Bajo la mesa de las tías de Walter
Un niño que escucha debajo de la mesa. GETTY.

Relato de ficción

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Tenemos los adultos la mala costumbre de olvidar la discreción y el decoro para hablar mal del resto. Y cuando eso ocurre a instancias de un niño, el resultado es siempre trágico.

Las tías de Walter siempre cotorreaban de muertes y enfermedades. Ponerse al día era para ellas era como palparse las heridas tras el combate:

–¡Mirá cómo tengo hinchada la pierna!

–¿Y yo, que no puedo mover el brazo?

–A mí me ha salido un sarpullido acá que no puedo dormir cuando me pica, no sabés.

Las tías de Walter repetían ese ritual todas las tardes en un departamento pequeño del centro. Yo iba a esa casa después de almorzar, y me quedaba jugando con unos soldaditos de plástico bajo la mesa junto a mi amigo, con la oreja bien parada.

Me fascinaba la manera en que esas mujeres convertían la cotidianidad en una tragedia interminable mientras se turnaban para chupar el mate, hablando todas al mismo tiempo.

El ritual era siempre el mismo: contabilizaban sus dolencias, cotejaban unas con otras la traza descarriada de alguna várice y, tras examinarse las raíces de los pelos de la cabeza, pasaban lista de los fallecidos de manera reciente:

–¿Qué me contás del Carlitos?

–Era cantado que iba a reventar como un sapo, tanto café, grasa, ¡gordo como un búfalo! 

Para Walter esas conversaciones eran como el ruido de la heladera, ya ni las registraba, había dejado de prestarles atención a fuerza de convivir a diario con ellas, pero para mí eran teatro en vivo, un show de secretos a media voz que había que desovillar, una catarata de datos prohibidos que me caían sobre la cabeza bañándome de complicidad adulta.

Escuchándolas en los momentos previos a la merienda, el mundo me llegaba reflejado por un cristal sin eufemismos en el que descubría aspectos intrigantes de la vida.

–Mi ejército es el azul —me decía Walter tironeándome la remera, pero yo apenas si le prestaba atención, porque sobre nuestras cabezas, en esa mesa redonda, se estaban revelando los secretos más oscuros del mundo.


Los niños son testigos silenciosos de las confidencias de los más grandes. Los mayores no nos damos cuenta y están ahí, camuflados de aparente indiferencia, interpretando a la perfección ese gesto de distracción improvisada.

Pero a pesar de que se limiten a monologar frente a un muñeco, en realidad están en plena pesca en el aire, intentando atrapar cada palabra y cada frase.

Los adultos los ponemos en mesas aparte para la cena, los mandamos a otra habitación cuando nos reunimos o les encendemos una pantalla para que miren para otro lado mientras hablamos, pero las conversaciones de los mayores los atraen como a los marineros el canto de las sirenas, y siempre se las arreglan para escucharlas.

Los niños tienen esa habilidad ninja para aparecer de pronto detrás de una cortina porque están obsesionados con lo que hablan los grandes.

Bajo la mesa del comedor de Walter pude pescar un montón de cosas que no entendí de entrada, pero que hicieron de la cuadra en la que vivía un universo digno de Tim Burton.

Los personajes que desfilaban por esas charlas a la siesta eran exquisitos, y las descripciones de sus hábitos eran fascinantes.


La lista de actores que aparecían en la charla es larga, pero recuerdo especialmente algunos que se repetían con frecuencia. Estaba por ejemplo «el viejo verde» que vivía en un departamento del edificio sobre el bar, y que yo imaginaba que debía tener una enfermedad en la piel.

Estaban también «las prostis», dos hermanas que recibían muchas visitas en el departamento que estaba sobre el de Walter. Estaban los tres estudiantes que alquilaban junto a la panadería y andaban en «algo raro».

Pero a pesar de que todos tenían matices atractivos, había un personaje que me intrigaba más que cualquier otro, una mujer enigmática a la que llamaban con desprecio «La tipa», y que por las descripciones era un ser abominable que siempre estaba buscando dónde poner «El clavo».

Indefectiblemente la charla de las tías de Walter confluía en este personaje con especial saña, y entonces el tono de la conversación se enrarecía.

Podía presentirlo a través de la madera de la mesa y del mantel: esa mujer no les gustaba.


Por lo que había escuchado, sabía que la mera existencia de esa persona exacerbaba sus maldades.

Cuando hablaban de ella hacían bromas crueles, criticaban su peinado y la ropa que llevaba puesta. Una vez dijeron que no le conocían la cara porque andaba siempre pintada como una puerta.

La tipa era «una fresca», se hacía la importante porque trabajaba, pero no quería gastar su dinero en pagar niñera.

Por otra parte, «El clavo» –comprendí después de hilar fino y atar cabos–, era el hijo de esta señora en cuestión, un ser desdichado que boyaba por la vida recalando en hogares sustitutos que lo cobijaban mientras La tipa cumplía el horario de trabajo.

El clavo y La tipa pasaron a ser un binomio intrigante que yo ansiaba cruzarme por la calle, dos personajes sin rostro que habitaban la conversación entre las tías, y cuya sola mención hacía que se les torcieran los dedos de los pies dentro de las chancletas.

–Se hace la simpática pero es «flor de yegua» –dijo una vez una tía y yo pensé que la comparaban con una planta silvestre.

–Quiere cagar más alto de lo que le da el culo –comentó una en otra oportunidad y yo pensé que La tipa tenía mal instalado el inodoro de la casa.

¡Cuánta curiosidad me daban las caras de esa gente!


Cuando mi madre me llevaba a lo de Walter tenía que esquivar los pozos de la calle por mí, porque yo avanzaba con los ojos puestos en las entradas de los edificios, concentrado en descubrir entre la marea de rostros que circulaban por la cuadra, quién podía ser uno u otro personaje.

La corta distancia que separaba mi casa de la de Walter eran el universo de una comedia interminable en la que entraban y salían siempre los mismos actores por las mismas puertas.

Pero de La tipa y El clavo, ni noticias. 

Ellos no estaban en esa coreografía de lo cotidiano, como si pertenecieran a una realidad paralela en la que no podía mirarlos frente a frente.

Me gustaba caminar la peatonal con mi madre, aprender a cruzar la calle y que me escuchara hablar del mundo que nos rodeaba, de cómo lo iba interpretando a mi manera.

Aunque todo cambió el día en que le conté de los personajes imaginarios que yo quería encontrar en esa ciudad que las tías de Walter me mostraban involuntariamente. Y mencioné a La tipa y a El clavo.


Recuerdo bien la última vez que visitamos la casa de Walter. 

El calor de la siesta era pegajoso y sofocante, y mientras esperábamos que atendieran el timbre, tomé coraje y le confesé a mi madre que me frustraba no poder componer ese rompecabezas hecho de retazos de chismes y metáforas.

Los adultos suelen ser más perspicaces, siempre admiré eso de los mayores, la capacidad para resolver un enigma en el tiempo en que tarda una tía en contestar el portero y bajar a abrir la puerta de calle.

La familia de Walter se mudó al poco tiempo pero nunca supe adónde. No volví a verlo nunca más después de ese día.

En la última imagen que tengo de él puedo verlo asomado detrás de una de sus tías: y su cara debía ser un calco del desconcierto que se había instalado en la mía. 

Ninguno de los dos cruzó palabra. 

Nos limitamos a mirarnos en silencio con los ojos bien abiertos, fingiendo que no escuchábamos los gritos ni las puteadas sobre nuestras cabezas.

Hicimos nuestro papel de niños discretos y ajenos al mundo de los grandes, que se nos reveló a ambos a la misma vez oscuro, peligroso y violento, como un portazo que barrió toda nuestra cercanía.

Siempre me pregunto qué habrá sido de esos soldados de plástico. Estaban mortales.

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