Fontanarrosa: negar todo
Fontanarrosa trabajando en su estudio. Revista Gente.

Crónica periodística

Fontanarrosa: negar todo

El último libro de Fontanarrosa permaneció inédito hasta 2013 y su obra completa no se reeditó por años. Un conflicto legal, universal y pedestre, que se parece mucho a un cuento del autor rosarino.

Son las ocho de la mañana y el sol cumple su función en el cielo. Bajo del bus en la estación terminal de la ciudad de Rosario, una vez más vuelvo al lugar donde nací. Vine a buscar un libro. Su autor ha muerto, su obra completa ha desaparecido y su última colección de cuentos está sepultada bajo la estúpida contingencia del mundo: Roberto Fontanarrosa escribió Negar todo durante los últimos dos años de su vida, pero un conflicto legal por la potestad de los derechos lo mantiene detenido de cualquier publicación. Tengo tres días para bucear en las profundidades de un conflicto que viene desde el fondo de su vida privada. Franco Fontanarrosa, el hijo, dice que antes de morir su padre le ha firmado un documento imperecedero y que ahora todo le pertenece. Gabriela Mahy, su segunda esposa, y la última, dice que ese documento es producto de una extorsión y que todo, no. Hay un juez que debe tomar una decisión, pero aún no ha decidido. En estos últimos cuarenta años me crucé con toda clase de obstáculos para leer. Hasta los seis, la ignorancia del castellano escrito y sus leyes. Hasta los diez, la inapetencia. Hasta los quince, la idiotez. Luego vinieron las novias que te dejan el corazón partío y te sacan de los libros para llevarte a ningún lado; los primeros trabajos y estos últimos también; los hijos y el tiempo disponible o mejor dicho, su ausencia. De todos me repuse: el castellano escrito lo aprendí, la inapetencia la olvidé, a la idiotez la conservo en dosis menos letales, a todas las novias las convertí en una sola mujer y el tiempo me lo vengo inventando. Toda clase de obstáculos, digo, pero nunca hasta ahora la obstinación intrafamilar de una interna furibunda, o lo que en cualquiera de sus cuentos vendría a llamarse: un quilombo. Roberto Fontanarrosa murió el diecinueve de julio de 2007 luego de cinco años de una esclerosis degenerativa, una de esas enfermedades cuya progresión es el aviso irrevocable de la muerte inminente. Cuando él no estuviera más —lo sabíamos, teníamos esa certeza— su escritura y sus personajes iban a mantenerlo vivo. Pero no quedó nada: nada. Soy escritor, es decir: soy lector. Escribo porque leo, porque he leído y seguiré leyendo, incluso cuando ya no escriba: incluso si ahora mismo dejara de escribir. Porque, vean, puedo dejar de escribir pero no puedo dejar de leer. La escritura, la propia, es el continente, el borde irregular de una materia maciza que le da espesor y sentido. Esa materia son todas las lecturas del mundo. Esa materia soy yo y todas mis lecturas. Bajo del bus a las ocho de la mañana: el sol cumple su función en el cielo. Llevo una pregunta encima: ¿quién o qué no me permite leer el último libro del hombre al que siempre leí? Soy escritor, o no, no sé, no importa. Lector sí, soy. Porque, vean, puedo dejar de escribir pero no puedo dejar de leer.


La literatura de Fontanarrosa era él mismo en acto de escritura: un tipo del bar al que le gusta el fútbol y mirar los culos de las minas que pasan.

Newell’s y Central. Ñuls y Central. Ñúbel y Central. La Lepra, el Leproso y el Canalla, el Canallón. El Pechofrío y el Parlante. El Pingüino y el Sina(liento). Mario Zanabria y Aldo Pedro Poy. El Tata Martino y el Negro Palma. La palomita y la vuelta del 74. Los veintidós años sin ganar de visitante y el cuatro a cero con abandono. El Coloso y el Gigante. El Parque y Arroyito. La Libertadores y la Conmebol. El frentazo del Pájaro Domizzi y los frentazos de Lucho Figueroa. El Rojinegro y la Acadé. Y nunca te vas a olvidar / que al cuarto no jugaste más y cómo olvidarme / de aquella tarde / ocho de marzo el día del padre. No hice treinta metros a pie desde que bajé del colectivo y ahí está, en el puesto de diarios, desde la portada de La Capital, la naturaleza desmesurada de una ciudad donde el fútbol es la primera patología urbana: ayer ganó Newell’s, uno a cero parece, contra el Bicho de La Paternal, gol de Urruti, un pibe de las inferiores. Y perdió Central, uno a cero, con un penal cobrado a los treinta y ocho del segundo tiempo, lo afanaron en La Plata contra Gimnasia y Esgrima, parece también. El escándalo de espionaje interno en Gendarmería Nacional o las marchas en España contra las reformas laborales de Rajoy son asuntos decididamente menores: para algo existen las páginas de adentro. Las tapas son del fútbol y muchas veces el resto de la vida también: hay familias que se disgregan porque un primo leproso ya no tolera la presencia de un sobrino canalla en los asados de siempre; y la policía sale a veces a custodiar no las puertas del estadio sino las puertas de las discos, de los bares, de los paseos, porque en las noches los hinchas se amontonan y se cruzan para demostrarse qué equipo manda en la ciudad. Aquí, con la de Central puesta, Mario Alberto Kempes salió picando y no paró hasta llegar al arco de Holanda y levantar la Copa del Mundo en 1978. Aquí, con la de Newell’s encima, Lionel Messi empezó a convertirse en el mejor jugador del planeta y las galaxias circundantes. Así que bienvenidos a Rosario, donde el fútbol, el fóbal, el fulbo, es monarquía.

Fontanarrosa era de Central y el día que lo vuelvan a editar y ustedes lo puedan leer, van a comprobar que escribió mucho sobre el club de sus amores. Hay autores que leemos sin conocerlos jamás; sabemos qué cosas escriben, pero no quiénes son. Y hay otros con los que establecemos una fraternidad inmediata que va mucho más allá de la palabra escrita. Son dos formas distintas, generalmente opuestas, de entender la literatura. Y la literatura de Fontanarrosa era él mismo en acto de escritura: un tipo del bar al que le gusta el fútbol y mirar los culos de las minas que pasan. No de las mujeres, no de las chicas, no de las jóvenes: de las minas, porque es mentira que existen los sinónimos y la Lengua encuentra sus matices íntimos en las palabras únicas: los culos, las minas, mirar desde el bar toda esa redentora creación. Dejo mis cosas en un hostel de la calle Sargento Cabral. Desde la puerta se ve la traza dorada del Paraná. Salgo. Vine en busca de un libro. Y llevo una pregunta encima.

—¿Qué, o quién, me vino a privar de leer el último libro de Roberto Fontanarrosa?

Del otro lado de la línea, la voz de Liliana Tinivella, la Tini, su primera esposa y madre de su hijo Franco, me entrega la primera de una larga serie de respuestas:

—Vos, y muchos como vos, han perdido a un autor querido. Mi hijo, en cambio, perdió a su padre. Ni él ni yo vamos a decir nada más. Gracias por comprender.

La mujer coloca el tono en una precisa cuerda de vociferación, que si bien no perfora su piso de cordialidad, deja perfectamente aclarado que no tiene sentido volver a llamarla. Una hora más tarde estoy sentado en un restaurante de la calle Moreno. Delante de mí, un pedazo de asado corte Mar del Plata. Vayan a Mar del Plata, recorran sus parrillas y nunca nadie les va a servir nada parecido: el asado corte Mar del Plata es algo que, inexplicablemente, solo ocurre en Rosario. Al otro lado de la mesa, una persona que ha conocido mucho la intimidad de los Fontanarrosa en general y de la Tini en particular, habla. Y dice:

—Ella nunca lo perdonó.

Durante un momento que se estira no nos decimos nada más. Un ruido de cubiertos deschava el silencio largo que convierte a la línea en una primera
revelación: nunca lo perdonó, dice, abriendo el primer candado de una explicación suficiente. ¿Nunca le perdonó qué? Y en todo caso, ¿qué tiene que ver eso con la desaparición de su obra ya publicada y de la que falta publicar? Nunca lo perdonó, dice, y distingo el fondo de un culebrón que de golpe despierta para mí. Entonces.

Domingo a la noche. Al bar El Cairo le quedan dos horas de puertas abiertas. Estoy dentro del mito, estoy sentado en la mesa de los galanes.

Y entonces acá estoy, con el asado corte Mar del Plata ahora convertido en una copa Sambayón escuchando una historia universal y al mismo tiempo íntima, privada: la del tipo que un día se enamora y cuelga todo, se enceguece y cuelga todo, se aturde y cuelga todo hasta que los residuos de un resentimiento que no tenía calculado se presentan intempestivamente para colgarlo a él, o a lo que él haya producido, digamos escrito, digamos dibujado. Un historia lo suficientemente vulgar como para que le pase a cualquiera, desde el príncipe Carlos de Inglaterra hasta al Negro Fontanarrosa.

—¿Qué es lo que no le perdonó?

—Para casarse el Negro se puso una corbata, debe haber sido la primera corbata de su vida. La Tini estaba verde.

—¿Y qué significaba esa corbata?

—La mentira, el engaño, el abandono, todo lo que nunca le perdonó. Yo le decía: Tini, ponete más linda. Tini, adelgazá. Igual, yo la entiendo porque los hombres son así. Un día aparece una más flaca, más joven y se mandan a mudar. Ella no pudo hacer mucho, pero para mí que le heredó su resentimiento a Franco, el hijo que tuvo con el Negro. Y Franquito siempre le hizo la guerra a la nueva.

—A la nueva…

—Sí, Gabriela se llama.


Televisa le hubiera puesto más gente con bigotes, Migré la hubiera hecho con cierto aire de cafetín y Fontanarrosa hubiera escrito: esa mina me emputece. En cualquier caso, la historia se cuenta así: son los años del fin de siglo, de principio de siglo, ponele. Ella está sentada en un bar. Un hombre entra y los dos se miran. Él termina de cerrar la puerta a sus espaldas para recostarse ligeramente sobre la hoja y quedarse ahí, informándola de su fascinación. Ella sabe perfectamente de quién se trata. Él va hacia ella. Ella le sonríe. Salen del bar siendo dos personas diferentes de las que eran cuando habían entrado. Él inmediatamente reconoce dos problemas: está casado y es una figura pública. Ella sabe en dónde se está metiendo. Los amigos del café, los de la mesa de siempre, lo ven eufórico, en el aire, y un poco le bancan la parada. No va a ser la primera vez que el tipo se juegue una ficha clandestina, pero esto es otra cosa, esto va tomando consistencia, se está volviendo un problema mayor. Entran a pasar los años y un día el tipo encara a la mina y le dice: listo, hasta acá llegué, vuelvo a mi casa. La mina, que conoce el paño, le responde: está bien, comprendo, habrá alguien más con quien yo pueda construir una vida. Y ahí el tipo se pone loco. Y le cuenta al amigo de la mesa del bar, a su hermano del alma, que no la puede dejar, o que la podría dejar: lo que no puede es imaginarla con otro, que se le hace un nudo ahí y se caga todo. Y vuelve a ella, con ella. Y todo se hace más intenso y ya no hay manera de controlarlo. Y un día el tipo es descubierto aunque probablemente se haya hecho descubrir. Y se va. Pasa unos días durmiendo en su estudio. Sale de ahí con una nueva vida por delante. Y unos años más tarde, se está poniendo una corbata para casarse.


Domingo a la noche. Al bar El Cairo le quedan dos horas de puertas abiertas. Estoy dentro del mito, estoy sentado en la mesa de los galanes.

En algún momento de los años setenta esta esquina de Sarmiento y Santa Fe comenzó a construirse a sí misma como leyenda urbana, probablemente sin la menor intención. Aquí, en los alrededores de la Universidad de Rosario, entre existencialistas a la gorra y chamuyines de la escuela de Frankfurt, se fueron formando las febriles mesas de café. Hubo una en la que un día se sentó Roberto Fontanarrosa. Y para cuando el Pitu Fernández obtuvo su silla, en 1984, el Negro llevaba allí varios años. Una tarde el Pelado Reinoso pasó por El Cairo y dijo: ahí están los galanes, sentados en su mesa. Después le dio manija al chiste en las madrugadas de LT2, donde tenía un programa de radio, La Linterna. A Fontanarrosa le pareció que era un buen nombre y retomó la referencia desde su columna en el periódico Rosario/12. Desde entonces, «la mesa de los galanes» es uno de esos nombres que ya no morirá.

La mesa es un rectángulo para ocho lugares cómodos: con más gente habría que apretar. En la superficie, un vidrio cubre las fotos en blanco y negro de los hombres que pasaron por allí: a Fontanarrosa se lo ve joven, jugando al fútbol, parece que era un cinco mentiroso, un ocho de buen pie. Te lo volvés a encontrar en imágenes por todo el resto del bar: en la estatua que vigila desde el fondo, en la pintura detrás del escenario. Todo El Cairo está rebosante de Fontanarrosa, excepto en su pequeña librería, porque Fontanarrosa no está más, ha desaparecido, sus libros no tienen permiso, tampoco en El Cairo.

Me acomodo en la silla y compruebo: las patas, pintadas una de azul, otra de amarillo, otra de rojo y otra de negro, han sido talladas con el dibujo de la pierna femenina y terminan en un taco: a esta mesa la sostienen cuatro piernas de mujer. Dicen los libros de historia que hubo una época donde lo que se le miraba a la mujer eran las piernas: las gambas, o su versión de gomería: gambardellas, componían un atractivo suficiente como para no necesitar todavía el porno en las noches (y en las tardes, y en algunas mañanas) de la televisión abierta. Esa rémora permanece en esta charla de cafetín. Hace un cuarto de siglo que Rubén Fernández, arquitecto, actual vicepresidente de Rosario Central, primero conocido como el Pitufo, después como el Pitu, se sienta en esta mesa. Es febrero de 2012 y ahora yo estoy sentado con él.

—¿La mesa funcionaba como un grupo cerrado?

—Mirá que sigue funcionando, eh. La muerte del Negro fue un dolor del que todavía yo no me recupero, pero él no era la mesa. Él era uno más de nosotros. Sigue habiendo mesa de los galanes.

—Ok. Y entonces, ¿cómo funciona todavía?

—Como cualquier mesa de cualquier café. Están los que vienen siempre, como el Negro Centurión, el Chelo Molina, Chiquito Martorell, Belmondo, Pedro Jáuregui, el Turco Galli, que ahora no está viniendo tanto. Gente que ya tiene un derecho adquirido o algo así, pero no se otorgan membresías, si a eso te referís. Acá viene y se sienta un poco el que quiere. El Negro decía que a un par alguien se los había dejado olvidados.

—Esta mesa es el emblema de tantas, pero a la vez es distintas de todas.

—Tuvo la particularidad de que se sentó a tomar café un tipo como el Negro Fontanarrosa. Y eso la puso en otro lugar.

—Los cubrió de popularidad.

—A mí me pasa que de vez en cuando alguien en algún asado me presenta y dice, «¿Sabés quién es este? Es el Pitu, de la mesa de los galanes». Todo bien, yo me río, pero no pierdo de vista que es un chiste. El único acá verdaderamente consagrado era el Negro, nosotros ligamos el rebote de su celebridad, pero nada más.

—¿Hubo alguna vez algún galán de verdad sentado acá?

—Y, capaz que alguien se creyó que éramos galanes en serio. Siempre fue muy raro cómo nos perciben. En una época nos decían intelectuales.

—¿Y no…?

—¡Ni soñando! Mirá, yo salía con una morochita que me rompía la cabeza, una militante troskista que un día me dice: «¿Qué hacés vos con todos esos intelectuales?». A mí me fastidió porque, primero, me di cuenta de que en su consideración yo era poco menos que un bruto. Y segundo, porque no había entendido nada.

—¿Qué tenía que entender?

—Que a la mesa venimos a hinchar las pelotas, a hablar al pedo. No tratamos las cuestiones elementales del universo, más bien hablamos de cómo se tira el achique.

En 2009, a dos años de la muerte de Fontanarrosa, Fernández produjo y estrenó Cuestión de principios, con Federico Luppi y Norma Aleandro, sobre un relato de su amigo. Dice que pudo hacerlo porque él habló con Franco y Rodrigo Grande, el director, habló con Gabriela. Y que decidieron que la película quedara al margen de la disputa por los derechos que ha convertido a Fontanarrosa en un autor clandestino. Sabían que el Negro quería esa película, dice el Pitu, y por eso las partes bajaron las lanzas. Fue una rareza.

—Tengo la impresión —le digo al Pitufo— de que el enfrentamiento entre
Franco y Gabriela es viejo y enquistado, y que hoy encuentra en un juzgado la manera de seguir vivo. Ahora, Fontanarrosa asistió en vida a esa confrontación que ocurría a sus espaldas.

—Lo que más bronca me daba es que yo sabía que cualquier enfermo de esclerosis amiotrófica tiene que vivir entre algodones. Y él vivió como el culo toda esta mierda.

—¿Ves a Franco?

—No, y lamenté que no viniera al estreno de la película. Él se endureció demasiado y fuimos perdiendo contacto.

—¿Y a Gabriela?

—¡Menos! Fui su confidente en la primera época, pero después pasó lo de siempre: con el tiempo las minas te van corriendo la coma y empiezan a pedir lo que de entrada nunca se les hubiera ocurrido pedir. Gaby sabe que hay cosas que no puede reclamar.

Salimos de El Cairo y caminamos por el centro hasta la bajada de Cabral. El Pitu me cuenta la historia del último dibujo de Fontanarrosa, cuando ya casi no podía mover la mano. Se trata de El Canalla, un personaje congelado en un grito que resume al hincha de Rosario Central y que terminó en la camiseta oficial del equipo después de que el Pitu, mediador incansable, convenciera al presidente del club de que no era necesario un personaje famoso en la camiseta, que ni Inodoro Pereyra ni Boogie el aceitoso iban a funcionar, porque aparte el Negro no quería, creía que esos eran personajes de todos y que no estaba bien que los parcializaran en un club, por más que fuera su club. Dice el Pitu que le dijo al presidente: «El Negro prefiere crear un personaje nuevo. Mire, presidente, le ruego que acepte. Sabe qué pasa, es que tal vez sea lo último que Fontanarrosa vaya a dibujar». Seguimos caminando. La ciudad está iluminadísima para nadie. El Canalla fue lo último que Fontanarrosa dibujó.


En un kiosko de la calle San Lorenzo estallan los amores de las revistas. Paparazzi dice que Celeste Cid y Emmanuel Horvilleur se dieron unos besos comprometedores y que hay rumores de reconciliación. Pronto te cuenta que la ex Miss Mundo Silvana Suárez llegó a Punta del Este del brazo de un «afroamericano» que le lleva la cartera. Gente se pregunta si Carmen Barbieri habrá vuelto a creer en el amor y Caras te muestra la casa de veraneo de Rosella della Giovampaola.

Cada uno podrá hacer lo que quiera con el emergente global de la prensa sensacionalista en todo el mundo: la podés consumir, la podés evitar, te podés indignar o puede ser tu tesis de doctorado para darle a tu carrera de semiólogo un final canchero. Lo que nadie puede hacer es negar su volumen creciente, el ensanchamiento de su radio de presencia, la descontrolada simiente de lava amarilla con la que los medios cubren cada vez más amplias superficies de información. La prensa chicha del Perú ha desarrollado colmillos más punzantes y filosos que los que tienen en la boca los mismísimos editores londinenses de The Sun; en México «El Show de Cristina» ha aprendido a romper sus propios récords escandológicos y aquí en la Argentina el eje Jorge Rial-Luis Ventura te meten una cámara oculta y en dos minutos ya sos un criminal de lesa humanidad. Pero como nada de esto nos preocupa, porque nosotros contamos historias de gente que no caga, seguimos adelante. Hasta que un día te entra un mail del Chiri que te dice: Chicho, andáte a Rosario y fijáte si podés responder la siguiente pregunta. Y vos le decís claro, Chiri. Por supuesto. Algún motivo debe haber. Capaz que es un asunto medio personal. Llueve en Rosario. Y por la puerta del bar El Cholo, con chispas de agua sobre los hombros y una sonrisa de esas que sacan y ponen primeros ministros, entra Gabriela Mahy. Es verla y comprender. Comprenderlo.

—¿Sos de Rosario?

—No, soy cordobesa.

—¿Y cómo llegaste acá?

—Mi primer matrimonio fue con un marino mercante. Un día le dieron traslado al puerto de acá. Con él tuve tres hijos, los tres muy hinchas de Newell’s.

—Y se llevaban con el Negro…

—…bárbaro, se adoraban.

—¿Cómo eran? Ustedes, digo, vos y Fontanarrosa.

—Él quería pasar más tiempo conmigo. Me pidió que dejara mi puesto en la universidad para que lo empezara a acompañar en los viajes. Acepté, pero a condición de idear algo. Yo siempre trabajé.

—¿Qué hacías en la universidad?

—Coordinaba carreras de posgrado en la Universidad de Concepción del Uruguay.

—¿Y finalmente qué idearon?

—Un lunes a la mañana, al Negro se le ocurrió Azahar.

—Que es…

—Es la revista de organización de eventos que yo dirijo.

—Ajá.

—Bodas, fiestas, exposiciones.

—¿Y se le ocurrió a él, decís?

—Sí, por eso es un proyecto que yo quiero tanto. Más de una vez me he preguntado: ¿qué hago yo haciendo esto?

—¿Y te pudiste responder algo?

—Yo estudié filosofía y eso me sirvió para entender que cuando las personas tenemos una alegría y queremos compartirla con alguien, ¿cómo lo hacemos? Festejando. Es un poco la vida, ¿no?

Gabriela Mahy es dueña de una belleza lo suficientemente explícita como para quedar eximida de decir genialidades. Una belleza que además ella sabe poner en juego de una manera lateral, distraídamente, como dándola por sentada. Dice que el diecinueve de julio, en la mañana del día de su muerte, Roberto Fontanarrosa tomó su última decisión editorial cuando eligió, entre las cuatro opciones que ella le había llevado hasta la cama, la tapa del siguiente número de Azahar.

—¿Cuando se enfermó ustedes ya estaban juntos?

—Yo fui su compañera durante todos los años de su enfermedad.

—¿Sentís que no te lo reconocen?

—Siempre me vieron como una enfermera de lujo.

—¿Quiénes?

—Lo único que voy a decirte es que yo soy la administradora provisoria de la sucesión, entonces esto que está pasando me da muchísima pena. El Negro creaba para la gente, y que la gente no tenga la posibilidad de conseguir sus libros es muy doloroso.

—Concretamente, ¿cuál es tu reclamo en la justicia?

—Nosotros pedimos la nulidad del documento que presentó Franco Fontanarrosa para reclamar la totalidad de los derechos de la obra de su padre.

—Pero ese documento lleva la firma del Negro.

—También lleva la mía.

—¿Entonces?

—Fue firmado en condiciones inadmisibles.

La demanda presentada por Gabriela Mahy en el 2008 pidiendo la nulidad de lo firmado dice textualmente: «Atropellando la integridad y dignidad de su padre en un inadmisible aprovechamiento de sus debilidades». Le pregunto a Gabriela si estamos lejos del estudio donde dibujaba Fontanarrosa. Me dice que está ahí enfrente, en el mismo departamento donde vivían y ahora vive ella. Le pregunto si puedo visitarlo. Y algo la convence.

Creo que paramos en un sexto piso, no sé, en todo caso el lugar alcanza la altura suficiente como para ver desde el ventanal del living el río Paraná en toda su extensión y más allá las islas y más allá el horizonte y así hasta donde la vista se banque mirar. Al otro lado de los vidrios, el balcón terraza donde, dice Gabriela, el Negro le pedía salir a comer. En el living, una gran mesa baja, un plasma de dos millones de pulgadas y mucho trofeo, premio, plaqueta, foto con Serrat. Sobre un costado de la sala, un arco que sale a otra habitación que es esta misma donde estoy ahora, el estudio del Dibujante de la Nación, Roberto Fontanarrosa, con su mesa de dibujo todavía intacta, con una lámpara de brazo extensible que termina en una capucha color amarillo con tres estrellitas azules, una a medio despegar y junto a ella, resistiendo cualquier sinsentido, una calco con el teléfono de los bomberos. Al costado, sobre unos estantes altos, dos pequeños frascos de vidrio con los restos enanos de lápices negros usados hasta su gloriosa jubilación. Al fondo, un premio Konex, otros premios más y una armadura plateada donde descansan las planchuelas con los dibujos originales. En los frentes naranjas, etiquetas como «Brujos y Adivinas» o «Eróticos». Y una foto de los setenta, en blanco y negro, junto al Negro Crist, que dibujó por él cuando Fontanarrosa ya no pudo dibujar.

De Marilú Marini interpretando a Beckett en la sala Casacuberta, a Campi haciendo de un adicto a las galletitas Merengadas en el subsuelo del Bululú, tengo una colección de momentos que me ha ido dejando la experiencia no siempre segura de ir al teatro, fogonazos de expectación fijados ahí, en alguna subcarpeta de la memoria. Hay uno, el que viene al caso, que lo tiene a Gustavo Garzón en algún escenario del Complejo La Plaza, año noventa y cuatro, noventa y cinco, en la puesta de Uno nunca sabe, interpretando a Mario, el tipo que no se anima a encarar a la mina de la mesa de al lado y sin embargo no para de mordisquear sus propias palabras: «Esa mina me emputece».

Uno nunca sabe, de Roberto Fontanarrosa, es un texto que podría haberse quedado en la superficie de un chiste bien contando, sin embargo no necesita más que una línea para volverse deslumbrante, una línea que le da espesor y sustancia: «Esa mina me emputece». Si pudiera hacerle una y solo una pregunta a su autor, le pediría precisiones sobre los materiales que le cargó a esa línea, a la perturbadora idea de lo emputecido. Le preguntaría: ¿qué cosa es emputecer? Porque yo me imagino perfectamente a un muchacho como él emputecido por una mina como esta. Yo creo que deberá querer decir algo del orden de: no sé. Porque suena como endemoniado. Emputecido, endemoniado. Y pareciera que no podés elegir estar emputecido o no, como si se tratara de una fatalidad. El tipo emputecido no decide más nada sobre lo que le pasa o deja de pasarle con su oscuro objeto de emputecimiento. El tipo emputecido ha quedado atrapado dentro de los bordes de esa palabra impiadosa: estoy emputecido, vos me emputecés. También pareciera que, a pesar de su sonido explícito y sus etimologías indiscutibles, lo emputecido trasciende la cuadratura puramente sexual, puramente genital. Lo emputecido llega hasta el confín de las razones y emputecido por una mina está el que ya no puede decidir abandonarla.

—Gracias, Gabriela. Fuiste muy amable. Cualquier cosa hablamos.


Camino la peatonal Córdoba: siempre hay que caminarle las peatonales a las ciudades, es como un saludo oficial. En un par de horas sale mi colectivo para Buenos Aires. Me vuelvo con algunas respuestas y varias voces de una historia que después de todo nadie refuta, en todo caso la operan, como opera la fuente cuando quiere hacerte saber. En estos días me han dicho cosas de la Tini, de Franco, de Gabriela Mahy, de los amigos de El Cairo. No tiene sentido reproducirlas a todas, aunque hay dos instancias ineludibles: si fuera cierto que Franco Fontanarrosa le dijo a su padre que solo asistiría a su casamiento con Gabriela Mahy a cambio de que le firmara ese célebre documento que lo convierte en la María Kodama de su obra universal; y si fuera cierto que luego Fontanarrosa le envió un mail a su hijo en el que le reclama la devolución de esos derechos porque no quería ser tratado como un autor muerto cuando todavía era un autor vivo. Si fueran ciertos estos corrillos aspirantes a la verdad, esta historia sería todo lo penosa que Rosario entera dice que es.

El Negro era un tipo que estaba peleado con la gramática y, aunque leía muchísimo, la ortografía no se le contagiaba. Sembraba acentos como quien tira semillas en el campo y si le pegaba, le pegaba.

A la altura del 1300 llego a Ross, la gran librería rosarina de estos últimos setenta años. Pregunto por algún libro de Fontanarrosa pero la vendedora me dice que no reciben nada desde 2009. Me quedo mirando libros que no son. Encuentro a Donald Barthelme con El padre muerto, un título inesperado que no termino de saber si es oportuno o es todo lo contrario. Abro la primera página y leo: «Once de la mañana, el sol cumple su función en el cielo». Pienso que es un gran comienzo.


Las tres horas de autopista que la separan de Buenos Aires son una ilusión óptica: Rosario nunca estuvo cerca, sigue sin estarlo, y eso es verdad. Dos sitios que se refractan al punto de que ni siquiera se interrumpen; una con el tranco lento de la ciudad-pueblo que aún conserva los apellidos de las familias en los porteros eléctricos de los edificios. La otra bestial como la conocemos, indiferente de cualquier cosa que no sea ella misma. En todo caso, y si estuviera al otro lado del río, Rosario se llamaría Montevideo.

Camino por Córdoba, una de las avenidas porteñas que más se ha esmerado en ocultar cualquier gracia, cualquier encanto. En la esquina con Junín nace una de esas plazas puro cemento que nos dejó la dictadura y por lo que también deberíamos pedir juicio y castigo. Exactamente enfrente a la facultad de Economía de la Universidad de Buenos Aires, unos puestos de libros armados a caballete batiente se incendian bajo el sol de febrero. Reviso las bateas de los usados: Sidney Sheldon, Víctor Sueiro, Roberto Fontanarrosa. Compro. Veintinueve pesos por una recopilación de todos sus cuentos sobre fútbol. Arranco leyendo las «Memorias de un wing derecho». Un día después estoy sentado con Daniel Divinsky en su oficina de Ediciones De la Flor. Divinsky es el hombre que editó, corrigió y publicó a Fontanarrosa desde 1971 hasta que Franco le presentó su impedimento legal en 2009. Y es el hombre que tiene en sus manos Negar todo, el libro que nadie ha leído, el libro que esperamos leer.

Saco mi ejemplar comprado en los caballetes y se lo paso a Divinsky, que le echa un vistazo rápido. Después me suelta:

—Es una copia pirata.

El estudio de Divinsky es un abarrotamiento de papeles del que sobresalen los dibujos y los personajes de sus dos autores insignes, los históricamente más vendidos, más voluminosos, más importantes: Quino, su Jorge Luis Borges, y Fontanarrosa, su Roberto Arlt.

—¿A qué clase de autor dirías que estuviste editando durante casi…?

—Cuarenta años, treinta y ocho. Yo diría que a uno que creía en lo que hacía, desde ya, pero que jamás se tomó en serio, ni como dibujante ni como escritor.

—¿Cómo funcionaba tu equipo con él?

—Él me mandaba su cuento terminado, lo que no quiere decir que estuviera de verdad terminado.

—¿Y cuándo terminaba?

—Yo recibía el texto y ahí empezaba un profundo proceso de edición. El Negro era un tipo que estaba peleado con la gramática y, aunque leía muchísimo, la ortografía no se le contagiaba. Sembraba acentos como quien tira semillas en el campo y si le pegaba, le pegaba.

—Los cuentos que integran Negar todo fueron escritos entre 2005 y 2007, es decir, en los dos últimos años de vida de Fontanarrosa. ¿Hay algo de la enfermedad, de la proximidad de la muerte, que se pueda rastrear en esos textos?

—Nada. Es como todo lo que ha escrito, es más Fontanarrosa, con toda su carga de observación brillante y mordaz.

—¿También lo tuviste que corregir mucho?

—Bueno, por las condiciones en que fue escrito, es el libro menos revisado por él.

—En algún momento Franco llegó a plantear que esos cuentos no fueron escritos por su padre.

—Lo hizo de mala leche. Fuimos al disco duro de la computadora del Negro y certificamos por escribano que eran los cuentos escritos por Roberto Fontanarrosa.

—Sin corregir.

—Claro, como los mandaba él. De todas formas lo maravilloso de su literatura era la observación. En Negar todo hay uno, el cuento de las palomas, que es un ejemplo de cómo miraba el tipo.

—¿De qué se trata?

—Vos sabés que el Negro iba a una terapeuta que mezclaba psicoanálisis con neurobiología o algo así, la verdad es que hizo de todo para curarse, nadie puede dudar de las ganas que tenía de vivir, en fin. El tema es que esta mina lo atendía en un consultorio y cuando salía, él comía algo en un bar que está sobre la calle Salguero, entre Cerviño y Seguí, al lado de unos edificios muy lindos, muy paquetes. Alguna vez nos encontramos ahí. Bueno, a ese bar van muchas palomas que se afanan las galletitas de las mesas. Y uno de los cuentos de Negar todo es la historia del dueño de un bar a donde va siempre una señora con un perrito y las palomas lo joden, lo joden. El dueño, para congraciarse con su clienta, trae un halcón que, por supuesto, se termina llevando al perrito por el aire. Como te decía, más Fontanarrosa.

—¿Cuándo creés que vas a poder editarlo?

—Cuando la justicia le explique a Franco que, por más documento firmado que tenga, no puede ir contra el Código Civil.

—Que dice qué.

—No son válidos los pactos sobre herencias futuras. Vélez Sarsfield, 1871.


Esta es una historia triste e injusta, o mejor, es triste porque es injusta. Fontanarrosa era un tipo que amaba profundamente a su único hijo y que un día sintió que quería pasarse el resto de la vida con una mina que no era esa con la que se había casado ni con la que había buscado y encontrado ese hijo. Dos grandes amores y los dos en abierta confrontación. Resolvió ese quilombo como lo resuelven todos los habitantes del puto mundo: como pudo. La enfermedad, su severa esclerosis, le quitó, con la vida, la posibilidad de ir amigando a sus lastimados, la chance de ir acomodando de nuevo las cosas, de desatornillarlas de sus sólidos rencores y llevarlas a un lugar menos nervioso, menos agraviante para todos. No tuvo ese tiempo, la muerte se lo llevó puesto cuando recién empezaba a transitar su íntima posguerra. En un cementerio privado de Granadero Baigorria, sobre la explanada de césped, un rectángulo de mármol lo nombra para siempre. Allí, cerca de la entrada, yace junto a unas flores plásticas que conservan pálidamente lo que debió haber sido un rabioso azul, un fulgor amarillo. Supongo que, como cualquiera, él también se merecía los años de recomposición afectiva que estuvieran por venir. Pero los goles se hacen, no se merecen.

Antes de terminar mi entrevista con Divinsky, le pregunto:

—¿De qué se trata Negar todo, el cuento que le da título al libro?

—Es un tipo al que la mujer lo agarra con una amante. Y entonces el tipo niega, niega todo hasta el final.

Aparece en

Temporada 1, Número 06

El número seis de Orsai llegó con fuerza: un especial sobre el conflicto de Malvinas, con las plumas de Abelardo Castillo e Ian McEwan; una crónica sobre por qué ya no hay libros de Fontanarrosa y, entre mucho más, una entrevista post mortem a Bin Laden.

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