Los Gorila, sus esfínteres
Un anciano jugando al golf. Getty.

Folletín

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Ana y Roberto viven en un piso confortable y son dos típicos viejos conservadores. Un día se muda con ellos una nieta millenial y empieza a escribir sobre sus abuelos en internet, como si fueran protagonistas de un documental de la National Geographic. Los bautiza «Los Gorila» y este es el segundo episodio.

Mi abuelo Roberto vuelve de jugar al golf al mediodía y se va para el lavadero a desarmar el bolso. Entra apurado por la puerta de servicio, tratando de no hacer ruido para que mi abuela no lo descubra. Tiene puesto un pantalón camel, un piloto beige y unas ojotas Adidas azules tipo pantufla, con medias. De adentro del bolso saca un par zapatillas sucias que directamente mete en la pileta del lavadero y tapa por completo con agua. Después agarra un balde, lo llena y mete una bermuda con una medida de jabón en polvo adentro. Cierra el bolso, sale por la puerta de servicio y se va derecho hacia el ascensor.

Baja y vuelve a subir, solo que esta vez lo hace por el ascensor de la puerta principal, como si recién hubiese llegado. Cuando entra al departamento mi abuela está en el estudio hablando por teléfono con una amiga.

—Hola, mamá —mi abuelo la saluda con un beso y ella le mira los pies. 

—¿Tenés ropa sucia? —le pregunta bajando el tubo del teléfono—. Deja separado que pongo una carga. 

—Casi nada —contesta mi abuelo y se va apurado para el lavadero a dejar el bolso. 

Mi abuela corta el llamado y lo sigue.

—¿Y esas chancletas, papá? Pareces asiático. 

—En el clavo… me las prestó Kim —le contesta haciéndose el relajado. Se refiere a William Kim, uno de sus compañeros de golf que también es médico, acupunturista. 

—Pero si fuiste en zapatillas, ¿qué pasó? —pregunta mi abuela, sabiendo que eso no es todo. 

—Se me complicó. 

—Te cagaste encima —traduce mi abuela. 

—En el hoyo 14. 

—¿Otra vez? Tenés que hacer antes de salir. 

—Y qué querés, mamá, me encajaron la promoción de desayuno con jugo de naranja. Se lo ofrecí a Miguelito —el caddy— y no lo quiso, entonces me lo tomé.

—¿Llegaste a los yuyos? 

—Sí, les dije a los muchachos que tenía que atender un llamado y me fui a la zanja, entre el alambrado y un eucalipto. Pero estaba todo embarrado de la lluvia de ayer, metí los pies en cualquier lado. 

—¿Fuiste con la bolsa de palos? Estaba el papel higiénico que te puse con el calzón de repuesto. 

—Por suerte me acordé de manotearlo antes de salir al trote. 

—Menos mal… Igual, quién pudiera; yo estoy trancada hace días —dice mi abuela, mientras condimenta una carne. 

—¿Qué hay de comer? —pregunta mi abuelo, cambiando de tema. 

—¡Nada… esto es para la escuela, no para ustedes! —contesta mi abuela haciendo un perímetro con sus brazos para que no le metamos mano a la comida. 

En la cocina hay una fuente de horno con tres pecetos crudos y una pasta de ciruelas al lado. En dos días es el aniversario de la muerte de San Martín y hacen un picnic de festejo en el colegio. Cada uno tiene que cocinar algo para compartir. 

—Los voy a mechar porque tiene que parecer casero. Mandamos un comunicado a las familias diciendo que cocinaran con amor, te imaginarás que yo, que soy la Directora, no puedo llegar con dos pecetos así envasados como me vinieron…. Y acá me tenés, perdiendo tiempo con esta pelotudez. Igual se los voy a dar a Mary mañana temprano para que los cocine en la escuela.  

—Menos mal, ya me veía limpiando el horno —contesta mi abuelo, aliviado. 

Desde que se jubiló, mi abuelo aprende una tarea doméstica por semana. Se las enseña Florencia, la empleada, según lo que vaya indicando mi abuela, con el objetivo de que si ella se muere antes que él, mi abuelo no sea un inepto como los demás viudos que conocen. Ya sabe planchar, lavar y pasar la aspiradora. 

—¿Ayer que tocó? —pregunta mi abuela. 

—Sábanas —contesta mi abuelo—. Las planché y las doblé. 

—¿Las de elástico también?

—El juego completo.

—Regio, lo tachamos de la lista. ¿Cómo me queda este pantalón nuevo? —le pregunta mi abuela buscando el mechador de carne. 

—A ver, date vuelta —mi abuelo se baja los anteojos para mirar mejor. 

—Culo de avispa —le contesta, por los pliegues de tela que se le forman a los costados de la cola, que hacen que parezca caída—. Te queda grande. 

—Te voy a tener que cambiar el culo — le dice mi abuela. 

Yo me río desde la mesa de la cocina, donde estoy tomando un café. Mi abuelo hace ejercicio tres veces por semana y tiene el culo bastante tonificado para alguien de su edad. Mi abuela se pone guantes y me mira. 

—Vos te reís pero al culo de tu abuelo nunca le hice asco —contesta mientras agarra un poco de pasta de ciruelas y la empuja con el palo mechador adentro del peceto.

—¿A donde vamos a comer? —pregunta mi abuelo. 

—Chusmeate cómo está Kansas —le dice ella. 

Mi abuelo va para el living y se asoma por el balcón a mirar si hay fila de autos en Kansas, que queda enfrente, del otro lado de Avenida Libertador. Siempre está lleno de gente y hoy es igual. 

—Yo no voy a ir a hacer puerta durante una hora, bajo ningún punto de vista —se arrepiente mi abuela. 

—Vayamos acá abajo —digo yo. 

—Perfecto, me voy a calzar —dice mi abuelo. 

—Y ponete un jean, papá, que vestido todo de beige pareces un arenero. 


Mis abuelos viven en un recorte del barrio de Las Cañitas que queda atrás del Campo Argentino de Polo. En las dos cuadras que hacemos hasta la hamburguesería, nos cruzamos con la población típica del barrio: runners saltando en la esquina a la espera de que corte el semáforo para cruzar hacia los lagos de Palermo, parejas que no hacen ejercicio pero que igual salen en conjunto dry fit a tomar un café y cuarentones paseando perros chicos. 

Pedimos las hamburguesas con tres pintas y nos sentamos en una mesa. Mi abuela agarra una servilleta y la repasa por arriba. El celular de mi abuelo no para de sonar con notificaciones y mensajes.

—Ponelo en mudo, papá, es una murga eso. 

—Para, mamá, que los muchachos me están gastando con la entrevista.

Mi abuela se ríe. Yo los miro con cara de no entender. 

—¿Nunca te contamos esa? —dice mi abuela. 

—No —contesto.

—Mandale, papá 

—No puedo —contesta mi abuelo, pulsando varias veces la pantalla del iPhone. 

—Tenés que mantener apretado y presionar reenviar —le dice mi abuela y se para a buscar las bebidas. Me llega un link que dice: “Estudio científico del pedo, una charla con el renombrado proctólogo Roberto Figueroa”. En la entrevista mi abuelo responde cosas como cuánto tiempo tarda en llegar el olor de un pedo a la nariz de un tercero, a dónde se van los que uno se aguanta y si es posible encender un pedo con una llama.

—Fue cuando fuimos con los muchachos a la clínica de golf en Atlanta. Una noche estábamos jugando a las cartas y Vargas se raja uno tremendo —me dice mi abuelo—. Yo me di cuenta enseguida que había sido un pedo de brie ¡Para qué! Me empezaron a joder y a preguntar cosas sin parar. 

—Todos chupados —acota mi abuela, mientras sorbe despacio de la pinta de cerveza que rebalsa. 

—Horacio empezó a anotar todo en una servilleta y en cuanto enganchó banda ancha lo subió a un foro donde compartía chistes y no sé qué más. 

—¿Ya se enteraron todos de la de hoy? —pregunta mi abuela. 

—Qué te parece… Vargas lo mandó al grupo cuando nos fuimos del club. 

—Y sí, entra en tu Guinness ésta. Pero peor fue aquella de la ruta —dice mi abuela. 

Cuando tenía diez años, con mis abuelos viajamos a Colorado para la graduación de mi tío. Su plan era mudarse a California, entonces mis abuelos lo ayudaron a llevar las cosas y de paso aprovecharon para hacer el recorrido en auto de un estado al otro. Yo fui con ellos. Un día, en medio de la ruta 66 en Arizona, entre pleno desierto y cañones montañosos, a mi abuelo le cayó mal el bagel de huevo y bacon que habíamos comprado para el desayuno antes de salir.

—Creo que se me está por liberar un atasco —dijo mi abuelo.

—¿Cómo un atasco, papá? Si no hay un alma en la ruta. 

—Me estoy cagando, mamá, ¿querés que te haga un dibujo? Buscá dónde parar — contestó mi abuelo y aceleró un poco, esperando llegar a alguna estación de servicio. Pero pronto mi abuela confirmó con el mapa que estábamos en un tramo de ruta desértico y que no iba a haber ningún lugar donde parar por las próximas dos horas.

—¿Y ahora de qué me disfrazo?

—Frená, papá, que no hay nadie —mi abuelo volanteó y se pasó al carril más cercano a la banquina, inexistente. Paró el auto y salió corriendo.

—¡Para, papá! Los carilina —le gritó mi abuela por la ventanilla. 

Mi abuelo retrocedió, agarró el paquete de carilinas y encaró hacia unas rocas que estaban a unos metros. Enseguida un patrullero que decía Arizona Sheriff salió entre dos montañas hacia la ruta, al principio a velocidad normal, pero cuando vio a mi abuelo bajarse, prendió la sirena y estacionó atrás nuestro. 

Mi abuela interceptó al policía para que no siguiera a mi abuelo y lo trajo al auto para que yo, que hablaba mejor inglés, le explicara lo que pasaba. Tuvimos que esperar al lado del polícia a que mi abuelo terminara de cagar para que le mostrara los papeles y su documento. Nos dejó ir con una advertencia y nos dijo que tuviéramos cuidado porque aquella era una zona muy monitoreada por la policía para atrapar mulas de droga. 



Terminamos de comer las hamburguesas y vamos a tomar un helado. Mi abuelo se pide uno de banana pero está muy congelado y no le pueden armar el cucurucho: Le ofrecen un milkshake. 

—No te vas a tomar un licuado ahora, papá, acabamos de comer. 

—Tenés razón, a ver si me hace mal. Me pido un café. 

Por el ventanal vemos pasar a un matrimonio de viejos caminando a dos por hora. 

—Mirá, mamá, ahí vamos nosotros —le dice a mi abuela.

—Después de un accidente —le contesta ella—. Nosotros estamos mucho mejor, papá. 

Mi abuelo termina el café y pone cara de preocupado.

—¿Qué pasa? —pregunta mi abuela. 

—Me parece que me inspiré de vuelta —dice mi abuelo y se levanta al baño.

Mi abuela y yo nos miramos y no decimos nada. Al rato entra a la heladería una señora de unos sesenta años, con el pelo rubio platinado y la cara toda estirada.  

—Mirá ese circo —dice mi abuela, haciéndome ojos para que vea a la mujer—. En este barrio todas las mujeres tienen cara de reventadas, mucho Rivotril.

—Vos tomás Rivotril, abuela. 

—Sí, pero a mi me suma porque me pega bien. 

Suena el iPhone de mi abuela. Me pide que atienda porque tiene las manos todas enchastradas de helado. Es mi abuelo, dice que no hay papel en el baño.

—Qué joda —dice mi abuela, y empieza a sacar una seguidilla de servilletas del servilletero cuadrado de la mesa. Las mira: —con esto le va a quedar el culo pelado —reflexiona, y se pone a buscar la billetera. —Tomá —me dice— cruzate a la farmacia y comprale las toallitas para bebé porque nos va a tener acá tres horas, sinó… —mi abuela me da la plata y le escribe a mi abuelo para avisarle.

Cuando estoy por salir de la heladería me llega un mensaje de WhatsApp, es un audio de mi abuelo:

«Nena, ya que vas al Farmacity haceme un favor y comprame un par de guantes para lavar de hombre, que los que usa Florencia me aprietan y no puedo hacer nada, gracias».



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