La música del azar y otras milongas
Una pareja bailando. LA NACIÓN.

Crónica introspectiva

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José Playo rescata la figura de su abuelo materno: un bon vivant perecedero que, en los años setenta, supo ganar el Prode con un técnica muy particular, dilapidar la fortuna en menos de un suspiro y más tarde convertirse en bailarín consumado, entre algunas otras cosas. «Un montón de personas en una sola», así lo define su nieto en este perfil nostálgico y festivo.

En el año 1978 mi abuelo se ganó el Prode. Le acertó a todos los resultados que había que poner en el cartón con la definición de los partidos de fútbol.

Por esos años Emilio trabajaba en un bar y revoleó la bandeja y la rejilla a la mierda cuando se anotició de que podía empezar a paladear su repentina vida de nuevo rico.

Era mucha guita.

Calculo que el suyo fue un récord: antes de que hubiera pasado un año tuvo que volver a su antiguo trabajo ya que la fortuna entera se le había traspapelado en el casino.

En mi familia, la ludopatía no es una cuestión que se tome a la ligera. Y el recuerdo del Prode desvanecido entre ruletas, dados y naipes pesa tanto que nunca es tema de sobremesas; mencionarlo hace que broten labios fruncidos y que mi vieja se lamente por la falta de previsión y criterio para administrar el premio.

—Ese dinero, bien invertido, alcanzaba para varias generaciones —dice siempre poniendo la cabeza entre las manos.

Mi abuelo se murió en 1995. Muy pocas veces conversamos de lo que sintió cuando descubrió que la suerte le había sonreído de esa manera.

No le gustaba hablar de eso y cuando alguien lo traía a cuento, el recuerdo de esos meses como millonario le hacía cambiar el gesto por una mueca indefinida que no sabía si atribuirle a la nostalgia o al arrepentimiento.

De toda la experiencia nos quedó un álbum con recortes de prensa de la época.

Emilio fue tapa de todos los diarios locales. En las fotos se lo ve sentado en la mesa del living de su casa, rodeado de sus hijas, cuñadas y primos, con mi hermano, que era un bebé, en brazos.

En cada toma salgo yo a su lado, firme como un soldado, con un flequillazo a lo Carlitos Balá mirando a cámara, sonriendo sin dientes.

La economía de nuestro país por esos años hizo que los billetes perdieran valor a una velocidad pasmosa, y a eso hay que sumarle el despilfarro generado por el aturdimiento.

—Viajes al casino de Chile en avión, con chofer esperando en la puerta —enumera mi madre cuando se toca el tema—; de pedo que alcanzaron a comprar el departamento que alquilaban y a cambiar los muebles por insistencia de todos, que si no…

A mí también me contagia un poco de angustia pensarlo así, pero por otra parte me imagino al viejo hecho un Ricardo Fort, de punta en blanco tirando propina a diestra y siniestra, secundado por mi abuela con flamante tapado de piel (y rezongando), ambos llenos de aros y relojes, perfumados como un telo y pidiendo whisky con cola en la barra.


No juzgo a mi abuelo. Me consuela pensar que, aunque breve, debe haber sido glorioso ese ascenso meteórico a la estratósfera de los pudientes, esa repentina cabeceada a las nubes que lo cegó con una perspectiva de nueva vida repleta de lujos y placeres. Él venía de un hogar humilde en el campo, criado junto a doce hermanos.

Alto como un poste de luz, lo que más llamaba la atención eran sus manos, enormes y nudosas.

Cuando era pendejo solía agarrarle los dedos para preguntarle por qué los tenía torcidos y él me decía que por trabajar tanto en el campo.

—El monte le destroza el cuerpo a la gente; le revienta la cintura, le deforma la piel y los huesos —decía rápido, sin empatizar con el recuerdo.

Cuando se mudó a Córdoba, calculo, debe haber sentido que las cosas iban a mejorar, aunque pronto descubrió que la ciudad también se las ingenia para hacer mella en la anatomía: jamás vi unas piernas con tantas várices en forma de arañitas.

Con mis primos pensábamos que se dibujaba las gambas con birome. Él se reía y nos explicaba que las várices le salieron de tanto estar parado detrás de un mostrador.

—Caminás un poco para llevarle un café con leche a alguien en una mesa —explicaba sobándose los tobillos—, pero el resto del tiempo te lo pasás parado, no hay pierna que aguante.

Calculo que entre la dureza del campo y la ferocidad de la ciudad, ganarse el Prode fue un buen recreo. Y cada quien es dueño de hacer con su Prode un florero.


Después del premio y de sus trabajos de mostrador, mi abuelo hizo borrón y cuenta nueva y se desdobló en dos personas, una de ellas, un bailarín consumado.

Primero agarró otro laburo que lo hacía viajar todo el día en colectivo. Iba y venía por toda la ciudad llevando una carterita con papeles, un almanaque, los lentes para ver de cerca, los cigarros y una provisión de palillos que masticaba cuando nadie lo veía.

Su facilidad para la conversación con los extraños (viejos resabios de atender tanto tiempo un bar) lo convertían en un tipo jovial y de buen humor ante los desconocidos… siempre que mi abuela no estuviera cerca.

Y cuando por fin se separó empezó a cultivar su pasión por la danza.

Ahora que lo pienso, mi abuelo era un montón de personas en una sola y sólo tuve oportunidad de conocer algunas pocas de sus facetas, de las cuales mi favorita era la del bailarín.

Así fue que de la noche a la mañana aquel melómano discreto que andaba con una radio pegada en la oreja mientras limpiaba y baldeaba, de pronto pasó a ser un astro de las pistas.

Su vocación oculta estalló en la soltería: inmediatamente después de su separación hizo un cambio drástico y se convirtió en un cliché clásico del arrabal mudándose a una pensión y frecuentando con puntualidad religiosa las milongas a la noche.

Foxtrot, pasodoble, dos por cuatro. Cuando lo escuchaba hablar de tango, el brillo confuso que a veces le teñía la mirada de pronto se esfumaba para darle paso a un color que para mí se convirtió en la definición perfecta de lo que llamamos felicidad.


De sus años en el mostrador solo tengo referencias por terceros. Y de su vida en familia me queda un sabor agridulce, la inquietante sensación de que —por cumplir los mandatos— una persona puede postergarse hasta que ya no hay tiempo de disfrutar la vida.

El último tiempo antes de su partida es una mezcla de visitas esporádicas a las pensiones donde se iba mudando, lugares a los que iba a visitarlo medio a escondidas.

Cada uno de esos encuentros está sellado de confesiones y redescubrimientos en los que aquel hombretón de manos monstruosas, ese exmillonario fugaz que se cansó de transportar café cortado sobre bandejas, despertaba en mí algo parecido a la admiración.

Su repentina felicidad me parecía revolucionaria, inspiradora.

—Ahora laburo igual que antes, pero a la noche —decía mientras abría el placar y señalaba sus trajes comprados con la plata del Prode—, ¡a la noche me desquito en la pista!

A veces los ejemplos a seguir están tan cerca que ni los vemos.

Lo sé ahora que puedo cerrar los ojos y paladear su dicha a destiempo, una alegría juvenil hecha de acordes de bandoneón y versos cargados de confesiones malevas que entonces, porque era chico, me sonaban aburridas.


A veces, cuando lo visitaba, me mostraba fotos de los bailes. Eran instantáneas amateurs veladas por el flash, en las que se veía su fruición por la conquista de la libertad pintándole una sonrisa relajada en la cara.

Me gusta recordarlo así, cagándose en las convenciones y en las críticas, enroscado como una víbora con su pareja de baile bajo los foquitos pintados de colores entre guirnaldas.

La última pensión en la que vivió hasta su muerte tenía una escalera muy alta y empinada. Su pieza quedaba arriba, a unos metros del cielo.

—Me gusta acá porque nadie me viene a joder —me dijo.

Las pensiones son todas muy parecidas, una sucesión de habitaciones enfrentadas con la intimidad desbordando hacia un pasillo en común en el que las baldosas desencajadas se salpican con la sombra de la ropa lavada que pende de la soga.

La privacidad es una ilusión en esos lugares y él se las había ingeniado para no ventilarla frente a la mirada de viejos descamisados sentados de revés en las sillas. Allá arriba estaba a salvo de las alpargatas oreándose al sol, a resguardo de la pileta de lavar cuya canilla goteaba sin pausa.

Su habitación no me gustaba, pero entendía lo que significaban simbólicamente esas cuatro paredes en las que la radio se saturaba con emisiones de programas de tango y partidos de Independiente a los pedos.

Esa será siempre la cortina musical de nuestros encuentros furtivos.

—¿Cómo hiciste para acertar todos los partidos del Prode? —le pregunté una de las últimas veces que charlamos.

—Muy fácil —dijo mientras le daba lustre a sus zapatos—; hice todo al revés.

—¿Cómo es eso?

—–Anoté todos los resultados que pensé que iban a salir y los jugué a todos espejados, exactamente de la forma contraria —me dijo con una sonrisa.

Parece una apelación a la música del azar, pero ahora sé que algunas metáforas son más fuertes que cualquier estrategia repetida.

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