Noticias de un secuestro
Un hombre escapa de la policía. 123RF.

Crónica narrativa

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El joven escritor Andrés Rebagliatti nos envió este relato por mail. Nos gustó y decidimos publicarlo. ¿De qué va? Un muchacho camina por la calle cuando un policía de civil le pide identificación. El muchacho duda porque el policía, en realidad, parece un potencial secuestrador y entonces decide correr. Todavía no sabe, por supuesto, que escapar a toda velocidad es la peor decisión que pudo haber tomado.

En la calle, un hombre baja de una Trafic blanca, del lado del acompañante. Ese hombre baja de una Trafic blanca, del lado del acompañante, y viene hacia mí. Ese hombre —con cara de gozar de una salida transitoria del penal de Ezeiza— viene directo  hacia mí. Corro, me digo, pero no lo hago. Mi cuerpo me contradice y frena mi caminata. El hombre me va a hablar. Cierro el puño en el bolsillo del buzo.

—Identificación, por favor —me dice, a dos pasos de distancia.

Curiosa escuela del robo la que inaugura: primero, identifica a su víctima.

—¿Eh?

—Policía Federal. Lo vamos a necesitar de testigo para un procedimiento.

Lo analizo rápido: remera deportiva, jean roto, zapatillas Diadora, cicatriz sutil en cachete izquierdo. Un cómplice seguramente al volante. No hay siglas ni chalecos fluorescentes. Actúo en consecuencia, convencido:

—Usted no es policía.

—¿Cómo? —me dice, y levanta una ceja.

Sé que borré toda oportunidad de cordialidad: si es ladrón, se ve descubierto y me ataca; si es policía, me pega un culatazo y me lleva preso. Espero un segundo, pero en él no hay más que sorpresa. Entonces profundizo:

—A ver su placa…

—Permítame su identificación —insiste.

—Primero la placa —insisto.

Busca en el bolsillo de su pantalón, sin dejar de mirarme. Ya sabe todo lo que me va a hacer cuando me lleve, y yo lo sé mejor que él: nada placentero puede pasar en la parte de atrás de una Trafic blanca.

En eso, saca lo que él considera una placa y me la muestra. La miro. Lo miro a él. La miro de nuevo. Es un rectángulo de goma negra con un círculo amarillo en el medio. No se lee nada, no hay letras. Me surge una única palabra, y se la escupo:

—Cotillón.

—¿Qué?

—Eso es cotillón.

La guerra está declarada, pero él no contraataca. Acusa el golpe y reflexiona. Devuelve la placa a su lugar y empieza a peinarse con fuerza la ceja.

—Acompáñeme a la camioneta con la identificación —me dice, mientras extiende su brazo hacia mi hombro.

Entonces me doy cuenta de que es el momento bisagra: el que divide a la víctima del sobreviviente; el que separa a la captura —y posterior muerte por asfixia—, del escape heroico a una remisería envenenada y circunstancial en una calle de tierra.

Doy un paso hacia atrás, y él lo da hacia adelante. Aproxima su brazo y me muestra la palma de su mano, simulando ser inofensivo, pero comete un error: me toca.

Todos los detalles analizados antes —su cicatriz, sus Diadora, su pinta de salida transitoria —se me descontrolan en el cerebro por efecto de esos dedos. Apenas me roza el hombro, mis músculos reaccionan y me impulsan a la corrida. Él me agarra de la mochila, que llevo en mi espalda, y yo, como un búfalo, me zafo retorciendo con fuerza todo mi cuerpo. 

Después, apenas logro alejarme de su alcance, escucho su grito:

—¡Pará, flaco! ¡Policía!

A las cuatro o cinco zancadas, llega el ruido: una sirena. No me tengo que dar vuelta para saber de dónde viene. En un instante la Trafic se pone a mi altura y la veo. La veo y la escucho. Yo corro por la vereda, atravesando gente, y ella me persigue zigzagueando otros autos.

Sigo y sigo corriendo, y en eso —en medio de la transpiración y el corazón fuera de sí —una idea empieza a formarse en mi cabeza: si de verdad son secuestradores, están llamando demasiado la atención.

Mi cuerpo responde y baja su velocidad. De a poco, sin estar del todo convencido, empiezo a frenar y llego hasta un hombre, un peluquero que había salido de su negocio para ver mi película de acción.

—Me pidieron el docum… —alcanzo a decir, ya quieto, buscando un poco de aire, pero me interrumpen.

En ese momento la Trafic hace una maniobra fuera de contexto: el conductor mete un giro repentino sobre la vereda, frente a mí, al parecer para cortar mi vía de escape.

Y aquí surge un hecho innegable de la realidad: por la vereda camina gente. 

En esa maniobra de serie yankee, la camioneta se lleva por delante a una señora. Una mujer que iba al supermercado — con uno de esos changos de tela— sale impulsada contra el portón de un edificio, golpea su cabeza y queda inmóvil sobre las baldosas recién baldeadas.

Los dos hombres —confirmo la existencia del aparente cómplice— bajan de la Trafic y se agarran la cabeza. Miran a la vieja e imaginan un futuro negro, intuyo. Después, el que había hablado conmigo me descubre a un costado y me grita:

—¡¿Me viste cara de chorro, pelotudo?!

Intenta acercarse con prepotencia, pero el peluquero se interpone y se lo lleva a un costado. Los peluqueros siempre tienen ganas de hablar.

—¡¿Hay algún médico por acá?! —se escucha entre el tumulto que empieza a formarse.

Yo sigo buscando aire con las manos en las rodillas. Todavía no pienso en nada, solo escucho que alguien se acerca corriendo. Miro detrás de mí y lo veo dando la vuelta a la esquina: otro policía. Esta vez, uno en serio, con chaleco, arma, gorra y seguramente una placa digna. Es gigante, corre con todo su ser y odia correr.

Llega hasta mí y apoya su mano sobre mi espalda, como si necesitara un soporte.

—¿Viste algo… de lo que pasó, pibe?

—Sí…

—No te alejes mucho que vamos a necesitar testigos —me dice.