Entrevista
Malvinas a dos puntas
Qué nos dejó la guerra de Malvinas? Dos de las cabezas más lúcidas de Argentina e Inglaterra, los escritores Ian McEwan y Abelardo Castillo, se lo responden a Gonzalo Garcés.
(Incluir texto de presentación)
¿Qué nos dejó la guerra de las Malvinas? ¿Qué le debemos hoy, además de un montón de discursos patrioteros que el gobierno de turno, en Gran Bretaña como en la Argentina, pone en los altavoces cada vez que necesita subir en las encuestas? Están los que comparten esos discursos y están los que piensan que no es relevante y querrían cambiar de canal; yo confieso que siempre me conté más bien entre estos últimos. Pero puede que unos y otros hayamos estado equivocados; puede ser que, si se la mira bien, la guerra de las Malvinas sirva más de lo que pensamos para entender el mundo en el que vivimos hoy. Para ayudar a descular esto, quisimos invitar a hablar de la guerra a un escritor argentino y a uno británico.
Ian McEwan es uno de los mejores escritores ingleses vivos. También es uno de los pocos en su país que han escrito algo sobre la guerra: en su caso, el guion de la película The Ploughman’s lunch («El almuerzo del labrador»). Es una lástima que esta película no haya sido más vista en el mundo hispánico. Como lo explica McEwan en la entrevista, fue un regalo inesperado de la actualidad: en plena escritura del guion, estalló la guerra y se convirtió en telón de fondo de la historia. Y qué historia: se trata de un periodista trepador, James, que se propone escribir un libro sobre la crisis de Suez en 1956, cuando Inglaterra envió una fuerza expedicionaria a Egipto para recuperar el control del canal —que el gobierno de Nasser había nacionalizado— y debió dar media vuelta cuando Estados Unidos y la Unión Soviética la pusieron en vereda. James, para estar a tono con los nuevos vientos que soplan desde la llegada de Margaret Thatcher al poder, quiere encontrarle a ese episodio humillante una vuelta nacionalista. Al mismo tiempo, y siempre por afán de ascenso social, trata de seducir a Susan, una aristocrática periodista televisiva; como ella se le resiste, James trata de llegar a ella haciéndose amigo de su madre, que es, ay, una mujer de izquierdas. James está dispuesto a fingir serlo también, en verdad está dispuesto a cualquier cosa con tal de lograr el éxito. De un lado, entonces, están las sucesivas máscaras del hipócrita James; del otro, la cruel sinceridad de las convicciones de Thatcher. Hay una escena de la película que para mí es clave: cuando James, en medio de la asamblea del Partido Conservador, intenta reconquistar a Susan pero comprende que sus estratagemas han fallado, y mientras tanto se oye el discurso triunfal de Thatcher tras la recuperación de las islas. James se va haciendo más pequeño y Thatcher, más grande. Es un contrapunto comparable a la escena de los Comicios agrícolas en Madame Bovary: como sucede en la novela de Flaubert, tenemos el chamuyo amoroso contrapuesto a la dura realidad, y en este caso también, por supuesto, la realidad se impone.
Y la realidad es Thatcher: la realidad son los mineros que van a perder su trabajo, los sindicatos vencidos, las privatizaciones, el desmantelamiento
del Estado de bienestar inglés, el final del sueño europeo de posguerra. Durante la conversación, McEwan me va a explicar cuál es el tipo humano que intenta captar The Ploughman’s lunch: «Un representante de algo que surgió en aquel período: un nuevo espíritu de competición, algo implacable… O eso nos parecía a nosotros, porque ahora seguramente no lo veríamos como implacable, nos parecería simplemente realista. Pero por entonces, en el marco de un Estado comunitario, corporatista, aquello parecía nuevo y bastante amenazador. Se trataba de una nueva clase de gente que solo buscaba, y de modo muy agresivo, el éxito material». Dicho de otro modo, la guerra de las Malvinas fue un campo de pruebas para lo que iba a venir, no en el campo militar, sino en el campo ideológico: el neoconservadurismo. Fue un momento de sinceramiento. Con las Malvinas, buena parte del progresismo inglés descubre que ya no cree en sus propias ideas; por debajo de sus voces hay otra voz más real, la voz de Thatcher. Por supuesto, pocos se animaron a admitirlo, y quizá el gran logro de The Ploughman’s lunch sea mostrar esa verdad incómoda.
Por supuesto, la guerra también fue un momento de verdad para los argentinos, aunque tampoco de este lado haya sido fácil verlo. Si los ingleses de la noche a la mañana se despertaron conservadores, los argentinos se encontraron con otra realidad. No la realidad de la pobreza, del subdesarrollo. Esa ya la conocíamos hacía tiempo; lo que descubrimos y no quisimos ver en 1982 fue que estábamos del lado equivocado de la Historia. Aclamamos a un gobierno fascista en la plaza de Mayo. Nos cagamos en el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Causamos miedo. Y perdimos. Entre los pocos escritores argentinos que entonces se animaron a señalar estas cosas, y que se animan a hacerlo ahora, está Abelardo Castillo.
No es necesario, en el mundo de habla hispana, presentar al autor de libros como Israfel, Cuentos crueles, El que tiene sed, Crónica de un Iniciado, El Evangelio según Van Hutten o El espejo que tiembla. Es casi superfluo repetir que es uno de los mejores escritores argentinos de cualquier época y el único escritor vivo al que podemos considerar, sin mucho miedo a equivocarnos, como un clásico. Lo que me importa destacar, antes de dejarles la palabra a ellos, es que Castillo en cierta forma lleva toda una vida escribiendo sobre este asunto. Como cuenta en la entrevista, se ocupó de señalar en público, en el momento de la guerra con Gran Bretaña —como lo había hecho antes, ante lo que parecía una guerra inminente con Chile— que un país es su gente, no su geografía, y que parecíamos haber olvidado eso. Pero, por encima incluso de esas intervenciones, está su ficción.
Castillo no escribió novelas ni cuentos sobre la guerra ni, dice, le interesa demasiado lo que escribieron otros. Pero no hay casi libro de Castillo que no trate, de una manera o de otra, acerca de algo que toca el corazón de lo que fue, para la Argentina, la experiencia de la guerra: el descubrimiento de la propia culpa y sus consecuencias. Un hombre descubre que lleva el mal adentro y tiene que encontrar una forma de vivir con eso. A veces encuentra la forma, y hasta sale engrandecido, otras sucumbe bajo ese peso. Así le sucede al hombre que da vueltas por un departamento en «Vivir es fácil, el pez está saltando», hasta que salta por la ventana. Así le sucede al narrador de «Crear una pequeña flor es trabajo de siglos», que sabe, al final de ese cuento hermoso y terrible, que en adelante no tendrá un lugar sobre la tierra. Y así le sucede, pero de otra manera, más enigmática, y al cabo más luminosa, a Esteban Espósito, el protagonista de dos grandes novelas argentinas: El que tiene sed y Crónica de un Iniciado. Espósito pacta con el Diablo. Pero el Diablo le aclara: el pacto ya fue firmado y sellado hace mucho tiempo. Lo que se espera de vos es que reconozcas mi existencia. ¿La existencia del Diablo? Sí, la existencia de esa culpa, de esa irreparable imperfección que Espósito lleva adentro, y que tiene que llevar hasta las últimas consecuencias para poder mirarla cara a cara y, así, convertirse de verdad en un hombre. Yo siempre sentí que esa novela admitía ser leída como emblema o alegoría del país donde fue escrita. El Diablo, a cambio de todas las pruebas y todas las ignominias que esperan a Espósito, y que no son menos dolorosas que eso que la Argentina tuvo que pasar, eso que tuvo que entender acerca de sí misma, durante la guerra de las Malvinas, solo promete una cosa: «De todo esto saldrá un libro».
Que hablen, entonces, los escritores.
Ian McEwan: un éxito incómodo
—¿Recuerda qué sintió cuando supo que la Argentina había ocupado las islas?
—Sí, lo recuerdo muy bien. Yo por entonces estaba muy metido en el trabajo que estaba haciendo, que era el guión de la película The Ploughman’s lunch. Con el director, Richard Eyre, habíamos tenido una colaboración muy linda en una película de televisión, y se nos ocurrió hacer una pelicula a secas. Habíamos visto un film polaco, Hombre de hierro, y nos gustó la idea de hacer nosotros también una película situada en el presente, que captara lo que fuera que estuviese ocurriendo. A grandes rasgos, se trataba de un periodista muy ambicioso que se propone escribir un libro sobre la crisis del canal de Suez, en 1956, y que quiere tomar una posición revisionista: Suez no habría sido una gran decepción, Gran Bretaña en aquella ocasión habría actuado muy bien… En otras palabras, este periodista intenta dar vuelta la Historia para acomodarse a los nuevos tiempos. La señora Thatcher por entonces acababa de llegar al poder y quería que Gran Bretaña fuera grande, poderosa, con influencia en las demás naciones; en consonancia con esto, nuestro periodista quiere rescatar aquel momento de vergüenza nacional que fue Suez. Y justo cuando yo estoy terminando el primer borrador, llega la noticia de que fuerzas argentinas han desembarcado en las Georgias del Sur. Para mí, la palabra Georgia siempre ha evocado un pedazo de roca yermo, así que me parecía increíble que alguien decidiera hacer un desembarco ahí. Pensé: «¡Pero esto es increíble!»
—Era un gusto que les daba la Historia…
—Sí, un regalo de la Historia a nuestra película. Y la crisis fue a más, y más, y más. Y entonces, después de terminar ese primer borrador, yo le pedí a Richard que hiciéramos otro, y a partir de ahí la idea fue que todo lo que pasara con la crisis de las Malvinas fuera el telón de fondo de nuestra película. De esta manera logramos hacer muchas cosas; por ejemplo, yo logré meter en el guión una escena en la que la señora Thatcher da un discurso triunfal en la asamblea de su partido. Infiltramos a nuestros actores con credenciales de un canal de televisión y los hiciemos actuar de acuerdo con el guión a pocos pasos de la señora Thatcher, mientras ella hablaba. Por todo esto, para mí toda la crisis de las Malvinas es inseparable de aquel proceso de escritura.
—Pero ¿cómo balanceaba su percepción de la guerra en calidad de escritor con lo que sentía como ciudadano?
—Más o menos el ochenta y cinco por ciento del país, de acuerdo con todas las encuestas, apoyaba el envío de la flota. Entonces se dio una de esas situaciones curiosas, cuando hay un clamor popular inmenso, y sin embargo nadie que uno conozca, al parecer, está a favor. Entre los escritores, los intelectuales, la gente que yo conocía, nadie apoyaba nuestra intervención… con una excepción: mi querido amigo, el finado Christopher Hitchens. Con él tuvimos muchas discusiones sobre esto. Por entonces, la opinión más frecuente entre la gente de izquierda era que esto era de nuevo la crisis de Suez, que estábamos actuando por reflejo imperial, que estábamos estirando nuestros recursos más allá de lo posible, que debíamos encontrar una solución diplomática, ya que había gente que iba a morir. Y recordemos que la señora Thatcher era muy impopular en aquel momento, como lo había sido durante sus dos primeros años de gobierno, así que la crisis era claramente una oportunidad que ella tenía para revertir la situación política. Ahora bien, Christopher, que era un hombre de izquierda, pensaba que debe ser posible examinar la verdad de un postulado sin importar quién más lo sostiene. Su posición, que él defendió con mucha elocuencia, se resume así: uno, estamos lidiando con un gobierno fascista; dos, ésta es por lo tanto una guerra antifascista; tres, la guerra va a llevar a la caída de la Junta. Bien, yo debo reconocer que en varios aspectos, los hechos le dieron la razón. Y para ser justos con la señora Thatcher, ésa era también su posición; ella no dijo simplemente que teníamos que responder a una agresión, sino que subrayó que nos enfrentábamos a un gobierno de tipo fascista, y sus discursos estaban llenos de retórica churchilliana. Yo creo que ella tenía una idea muy clara de las consecuencias que tendría la guerra. Dicho esto, creo también que si la Argentina hubiera sido entonces una democracia liberal, ella de todas formas habría declarado la guerra.
—¿Qué dejó la guerra en la conciencia colectiva de Inglaterra?
—La cosa, para mí, guarda ciertos paralelos con la muerte de la princesa Diana, en el sentido de que al año siguiente de la guerra se celebró un Día de las Malvinas, hubo un enorme desfile, con banderas y trompetas y tambores, y al año siguiente se celebró de nuevo pero ya fue un poco más tranquilo, y después cada año un poco menos, hasta desaparecer. Desapareció porque fue obliterado por la guerra de Irak, por Afganistán, por el terrorsmo islámico. Ahora hay dos cosas que la traen de vuelta: primero, claro, el aniversario, y además está la película con Meryl Streep, que hasta cierto punto ha reanimado la conversación. Y claro, están las maniobras de Argentina para hacer causa común con los demás países de la región e impedir que barcos con la bandera de Malvinas atraquen en los puertos. Pero la verdad es que el tema no resuena mucho. Yo creo que el momento clave, el momento que vindicó a aquellos de nosotros que estábamos en contra de la guerra, fue el hundimiento del Belgrano. Habría sido perfectamente posible para nuestro submarino nuclear localizar la posición y dirección del Belgrano, podría haberle lanzado una advertencia. Aquel fue, yo creo, el momento más oscuro de todo el conflicto.
—En estos días hay una escalada verbal entre el gobierno británico y argentino a propósito de las islas. Los dos gobiernos se acusan mutuamente de colonialismo. ¿Qué le parece?
—Que los dos tienen razón. Argentina tiene un historial terrible en este sentido: a lo largo de su historia, ha desplazado a puerblos indígenas enteros. Y Gran Bretaña, evidentemente, también. Pero en lo referente a las Malvinas, el único argumento argentino es la proximidad geográfica, y esto siempre es problemático. Cuando España reclama la soberanía sobre Gibraltar, Gran Bretaña siempre le recuerda que España posee islas sobre la costa de Marruecos. Lo cierto es que cada país agarra lo que puede, y estoy seguro de que si Argentina ocupara la isla de Wight, no la cedería fácilmente.
—Claro que no. Imagínese los festivales de rock que podríamos armar ahí.
—Sí… Pero el hecho es que las Malvinas han estado habitadas por gente de habla inglesa durante cerca de doscientos años, así que en este sentido son casi comparables con Estados Unidos. Además, los malvinenses son un poco como la gente de Ulster, en Irlanda del norte: son más leales a la corona y más ingleses que nadie. Saludan a la bandera con el brazo mucho más rígido que nosotros. Así que si el asunto se resolviera por voto popular, no hay duda de cuál sería el resultado…
—En la Argentina, algunas de las novelas más notables de los últimos veinte años se ocupan de las Malvinas. En Inglaterra no hay nada parecido. ¿Se le ocurre una explicación?
—La verdad es que nuca lo he pensado. Pero creo que tiene algo que ver con el hecho de que la mayoría de los escritores británicos estaban en contra de la guerra, y sin embargo la señora Thatcher tuvo éxito; esto resulta muy incómodo. Quizá sería un tema más atractivo si nuestra flota se hubiera visto obligada a dar media vuelta, perseguida por los exocets, y Argentina estuviera ahora en posesión de las Malvinas. Pero aquí, en general, los que estaban en contra tuvieron que quedarse de brazos cruzados, y cuando la flota regresó, fue una apoteosis: hubo todo ese arranque de patrioterismo, y la popularidad de la señora Thatcher se disparó, así que como tema resultaba por lo menos incómodo. A la mayoría de los escritores les parecía que el éxito le había sonreído a la persona equivocada.
Abelardo Castillo: una guerra idiota
—¿Recuerda qué sintió cuando supo que estábamos en guerra? ¿Ha cambiado ese sentimiento desde entonces?
Recuerdo muy claramente esos días, pero antes de hablar de esa guerra idiota, y de este nuevo conflicto, siento la obligación de confesarte algo. Hoy, en la Argentina, existen problemas mucho más graves que el de Malvinas. La pobreza, la decadencia de la educación, que es casi su colapso, las sospechas de corrupción que alcanzan hasta el Vicepresidente, el caso Shoklender, la famosa y eterna fuga de capitales, el escándalo de la minería a cielo abierto, y todo esto mientras los diputados y los senadores se aumentan sus sueldos y sus dietas como si se sintieran estrellas de Hollywood; todo este circo siniestro hace de las Malvinas un tema menor, o una excusa. Y si me apuran, hasta sospecho que por el lado de Gran Bretaña ocurre algo parecido. Que fue más o menos lo que pasó en el 82. La señora Thatcher tenía casi tanta necesidad como la dictadura militar argentina de que hubiera un conflicto, y si ese conflicto era con las armas, mejor. El llamado hombre medio es muy estúpido, acá y en Europa. Nada enfervoriza, nacionaliza y une más a la gente que una guerra. Por supuesto, hoy no habrá ninguna guerra. La Argentina esta vez no la quiere, y no sólo no la quiere: no tiene con qué hacerla. La Argentina no podría sobrellevar una guerra ni contra el principado de Mónaco.
—Todavía no me no me contestó que sintió aquella vez, cuando supo que estábamos en guerra.
No tuve oportunidad de sentir nada, porque ya lo había sentido antes, cuando la ocupación de la islas. Sentí que esa ocupación era una locura, y al mismo tiempo, mi hombre medio interior, el estúpido, no pudo dejar de sentir cierto patriotismo dolorido, humillado. Toda mi generación aprendió en el colegio que las islas eran nuestro territorio, que había una cosa más o menos enigmática llamada plataforma submarina que las hacía nuestras. La escuela primaria nos había convencido de que esas islas y las islas llamadas de los Estados, así como toda la Tierra de Fuego y todo el estrecho de Magallanes y el canal de Beagle, y una formidable porción de la Antártida, eran nuestros más o menos en el mismo sentido que son argentinos la provincia de Catamarca o el pueblo de Carapachay o el obelisco. Y de pronto descubríamos que tal vez no, que para los ingleses no, que para ellos ni siquiera se llamaban Malvinas, y que por lo tanto, para ellos, no habíamos ocupado simbólicamente un territorio nacional usurpado, sino invadido militarmente una parte vital de Gran Bretaña: un estratégico punto de control entre dos océanos. Eso significaba sencillamente que habría guerra, y por eso te digo que no sentí nada nuevo. Era muy claro que iba a haber guerra: la guerra, o su amenaza, era más necesaria para Inglaterra que para nosotros. El problema con los mineros, el creciente descrédito del gobierno conservador, gracias a la palabra «guerra», desaparecían del primer plano político. Para la Thatcher esto fue un regalo de Dios, fue su Pearl Harbor. Los militares argentinos, aunque parezca mentira, no creían en la guerra, incluso soñaban que los Estados Unidos iban a disuadir a los ingleses obligándolos a tratar la cuestión en los foros internacionales. Qué candor, qué disparate. Yo me acuerdo que mis amigos intelectuales tampoco creían en la guerra. Los argumentos eran cómicos, por no decir patéticos. Se decía que el frío del sur y la enorme distancia eran demasiado para un inglés. ¿El frío? Parece que nadie se daba cuenta que los ingleses viven pegados al mar del Norte, que están casi tan cerca de Groenlandia como del Continente. ¿La distancia? ¿Cuándo le preocuparon las distancias a un inglés? Nadie recordaba que los barcos ingleses, antes de Suez, daban la vuelta al mundo, dejando medio camino atrás las Malvinas, para visitar amablemente la India y ya que estaban, colonizarla. Decían que el poderío naval inglés ya no era el de antes. ¿Ves ese sillón de lectura que tengo ahí? Bueno, es del siglo XIX. Lo trajo el abuelo inglés de un amigo mío, que me lo regaló. Ese sillón ha soportado generaciones de niños desaforados, de perros de caza, de amantes repentinos, y ahí está. Yo se lo mostraba a mis amigos y les decía: ¿Ven? No se le ha aflojado un tornillo en un siglo; ahora imaginen los que es una fragata inglesa, un destructor, un caza de combate o un submarino atómico. Eso es más o menos lo que sentí, que vivía en un manicomio.
—En Crónica de un iniciado, el protagonista, Espósito, afirma de manera imperiosa que un país es su gente. Las Malvinas están habitadas desde hace generaciones por personas que se sienten ajenas a la Argentina y parte de la órbita inglesa. ¿Qué dice usted?
Digo lo mismo que Espósito. Y además lo escribí mucho más claramente otras dos veces: cuando el conflicto del Beagle con los chilenos, y en los días de la guerra con Gran Bretaña. Un país no es un dibujo en un mapa, es su gente. Su gente y sus árboles y sus perros y todo lo que vive y odia y ama y muere sobre esa tierra y esas piedras. No hay más soberanía que ésa. Pero la verdad completa es que los isleños, hasta 1982, no se sentían tan «ingleses» como hoy. Tampoco se sentían argentinos, por supuesto. Esa guerra estúpida los obligó, por miedo, a sentirse amparados por Inglaterra. Soy argentino y puedo pensar que esas islas nos pertenecen desde 1816, las islas, no la gente, como no me hace falta ser argentino para saber que Gran Bretaña hizo su imperio con la piratería y el coloniaje. Pero si yo fuera kelper no querría ser argentino ni inglés ni uruguayo ni croata ni quirguís, querría ser un hombre libre sobre una tierra libre. Si la discusión se lleva a los foros internacionales, ahí deberían estar también representados los isleños. No como súbditos ingleses, sino como hombres libres cuyos padres e hijos nacieron, vivieron, murieron y van a morir en esas islas. Entonces sí que empezaríamos a hablar en serio de soberanía. Tal vez soy un traidor a la Patria, lo siento mucho por la Patria. No creo en las plataformas submarinas ni en derechos de propiedad por colonización o por robo. En cuanto a la plataforma submarina, mejor no creer mucho en ella. ¿Desde dónde juzgamos la plataforma submarina? ¿Desde nuestras costas o las de las islas? Porque, juzgadas desde la allá, parte de nuestro país pertenece a la plataforma submarina de las islas.
—La literatura inglesa reciente apenas ha tocado el tema de las Malvinas; no así la literatura argentina, que cuenta varias novelas y cuentos sobre el tema. ¿Ha leído alguno? ¿Le ha interesado alguno? ¿Ha imaginado alguna vez una ficción sobre la guerra?
Casi no he leído ficciones sobre Malvinas, y lo poco que he leído me pareció olvidable, salvo quizá alguna página de Fogwill. No me gustan los escritores que están esperando una guerra, la aparición del SIDA, el matrimonio igualitario o la caída del muro para escribir una novela. De los ingleses, no espero nada. Un inglés no puede escribir sobre esta guerra, no sólo porque la ganaron sino porque para ellos no tiene nada de épico. Mandaron a las islas la flota más grande y mejor armada desde la Segunda Guerra, casi treinta mil combatientes profesionales. Casi treinta mil, que es algo así como el doble de los soldados que tiene hoy todo el ejército argentino. Los argentinos combatían con chicos de dieciocho años, que carecían de entrenamiento militar. Hoy, Gran Bretaña juega a que nuestro poderío bélico podía poner en peligro a su armada, lo he leído y lo he visto en una película. Es grotesco. Nosotros teníamos tres o cuatro misiles y armas casi obsoletas, Inglaterra contaba con el apoyo logístico norteamericano y, según sabemos, chileno. Esa guerra estaba perdida antes de empezar. Por supuesto, cuando se gana una guerra hay que elogiar y magnificar al enemigo, si no, cuál es el mérito. No sé si algún día, en la Argentina, se podrá escribir un gran texto literario sobre esos años, creo que hoy todavía no se puede. En cuanto a los ingleses, no van a poder nunca. Salvo que fueran como Esquilo, cuando escribió Los Persas, que eligió el punto de vista de los vencidos y nos dejó una de las mejores tragedias griegas. Pero mucho me temo que no hay ningún Esquilo en la literatura inglesa contemporánea. Herbert Read, el escritor anarquista inglés, decía que en los últimos cuatrocientos años Inglaterra no había dado una sola obra de arte. Por qué pensar que esa obra va a aparecer justo ahora, ¿no?
—En estos días hay una escalada verbal entre el gobierno argentino y el británico sobre las Malvinas. Para algunos, maniobras de ambos gobiernos para subir en las encuestas mediante la apelación al patrioterismo; para otros, un asunto visceralmente doloroso que merece una lucha, al menos diplomática, o incluso algo más. ¿Qué opina usted?
Bueno, en algún sentido ya hablamos de esto al principio. Creo que se trata de las dos cosas, de una doble maniobra política que sirve para enmascarar graves problemas internos, y también, de un hecho visceralmente doloroso. Esto último vale sólo para nosotros y para los isleños. Lo que no creo es que nadie, hoy, piense que esto merece una lucha, en la acepción bélica de la palabra. No puedo hablar en nombre de los isleños, pero no se precisa ser adivino para comprender qué están sintiendo: miedo. En cuanto a nosotros, volvemos a sentir aquello de que te hablé, el rencor del patriotismo herido. Lo mismo les pasa a los españoles cada vez que hay un conflicto en Gibraltar. Lo que no sé es cómo se va a resolver esto, ya que ningún Primer Ministro inglés querrá ser el primero en aceptar que la soberanía de Malvinas admite discusión. El problema es complejo porque, hasta el siglo XIX, no existía nada que pudiera llamarse soberanía en el sentido que lo entendemos hoy. La propiedad de los territorios era personal, pertenecía al monarca, y se transmitía sencillamente por herencia, como una cosa. No había nacionalidades sino propiedades dinásticas. Para nosotros, esas islas son natural y legítimamente nuestras a partir del momento en que nos independizamos de España, digamos 1810 o 1816, aunque nunca nos hayamos molestado en poblarlas; para los ingleses, que se apoderaron de ellas en 1830, fueron algo sin dueño (la corona española) que encontraron en el mar. Ya se sabe que una buena porción del cerebro inglés nunca llegó al siglo XIX, los británicos ni siquiera se enteraron de la Revolución Francesa. Para ellos no hubo usurpación ni robo, fue un afortunado hallazgo de la corona. ¿Cómo se soluciona esto? No sé. ¿Qué opino? Que las Malvinas, hoy, son territorio argentino, pero que cuando se admita esto, si algún día se lo admite, vamos a tener que luchar por la libertad y la independencia de los isleños.