La media vuelta (3)

Folletín

La media vuelta (3)

Durante 2011 Orsai acompañó al joven catalán Albert Casals, a su novia y a su silla de ruedas por medio mundo. El objetivo, las antípodas. Este es el tercero de cuatro episodios.

Mientras Albert y Anna se suben a un camión en algún punto de Turquía, leo algunos correos de lectores sobre esta aventura. «A mí la historia me chirría un poco —dice un comentario—. Me parece inhumano. Albert no tiene miedo, es como un robot, está por encima de la moralidad humana, su silla de ruedas le hace trascender. No reflexiona, no se pregunta, solo disfruta, hace lo que le da gusto; hedonismo al límite.»

¿Es Albert un hedonista? Y si lo es, ¿es censurable? ¿Los demás tenemos derecho a juzgarlo o es un tic de herencia católica que nos impulsa a moralizar las decisiones ajenas? Si no fuera porque está dormido en ese camión, cruzando Turquía entera, a buen seguro que el mismo Albert participaría del debate. Quizás ahora algún lector menos fino podría soltar la idea de que, al no poder caminar, es lógico que el chico desarrolle una habilidad retórica para escapar de las complicaciones.

Sí, de acuerdo. Pero, ¿cabe el embuste? ¿El engaño? ¿La mentira? «Siempre que no dañe a terceros», responde Albert.

¿Y te parece ético subir sin pagar a un tren o fingir caerte para colarte en un barco? «Mientras no dañe a terceros», responde de nuevo. Y sonríe, sabiéndose vencedor.


Es cierto, las historias de superación tienden al proselitismo, a cierta voluntad de demostrar algo. 

El camión descarga a la pareja. El conductor, que les ha cruzado por todo el país, se defiende en inglés macarrónico, y lo aprovecha durante el trayecto para preguntar a Albert y Anna cómo piensan cruzar Oriente Medio sin permisos ni carteras.

—Bueno, nosotros viajamos así. Ya pensaremos cómo cuando lleguemos.

—Pues llegó el momento —afirma señalando al horizonte, justo donde les aguarda un dispositivo aduanero uniformado y de cara seria.

—Eh… —ronronea Albert mientras se esfuerza en recordar qué tiene apuntado en su manual sobre convencer a guardias fronterizos.

Anna está tan nerviosa como Albert, pero se le nota. A medida que se han ido alejando de Europa, a ella las dificultades le parecen más pronunciadas: idiomas incompatibles, culturas alejadas, costumbres distintas… Presentarse en la frontera siria en manga corta, de la mano de un chico en silla de ruedas de pelo azul, y sin intención de pagar la tasa obligatoria le provoca inquietud. A la que se añade un punto de sudor frío cuando les dan el alto y les preguntan algo así como «a dónde creen que van».

Entonces Albert arranca su discurso: que si venimos de, que si viajamos sin, que si nos dejan que, gesticulando sin cesar para empujar sus palabras, aderezadas con algún guiño, una risa tonta, y más desvergüenza de la que podríamos reunir una decena de nosotros juntos.

Anna presencia, una vez más, el milagroso efecto de la retórica de Albert. Incluso en una lengua incompatible, ante una cultura alejada, y frente a costumbres distintas. Y Albert sonríe, sabiéndose vencedor.

En Damasco se alojan en casa de una familia de doce somalíes que solo les piden a cambio poder exhibirlos como una rareza exótica ante amigos y conocidos. «¡Pasen y vean lo que tenemos durmiendo en el sofá!» Y así el cuarto se convierte en una atracción turística con gente circulando constantemente y un somalí como guía.

A la joven pareja le compensa convertirse por unos días en atracción de feria a cambio de un refugio en el caos reinante de la ciudad. Necesitan un techo bajo el cual revisar el mapa y tomar la decisión que habían retrasado para no entrar en pánico.

—Vamos a ir hasta Georgia. Y allí tenemos que tomar uno de los dos caminos.

—¿De verdad tenemos que escoger entre estos dos?

Albert hace que no con la cabeza. Anna ya lo sabe. Lo pregunta para ganar tiempo. Resistiéndose a elegir.

—Sin coger avión únicamente hay dos rutas posibles para seguir rumbo a Oriente: por Kazakhstán o por Irán.

—O sea que hay que elegir entre andar a veinte grados bajo cero o cruzar por una zona en conflicto. ¿Es eso?

Albert asiente. Anna suspira.


«Me gusta que el mayor defecto o discapacidad de Albert se vuelva su mejor aliado en su viaje —dice otro lector—. No lo digo como una moraleja o una enseñanza de vida. Si no por algo que es porque es y punto.»

Es cierto que las historias de superación tienden al proselitismo. Y algunos creerán que este y los otros viajes protagonizados por Albert tienen, en el fondo, cierta voluntad de demostrar algo. ¿De aleccionar a quien se compadece, quizá? Lo cierto es que él va por libre. Y como resalta este lector, su uso de la silla es tan desacomplejado que nos pilla a contrapié. La utiliza a su favor, sin remordimientos. Pero un juez tendría difícil discernir quién tiene mayor culpa en estos momentos de pillería, si Albert por sacar provecho de su incapacidad o los demás por esa ridícula costumbre de apiadarse de toda minusvalía.

Alguien curtido ante estas cosas es Gabriel Vilanova, que lleva casi veinte años ejerciendo de fisioterapeuta en un centro de recuperación para personas afectadas por alguna discapacidad. Entre sus pacientes, un niño de siete años al que recuerda perfectamente: «La diferencia entre Albert y otros pacientes es que él ya venía contento, dispuesto a superarse. Y gran parte de los pacientes, a la mínima, se hunden. Era de una pasta distinta que los otros. Al llegar no tenía equilibrio después de estar tantos meses en cama. Fue el peor momento para él. Pero venía siempre alborotado y dispuesto a trabajar. Si no le salían los ejercicios que hacíamos se enfadaba. Su tozudez le sirvió para esforzarse».

Un profesional que ha visto pasar por sus manos multitud de pacientes puede comparar: «Lo que él ha hecho ha sido canalizar la parte negativa de forma positiva. Solo que otras personas no tienen ni el espíritu de superación ni las cualidades de Albert. Hay que tener en cuenta que él es elástico a más no poder. Nunca va dando lástima. Es simplemente una manera optimista de ver la vida. Hay personas que puedan opinar que lo que hace es huir de lo que le pasó, pero yo creo que no. Lo que hace es disfrutar la vida».

¿Pero intenta demostrar algo a alguien o simplemente vive su pasión?

«Para otras personas que se encuentren ante una dificultad física puede ser un ejemplo de positivismo, pero el viajar del modo que viaja tiene poco que ver con su minusvalía. Sin ella haría lo mismo, lo que pasa es que entonces no hablaríamos de Albert. Ya no sería el chico de la silla de ruedas con el pelo azul, que se va sin pasta y con desvergüenza, que pone cara de pena si lo van a detener y se libra.»


De camino a Tbilisi, tanto Anna como Albert empiezan a notar el desgaste físico y su cuerpo les exige descanso. Exteriorizan su queja con unas anginas y una gripe intestinal. Descubren con fortuna que Georgia es un país obsesionado con ser europeo (con las cosas buenas de ser europeo, cabe suponer). Así que una parejita catalana es recibida con honores. Como si tratándoles bien se estuvieran ganando el favor del continente entero.

Les acogen en un hostal, que les regala tantas noches y cuidados como requieren hasta recuperarse de sus dolencias. Y allí deciden que la menos imprudente de las rutas es la que pasa por Irán. Pero sus anfitriones les advierten de los impedimentos estrictos de ese país en lo que a cruce de frontera se refiere.

—Bah, fronteras a mí… —se le escapa a Albert.

Antes de su intento de acceder a Irán, las mujeres georgianas recomiendan a Anna tomar una precaución básica si quieren tener alguna opción y le regalan un elegante burka de color negro, que combina con todo. Equipados cogen un bus que les lleva hasta el acceso iraní más cercano.

Esta vez los guardias son menos benévolos. Hasta Anna puede ver por esa pequeña ranura la expresión poco receptiva de los aduaneros. Tan poco receptiva que ni Albert quiere insistir.

Dan media vuelta resignándose a la segunda mejor opción, Kazakhstán, donde el invierno recibe a sus habitantes con una media de dieciocho grados bajo cero. Algo intimidatorio para alguien que lleva en su mochila únicamente dos camisetas. Una de ellas de manga corta.

Se dirigen hacia Baku, en el extremo oriental de Azerbaijan, de donde parte el único barco que cruza el mar Caspio. Zarpa cada catorce días, con lo que el temor es plantarse allí y tener que esperar ocho, diez, o doce largos días sin abrigo en un puerto. Al fresco.

De ahí que al llegar a ese muelle pregunten con voz hilada:

—Disculpe, señor: ¿cuándo sale el próximo buque?

—Mañana.

Albert no se sorprende de esa suerte.

—El destino nos debía una. Por lo de Irán.

Parece ser que el destino le debe más de una. Quizá tenga remordimientos tras azotar su infancia con severos vaivenes, y ahora le quiera compensar.


«¿Y sus padres? —se pregunta otro lector— Hay que tener mucho valor para estar dispuesto a pasar tanto miedo.» Y en el mismo sentido, una lectora insiste: «Por favor, charlad con los padres de este chico. Me interesaría muchísimo releer esta historia desde su punto de vista».

Los padres son Álex y Mont, una pareja de mediana edad y de charla pausada, poco amantes de la estridencia. Están orgullosos de Albert, pero con contención. Y están satisfechos con su papel como formadores, pero rehúsan las medallas.

Álex lo ve así: «Si tú tienes claro de entrada que tu hijo puede hacer una cosa que lo hará feliz, no te puedes plantear si se lo permites o no. No eres su amo. Eres tú quien decidió traerlo al mundo, él no te lo pidió. Así que lo mínimo que puedes hacer es respetarlo y entender que es una persona, y que no por ser pequeña es tonta».

La oratoria de Albert no es fruto de la casualidad. Sus padres argumentan cada afirmación y la reiteran con símiles que vuelven la teoría algo más terrenal. Para ellos «un niño no es más que un adulto en prácticas. Del mismo modo que nadie se enfada con un médico cuando está haciendo sus horas de formación en el hospital, y comprende que cometa errores, con un hijo es igual. Debemos entender que cuando hace algo mal no es para fastidiarte, es únicamente porque no sabe».

Los padres de Albert explican su punto de vista asumiendo que es solo la opción elegida por ellos, pero con el bagaje que les otorga haber pasado por circunstancias delicadas. Reconocen que han ido aprendiendo a cada paso, meditando mucho cada decisión. Consultando. Para cerciorarse de que, fuera cual fuere el resultado, el movimiento había sido elegido sin precipitarse. Y con la generosidad que supone actuar pensando en los hijos y no en la propia tranquilidad de los padres: «La sobreprotección alivia al padre y a la madre pero es una putada para los hijos, porque no les dejas crecer ni madurar», resume Álex.


En el puerto de Baku, el mismo operario que le ha dicho a Albert que el barco zarpa a la mañana siguiente también le informa que el viaje dura tres días y que el billete cuesta ciento veinte dólares. El chico tuerce un poco el gesto.

—Ah, y por supuesto, no sube nadie a bordo sin visado para Kazakhstán.

Ups, el visado. Ese pequeño detalle.

En esta ocasión, el reto acumula más obstáculos que ningún otro: ni billete para colarse en el barco, ni visado para superar el control de la entrada, ni camarote en el que esconderse los tres días de recorrido sin levantar sospechas. Con el añadido de jugar contra el reloj, pues no superar alguno de los retos supondría que se escapara ese barco y quedar dos semanas a la deriva, en tierra de nadie.

Albert convence a los dos policías del puerto para que le dejen pasar ese filtro, en parte porque los agentes tienen la tranquilidad de saber que van a abortar su intento en la aduana. Lo mismo que debe pensar el aduanero al sellarle el pasaporte a pesar de no mostrarle billete.

Curiosamente, quien le corta el paso es una sonriente azafata dispuesta a acompañarle a su camerino. Algo complicado cuando, en realidad, no tiene ninguno asignado. Para ganar tiempo, Albert se inventa que su billete se lo han quedado en la aduana. Pero tras una rápida comprobación aparecen en escena dos policías que le agarran del brazo con intención de conducirle hasta la salida.

Llegado a ese punto, el chico de la silla de ruedas con el pelo azul, que va sin pasta, que pone cara de pena si lo van a detener y se libra, pronuncia la frase mágica.

—¡Quiero hablar con el capitán!

Le sonaba haber leído en alguna novela de aventuras que esa solicitud es algo a lo que cualquier polizón tiene derecho. Y lo cierto es que, al hacer la solicitud, los agentes le sueltan el brazo, la tripulación que le rodea se cruza miradas, y la azafata (ya menos sonriente) se marcha renegando al encuentro del patrón del barco.

Es su última carta. El capitán tendrá la palabra definitiva. Debe convencerle como sea.

—Por favor, que hable inglés. Por favor, que hable inglés…

El capitán se acerca con su gorra y le devuelve a Albert la esperanza al preguntar:

—¿What’s the matter?

Con un idioma con el que comunicarse aceptablemente, las argucias dialécticas de Albert recuperan efectividad. Le explica su trayecto, se hace el simpático, se muestra gracioso, y termina convertido en el invitado de honor del capitán. Con cama y barra libre.

A su destino le esperan siete grados bajo cero y medio palmo de nieve, con lo que eso supone para alguien que circula en silla de ruedas. Pero no va a pensar en ello, ahora está disfrutando de un crucero gratis.


«Si tu tienes claro de entrada que tu hijo puede hacer una cosa que lo hará feliz, no te puedes plantear si se lo permites o no.»

Entre las cartas de lectores destaca una que se limita a decir dos palabras sobre Albert: «Hippie drogado». Dicho así, con esa rotundidad, es como que el lector supiera de lo que habla. Parece algo irrelevante pero, si existe esta curiosidad, habrá que indagar sobre los vicios de nuestro viajero charlando con su grupo de amigos en Barcelona.

—Nada de nada. Ni siquiera salimos por discotecas. Ni tenemos sexo con desconocidos —asegura Pol—. Los jóvenes tenemos mala prensa —denuncia—, aunque es cierto que muchos de ellos hacen lo que les divierte, pero no lo que les hace felices.

Un momento. Oír a un chaval de veinte años hacer una reflexión así provoca un levantamiento de ceja inmediato.

—Es que la filosofía de vida de Albert no es solamente de Albert —interrumpe Pol—. La hemos creado entre todos. Si algo caracteriza a nuestro grupo es que lo discutimos todo.

—Albert es quien ha puesto en práctica la teoría —irrumpe Rubén—. Nosotros aún no lo hemos hecho porque nos sentimos atados a lo que tenemos aquí.

¡O sea, que son un pequeño ejército de vividores dispuestos a batallar! Pero su lucha es hacia la conquista de un modo de vida, sea viajando o sin viajar.

—Lo de viajar no lo comparto porque no me interesa —suelta Felipe.

—A mí los viajes de Albert no me importan —dice Pol—. No me importa saber lo que hace. A mí me importa saber cuándo vuelve, para poder hacer lo de siempre.

¿Y lo de siempre es…?

—Ir de madrugada a un hospital abandonado y colarse dentro evitando los vigilantes, por ejemplo.

Vaya.


Los mismos guardias que le zarandearon al descubrir que había subido al barco sin billete, ahora le despiden con la mano alzada. Albert se desliza por la rampa de proa y pisa tierra firme después de tres días de navegación. Va envuelto con ropa de abrigo, mucha ropa, que le regaló cada nuevo conocido del barco al que le contó su intención de pasar por Kazakhstán en pleno invierno. Y soportó con vergüenza algo que casi ni recordaba: la necesidad de que le empujaran la silla para avanzar. La nieve no es una buena aliada para una silla de ruedas. Tampoco lo son esas temperaturas para un mochilero que duerme en parques. Así que el objetivo es subir al tren que cruza el país de extremo a extremo para llegar lo antes posible a China.

Una adinerada familia (que conocieron en el crucero gratuito) les financia los billetes que les acercan hasta la ciudad de Almaty, a la que llegan coincidiendo con una festividad y unos estruendosos fuegos artificiales. El frío es más moderado, aunque sigue siendo imprudente ir con las orejas destapadas. Lo que no varía es la existencia de gente acogedora, dispuesta a alojar en el sofá de su casa a desconocidos excéntricos. Esta vez se conocen con el anfitrión en la cola de una oficina de trámites administrativos. Los recién llegados deben sellar su entrada (bajo amenaza de multa) para disponer de diez días de libre visita turística. Entre los requisitos para ese sello, figura el de dar el nombre del hotel donde se alojan. Eso presupone que van a alojarse en un hotel, lo que está muy lejos de la realidad. Pero tampoco tienen testimonio alguno de que vayan a hospedarse en casa de algún kazajo.

A menos que…

—Se quedan en mi casa —interviene el único ciudadano de toda la cola que habla inglés y entiende la problemática.

Se llama Dimitri, y firma la autorización no solo como formalismo. Realmente está ofreciendo pensión. Y sería uno más de los anfitriones generosos con los que se han topado a lo largo del viaje, si no fuera por su afición a beber vodka por las noches. Aunque, para que esto se entienda, hay que contar algo antes.

Almaty es una población de paso. La más cercana a China que cuenta con embajada para pedir un visado. El funcionario que se ocupa de sus trámites se llama Aleksi, y Albert le insiste en su urgencia, puesto que el «sello» les da únicamente diez días de permiso para estar en Kazakhstán. Y no tiene cien dólares para pagar la multa que supone sobrepasar ese límite.

—Va a tardar mínimo ocho días —advierte Aleksi, con poca empatía—. Pero al ser época festiva, puede que se demore algún día más.

No hay motivo para desconfiar de su suerte. Así que empiezan los trámites, que incluyen dejar el pasaporte en ese despacho.

—Ya te avisaremos…

—Bien, gracias.

Bien, gracias, ¿pero cómo van a avisar a alguien que no está hospedado en ningún hotel? ¿Cómo se comunicarán con el domicilio anotado? Por carta, claro. Albert no cae en ese detalle en el momento de hacer el papeleo, de modo que el correo puede llegar demasiado tarde para recibir a tiempo el visado. Hasta que interviene el alcohol. La noche antes de que caducara su permiso, de madrugada, Dimitri salió a tomar una copa. Coincidió en la barra con un individuo llamado Aleksi, al que le contó, con esa verborrea de los ebrios, que estaba alojando en casa una gente extraña.

—Un tipo que lleva el pelo azul y va en silla de ruedas. Dice que quiere cruzar el mundo y llegar hasta Nueva Zelanda sin una sola moneda ni…

—¿Pelo azul y silla de ruedas? —le cortó Aleksi— ¿No será este?

Y sacó de su bolsillo un pasaporte y un visado para China con la foto de Albert pegada.

—Le he intentado localizar todo el día para entregarle esto con urgencia, pero me ha sido imposible.

Dimitri volvió a casa como una cuba pero con los papeles de Albert en el bolsillo. Una tramitación poco convencional, sin duda. Pero eficaz, al fin y al cabo. Así, agradecidos y documentados, cruzan hacia China por el norte, rumbo a la gran muralla.


Una última carta de lectores dice: «Creo que el punto de partida, la narración de un viaje ajeno, es una gran dificultad. ¿Cómo se pueden narrar las vivencias de otros con quienes además es muy complicado comunicarse?».

«Se quedan en mi casa», dijo el único que hablaba inglés y entendía el problema.

Y pienso que este lector tiene razón. Es muy complicado comunicarse con Anna y Albert. Es más: ¿y si todas estas cintas que nos mandan, donde vemos las aventuras que les narramos en estos textos, están falsificadas? Hoy en día con un ordenador y efectos especiales puedes fingir que estás en un barco en alta mar o en un tren rodeado de nieve. Puede que nos estén tomando el pelo, maldita sea.

Por eso creo que el cuarto (y último) artículo de esta crónica loca e imposible debería escribirse desde Nueva Zelanda. Volar hasta el otro extremo del mundo solo para comprobar que no nos están tomando el pelo. Ver con nuestros propios ojos si llegan donde se propusieron. O si todo esto es una farsa que merece un castigo ejemplar. Por ejemplo: trabajo fijo, en oficina, ocho horas diarias.