Una caja para abrir cuando estés al pedo
Un hombre abriendo una caja. GETTY.

Crónica introspectiva

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La historia que cuenta José Playo en este relato se puede resumir así: poco antes de morir, su padre le regala un caja y le dice: «Abrila cuando estés al pedo y tranquilo». La caja va a parar entre unos bártulos, Playo la esquiva a conciencia. Siempre elige distraerse en otras cosas antes que averiguar su contenido. Hasta que un día va y la abre.

Todas las mañanas el patio amanece sembrado de ratas muertas. Los gatos las cazan en la oscuridad y al día siguiente las perras las usan de chupete.

En las sierras, los animales están confundidos y de noche se meten debajo de la mesa para llorar mirando el cielo, como si las estrellas se les vinieran encima.

Antes de todo este despelote, una de las últimas veces que lo visité, mi viejo me regaló una caja.

—Abrila cuando estés al pedo y tranquilo —recomendó.

Todavía no encontré el momento. Es una caja grande envuelta en cinta de embalar y quedó relegada en la habitación donde se amontonan los bártulos.

La esquivo a conciencia. Prefiero hacer otras cosas, como juntar leña. Se viene el frío y con mi compañera nos apuramos a sacarle provecho a los últimos frutos de la huerta.

De día caminamos y tomamos mate con gusto a repelente. Después nos detenemos a mirar las plantas de batata mientras nos cacheteamos los brazos y revisamos la palma de la mano para ver si son patitas genéricas o las del mosquito con medias a rayas.

—Diez años me pasé tomando medicación para la fobia social y la obsesión por los gérmenes —le digo—, y un año después de dejar el tratamiento mirá cómo están las cosas.

Ella sonríe y se espanta una nube de insectos que le revolotean la cara.

Si te descuidás dos segundos en las sierras, te acribillan y te queda la cabeza como el pelado de Hellraiser.


A veces intento escribir pero no me sale. Es como tratar de correr una maratón después de una vida dedicada al sedentarismo.

La última vez que terminé un texto fue a comienzos de diciembre, cuando entregué mi última nota en el diario donde trabajaba. Después renuncié.

Me había sumado a la redacción más o menos para cuando mi viejo se enfermó, y ese tiempo en perspectiva me parece una colimba de escritura con la que no puedo reconectar ahora.

En diciembre de 2019, gracias a mi condición de flamante desocupado, visité más seguido a mi padre y aproveché una que otra mañana para ir a tomar café con él al centro.

Nunca tuvimos un diálogo fluido, pero encontramos en mi renuncia y en el clima de las sierras algunos tópicos que hacían fluir las charlas. La mayoría de las veces me pedía que le mostrara videos de las mascotas correteando frente a la casa.

—Solamente a un loquito como vos se le ocurre tener cinco gatos y tres perros —me decía tocándose la sien con el dedo.


Ahora que no me puedo comer las uñas tengo manos de sátiro, dedos de profe de guitarra. Las aprovecho para rascarme la cabeza y para sacar bichitos de las plantas. 

Odio salir de casa. La última vez tuve que ir a la gomería porque el auto estaba en llanta. El señor que atendía usaba una botella de plástico a modo de máscara y para contar la plata que le di, se la quitó y se mojó el dedo índice en el labio.

Intentamos posponer las salidas todo lo que se pueda. Y al final armamos la lista del súper cuando en la heladera sólo quedan un par de cebollas blandas. 

A veces, cuando me descubro frente al espejo con mi uniforme para ir al pueblo, o cuando me cruzo un gaucho con barbijo, siento que estoy empantanado en un guion de la serie Years & Years.

—Mi terapeuta se debe estar cagando de risa —le digo a mi compañera cuando regreso de la calle y me desnudo sobre el pasto para que me rocíe con lavandina, jabón y alcohol en gel.

Las perras corretean tratando de morder la manguera y estornudan y mueven las colas.


Hay días mejores que otros.

A veces me pongo a tirarles palitos a las perras para que los busquen y me distraigo. Pero de bien que estoy me vienen en tropilla los gestos, ademanes y latiguillos de mi viejo.

Cierro los ojos y puedo verlo sentado —con un brazo sobre la oreja del sillón de su departamento— haciendo cuentas con números dibujados a dedo en el aire.

Y la cabeza se me va hasta el 28 de diciembre para obligarme a repasar la jornada.

Sé que es al pedo ofrecer resistencia, así que me entrego a la revisión mental de la secuencia, a ese masoquismo en loop que nos regala la tristeza.

—Menos mal que tu padre no tuvo que vivir esto —confirma mi vieja por teléfono.

Es extraño, pero ahora estamos más comunicados que antes, e intercambiamos fotos de nuestros tapabocas, o instructivos de desinfección de alimentos.

—¿Abriste la caja que te dio? —pregunta de nuevo.


A pesar de que era un final cantado porque hacía cinco años que mi viejo galopaba un cáncer agresivo, todavía quema el recuerdo. Hubo rayos, cirugías, y punciones, pero la certeza del desenlace la dio la médica de guardia que lo atendió de urgencia el 24 de diciembre.

Los valores de los análisis eran críticos, había que internar y empezar con paliativos.

Antes de irse, la doctora le palmeó el hombro y le dijo «va a andar bien». Después cerró la cortina tras de sí para dejarnos solos. Era obvio que estaba mintiendo.

—¿Qué querés, Pepe? —le preguntamos.

—Acá me van a hacer bosta —reflexionó mirando el piso—; llévenme a mi casa que los médicos me han emputecido la existencia.

Para el 25 organizamos una comida con nietos y parientes cercanos. Nos sacamos fotos, filmamos videos.

El 26 lo ayudé a darse el último baño de su vida. El 27 mi hermano durmió con él.

Y el 28, a las 21 horas, bajo las sombras metódicas de las aspas del ventilador, mi viejo soltó su último aliento acostado en su cama mientras mi hermano, mi vieja y yo le sosteníamos las manos.

La muerte de un ser querido acaba siendo un drama a la medida de quienes lo sobreviven: a todos nos pega distinto.

A nosotros el desenlace nos hizo sentir tranquilos porque evitamos que sufriera, porque le pudimos cumplir su deseo de no ser un suspiro anónimo en una terapia llena de desconocidos, cableado por todos los flancos.

Pero igual nos tumbó. Y después de tanto estrés, de tantos trámites y ceremonias, cada uno se fue a su casa borracho de fatiga.

El 31 a la noche ni nos mensajeamos.

Luego llegó el verano, que fue como un ruido molesto, y ahora nos toca este apocalipsis aburrido y lento.


Para pasar el tiempo suelo ordenar la casa. Así que finalmente termino cara a cara con la caja que me dejó mi viejo.

Debajo de la cinta de embalar descubro el rótulo con su letra: «Artículos publicados por mi hijo en el diario de fecha tal a tal».

Es una cantidad inmensa de papeles.

Mi viejo rescató a diario, durante cinco años, cada cosa que yo publiqué mientras fui periodista. Me enternece imaginarlo bajo un velador, tijera en mano con la lengua entre los dientes, revisando la maraña de noticias para encontrarme.

Mientras repaso los recortes empiezo a pensar en que estaría bien alimentar la chimenea página por página para volver a foja cero.

Hasta los hombres grandes nos tentamos con la solución mágica de romper el conjuro, con esa necesidad infantil de retroceder en el tiempo.

Levanto la caja, giro sobre mí y descubro que las perras están mirándome desde la puerta de la habitación.

La Fanta tiene la cabeza ladeada. La Flacunza lleva la lengua afuera. Y de la boca de la Peluda asoman una cola y dos patitas de ratón muerto.

Sin pensarlo pongo la caja otra vez donde estaba y empiezo a rascarles la cabeza con mis uñas de gárgola. Se ve que les gusta, porque hay una especie de paz contagiosa en sus gestos.