? —pregunta mi abuelo señalándose las cejas llenas de pintura negra—. Me va a quedar tatuado.

—¡Ay, sí, papá, me había olvidado! —mi abuela moja una toalla y se la pasa por la cara para sacarle el producto. 

Mi abuelo se para, se acerca al espejo y se peina las cejas con la mano. Primero una, después la otra. Agarra un poquito de gel y se lo pone con el dedo. 

—Gracias, mamá, me dejaste divino —le dice. Y se va a ordenar el living. 


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