Un cantito complicado
Una imagen de la ciudad de Córdoba, Argentina. La Voz.

Crónica narrativa

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Para un cordobés no hay nada que le provoque más asco ni vergüenza ajena que un porteño imitando la tonada cordobesa. No solo porque a los foráneos les sale pésima la imitación, sino porque «el cordobés», como se verá en este texto esclarecedor y elocuente del escritor José Playo, es mucho más que una simple tonada: es un lenguaje con reglas propias.

Ser cordobés es algo inocuo, que de última sólo te garantiza una relativa cercanía con el fernet, el humor y el cuarteto. Ahora: hablar en cordobés es otra cosa. 

Por alguna extraña razón la tonada cordobesa es un rasgo distintivo que suele caer simpático. 

Hace unos meses se realizó en Córdoba el Congreso Internacional de la Lengua Bola, que dejó varias perlitas para recordar, como al rey de España hablando del escritor argentino más famoso (según él, un tal José Luis Borges), o el tremendo discurso final a cargo de María Teresa Andruetto, que dejó a todo el mundo de ojete (y es para googlearlo de tan hermoso). 

Por unos días durante el congreso, nuestra provincia estuvo bajo la lupa del mundo, y por tal motivo la misteriosa magia que hacemos con la boca cuando nos queremos comunicar se convirtió en noticia nacional y regó los portales de notas de color sobre qué-lo-qué un cordobés, más allá de lo que a diario desde un micrófono propone, por ejemplo, Leuco. 

A todos parece asombrar la extraña capacidad de modificar el lenguaje que tenemos en Córdoba, al punto de que la estructura verbal de una frase puede sufrir mutaciones aberrantes y convertirse en ininteligible. 

Hay un video que se hizo viral hace unos años en el que una señorita contesta una entrevista dentro de un baile a un movilero (inicia a las 26 segundos):

«Arrancamos bien el fin de semana», dispara él.

Y ella le contesta: «Ve vo».

«Como corresponde», agrega el cronista para ver si saca más datos.

A lo que ella le responde: «Ve». 

Eso es cordobesismo en su máxima expresión, y se suma a otros recursos extraños, como el de decir, por ejemplo, «hagalón» o «digalén» casi en automático. No importa si sos abogado o si sos médico.

Dicen que la forma de hablar viene de los diaguitas o los comechingones, pero no estoy seguro. Nuestra tonada (el ya universalizado «cantito») se le pega a cualquier visitante, y ni hablar de cómo se cuela en el habla de quienes deciden radicarse en suelo mediterráneo: a la manera de un virus zombie, basta que pongas una pata en este suelo para que termines hablando como si estuvieras chupado.

Será que nos vamos contaminando en la calle con estas mutaciones y no prestamos atención. Porque ni nosotros mismos, los cordobeses, nos damos cuenta de que estos modismos nos forjan un estilo en la forma en que nos relacionamos.

Ese estilo condiciona todas nuestras relaciones y la percepción que tenemos del mundo: y así entonces ocurre que si nos rompen el corazón nos sentimos como el papo; si sube la temperatura hace un calorón; y si alguien nos cae bien o mal, igualmente no deja nunca de ser un culiado. 

La lengua cordobesa hace mella lentamente: muchos lo grafican diciendo
«es contagioso el cantito».

A veces me pregunto qué siente un extranjero que aprendió castellano cuando nos escucha decir «alberjas» en lugar de arvejas, o «te recago amando» o «te recago odiando» para expresar afecto o desafecto, sino «le cargo el asco» para verbalizar encono con otro ser humano. 

Y ni hablar del confuso «dar ocote», cuya traducción literal confundiría a cualquier «foneatra» y a los que vengan de visita desde, por ejemplo, Buenos Aires.

El grupo musical vernáculo La Banda de Carlitos tiene una canción cuyo título resume este fenómeno con sencillez supina: «Si te querí í íte». 

Andá traducite eso, campeón.

En lo personal, amo la forma de hablar de los cordobeses, aunque no soporte escuchar la tonada en la televisión o en la radio, quizá porque en ese mismo momento entiendo por asociación qué tan como el culo hablo yo mismo.

Pero eso no quita que me dé ternura escuchar a un vendedor preguntándole a una clienta «que va a ievá, madre», y que a la vez me irrite escuchar a un porteño imitando como el ojete la tonada cordobesa. 

Ocurren cosas curiosas siendo cordobés. Si estás en una reunión con gente de otras provincias se da por sentado que vos sos el gracioso. 

Y ocurre también a veces que la manera que tenemos de hacer mierda las frases y las formas puede generar confusiones.

Pongo el ejemplo de una amiga, que estaba apurada por descender del transporte público de pasajeros y, en el intento de bajar rápido, sin querer empujó a una mujer, que enseguida se volvió para mirarla. La mujer le dijo: «¿No te enseñaron a decí a vé a vó?» (que traducido quiere decir algo como «¿No te enseñaron a pedir permiso a ti?»). ¿Cómo se contesta a eso? 

Entre mis conocidos siempre se cuenta la anécdota de un muchacho que estaba en un baile dale que dale con el cortejo a una señorita. Sus intentos iban por el lado de las artes, así que comenzó a hablarle de cine y de literatura. Cuando le preguntó a ella cómo se definiría, ella le contestó «Soy hartante».

Él, muy caballeroso, le dijo:

—No, no me parecés hartante para nada.

—No, vó soy hartante —le contestó ella.

Pero en el podio de las anécdotas idiomáticas coloco sin dudarlo el episodio que vivió un conocido que es arquitecto y se encontraba dirigiendo una obra.

El primer día uno de los trabajadores se acercó para comunicarle un pedido:

—Arquiteto, queremo hilo.

—Bueno, ya les consigo, ¿qué tipo de hilo quieren? —preguntó el profesional.

—No, arquiteto, ílo de íse.

Es decir, querían dar por finalizada la jornada. La ternura que hay implícita en ese diálogo siempre me pareció imposible de explicar a alguien que no sepa quiénes somos los cordobeses: un pueblo de malhablados que, una vez que conocés mínimamente, vas a cagar amando por el resto de tu vida, aunque idiomáticamente demos ocote.


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