Las historias aprenden a caminar
Un médico revisa una radiografía. GETTY.

Crónica introspectiva

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Hace un tiempo, el escritor José Playo se debatió entre la vida y la muerte. Durante su recuperación en un centro de terapias se dedicó a planificar una novela, en la que incorporó la galería de personajes que fue conociendo en el lugar. Advertencia: esta es una historia muy triste. Pero, como suele suceder en la historias de Playo, también vale reír.

Hace unos años tuve que pasar una temporada en una clínica de rehabilitación para aprender a usar el cuerpo de nuevo, tras una operación que me convirtió en maniquí.

En mi estancia en esa casona devenida en centro de terapias conocí a varias personas que sufrían distintos padecimientos, y durante los meses que duró mi tratamiento, me dediqué a borronear los apuntes para una novela.

Lo que más me gustaba era que la ficción transcurriera en esa casona y que estuviera protagonizada por los pacientes con los que había compartido tratamiento, a quienes incorporé con sus impedimentos  a la trama.

La acción comenzaba cuando una gavilla de delincuentes tomaba la casona con fines de robo. Finalmente los pacientes –contra todos los pronósticos– conseguían repeler el ataque.

El grupo con el que me rehabilitaba todos los días era heterogéneo y con diferentes patologías, pero a todos los hermanaba un instinto de superación y una valentía como no he visto en otro lado.

Me seducía trazar una metáfora de esa fuerza en un relato.

Durante mi paso por la clínica conocí a muchos jóvenes víctimas de accidentes cerebro vasculares, por ejemplo; veinteañeros en la flor de la vida que de pronto se habían convertido también en muñecos de movilidad reducida y que tenían –como yo– que aprender a usar las extremidades de nuevo.

A los que teníamos lesiones en la médula nos llamaban «medulares», a secas. Y el grueso del conjunto estaba formado por los que se habían pegado un palo con motocicletas o cuatriciclos y que ahora sólo podían usar determinado porcentaje de sus anatomías.

Aunque no eran muy locuaces que digamos, tenían un humor negro exquisito.

Sin embargo, con los que mejor me llevaba era con un grupo más pequeño pero muy pintoresco dentro de los medulares, que eran las personas que sencillamente habían tenido mala suerte.


El escritor se reencuentra con una computadora. Felicidad.

Los que habían tenido mala suerte para mí eran distintos: no estaban así por una enfermedad ni por una imprudencia de pirueta sobre ruedas. Los de la mala suerte eran personas comunes y silvestres con las que el destino se había ensañado injustamente.

Hablé mucho con un señor que se había roto el cuello después de un resbalón al salir de la ducha en su primer día de vacaciones en el extranjero.

En las sesiones en que nos quitaban los cogotes ortopédicos solíamos conversar con nuestras cabezas bamboleando como esos perritos de adorno de los taxis, y mientras coreografiábamos con dificultad los ejercicios para pivotear los marotes al unísono, yo le preguntaba cosas.

No recuerdo su nombre, pero sí su equipo de gimnasia bordó y sus zapatillas enormes y blancas. Y su risa, discreta y cristalina.

El hombre tenía un humor envidiable a pesar de las circunstancias. En esas larguísimas y agotadoras sesiones se generaba la complicidad de los presos, y aprovechábamos los momentos de recuperar el aliento para conversar sobre nuestras condenas.

Los que habían tenido mala suerte para mí eran distintos: no estaban así por una enfermedad ni por una imprudencia de pirueta sobre ruedas. Los de la mala suerte eran personas comunes y silvestres con las que el destino se había ensañado injustamente.

Este caballero en particular era un flamante jubilado que había ahorrado dinero para poder conocer el mar en su primera vacación tras el retiro. Pero ni bien llegó al hotel cercano a la costa, en la primera jornada salió de la ducha, se enredó con la cortina y se la dio contra el lavabo.

—Me estaba dando un baño antes de ir a meterme en el mar —me decía—, ¿a vos te parece la ironía? ¿Cuántas personas conocés que se duchan antes de entrar al mar?

Su personaje me parecía interesante dentro de la novela, porque al ser mayor tenía más conocimientos, más experiencia y capacidad de observar las cosas con la sapiencia de los años vividos. Pero lo mejor eran sus observaciones y su aplomo, que me contagiaban carcajadas involuntarias a pesar de que yo no andaba siempre con el mejor humor.

En el grupo de los que tuvieron mala suerte había de todo: gente atropellada cuando cruzaba la calle, personas que habían trepado a una escalera sin los anteojos y equivocaron los peldaños y casos así.

Me gustaba ir a la clínica porque encontraba una satisfacción morbosa en la hermandad que generan las desgracias, y porque de cada uno aprendía las distintas formas para superar la adversidad.

Hay algo inexplicable en los vínculos que se generan cuando se comparte un padecimiento y yo quería honrarlo escribiendo una historia que hiciera justicia con esa fortaleza que tenían todos.


En ese entonces, además de la movilidad, había perdido la sensibilidad casi por completo del cogote para abajo. 

Yo no era el único insensible en la clínica y me entusiasmaba poder trabajar algún personaje que en la novela usara esa característica para ponerle picor a la trama: un tipo así podía resistir una ráfaga de ametralladora o una golpiza sin chistar, algo bastante útil para un giro inesperado, por ejemplo.

Tanto tiempo recostado junto a desconocidos me permitió trabar relación con muchas personas que, como yo, intentaban mover los dedos de las patas.

Playo y el cuello ortopédico, inseparables en la rehabilitación.

En mi novelita imaginaria no quería subestimar las posibilidades de los caídos en desgracia, por el contrario, me empujaba la idea de mostrar que las debilidades son tales dependiendo del cristal con que se las mire, y me encantaba que fueran los pacientes y no los terapeutas los que hacían frente a los malvivientes.

Tenía en claro quiénes eran los héroes de mi historia, pero no podía dejar afuera a otros protagonistas: los que nos cuidaban, que tenían un rol incuestionable en cada jornada.


Los terapeutas usaban uniforme, hacían chistes y tenían rico olor. Muchos eran jóvenes venidos de otras provincias, con tonadas musicales y modos suaves que estaban ahí no sólo para atajarte si te ibas al piso como un mueble, sino para levantarte el ánimo cuando se te movía algo en el interior.

La tarea de ellos no se limitaba a flexionar extremidades: su sentido del humor era una presencia viva, y el aliento constante en cada ejercicio era una caricia para la autoestima.

Transité muchas emociones en la clínica, y así como había días en los que amenazaba con denunciarlos cuando me hacían meter las manos en cera derretida, también había otros en los que terminábamos tosiendo de la risa.

A veces me tocaba acomodar hilos en un telar o meter la mano en un recipiente y tratar de rescatar un objeto. Esas tareas sencillas me ofuscaban y me dejaban bañado en transpiración, me frustraba mucho no poder accionar encendedores, destapar botellas y hacer andar mi desodorante en aerosol.

Mi única distracción era la novela que iba armando con la cabeza.

Cuando conté que me gustaba escribir, recuerdo, hasta me fabricaron un teclado adaptado para la compu.

Pero así y todo la novelita no prosperó, porque escribir textos largos era una odisea insoportable y la historia quedó a medio camino entre un cuento y una parva de apuntes sueltos.


De la clínica recuerdo con especial bronca un aparato infernal que colgaba del techo con poleas y cables. Digno invento de Torquemada, el coso tenía un arnés que se ponía en la entrepierna y te mantenía erguido sobre una cinta caminadora para que no te cayeras.

Hay gente que tiene pesadillas con las alturas, yo a la fecha sigo soñando que se me desconecta el arnés y me voy de jeta al piso.

Odiaba ese aparato con toda mi alma, pero cuánto le debo a pesar de todo. Gracias a las horas que pasé sobre él un buen día tuve fuerzas suficientes para organizar mi escape de la clínica por mis medios, sin decirle a nadie.

Transité muchas emociones en la clínica, y así como había días en los que amenazaba con denunciarlos cuando me hacían meter las manos en cera derretida, también había otros en los que terminábamos tosiendo de la risa.


Fue un momento glorioso: en un descuido me escabullí hasta la vereda y caminé lentamente las cuadras que me separaban de la avenida principal disfrutando de mi autonomía repentina.

Esa tarde, por primera vez en mucho tiempo, no le presté atención a mi propio reflejo en las vidrieras y me concentré solamente en la irregularidad de las baldosas.

Quería demostrarme a mí mismo que podía. Quería llegar a casa y sorprender a todos con mi independencia reconquistada.

Viéndolo en perspectiva, estoy seguro de que en el momento en que levanté mi brazo rígido para detener el taxi me sentí yo mismo otra vez. Y no me cabe duda de que en ese instante dejé de pensar en la ficción protagonizada por los colegas de la clínica que habían quedado atrás.

La mente obra de maneras inexplicables, y todos los padecimientos de esa aventura quedaron sepultados en un olvido a la vez implacable y necesario.

En algún lugar debo tener guardado los apuntes de esa ficción que no encontró combustible para avanzar.

A veces me pongo desodorante o hago llama con el encendedor y me viene a la cabeza ese período, y entonces fantaseo con retomar la novelita.

Pero se me pasa rápido. Por alguna razón siento que si ese texto decide ponerse de pie, se las apañará solito para volver a caminar.