Una bandera para El Chueco
Un hincha en la tribuna. TÉLAM.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com Una bandera para El Chueco

Hace un tiempo nos llegó un cuento de un autor que no conocíamos. Nos gustó. Le pedimos que lo lea en voz alta, a ver si se lo bancaba con su voz. Y también pasó la prueba. Se llama Andrés Rebagliati y el cuento va sobre un padre y un hijo que se vuelven cómplices en la tribuna. Los une la pasión, una cábala y una promesa que no están seguros de poder cumplir.

Sentí la puerta de entrada, y después el anuncio:

―¡Bajá, Miguel, tengo una sorpresa!

Corrí por las escaleras y me encontré con una tela gigante desplegada en las baldosas del patio. Sobre ella había un tacho de pintura verde. A un costado estaba papá, sentado en una de las sillas, con la ceja levantada, seguramente a la espera de que yo saltara de alegría. 

Lo miré, miré la tela, lo miré de nuevo. 

―Vamos a escribirle algo lindo al Chueco ―dijo, y se paró de un salto y se puso a pintar. 

Mamá nos espiaba desde la ventana de la cocina y negaba con la cabeza, igual que siempre.

La bandera debutó en la popular con un 1 a 0 contra Armenio, de local. Nos mandamos un par de horas antes del partido, y la Policía nos revisó como si fuéramos a meter un misil. El alambrado estaba ocupado, así que la colgamos en una de las paredes laterales. Pensé que se vería perfecta desde la platea de las cámaras de televisión. 

Ese día, en el tercer minuto de descuento, el Chueco metió un pase que dejó solo a Godoy, quien definió magistralmente al segundo palo. Papá me abrazó más que nunca: el gol valía doble porque estaba la bandera; el «trapo», como la llamaba él. Había que verlo gritando entre la multitud ―con los jugadores meta festejar ahí nomás en el córner― y agarrando la bandera por sobre su cabeza:

―¡Mirá, Chuequito! ¡Para vos, ídolo! 

En el segundo partido también vencimos. Y así, ir a la cancha con el «trapo» se volvió cábala. Papá siempre decía que el objeto que fuese, si quería convertirse en cábala, tenía que hacernos ganar dos partidos seguidos. No sé qué hubiera pasado con la bandera si perdíamos. Quizás él la habría quemado y reemplazado por otra, acaso con la leyenda: Chueco, por siempre en nuestro corazón, Familia Martone. No sé, a lo mejor la usaba de mantel para la mesa del patio. 

Al segundo año la empezamos a llevar de visitante. En Floresta casi nos la roban a la salida, y eso que éramos muy cuidadosos. Dejábamos el auto cerca de la cancha para no andar caminando con semejante bulto. Pero esa vez se nos acercaron unos tipos pidiendo guita. Ya ni sé qué les dijo papá y zafamos. Me hubiera entregado a mí antes de que a su trapo. Si lo decía a cada rato, sobre todo antes de que le agarrara el cáncer de garganta:

―Desde que llevamos la bandera, el Chueco juega mucho mejor. 

Yo le decía que sí para no meterme en quilombo: si el Chueco en serio jugaba mejor, hubiéramos ascendido alguna vez, o peleado algo. Pero llevando la bandera, usando el mismo calzoncillo y con mamá quedándose en casa haciendo tortas fritas para la vuelta, siempre andábamos pidiendo la hora ―o bien porque ganábamos con lo justo, o bien porque perdíamos por goleada―. El Chueco era un genio, pero en la cancha estaba solo. 

Igual, con el paso de los años, papá lo fue elogiando cada vez menos. La bandera no tenía poderes, no iba a andar rejuveneciendo al ídolo. No lo salvó del banco ―más y más frecuente en cada partido―, no le alivió las lesiones, no le ahuyentó a los técnicos que preferían a los pibes, no le redujo la panza de birra.

Sólo una vez tuvimos conexión directa con él. En realidad la tuve yo, porque papá había dejado de ir a la cancha: ya no podía con la enfermedad. Por ahí fue imaginación mía, pero estoy seguro de que el Chueco me dedicó un gol. Había entrado faltando quince y metió un cabezazo potente, imposible de atajar ―para esa época se quedaba parado en el área―. Después fue al córner, me miró y levantó el puño. Y yo le respondí sacudiendo la bandera. 

Sentí que ya no nos debíamos nada. 

Fue al siguiente de local, contra Atlanta, que pasó lo que pasó.

―¡Eh, hay uno caído! ―gritó alguien desde la platea, a los cuarenta del segundo tiempo.

La jugada iba por otro lado, con la pelota en el área, pero muchos giramos las cabezas hacia donde miraba el que había gritado, hacia el caído al borde de la línea, cerca de mitad de cancha. Vestía campera y jogging. Era un suplente. Si hubiera estado ahí, papá lo habría reconocido al toque: era el Chueco.  

Desde lejos se veía poco. Mucho tumulto, jugadores apantallando con las camisetas, gente desesperada llamando a otra gente desesperada. Después, una ambulancia que entraba por la esquina de la cancha, una camilla que se levantaba y al final la ambulancia yéndose por donde había venido. 

Se suspendió, obvio. Y todos nos quedamos ahí, esperando. 

Llegó más gente, más que para cualquier partido que hayamos jugado alguna vez. La Policía abrió las puertas, y todos entraban en lugar de salir. Nadie sabía nada. Cada cinco minutos la radio pasaba un flash, y siempre lo mismo:

―El «Chueco» Miralles sufrió una descompensación en el partido disputado hoy a la tarde en la ciudad. En estos momentos es atendido en el hospital de Zárate, a donde se acerca gente con velas. Compañeros y fanáticos esperan en la cancha.

A las dos horas llegó la noticia. El grito resquebrajado del nombre del Chueco bajó en avalancha. Los que no tenían radio se enteraron sin preguntar. Los hinchas se abrazaban llorando, se subían unos encima de otros. Hubo quienes miraban al césped; imaginé que recreaban las jugadas del ídolo.

Yo cerré los ojos y pensé en papá en casa: comiendo tortas fritas y llorando contra el hombro de mamá, que seguramente negaba con la cabeza. Así me quedé un buen rato, derrumbado, con las palmas cubriéndome los párpados, aturdido por una sinfonía de gritos y llantos: la más desentonada canción de cancha. 

Recordé también los goles del Chueco, sus pases de lujo, las corridas de su juventud. Sentí que se terminaba la mejor de las películas. Podía haber mejores, pero por alguna razón, sentí que no volvería a ver nada igual. Nunca. 

Y escuché el silencio. El mismo silencio de cuando cobran un tiro libre en contra cerca del área, en tiempo de descuento. El mismo que anticipa una desgracia inminente. 

Abrí de nuevo los ojos y los vi a todos: a los que se sostenían del alambrado, a las mujeres con sus nenes, a los hombres rendidos. Vi sus ojos rojos, sangrando lágrimas. Los vi mirándome fijo. Me di vuelta, pero atrás de mí no había nadie: su objetivo era yo. 

Me quedé sentado, pensando en qué había hecho. Hasta que uno de los gordos arriba del paravalanchas me gritó:

―Ahora cumplí tu palabra, cagón.

Y miré a la pared, y vi la bandera colgada, con todos sus años encima, descolorida. Y su mensaje en letras grandes:

Chueco: si jugaras en el cielo, moriría por verte.

Temas relacionados

#Muerte #Padre #Hijo #Fútbol #Pasión