Se busca electricista para equilibrar la térmica del amor
Un electricista en acción. GETTY.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com Se busca electricista para equilibrar la térmica del amor

¿Es posible convertir un texto sobre la electricidad en una bella historia de amor? Por este relato desfilan una serie de personajes excéntricos que el escritor José Playo conoció a lo largo de su vida, todos ellos con una relación muy particular con la corriente eléctrica. Pero hay uno que es el más especial.

Quiero hacer andar el velador junto a mi cama, pero apenas termino de arreglarlo y lo enchufo, la explosión me deja la habitación llena de olor a plásticos quemados.

Abro la ventana a pesar del frío: estamos en agosto, el mes en el que las puertas de los autos dan descargas eléctricas. Creo que es por la estática, o algo así. Como sea, es el mes en el que te ponés la campera, caminás dos pasos con las crocs y te salta una chispa azul del cachete cuando vas a darle un beso a tu tía.

Y yo le tengo terror a la electricidad.

Mi primera mala experiencia fue de chico, con un portalámparas. Estaba sobre la cama fascinado por la sensación de tener los huesos ardiendo cada vez que metía los dedos en el cilindro.

No existía real conciencia de que me estaba electrocutando, solo una intriga genuina ante el castañeteo de los dientes y los temblores involuntarios.

Me salvó un adulto que entró en la habitación y me hizo saltar del susto cuando gritó.

Desde entonces todo lo que tenga que ver con «la corriente» me pone los pelos de punta.

Será por eso que respeto mucho a los electricistas.

—¿Qué pasó? —quiere saber mi compañera, alertada por el fogonazo.

Le explico que no fue nada y ella me señala el enchufe de la pared, donde ahora hay una aureola negra.

—¿Querés que pruebe yo? —me dice, barriendo de un plumazo mi carácter de macho proveedor y arreglador de cosas.

Y aunque no se lo digo, que tome la posta del arreglo me tranquiliza. A lo largo de la vida conocí muchos electricistas y a todos les agradezco que me hayan ahorrado estos disgustos.


Había un mecánico en Alta Gracia de apellido Cañete que se ufanaba con su dominio sobre la electricidad.

Era el encargado de resucitar al Dodge Coronado que teníamos en la familia, y mi viejo confiaba ciegamente en su pericia.

A mi hermano y a mí nos gustaba ir al taller no solo porque contaba cosas graciosas, sino porque mi viejo siempre lo jodía para que nos hiciera la prueba.

—Dale, Cañete —le decía— cómo mierda no te va a dar corriente tocar los bornes.

Y esa provocación era todo lo que Cañete necesitaba para arremangarse y explicar (siempre del mismo modo): «No, Pepe, pasa que la electricidad a mí me tiene respeto».

Entonces ocurría el milagro: Cañete encendía la máquina soldadora y se pasaba el cable que se usa para tirar descargas eléctricas por los antebrazos y la lengua.

—¡Cañete hijo de puta, te vas a matar! —decía siempre mi viejo agarrándose la cabeza.

El taller de Cañete era genial, pero a nosotros nos fascinaba mucho más la historia de otro hombre de cables, un viejo que trabajaba en la cooperativa de luz.


Mi viejo anunciaba cada tanto: «Esta tarde viene Saler para arreglar la farola».

Y nosotros nos entusiasmábamos porque Saler parecía el villano de una película de terror.

Llegaba en una camioneta con el logo de la cooperativa, vistiendo un mameluco oscuro y una gorra con visera. Tenía los ojos muy claros, casi blancos, y usaba unos borceguíes enormes acordonados hasta la rodilla.

Nunca se sacaba la gorra para saludar.

A mi hermano y a mí nos gustaba ver de cerca las cicatrices que le nacían en la cabeza, le bajaban por todo el lado derecho de la cara y se le perdían mameluco abajo vaya uno a saber hasta dónde.

Cada vez que venía, mi viejo le decía: «Contale, Saler, a los pendejos, qué mierda te pasó en la cara».

Saler se había subido a un poste de alta tensión y después se despertó en el hospital.

Mientras narraba su experiencia, nos iba mostrando partes del daño que le había ocasionado la electricidad: le faltaban dedos de las manos, tenía un bubón óseo muy prominente en la muñeca, una oreja le había quedado reducida a formato tutuca y el pecho parecía un plato de fideos congelados.

Decía que tuvieron que hacer palanca con un tablón para despegarlo. Y que antes de electrocutarse, sus ojos eran marrones.

También le faltaban los dedos de una pata, pero nunca se sacó el borceguí para mostrarnos.


Cuando éramos estudiantes, con mi hermano compartíamos un departamento chiquito con una instalación eléctrica espantosa.

A la madrugada prendías la luz del baño para ir a mear y saltaban los tapones en planta baja; la heladera se quemó dos veces y cada tanto las bombitas, de bien que estaban, se ponían incandescentes y brillaban como si les hubieran multiplicado los watts.

Entonces, hartos de no poder enchufar el televisor, terminábamos llamándolo a Nicolice.

No sé de dónde había salido, solo sé que siempre estaba enojado y puteaba desde que llegaba hasta que se iba. Nicolice debe haber tenido unos 40 años y usaba pelo largo atado en una cola. Era flaco como un látigo y su principal problema en esta vida era su exesposa.

Nos contaba de ella mientras manipulaba los tapones del tablero y gritaba a cada rato «¡Ay, la puta que lo reparió!» cuando le daba la corriente.

Yo me tenía que ir a otro lado porque me causaba impresión. Mi hermano, por el contrario, indagaba sobre su resistencia.

—¿No tenés miedo de quedar pegado, Nicolice? —le decía.

Y él por toda respuesta metía los dedos en la maraña de cables de la caja de luz y entonces el departamento entero se nos llenaba de chispas.

Era como un He-Man adelgazado y loco.

Una vez, juro por mis dientes de adelante, vi cómo se le paraban los pelos de la cabeza cuando le estaba pasando corriente por el cuerpo sin sacar el destornillador del enchufe.

Desde entonces jamás quise estar cerca cuando Nicolice venía con todos los cables pelados.


—Pegaste con cinta los dos cables —me muestra mi compañera—, por eso saltó todo.

Me hago el boludo y le digo que no puede ser, aun sabiendo que, efectivamente, hice un moño de cables con cinta antes de enchufar el velador.

Cada uno resuelve las cosas como puede.

Hace unos años, cuando estaba soltero, tuve que llamarlo al gordo Maxi (que ahora adelgazó y ya le queda grande el apodo) porque el departamento en el que estaba se convirtió en un boyero gigante gracias a las dentelladas de las hormigas, que se habían morfado casi por completo la vieja instalación eléctrica.

Recuerdo (y agradezco) que Maxi dejó una cena familiar para asistirme. También que era lector de Stephen King, y que estuvo hasta bien entrada la madrugada cambiando por completo los cables recubiertos de tela por unos nuevos que él mismo me prestó.

Fue una aventura trasnochada de iluminar todo con la linterna del celular hasta que por fin pudo restablecer el servicio.

Ahora que lo pienso, no sé si existe algo más noble que el sonido de la heladera cuando vuelve la luz, y que un lector de Stephen King salga al rescate de un colega.


—Tenés que poner este cable con este —me muestra mi compañera— y este otro así, pero ambos encintados por separado, ¿entendés?

Le digo que sí, que fue una distracción. La habitación huele a cosas fundidas y el frío nos empieza a enrojecer las manos.

La gente que entiende de electricidad es especial. Como Alberto, un veterano que nos hacía los arreglos en la época en que mis hijas eran chiquitas.

Petiso de voz gruesa, siempre caía con su ayudante y un chiste para romper el hielo. Le gustaba conversar, y la mayoría de las veces un trabajo que se podía hacer en una hora le tomaba tres, porque nos quedábamos charlando.

Alberto decía que era electricista en sus ratos libres, porque su verdadera vocación era la escultura.

Se había metido a la facultad de grande a estudiar y eso le había renovado las energías. Le pedí que me mostrara algo de obra y la próxima vez que vino trajo un álbum de fotos: hacía mayormente bustos. Las cabezas eran proporcionadas, bien gestuales, muy logradas. Hacía muchas cosas con cemento.

Para cuando me tocó publicar mi tercer libro, cayó a casa con un regalo: su propia mano reproducida en piedra, con tres dedos en alza. En el dorso de la escultura (que es una extraña mezcla de cuadro con relieve), está la dedicatoria: «Brindemos porque sean los primeros tres y haya muchos más».

Todavía tengo colgado su regalo en la pared más visible de la casa.

—Y estos tornillitos tienen que estar bien ajustados —me explica mi compañera—, porque si no los cobres se sueltan y se te apaga, ¿ves?

De todos los electricistas que he conocido en mi vida, ella es la que más me gusta. La veo recostada contra una pared, con el aliento hecho vapor en la boca mientras ajusta tornillitos ínfimos.

A veces me doy cuenta de que tengo mucha suerte. Lo pienso mientras veo el plástico fundido detrás de la mesa de luz.

También cuando la veo a ella sacándome de un apuro con uno de sus chispazos de genialidad.



Temas relacionados

#Amor #Miedo #Recuerdo #Oficio #Herida