Palabras póstumas para el hombre que me salvó la vida
Médicos operando. GETTY.

Crónica introspectiva

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Poco después de una operación que le quitó la sensibilidad de gran parte del cuerpo, José Playo estuvo a un pelo de morir. En este bellísimo texto, el autor rinde homenaje a su tío «el Eduardo», un viejo, curtido y sabio galeno que, ya retirado de su profesión, se avispó mucho antes que todos sus colegas médicos y salvó la vida del escritor cordobés.

El hombre que me salvó la vida en 2012 se murió hace unas semanas escuchando a Frank Sinatra, mientras hacía gimnasia. Siempre me gustó decir que los libros me sacaron de los pozos más profundos, pero debo reconocer que si todavía tengo hilo en el carretel es gracias a él y no a otra cosa.

Mi tío era uno de esos médicos retirados a los que se molesta con frecuencia porque —a pesar de haber colgado el guardapolvo—, conocen el cuerpo en la práctica mucho mejor que otros que se chamuscan las pestañas revisando bibliografía, sin mirar al paciente.

El Eduardo siempre estaba al otro lado del teléfono cuando había problemas. Y fue al primero que llamaron cuando me encontraba internado tras una operación que me había eliminado la sensibilidad del cogote para abajo.

Era diciembre, hacía calor y yo flotaba embriagado de anestesia en una terapia intensiva.

A mi lado había un hombre al que le fueron amputando en cuotas la pierna ante la ferocidad de una diabetes. Detrás de un biombo habían ubicado a un flaco que peleaba por volver a la tierra de los vivos después de que alguien lo mandara a terapia intensiva a los cuchillazos limpios en un robo.

Además del diabético y del pibe de los sablazos, también había un gordo enorme que tosía todo el tiempo y no dejaba dormir, y una señora mayor que se quejaba de que la sala no tenía ventanas y le daba claustrofobia.

Lo que más recuerdo es un reloj de pared que marcaba obstinadamente —por ausencia de pilas— las cuatro y cuarto.

Hundido en una cama y sin autonomía, mi existencia se resumía a la de un fiambre de noventa kilos que los enfermeros trapeaban con esponjas y hacían rotar para limpiarle las partes pudendas.

Cada tanto aparecían rondas de médicos jóvenes que nos estudiaban.

Les llamaba especialmente la atención mi caso, entonces venían y me destapaban para pincharme con la punta de sus lapiceras y, antes de irse, anotaban que efectivamente mis nervios no respondían.

Nunca me preguntaron ni mi nombre ni cómo me sentía. Por ellos le tengo aversión a los capuchones de las Bic.


Todo resulta novedoso y aterrador después de que te sacan un tumor del espinazo.

Esa primera jornada sin dolor fue tan sorprendente como descubrir que estaba atrapado en un saco de huesos que no me daba bola.

Las felicitaciones por sobrevivir a la intervención se mezclaban con la aceptación de ese nuevo cuerpo que en adelante tendría que aprender a domar si quería algún día volver a pararme, caminar o limpiarme el culo sin ayuda de terceros.

Quiso el destino (y el abuso de los analgésicos para mitigar los dolores) que la noche en que me pasaron a una sala común empezara a sentir algo raro adentro del torso.

Pasé varias horas sin hablar, con los ojos vueltos al interior del cráneo intentando descular la naturaleza de ese latido extraño y punzante que para la madrugada se volvió insoportable.

La salida del sol me encontró llorando de dolor bajo la mirada desconcertada de terapistas y enfermeros que no podían vincular la carnicería cervical con esos retortijones calientes que me hacían saltar las lágrimas.

Mi vieja llegó, me vio y enseguida llamó a la única persona que podía darnos una idea de qué carajo estaba pasando.

El Eduardo vino volando, pidió prestado un estetoscopio, me apretó la panza y le dijo a la médica de guardia —una jovencita con más cara de susto que yo—, que si no me devolvían al quirófano en ese mismo momento, antes del mediodía me iban a estar velando.

Para ese momento yo ya tenía más morfina en las venas que un rockero de los setenta, y apenas si recuerdo el revuelo y la procesión de médicos jefes, doctores de bigotes canosos y galenos veteranos que confirmaron la necrosis vesicular agarrándose la cabeza.


Esa jornada es una foto fuera de foco bajo el agua, una secuencia de corrida interminable con los enfermeros usándome de ariete para batir puertas de regreso a la mesa de corte.

Dejé de escuchar las puteadas y los gritos del Eduardo cuando atravesé el último pasillo, donde me esperaba una graciosa discusión burocrática con un señor de traje que se oponía a mi ingreso al quirófano si antes no firmaba vaya uno a saber qué documento.

Alguien me agarró la mano, me puso una lapicera entre los dedos dormidos y me ayudó a hacer un rulo sobre un papel, tras lo cual finalmente me volvieron a dormir después de palmearme el hombro.

Lo último que dije fue «alcáncenme un papagayo que no me quiero morir meado».

Después de eso, todo es oscuridad y flashes vagos, un túnel del que emergí vaya a saber cuánto tiempo después con la sensación de haber regresado al pasado: ahí estaba otra vez entre caras flotantes, escuchando las toses del señor gordo, las quejas de la mujer claustrofóbica y los chistes malos del viejo con la pierna amputada en cuotas.

Como no podía hablar, no pregunté por qué la cama del acuchillado estaba vacía. Tampoco por qué nadie había resucitado ese reloj de mierda, que seguía marcando la misma hora.


Me cuesta bastante conectar con todo lo ocurrido en ese período. Es como intentar reconstruir una noche de borrachera en la que la pasaste muy mal. Será que los problemas de salud llevan consigo una indignidad intrínseca en la que nos vemos expuestos, indefensos y desesperados y no tiene sentido aferrarse a eso.

Recuerdo, sí, que entre todo el desfile de caripelas que me flotaban encima, una de las primeras que apareció fue la del Eduardo.

Y que, de caradura que soy —y todavía drogado legalmente—, le pedí que me hiciera un regalo.

—Cuando salga de acá, quiero tu camisa —le dije—, la que tenías puesta cuando viniste a los gritos a ordenarle a los médicos para que me abrieran.

Él soltó una de sus características carcajadas.

—Qué tipo particular —dijo—, no se ha muerto de pedo y lo primero que piensa es que quiere una camisa.

—No es una camisa, Eduardo; es un símbolo.


Con el tiempo volví a caminar y recuperé casi por completo el dominio del cuerpo.

Con Eduardo volvimos a coincidir varias veces, casi siempre en circunstancias intrahospitalarias en las que él repetía la ceremonia de visitar a todos los parientes que iban cayendo en cama por diferentes problemas.

Jamás le pifió a un diagnóstico. Y siempre me impactó que los médicos lo respetaran y escucharan a pesar de que él hacía rato que no ejercía.

Cuando se enfermó mi viejo y hubo que operarlo, aproveché para invitarlo al bar del Cardiológico y así mitigar la espera. Y mientras sorbíamos los pocillos después de los chascarrillos de rigor que despejan los nervios, finalmente le dije a mi manera que estaba muy agradecido por lo que había hecho.

Se lo solté sin vueltas, en seco, con tono confesional a destiempo, como una incomodidad que había que poner sobre la mesa (más por mí que por él).


A diferencia de muchas personas de su edad, Eduardo tenía espíritu joven y le gustaba estar al tanto de las novedades tecnológicas: era un adulto mayor moderno, el único de los hermanos de mi viejo que usaba bien el celular.

Solíamos intercambiar mensajes por diferentes motivos y se quejaba de que yo demoraba en contestar. El último contacto que me figura en el aparato es una conversación fechada el 4 de abril.

Cuando la muerte lo arrebató en medio de su rutina de gimnasia, estaba probando reproducir música con el Google Play.

Esta mañana, como todas las mañanas desde que tomamos ese café en un bar lleno de gente con guardapolvos en el Cardiológico, vi la camisa del Eduardo colgada entre mis prendas.

Es una camisa rara, con bolsillos grandes, de tela dura y solapas anchas. Es la que llevaba cuando me salvó la vida, la que me regaló un tiempo después en el bar.

Me gusta hacerme el artista y decir que los libros me han sacado de los pozos más profundos, pero el perchero me recuerda siempre que sigo caminando sobre el mundo gracias a él y no a otra cosa.

Si fuera un escritor de verdad —uno de esos que llenan las bibliotecas con ideas fantásticas y aventuras inolvidables—–, seguramente sabría agradecerle como corresponde.

Calculo que si me diera el cuero, le dedicaría líneas inteligentes a la madre de mis hijas, a mis padres, a mi hermano y a todas esas personas que, de una u otra forma, dignifican nuestra existencia en los momentos críticos.

Pero nadie mejor que yo sabe que es el nombre del Eduardo el que encabezaría la lista.