La historia del perro alzado y el hombre que buscaba metales en el río
Un hombre busca metales a la vera del río. Anónimo.

Crónica narrativa

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Mientras descansaba a orillas de un río de Córdoba, el escritor José Playo se topó con un hombre que buscaba tesoros bajo tierra con un detector de metales. El resultado de ese encuentro es un diálogo hermoso y espontáneo entre este buen hombre y un escritor cordobés aburrido y con todo el día por delante.

En las piernas debo tener alguna especie de hormona irresistible, porque el perro de este buen hombre no dejó ni un momento de practicarme movimientos amatorios en los flancos. Mientras conversábamos con el señor, el animal embestía sin tregua, inexplicablemente atraído por la dupla poco sexy de mi tibia y peroné.

—Se ve que le caíste bien —me dijo él sin soltar el detector de metales.

Me llamó la atención el aparato y la curiosidad me hizo improvisar una entrevista, la única forma que conozco de relacionarme con extraños.

Estábamos cerca del río, sobre uno de los caminos de tierra que llevan hasta las playas turísticas. Y como no había visto nunca a alguien con un coso de esos (una especie de escopeta con un plato en el extremo y con un tablero de comandos con luces y números digitales en el mango), decidí indagar.

Habremos charlado una media hora y en todo ese tiempo el bicho no paró un segundo de pistonearme las extremidades inferiores con una energía que no he visto ni en la más vergonzosa de las categorías triple x.

Este perro estaba empecinado ya no en saludarme sino simplemente en copularme las gambas con descaro.

Lo dejé hacer, un poco porque sé lo que es andar en semejante estado de necesidad, y otro tanto porque el humano que lo acompañaba iba auscultando el suelo con el aparato y solo había visto esas cosas en las películas de guerra cuando buscan bombas, nunca a la vera de un río en las sierras.

—¿Cómo va esa búsqueda? —saludé.

—Muy bien —respondió él ladeando la cabeza—, pero creo que hoy tampoco me voy a hacer rico.


Me atrae la gente que tiene hobbies. Un amigo se dedica a fotografiar animales muertos en las rutas. Una excompañera de trabajo coleccionaba encendedores raros. Yo mismo tengo una que otra pasión periférica que cultivo con perfil bajo.

Los hobbies son la vocación oculta de nuestras inquietudes reales, el deseo agazapado de encontrarle sentido al sinsentido que es la vida.

A veces pienso que los hobbies evitan que terminemos sobre una azotea con una ametralladora haciendo puntería sobre la gente.


—¿Qué buscás específicamente? —le pregunté al hombre del detector de metales.

—Lo que sea; monedas, herraduras, balas, un anillo perdido
—enumeró—; todo lo que pueda desenterrar de alguna manera es un tesoro.

Me contó que suele ir al río a pasarle el detector a los cúmulos de arena. Pero que prefiere toda la vida las propiedades privadas, que son terrenos inexplorados en los que puede haber ocultas muchas cosas interesantes.

—En un potrero de fútbol podés encontrar cadenitas de oro y medallas —explicó mientras me mostraba el aparato—, y en el monte mismo podés encontrar alguna pieza antigua.

—¿Te pasó?

—Sí, una vez encontré la herradura de una mula.

Me explicó que el hallazgo se dio en un paraje serrano que solía ser la ruta de transporte en épocas coloniales, y que hasta ese momento los historiadores no tenían constancia de que por la zona transitaban más que caballos.

—La herradura de la mula fue la prueba de que en esa época ya se usaban estos animales para transporte.

—Ah, mirá; ¿y qué es lo más interesante que desenterraste? —le dije mientras intentaba mantener el equilibrio ante el culeo constante del can que ahora, además de empujar como poseso, me iba restregando la cabeza en el muslo con media lengua fuera de la boca.

El hombre del detector de metales me miró con gesto de alegría, metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda carcomida por el óxido, fechada en la década del cuarenta.

—La encontré en un descampado y desde entonces la llevo conmigo como amuleto de la suerte: es fascinante pensar cómo llegó hasta ahí, quién la perdió y esas cosas.

—También es fascinante la calentura que tiene este perro —observé.


Cuando era chico enterré en algún lugar del patio una caja de lata con un mazo de cartas con fotos eróticas adentro.

Eran tiempos sin internet y ya ni me acuerdo de dónde salieron, aunque recuerdo la emoción y la culpa que me daba no tener dónde esconder esa parva de cuerpos ochentosos con pelos batidos y capas excesivas de maquillaje.

También puse un cigarrillo dentro de la lata. Y tres cartas sentimentales de mi puño y letra que nunca tuve valor de enviarle a la destinataria.

Ahora que lo pienso, calculo que hay mucho simbolismo en elegir esos elementos para enterrar. Los vicios y las pasiones mórbidas suelen estar mejor bajo tierra.


—Hay detectores que son más caros y que se dan cuenta solos sobre qué tipo de suelo estás trabajando —me explicó—, este que tengo yo es más básico y tenés que calibrarlo si pasás de la tierra a la arena, por ejemplo.

Pensé en la posibilidad de invitarlo a casa a «peinar» la zona donde intuyo que está enterrado mi tesoro, pero me dio un poco de pudor mezclado con fiaca. Además, la idea de llevar a mi domicilio un perro como el suyo, con semejante grado de pasión fornicadora, me desalentaba.

—Esto viene con el kit —me dijo señalando un bolso que llevaba colgado al hombro, del que salieron algunas herramientas—; trae una palita para cavar sin hacer destrozos, este cosito que es para tal cosa y este otro para tal otra.

Según me explicó, la cultura del detectorismo está basada en la idea de que todo aquello que desentierres y que no tenga valor, debe ser correspondientemente desechado en un tacho de basura.

Quienes están en esta movida (son muchos, incluso hay youtubers famosos que dan consejos y esas cosas) profesan que —además de rescatar objetos— hay que «limpiar» los lugares por donde hacés el rastrillaje.

—Chapitas de gaseosa, cuchillos sin mango, tornillos y tuercas —enumeró—, todas las porquerías que vamos dejando las personas a nuestro paso tienen que ser desenterradas y llevadas a un tacho para que no contaminen.

—Guau —dije.

Se ve que el perro lo interpretó como una calificación positiva a su performance  ya que me metió un último empujón que casi me tira al piso.

—Entonces vos salís a todos lados con el equipo —quise saber.

—Sí, cargamos todo en el baúl del auto y aprovechamos los paseos para buscar cosas; nos gusta mucho.

Iba a preguntarle por qué el plural cuando escuché voces que venían desde el río. Entonces vi aparecer en una de las playas a una mujer y a dos chicos, todos munidos de sus correspondientes detectores de metales.

—Es un hobbie familiar —me explicó señalando con las cejas y una sonrisa al grupo que se acercaba.

—¿Ellos también…?

—Mi señora tiene uno que es importado; los chicos se quedaron con los primeros equipos que compramos y cada uno va con el suyo así cubrimos más superficie.

Me gustó la imagen de la familia detectora. También la metáfora de mucha gente dispersa por el mundo auscultando la tierra, intentando dar con el revés de una historia, con las raíces profundas de un sueño perdido.


Una familia detectora (y abajo un perro en celo)

Saludé a la familia y acaricié la cabeza del perro, que seguía extasiado en su intento de seducirme las patas.

Pensé en mis propios tesoros escondidos. En los reales y los metafóricos. Pensé en los hobbies, en hacer un chiste con el autor de El señor de los anillos que en vez de hobbies tiene Hobbits, y finalmente estreché la mano del hombre para desocuparlo.

—Gracias por los datos —dije—, me gusta aprender cosas nuevas, aunque sea bajo el asedio sexual de tu mascota.

El tipo levantó las cejas y me miró con sorpresa.

—No es mi mascota, pensé que el perro era tuyo —me dijo.

Mientras la familia de detectores se perdía en un sendero a la vera del río, me puse a mirar al perro, que en ese momento por fin bajó las patas al piso y me miró jadeante.

Después el bicho pegó media vuelta y se fue sin saludar.

Por el gesto, estoy seguro de que a él le hubiera venido igual de bien que a mí fumarse un cigarro.