Ravioles y escape de gas
Fila en la caja de un supermercado. Getty.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com Ravioles y escape de gas

Hace tiempo que el escritor cordobés José Playo no saca un nuevo libro, pero por suerte todos lo sábados publica sus cuentos en la Voz del Interior, donde nos damos el gusto de leerlo. Nos gusta tanto este escritor que le pedimos un cuento de su fábrica semanal y le rogamos que lo leyera. Y él no solo nos dio el gusto, sino que además nos regaló varios textos de su autoría que iremos publicando aquí cada tanto. Es un lujo y un placer empezar con esta historia desopilante, ansiosa y —por qué no— existencial.

Escrito por José Playo

Es justo y necesario esperar que en cualquier momento haya un salto evolutivo a la altura de la realidad que estamos viviendo, y que en ese salto podamos superar la existencia del pelotudo que está primero en la caja del supermercado en este momento.

Ya es de noche, hay una humedad infernal y el tipo discute con la cajera como si la chica fuera la hija del dueño, como si ella estuviera complotada para dinamitarle la economía marcándole equivocadamente el precio de un kilo de papas llenas de tierra.

–¡Me las estás cobrando como si fueran batatas! ¡Me querés estafar!

–Señor, anoté mal el código, son números parecidos, no fue mi intenc…

–¿Con cuántos harás lo mismo? ¿Ah? ¡Y nadie se queja!

Yo estoy tres lugares más atrás, y desde acá me doy cuenta de que la chica está cansada, igual que nosotros, y que la gente cansada a veces puede meter la pata. El tipo ya venía lleno de bronca –andá a saber por qué– y explotó por el lado de los tubérculos. Típico.


Yo ni siquiera tengo carrito, voy abrazado a un pote de crema, una tira de pan y un sobre de queso rallado. En la hornalla del departamento me esperan unos ravioles del año del cachilo ahorcado que rescaté del fondo del freezer.

Me hace ilusión mi cita con estas pastas añejas porque me atacó uno de esos hambres repentinos que no se pueden gambetear picando boludeces. Al principio me iba a arreglar con una bolsita de maní, pero entonces encontré los ravioles.

–Dale, flaco –dice el señor que está delante de mí–. Dejate de hinchar las pelotas, la chica ya te pidió disculpas.

El tipo de la caja se da vuelta y le dice de muy mal modo que no se meta en lo que no le importa.

–Pero sí nos importa, flaco –intercede la mujer que está detrás de mí en la fila–, no puede ser que estemos todos esperando que vos termines de hacer un berrinche por diez pesos de mierda.

–¡No me importa nada de lo que digan ustedes! –dice antes de tocarse un par de veces el esternón con el dedo índice– ¡Yo quiero hacer respetar mis derechos!

–Yo también tengo derechos, flaco –salta de nuevo la chica de atrás–, tengo derecho a volver a mi casa y no perder el tiempo con vos y tus batatas de mier…

–¡SON PAPAS! –la corrige el muchacho, enajenado– ¿Nadie entiende? ¡SON PAPAS Y ME LAS QUIEREN COBRAR COMO BATATAS!

La chica de la caja aprieta un botón para llamar al supervisor. Hay algo que le impide revertir la operación y convertir las batatas otra vez en papas para corregir la cuenta.

La gente de las colas de las demás cajas murmura y arrima las cabezas para chusmear en voz baja. El pote de crema empieza a entibiarse en mi mano. 

La voz del muchacho se vuelve a oír mientras se convierte en grito:

–¡… TRATA DE MI DINERO! –se alcanza a escuchar que dice antes de que la cajera se largue a llorar.

–¡Hijo de puta! –grita un gordo que está en la cola del lado munido de un pack de latas de cerveza–. ¡Habría que romperte la cabeza a vos por maltratador!

El viejo que está delante se vuelve a mirarme.

–¿A vos te parece?

No le contesto nada. Me limito a pestañear mientras pienso cómo estarán flotando en este momento los ravioles en la olla en casa, a cuántos se les habrá salido el relleno, esa mancha oscura que hay que hacer de cuenta que es carne y verduras.

–Permiso, permiso –dice el supervisor pasando entre nosotros en dirección a la caja.

–Poné orden, flaco –le ordena de mal modo la chica de atrás–. Hace dos horas que estamos en esta cola aguantándolo al tipo este.

–¡PORQUE LA PLATA NO ES TUYA! –se escucha que dice el muchacho de la caja.

El señor que está antes que yo decide cambiarse de fila y se une a la hilera de gente que desemboca en una registradora más eficiente y discreta.

Ahora estoy más cerca de la salida pero a la vez más demorado que el resto. No puedo parar de pensar en los ravioles. Imagino la espuma coronando la olla, imagino que se desborda y se apaga la hornalla.

El supervisor recién llegado intercede en la discusión e intenta explicarle algo sobre el código de las verduras al loquito de las batatas.

Yo no dejo de pensar en el gas que ahora debe estar inundando la cocina del departamento. En unos minutos va a haber gas hasta en el botiquín del baño.

Basta con que se encienda el motor de la heladera o alguien prenda una luz…

Imagino que el departamento vuela por los aires y que el inodoro le cae en la cabeza al que discute por las papas. En ese escenario pierdo todo lo que tengo y me quedo con lo puesto. 

Ahora se arrimó un guardia. Y viene otra chica con el mismo uniforme desde el fondo del salón.

–¿Cuánto es, flaco? –grita la chica que está atrás–. Te doy la plata y destrabá la circulación, loco.

Me vuelvo a mirarla, es bajita y tiene un delfín tatuado en un pecho. El animalito está asomando de un costado de su escote.

–¿Qué mirás, vos? –me dice de repente.

Me vuelvo hacia adelante y sigo esperando.

No puedo hacer pastas sin poner la alarma en el teléfono. Si dice “Cocinar durante 8 minutos”, necesito que suene mi despertador para avisarme que hay que colar lo hervido. Odio cuando se pasan de cocción y quedan todas blandas. Las veces que no usé el celular terminé comiéndome un fútbol de fideos.

–Hacés bien, flaco –dice alguien de repente–. No te dejés afanar, así estamos por estos hijos de puta que nos meten la mano en el bolsillo.

Intento ubicar quién es el que habla, pero ya hay mucha gente. 

A la hora de la cena nos volvemos predecibles. Somos una masa. Pienso en el delfín flotando en las tetas de la chica de atrás y hago fuerzas para no darme vuelta, tengo miedo de comerme un bife en lugar de unas pastas.

–No te dejés afanar, flaco –dice otra vez la voz anónima.


La chica del delfín, el hombre que se cambió de caja, el gordo abrazado a las cervezas, la supervisora con los zapatos que escupen talco, la cajera que no para de disculparse, el cliente que siempre quiere tener la razón, la voz anónima y yo, por supuesto, somos una coincidencia.

De alguna manera todos nos bajamos de la cama esta mañana para terminar acá, trabados en la cola de un supermercado céntrico en una noche con lluvia a la hora de la cena.

Imagino las ventanas de mi cocina empañadas. Imagino que la espuma de los ravioles aumentó tanto de volumen que ahora cubre el horno y se sale por el pasillo hacia el living.

O capaz que la espuma se llenó de burbujas de gas, y entonces tengo todo el departamento lleno de peligrosos focos de combustión esperando que yo haga alguna cagada, como prender un cigarro.

Estoy tan cansado, es tan tarde para este despelote.

–¡Y QUIERO EL LIBRO DE QUEJAS! –dice el tipo en la caja.

El pote de crema tiene una temperatura que me desanima. 

La bolsita de pan está húmeda y adentro la varilla parece una manopla de tanto que la estuve apretando.

La chica del delfín vuelve a decir algo pero no le presto atención. Sigo pensando en el hambre. ¿Qué estarán cenando las personas de clase alta en este momento? ¿Cómo será conformarse con una sopa desabrida calentada en una lata si vivís debajo de un puente?

Mientras el horario de cierre se nos viene encima, en las casas del mundo van humeando platos, se van poniendo manteles, y yo estoy acá esperando que se haga justicia con las papas de un señor que no conozco.

Pongo mi mercadería en una estantería donde hay alfajores y me apeo de la cola. Hago un especial esfuerzo para no mirar chicas ni delfines y me escabullo fuera del local, donde la llovizna me envejece el pelo de repente.

Frente a las luces de la calle se ven pasar ráfagas discretas de viento y agua. No hace frío ni calor. No es invierno ni verano.

Voy haciendo un molinete con el llavero hasta que entro en mi casa para descubrir en la penumbra que todo está como lo dejé. 

Antes de encender la luz respiro bien hondo para detectar si hay olor. 

Si el lugar entero no salta por los aires, veré qué mierda me meto en la boca para finalizar esta jornada.



Escrito por José Playo