Relato de ficción
Here
Era una de esas tardes de calor apelmazado y yo estaba adherida al sillón de cuerina naranja del dos ambientes. «No vayas, buscate otro trabajo», me decía Japo por WhatsApp.
Era una de esas tardes de calor apelmazado y yo estaba adherida al sillón de cuerina naranja del dos ambientes. «No vayas, buscate otro trabajo», me decía Japo por WhatsApp, un excompañero de facultad del que me había hecho muy amiga. Le dije que era un tarado, y solo suspiró; según decía, ya tenía suficiente con su familia japonesa. «Cuidáte, boluda», dijo antes de dejar el chat. Yo aprovechaba lo que más podía los minutos de descanso que me quedaban antes de la movilización. Estaba anotada en HERE para participar en una nueva marcha. A las tres de la tarde partiríamos desde el Obelisco hasta la Casa Rosada. Con semejante calor, todo me costaba el doble.
Los cuarenta grados de térmica no habían logrado desarmar la organización de la marcha contra los herbicidas. Nada detiene a los ecologistas, siempre es así. Cuando organizan una manifestación van y la hacen, aunque lluevan gatos del cielo. No como los del movimiento vegano que, en general, suspenden por causas climáticas. Los de la plataforma HERE me habían dado la remera de textil agroecológico amarillo que decía No al glifosato. Mi gorra era blanca con el dibujo de una mosca gorda que usaba barbijo. Estaba buenísima, pero la tuve que devolver, como al resto de la ropa que me daban por trabajo.
Siempre fui freelance, trabajé en varias plataformas digitales. Casi todos mis amigos tienen ese tipo de trabajos: en esa época Teo, mi novio, manejaba un Uber y mi amiga Helena pedaleaba para Glovo. Durante unos meses había trabajado con ella ahí, pero por suerte había logrado conseguir un trabajo mejor. Tanto que la convencí de venirse a HERE conmigo. Debo admitirlo: no entraba en mí tanta felicidad por el cambio que había hecho. Si uno busca en Google, puede leer que HERE es una app que nació con la misión de garantizar la libertad de expresión. Su eslogan es bastante claro: «protagoniza la historia». Un texto explica el mecanismo: los ciudadanos pueden apoyar diferentes causas públicas adhiriendo a campañas que se organizan todo el tiempo. El argumento es que, antes de la llegada de la app, era complicado para muchos manifestarse en horario laboral. Hay gente que quiere dar su opinión sobre diferentes temas, pero no tiene el tiempo para hacerlo. «Por suerte, sensibilidad social y tecnología se fusionaron para crear esta red virtuosa que es HERE, una organización que garantiza la participación civil en las definiciones importantes».
Inscribirme como emprendedora del activismo fue sencillo: tuve que bajar la app, mandar una foto de cuerpo entero y listo, empecé a trabajar al día siguiente como representante de otras personas en las marchas. HERE insistía en convencernos de que es posible ser íntegramente feliz trabajando si tenés un propósito. Militancia, felicidad y emprendedorismo en un mismo combo. Como si fuera poco, el departamento Experiencia HERE todos los días enviaba mensajes con consejos personales, reflexiones, noticias importantes y recomendaciones de series, pelis y canciones de acuerdo a los intereses de cada uno. Era la primera vez que conseguía un trabajo tan a mi medida.
Dos años antes de ingresar en HERE había empezado la carrera de Sociología. Logré meter todo primer año, pero la abandoné. Siempre quedaba enredada en laberintos filosóficos e históricos que tenían pocos puntos de contacto con mis problemas reales y HERE, en cambio, garantizaba pasar a la acción desde el primer día. Por eso, para mí la app más que un trabajo empezó a ser un lugar de aprendizaje donde militar las causas que me interesaban. Parece difícil de entender que a los veinte años te paguen por hacer lo que te importa, es casi una utopía, al menos en nuestra región.
«Tenemos que pasar a la acción», aconsejaba Eric Goldman, el CEO de HERE, un neoyorquino veinteañero y relajado que nos hablaba con la paciencia de un maestro. Él mismo mandaba mensajes grabados felicitándonos por nuestro aporte a la sociedad. No se me ocurría que hubiera nadie más genial en el mundo: valiente, sensible, cultivaba su propia huerta y siempre hacía las mejores recomendaciones de canciones. En los videos movía sus brazos tatuados con energía cuando un tema social lo apasionaba y siempre aclaraba que lo que más lamentaba era no estar cerca físicamente para abrazarnos después de cada campaña. Eric no era un clásico empresario que sale en todos lados: nunca asistía a eventos, ni a programas de televisión, ni se reunía con políticos. Su vida privada era un misterio absoluto y eso lo hacía más interesante. Siempre decía que él era como cualquiera de nosotros, solo que con una gran idea y algo de capital. Por momentos parecía muy cercano, tanto que me daban ganas de chatear con él sobre cine o bandas que sabía que nos gustaban a los dos. Como una estrella de rock, prometió que un día iba a venir a la Argentina. Es probable que hubiera dicho eso en todos los países donde operaba la app, no lo sé, pero fue muy inspirador sentirme elegida para formar parte del equipo de Eric.
Hay que reconocer que no es fácil encontrar tanto entusiasmo en el campo laboral. Siempre creí que era por la inteligencia emocional de Eric. En realidad, él brillaba en todos los campos. La prensa global repetía que su coeficiente intelectual estaba muy por encima de la media. Hablaba diez idiomas y tenía dos doctorados completos. Manejaba información de cada causa donde se involucraba HERE en cualquiera de los treinta países donde operaba. Por eso sus videos sobre la Economía de la Acción, un modelo de negocios que inventó él mismo en una universidad china de excelencia, convencieron a todos de que el de HERE era un enfoque absolutamente virtuoso: ganaban los activistas y, al mismo tiempo, evolucionaba la sociedad.
El día de la manifestación de los ecologistas cumplía nueve meses en la empresa. Ya me había sumado a marchas en defensa del yaguareté, de la educación pública, de la emergencia climática, marchas a favor del aborto legal, incluso a marchas por el derecho de los animales para que puedan decidir si quieren o no ser mascotas, en fin, nuestra sociedad necesita expresarse y HERE lo tiene muy estudiado. Nuestra app era la medida del éxito de cualquier manifestación ciudadana. Si a una marcha no íbamos los heres, era porque el tema no le importaba demasiado a nadie. Un mes atrás había tenido un gran momento en mi carrera: me tocó participar de la marcha histórica para que se aprobara la Ley de Polimatrimonio. Gracias a la acción organizada de HERE, la sociedad consiguió que se admitiera la unión civil entre tres o más personas de igual o distinto género. Esa ley marcó un hito en la historia de la plataforma y en la de todos los que la impulsamos. De hecho, en los medios la llaman la Ley HERE y en ese momento los académicos más respetados del país elogiaron públicamente nuestra labor como activistas de la plataforma.
En la web de la app se lee que HERE ofrece «soluciones simples para gente comprometida con su democracia». Los ciudadanos pueden adherir a las causas disponibles de manera gratuita. Haciendo un solo click suman su adhesión a los reclamos que les interesen y reciben información básica sobre el estado de situación de los temas: avances de tratamiento en el Congreso, reportes de prensa, declaraciones importantes y la agenda con las próximas marchas. También ofrecen un servicio pago que es bastante caro: donar dinero para apoyar la causa de interés o alquilar una here, una persona como yo, que irá en su representación. A mí me llegaba un pedido por la aplicación para que retirara la ropa de la campaña asignada en un locker del centro, con indicaciones para que me presentara en tal o cual marcha en representación del cliente de turno.
Esa mañana me llegó el aviso bien temprano. Dije que sí, salí a buscar la ropa y volví lo antes posible. Comí unas empanadas de carne que había comprado con un cupón de descuento que ese día me había mandado la app y, cerca de las dos de la tarde, logré despegarme del sillón de cuerina naranja y me di una ducha helada. Me puse la remera amarilla, me clavé la gorra con la mosca, auriculares para pasar el día y salí de casa. El calor derretía paredones. Apenas di unos pasos afuera me empezó a doler la panza. Supe que el día iba a ser largo. Me prometí marchar despacio. Ayudaba que mi representado —así le llama HERE a los clientes—, no hubiera pagado para ponerme al frente de la marcha. Hay veces que te piden ir en la primera línea y eso suele ser un poco peligroso, pero por suerte en la de los ecologistas iba a poder tener una posición móvil.
Tendría que haberme quedado en casa, pero está muy mal visto faltar. En el último mail de Experiencia HERE mencionaban la necesidad de trabajar en mi solidez existencial como emprendedora. Me costó entender el concepto, pero básicamente se trataba de no dejarse paralizar por los dolores físicos cotidianos y de tener objetivos de vida que trascendieran nuestro día a día. Me alegré al leerlo: aunque venía con algunos inconvenientes por una dispepsia leve, siempre creí que la salud de la sociedad está por encima de la de los individuos y me esforzaba cada día en ser una mejor here, como si entrenara un músculo.
Pagaban bien: si uno trabajaba lo suficiente podía garantizarse un buen ingreso. Para que me rindiera tenía que ir por lo menos a quince marchas al mes. Con eso cubría el alquiler compartido con Teo, el subte, la comida y algunas salidas. El servicio permitía sumar algunos pesos extra si el cliente de turno se envalentonaba con la causa. Pagaban más si ibas geolocalizado, o si ibas con cámara para que el representado participara desde su living usando los anteojos de realidad virtual. Algunos clientes eran exigentes: te pedían que fueras cantando, revoleando papelitos o que gritaras malas palabras para expresar enojo. Estaba disponible la opción de seleccionar los gestos de nuestra cara, como un emoticón con tracción a sangre. Todo eso era plata extra. Después, como siempre, había gente que se desubicaba y te pedía que llevaras piedras o palos, algo prohibido por política de la empresa. Algunos heres lo hacían por izquierda y decían que se forraban de billetes.
Como yo no me prendía en esas cosas, siempre andaba con el dinero justo. De hecho, la tarde de la marcha tenía saldo negativo en la Sube. Me subí al subte B y viajé colgada de un caño en el vagón desbordado de gente. Muchas veces viajaba con Helena, mi amiga que también trabajaba en HERE. Lamentablemente, ella no se había activado ese día para la marcha de los herbicidas. Me hubiera venido muy bien tener una amiga cerca ese día. Me sentía afiebrada y rogaba que todo terminara temprano.
Una horda apurada me empujó fuera del vagón cuando llegamos a la estación Callao. Miré hacia la puerta y supe que era imposible volver a entrar sin forcejear. Como estaba cerca opté por caminar las cuadras que me faltaban. El problema fue que ni bien salí a la superficie la resolana me perforó las córneas. Tenía la nuca fría, me latía la cabeza. Debería haber ido a una guardia, pero ya me había activado en la marcha y faltar a un compromiso en HERE es causal para que no te vuelvan a invitar. Además, estaba completamente de acuerdo en impulsar la movida contra los agroquímicos y sentía que era mi oportunidad para protagonizar, como decía la síntesis enviada por HERE, una revolución agroecológica. Caminé doblada por la avenida Corrientes mientras los rayos del sol me agrietaban el cráneo.
Dos cuadras antes de llegar al Obelisco apreté el botón i am here en la app y se activó la cortina musical de las marchas. Siempre era el mismo sonido: notas largas y profundas en primer plano, un suave palo de agua yendo y viniendo de manera lenta en segundo plano y mínimas alteraciones rítmicas. Si me concentraba en la música, tenía la sensación de que flotaba. Con eso, di inicio al contacto con mi representado que no dejó pasar ni un segundo para enviarme un mensaje vibrador que decía: «Gracias por estar en mi lugar hoy. Mi nombre es Cristian Pujol. Necesito que estés lo más adelante posible y que enciendas tu cámara, ya pagué ese plus. Yo te sigo desde el VR y te mando instrucciones». Respondí con un OK bastante cortado porque presentía que estaba ante el típico caso del cómodo hinchapelotas que digita el mundo mientras mira Netflix y se acaricia la panza. Era solo una sospecha: por política de la empresa los heres no teníamos ninguna información sobre nuestros representados, todo lo que quisieran que supiéramos lo mandaban ellos por mensaje. En mi opinión, mientras menos supiéramos el uno del otro, era mejor.
Prendí la cámara y caminé hasta donde estaba el grupo de ecologistas conformando un voluntarioso montón. A muchos los conocía, eran heres igual que yo; después de trabajar solíamos juntarnos a tomar unas cervezas en los bares del centro. Cada vez que nos veíamos en una marcha, nos abrazábamos con compañerismo de tribu. Con varios teníamos un grupo de WhatsApp y nos visitábamos los días que no había trabajo. A veces ese abrazo era lo único familiar que nos pasaba en la jornada. Los saludos entre compañeros no le deben haber gustado a Cristian Pujol porque me mandó un mensaje vibrador al toque diciendo que saludara de su parte a los directivos de la fundación Vida Agroecológica. Fui y saludé en nombre de mi representado a un grupo que pude identificar. Noté que me miraban con desagrado así que les hice mi sonrisa here, la que me mandaron en un instructivo ni bien entré y que tuve que ensayar bastante hasta que el reconocimiento facial de la app me dio el OK. Era un buen recurso de emergencia porque demostraba amabilidad y profesionalismo. Solo era la mensajera y con mi gesto hacía que lo recordaran. Igual el clima se tensó y me dieron la espalda de manera sincronizada. No me importó, estaba concentrada en mi descompostura y en ver de dónde podía sacar un poco de agua.
Cristian Pujol me ordenó que me quedara al lado de un hombre joven que él indicó enviándome una foto, un tal Esteban T. Su nombre me sonaba, lo habían nombrado en Twitter esa misma tarde. Lo encontré rápido porque era muy alto, tenía actitud de famoso y la gente lo saludaba. Le daban palmadas en el saco beige que colgaba de su espalda demasiado ancha para el tamaño chiquito de su cabeza. La app me mandó información que indicaba que se trataba de un funcionario local, un mediador, referente del frente de activistas, que venía militando desde hacía años en contra de los fabricantes de agrotóxicos. Tenía la instrucción de saludarlo y lo hice en nombre de Cristian Pujol. Sus ojos negros y chiquitos me miraron como si hubiese visto a la parca. Pensé que debía estar muy pálida, ojerosa, quizás hasta despidiendo mal olor porque el funcionario se alejó de mí a toda velocidad y sin decir ninguna palabra.
La marcha avanzó por Diagonal Norte. Un nuevo mensaje vibrador me ordenó que me volviera a ubicar al lado de Esteban T. Lo seguí de cerca, cumpliendo, y noté que el funcionario trataba de desmarcarse de mí. «Más cerca de Esteban T., que no se te vaya», escribió Cristian en otro mensaje. Decidí marchar detrás suyo. Miré Twitter para ver si encontraba su nombre y efectivamente tenía varias menciones de ese día donde lo acusaban de retrasar el tratamiento de la Ley de Agroquímicos. Otros mostraban una imagen donde él aparecía pescando con un grupo de amigos y cuestionaban su verdadero interés por el ambiente. Cosas de las redes, pensé, a veces se ensañan con determinados personajes. Seguí la marcha y lo observé preguntándome qué era lo que lo tenía tan inquieto. Estaba claro que a Esteban T. los heres no le gustaban porque caminaba ahuyentándonos como si fuésemos mosquitos. Traté de que no me viera, pero me descubrió. De golpe se dio vuelta, se acercó a mí con la delicadeza de un toro alcoholizado y me susurró: «Cristian, dejá de seguirme. Hablemos el lunes. Voy a hacer lo que me pediste». El protocolo indica que en esos casos hay que activar la sonrisa here, y eso hice. Me temblaban las piernas, no por la situación sino por la debilidad que sentía en el cuerpo. Me detuve un minuto a tomar aire y volví a chequear mi celu.
En Twitter Esteban T. aparecía filmado en una reunión secreta con ejecutivos de empresas químicas. Me sentía realmente confundida, no sabía si este señor quería impulsar la ley o si, como se viralizaba en las redes, negociaba para retrasarla. Además de la foto pescando, ahora todos publicaban una foto donde él aparecía comiendo chivito asado en navidad. Los veganos estaban furiosos. Cristian Pujol me mandó otro mensaje vibrador pidiendo que le tocara el hombro a Esteban T. y que le dijera, literalmente y a los gritos: «Acordáte del acuerdo que tenés con nosotros, acordate del sobre». Tenía que decírselo dos veces. Hizo hincapié en eso. Dudé si hacerlo o no. No soy quién, pero temía que ese mensaje ofendiera al funcionario. Para desanimar a Cristian le envié el pack con una tarifa altísima por interactuar de manera conflictiva. HERE tiene métricas perfectas de tarifas para cada caso. Cristian pagó un pilón ridículo de plata sin dudarlo. La panza me tiró, ahora sí empezaban a jugar los nervios, y mi mareo no colaboraba. Tenía la nuca transpirada, no entendía de qué lado estaba parada y no quería saber nada más de los mensajes vibradores de Cristian Pujol. Quería irme de ahí lo antes posible. Me acerqué a Esteban P, vi que otros heres también se acercaban, y al unísono le dimos el mensaje. Luego, sin poder evitarlo, vomité sobre sus mocasines negros. Fue un vómito de cortesía: si se lo hubiera tenido que cobrar a Cristian, le hubiera salido carísimo.
Se produjo un silencio algo rancio. Esteban T. me observó confundido, miró luego al resto de los heres y le repetimos el mensaje consumando el servicio. Lo vi mirar a su alrededor y salir corriendo todo enchastrado. Algunos le preguntaban por el acuerdo con las empresas químicas, otros le gritaban: «Volvé, delincuente», pero él corría sin mirar atrás. También me preguntaban cosas a mí, que tuve que volver a hacer mi sonrisa here en medio de una brutal descompostura. La gente me rodeaba pidiendo respuestas y las piernas se me hicieron de manteca. Alcancé a ver un mensaje de Cristian que decía: «Gracias, podés retirarte antes de que termine la marcha. Te agregué propina». Me desperté en una de las ambulancias contratada para la manifestación. Una enfermera me miraba la gorra cuando abrí los ojos. Me dijo que volviera a mi casa en taxi y que me hidratara con tónica.
Volví en un Uber con aire acondicionado, cerré los ojos durante casi todo el viaje. Ni bien llegué, me saqué la ropa del trabajo y me tiré nuevamente en el sillón de cuerina naranja. Destapé una gaseosa y pedí mi informe de ingresos diarios a HERE. Conseguí un buen número, y mejoré mi posicionamiento para que me sumaran con prioridad a nuevas marchas. La felicidad se me aplacó cuando vi que en Twitter era furor el video donde yo vomitaba sobre Esteban T. A esa altura ya habían hecho memes con esas imágenes. El mejor era el de un grupo de gatos vomitando sobre el funcionario. Hay que admitir que eran graciosos. Vi otros con girasoles vomitando, niños con guardapolvo vomitando, maestras, pescados, lechugas, en fin, la red estaba plagada de imágenes de vomitones.
Prendí la tele y me congelé cuando vi que en Crónica mostraban imágenes de la marcha de esa tarde con una placa roja que decía: «¿Suicidio inducido?». Había humo, volaban piedras y se escuchaban gritos. Nadie hablaba de los herbicidas. Ya estaba interviniendo la gendarmería. Me quedé mirando para ver si reconocía a mis compañeros.
La cámara hizo foco en la imagen de un hombre muerto en mitad de la Plaza de Mayo. Lo reconocí enseguida. Era Esteban T. con los ojos abiertos y con los mocasines negros que aún tenían manchas de mi vómito. Su saco beige estaba algo teñido ya por el manchón de sangre que salía de su cabeza. Un movilero pelado le preguntaba a unos manifestantes atrincherados detrás de un contenedor de basura: «¿Para ustedes fue suicidio inducido?». No le respondieron, se los veía concentrados en no recibir ningún impacto de la lluvia de piedras. En otros canales la información también era confusa. Repetían una y otra vez el momento en que yo lo vomitaba. Decían que Esteban T. había impulsado la ley que prohibiría el uso de agrotóxicos cerca de poblaciones rurales. Sentía la sangre helada circular por las venas, me volvió a doler la panza. El presentador del noticiero explicó que todo había sido una maniobra de HERE, que circulaban versiones de que la app tenía acciones en empresas químicas. Yo no entendía nada. Todo el mundo había enloquecido de pronto.
En otro canal, un analista con voz arenosa explicaba que los heres habían sido usados para darle estado público a un acto de corrupción inventado en plena campaña. Algo que seguramente arruinaría la carrera política de Esteban T. y por eso había terminado disparándose en la cabeza. Pedía que el gobierno prohibiera a HERE en el país y explicaba el concepto de fakecitizen: un robot humano, un militante vacío, a sueldo. Me dije que estaban todos definitivamente drogados y hablaban sin saber. No nos conocían, no sabían nada de nosotros y aun así nos atacaban. Rogué que Eric Goldman saliera en los medios y explicara la situación, pero nadie frenaba al alud de opinólogos que esa noche se nos vino encima. En otro noticiero hablaban algunos supuestos especialistas compungidos por el deceso y se sumaban a la preocupación por el rol antidemocrático de los heres. La boca de mi estómago estaba completamente petrificada y no podía parar de putear al aire, sola y a los gritos. Cerré las persianas y bajé las luces. A esa hora mucha gente hablaba sobre la campaña viral que esa tarde se había desatado para desprestigiar a Esteban T. También de eso culpaban a HERE. Decían que habíamos acosado al funcionario, que teníamos estudiada su vulnerabilidad psiquiátrica. Nos llamaban trolls. Se discutió nuestro rol en las manifestaciones y en la escena pública en general. Mi foto se transformó desde ese día en la síntesis visual del fakecitizen.
Intenté dormirme, pero no podía dejar de espiar el celular cada cinco minutos. Los que me querían, me mensajeaban para darme fuerza. Muchos otros me escribían cualquier cosa a mis redes privadas. Esa noche HERE fue trending topic en Argentina, en realidad la frase #ChauHERE fue la que marcó tendencia. Por suerte nadie daba mi nombre o el de mis compañeros quienes, según me enteré por la tele, parece que tenían la misma misión que yo. No nos nombraban, pero sí mostraban nuestras fotos. Decidí que no saldría de casa ni abriría las persianas durante años.
La plataforma, por su parte, no emitía ningún mensaje. Quizás por eso crecían los pedidos para que HERE abandonara el país. En las redes se argumentaba que no éramos verdaderos manifestantes, que tergiversábamos el objetivo de las protestas, que éramos de la estructura de inteligencia estatal y no me acuerdo cuántas pavadas más. Esa noche me quise morir. Teo venía de recibir una nueva paliza en manos de un taxista bravucón y casi no pudimos ni hablar. Habíamos tenido un auténtico día de mierda.
Con mis compañeros de la app chatéabamos para darnos ánimos, si no fuese por ellos creo que hubiera enloquecido. Luego de una semana, decidimos que teníamos que hacer algo para defendernos. Nos propusimos buscar pruebas para justificar a HERE en las redes sociales. Al principio queríamos armar un video que mostrara datos reales sobre la plataforma: quiénes eran los dueños, qué otros negocios tenían, por qué las críticas eran absurdas y casos de éxito en otros países. Era difícil saber por dónde empezar, pero necesitaba recuperar mi vida y quería hacerlo con argumentos, con la camiseta de la libertad puesta. Dividimos las tareas y a mí me tocó hacer síntesis de las críticas que le hacían a la app desde distintos foros online.
Al día siguiente amanecí temprano. Llovía de a ratos. Sin sacarme el pijama, me hice unos mates y entré en internet. Intenté llegar directo al territorio enemigo, pero no lograba abrir ninguna página. Luego de buscar un buen rato, pregunté en mi grupo si alguno conocía links para pasarme y uno de los heres me dijo que intentara ingresar con otro usuario porque era probable que mi configuración de Google invisibilizara los foros que se oponían a HERE. Hice eso, creé un nuevo usuario y funcionó. Luego de leer algunos comentarios, di con un blog que me dejó seca: mostraban fotos, testimonios y textos que explicaban la mecánica de trabajo de la corporación que operaba detrás de mi app. Por primera vez leí datos y opiniones que, a nivel global, criticaban a la plataforma con un menú gordo de argumentos. Se hablaba de control, de megacorporaciones aliadas entre sí, de psicología, de infiltraciones, de explotación, explicaban incluso la meta de largo plazo: el golpe mortal que buscaba darle HERE a la capacidad genuina de manifestación social. Uno de los artículos comenzaba con la siguiente frase: «Quieren romper por dentro la última herramienta que tiene la sociedad: su capacidad de expresión». La nota estaba firmada por un tal Huli Mas. Parecía una broma: Huli Mas era una suerte de leyenda urbana en el ecosistema HERE, un supuesto exempleado que por alguna razón había hecho denuncias judiciales contra la plataforma y que luego había desaparecido de las redes para siempre. Recordé que hacía mucho que escuchaba chistes del tipo: «Quedáte en casa a comer pizza, no seas un Huli Mas». Primero no entendía, pero alguien me explicó que era una broma interna, Huli Mas era una especie de fantasma, alguien que podía incluso no ser real. Para mí solo era un chiste, hasta que esa mañana me topé con el nombre. Releí la nota. Huli Mas también hablaba de conquistar la libertad pero echando a HERE del país. Un mismo concepto, la libertad, era tironeado por sectores antagónicos y yo no me podía sacar de la cabeza la imagen de Esteban T. muerto y con sus zapatos enchastrados por mi vómito.
En los foros hablaban del control que ejercía la app en la vida de los que trabajaban en ella. Un control que incluso se gestionaba durante el sueño. Ese dato al principio me pareció mentiroso: explicaban que HERE registraba cada movimiento de sus usuarios activos. Nos escuchaban y analizaban datos de nuestros comportamientos para garantizar que ninguno de nosotros se saliera de los patrones preestablecidos. Por eso estaban atentos incluso a los movimientos que hacíamos durante las horas de sueño: podían tener información sobre lo tranquilos o intranquilos que podíamos estar en cualquier momento de nuestras vidas.
Mientras leía, negaba con la cabeza. De pronto, recordé que una mañana de invierno había pasado una noche de insomnio y la plataforma al día siguiente me sugirió que escuchara determinados temas musicales. Como siempre, ese día seguí las instrucciones de HERE y descargué las pistas para escucharlas incluso sin internet. Le di play enseguida: era música que nunca hubiera elegido escuchar por mi cuenta. Recuerdo que el ánimo me cambió por completo después de la tanda de canciones, pasé de arrastrar los pies a cantar como desaforada una canción de Shakira en la ducha. Quedé agradecida con la app. También recordé cuando en la facultad mi amigo Japo me dijo que prefería trabajar en el puerto antes que sumarse a HERE. No lo entendí en ese momento. Tampoco relacioné esa conversación con las noticias que me enviaba la app sobre la falta de compromiso social que solían tener los asiáticos en Occidente. Recordé que muchos de mis compañeros de la facultad se empezaban a oponer a la plataforma justo en el momento en que la app me asignaba cada vez más manifestaciones y me enviaba información sobre los bajos sueldos que cobran los profesionales en Argentina. Algo andaba mal desde el principio, y no había logrado detectarlo a tiempo.
Una cosa que me llamó mucho la atención fue otra nota donde se aseguraba que Eric Goldman no existía en realidad. También decía que era el primer CEO creado por inteligencia artificial en el mundo. Tuve taquicardia, no podía ser. Sin embargo, a decir verdad, nunca nadie había visto en persona al CEO. Me paré de la silla, di unas vueltas por el departamento y me senté otra vez. Volví a negar con la cabeza, aunque algo dentro de mí daba crédito a lo que leía. Los consejos diarios que enviaba la aplicación desde Experiencia HERE siempre me habían parecido muy pertinentes. Sin embargo, desde ese momento supe que la plataforma me observaba y por eso trabajaba para mantenerme en el equilibrio que ellos necesitaban que tuviera.
Las críticas sobre infiltraciones en diferentes espacios de la sociedad me parecieron graves. Según explicaban en otro blog, había heres trabajando en los juzgados, en las oficinas de gobierno, en la policía, en hospitales. Sin saberlo, cada here era ojos y oídos de un poder central comandado por una multinacional. Nadie sabía a ciencia cierta quién estaba detrás del CEO artificial.
Menos de diez corporaciones se repartían el mundo de la web, la producción, el comercio y las armas. Si lo que decían los foros era verdad, estábamos absolutamente rodeados. Entre los del grupo de WhatsApp empezamos a compartir tímidamente algunos datos. Pregunté si sabían algo de Huli Mas y casi todos se rieron. Solo uno de los here contestó que lo conocía, que habían trabajado juntos pero que, efectivamente, había desaparecido después de denunciar a HERE por espionaje ilegal. Muchos no escribimos más nada por ese día. El grupo se fue transformando en una batalla campal entre los que seguían bancando a HERE y los que la habíamos empezado a odiar. Me terminé de sumar al segundo grupo cuando alguien compartió información sobre las inversiones de HERE. La lista que pasó era eterna y encontré que, efectivamente, la plataforma estaba asociada a una de las empresas químicas más poderosas a nivel global. En ese momento pensé en Esteban T., en sus ojos negros y chiquitos que me miraron con terror cuando le mencioné a Cristian Pujol. Lo vi corriendo, avergonzado. Lo vi desangrado en el piso.
Pasaban las semanas y yo cada vez desconfiaba más de todo, especialmente de los dispositivos electrónicos. Me imaginé tirando mi celular al inodoro, pero después recapacité; además, no tenía trabajo y era imposible reponerlo a corto plazo. Finalmente, apagué el celular y lo guardé en mi mesita de luz. Antes de eso le escribí a mis padres para avisarles que de ahora en más solo hablaríamos cara a cara, que no quería tener contacto virtual con nadie. Al principio sentí un poco de vértigo. Hacía todo con mi celular, ni siquiera sabía las calles de mi propio barrio. Dejarlo implicaba memorizar números de teléfonos, localizar locutorios, encontrar la Guía T que tenía guardada en algún lugar y prescindir de Wikipedia. Sentí abstinencia los primeros días, andaba sin brújula. No sabía qué hacer con mis manos, cómo sortear momentos incómodos, cómo soportar las colas en el supermercado. Ni siquiera me acordaba qué procesos mentales tenía que hacer para recordar algunas cosas.
Una tarde salí de casa y fui a buscar a Japo que trabajaba de mozo en un bar de Palermo. Me puse un vestido que hacía años no usaba, anteojos negros y un saco porque ya empezaban los días de otoño: vestida así, nadie podía asociarme con una here. Japo me saludó de lejos con la mano y me hizo señas para que ocupara una mesa mientras él atendía. Me senté, saqué una libreta y me puse a garabatear en el papel. Era mi técnica contra la abstinencia tecnológica. Escribí la frase «te lo dije», resumiendo por anticipado lo que iba a ser mi conversación. Finalmente, Japo se sentó conmigo y me preguntó, con algo de distancia, qué estaba buscando ahí. Le pedí que apagara su celular y luego le conté todo lo que sabía hasta el momento de HERE: los negocios que tenía, sus intenciones, la existencia de Huli Mas y mi sensación permanente de estar siendo observada. «Desconfío hasta del microondas», le dije. Él asintió con la cabeza. Le pedí que me contara todo lo que sabía de HERE, lo que había escuchado, lo que pensaba. Japo había terminado su turno así que salimos caminando con rumbo incierto, caminar era el territorio de la seguridad. En el trayecto, confirmó lo que yo había leído en los foros. Japo dijo que mucha gente sabía que HERE era un engaño, incluso me dio información sobre causas judiciales que estaba transitando HERE en el mundo. Me habló de la cantidad de suicidios relacionados con HERE que se repetían en otros países. «¿Por qué no me contaste esto antes?», le pregunté. «Intenté, pero a vos no te interesaban esos datos», respondió.
Volví a casa caminando y prendí la compu de Teo para buscar, en la versión de incógnito del navegador, las causas que me había mencionado Japo. Aparecieron en segundos. De pronto encontraba información que había tenido velada, con la que no me topaba jamás. Cuando llegó Teo le hice apagar su celular. Le pedí que fuéramos al baño, no quería que ninguna tecnología captara nuestra conversación. «Estás loca como una cabra», me dijo. Le expliqué lo que había descubierto sobre HERE. Me escuchó, como siempre, con paciencia y sin mucho interés. Aprovechó para cortarse las uñas. Cuando terminé de hablar, me dijo que definitivamente la muerte de Esteban T. me había afectado y creía que yo había perdido la razón.
Estaba agotada, decidí no hablar más por ese día. Teo salió del baño, prendió la tele y luego su celular. Yo me fui a dormir temprano, el sueño era otro lugar donde me sentía segura. Antes de salir de casa a la mañana siguiente, me dejó sus ansiolíticos junto con un vaso de agua sobre la mesa de luz. «Para que tengas un buen día», decía el papelito que cerraba el mensaje con un corazón mal dibujado. «Tengo que separarme de Teo», me dije. En ese momento lo odiaba. Había algo del mundo que él defendía que a mí ya me parecía siniestro, parte de un pasado en el que había estado anestesiada. Ni loca me tomaba esa pastilla, ya me habían convertido en cómplice de un asesinato y me necesitaba más lúcida que nunca.
Imprimí todo lo que había encontrado, armé una carpeta y me fui en bici a la casa de Helena. Ella estaba fascinada con HERE desde que yo la había metido en este trabajo. Ahora tenía que convencerla para que saliera de ahí. Helena era hermosa, sus piernas largas y su pelo negro tenían embobado a medio planeta. La convocaban siempre a las marchas, su presencia llamaba la atención. Era tan popular entre los heres que si lograba convencerla a ella, el resto sería pan comido. Toqué el timbre y cuando abrió le pedí que apagara su celular. Todavía tenía puesta la remera desgastada que usaba para dormir. Con mates, le expliqué lo que había investigado. Le interesaba mucho la política, leía sobre el tema y me entendió enseguida, aunque siempre buscaba la forma de encontrar argumentos a favor de HERE. Lo que más le interesó fue todo lo que había sobre la muerte de Esteban T.; al igual que Japo, ella también le llamaba campaña a lo sucedido. Juntas buscamos ejemplos de los mensajes que nos había estado mandando la app desde Experiencia HERE. Hablamos sobre Huli Mas, a ella le parecía demasiado sospechoso así que intenté convencerla de que quizás teníamos un aliado en todo esto.
Le pedí que fuéramos a conversar con otros heres amigos y aceptó. Esa tarde nos juntamos en una plaza con cinco más, que se fueron con la misión de hacer sus propias reuniones cara a cara con heres. Le llamamos la estrategia tupper, porque copiaba el modelo de ventas de la empresa de envases de plástico. Suspendimos las conversaciones por WhatsApp. Acordamos que solo prenderíamos nuestros teléfonos una vez por día, durante dos minutos, para ver si recibíamos noticias de HERE. El resto en nuestras vidas sería analógico. Con los días fue tomando forma nuestra red de heres. Nos juntábamos una vez cada tres días de manera clandestina para compartir información. La estrategia tupper funcionaba, en dos semanas habíamos logrado ser más de trescientos. El hermano de Helena era un genio con las computadoras y tenía amigos hackers que nos ofrecieron su ayuda. Fueron ellos los que configuraron bloqueos en nuestros teléfonos para evitar que la app pudiera escucharnos. Nunca tuvimos trato directo con los hackers, eran como una unidad sin forma ni identidad. Sin embargo, una tarde mientras caminaba hasta mi casa toqué un papel en el bolsillo trasero de mi pantalón. Era una nota que decía: «Tu causa es la mía desde hace mucho tiempo. Cuando descubrí lo que hacía HERE en el Juzgado donde me habían enviado a trabajar, los denuncié. Desde entonces apagaron mi vida virtual. Me amenazan a mí y a mi familia. Por eso me borré. Podés contar conmigo. Huli Mas».
En casa Teo y yo guardábamos nuestros ahorros en una caja de zapatos debajo de la cama. Veníamos juntando desde hacía unos tres años para conocer Grecia, era nuestro único plan juntos. En los meses que siguieron al día de Cristian Pujol tuve que recurrir a esa plata. Cada vez que me tiraba al piso para abrirla, aquel viaje se alejaba un poco más.
Pasó el otoño y HERE continuaba apagada acá, aunque en otros países seguía operando con normalidad y sumaba casos de éxito. Un sitio web especializado en chequear información viral desmintió los rumores sobre el control que ejercía HERE durante las horas de sueño. En esos días nos enteramos de que acababa de surgir una nueva agrupación llamada La Esteban T. que, junto con otras tantas, coordinaron una marcha masiva hacia el Congreso para expulsar a HERE. Algunos dirigentes hablaron de cazar heres si nos veían en la calle.
Ya no tomaba decisiones sola. Era parte de un equipo que tenía, quizás por primera vez, su propia causa. Informé al grupo sobre la nota de Huli Mas, era importante que lo sumáramos como aliado en ese momento. Decidimos trabajar con él, seguir su plan: robaríamos datos de HERE, buscaríamos pruebas en las cuentas de cada here y haríamos la denuncia en la Justicia. Era la única oportunidad para que la gente se pusiera de nuestro lado. Era un plan riesgoso y para eso Huli Mas necesitaba todas nuestras contraseñas de acceso.
Frente a la amenaza de ser cazados, nos organizamos para cuidarnos. Caminaríamos siempre de a dos, con gorros y capuchas, todos intentaríamos un cambio radical de aspecto. En mi caso, me corté el pelo bien corto y me teñí de morocha. Fue impresionante verme al principio, pero luego me acostumbré. De todas formas, nada me alcanzaba para sentirme segura: aunque ya éramos miles los heres organizados, le temía a la gente de la calle y a lo que sea que estuviera detrás de la app. Cada noche intentaba dormirme temprano para no tener que hablar con Teo cuando volvía de trabajar. No tenía más nada que compartir con él. Ni siquiera se enojó cuando descubrió la falta de los ahorros. Cuando me vio con el pelo corto, casi rapada, me dijo que ya estaba definitivamente loca. No había nada de él que me hiciera bien, estábamos desconectados y estoy segura de que no le importó saber que me iba a vivir con Helena.
Una de esas noches, nos juntamos a celebrar mi mudanza. Con Japo y Helena compramos cervezas y una pizza que fuimos a buscar nosotros. La tele estaba prendida, Helena tiene la costumbre de dejarla haciendo ruido de fondo. Se me cayó la porción de muzarela al piso cuando apareció la H de HERE en la pantalla. Interrumpieron la programación habitual para dar un anuncio. Al principio solo apareció un cartel escrito. Con fondo negro y letras blancas decía que HERE retomaba sus actividades en el país y además ponía en marcha en Argentina un proyecto piloto que venía desarrollando desde hacía años: Acción Directa, el nuevo partido político que usaría las herramientas tecnológicas de HERE. Contaba con las adhesiones suficientes para inscribirse a nivel nacional como el partido número cuarenta y cinco. Todos los heres del país se habían sumado la semana anterior, el mismo Eric Goldman había trabajado para juntar las firmas.
Leímos en silencio. Se me aceleró el corazón. Miraba a Japo y a Helena releer una y otra vez la placa de la tele. Luego, Eric Goldman apareció en pantalla con una remera blanca y jeans. Sonreía con la seguridad de siempre. Intenté buscar detalles en sus gestos para entender si era real o no, pero fue imposible. Caminaba por el escenario con una pantalla negra de fondo. Solo él, sin micrófono, ni atril ni botella de agua. Parecía que nos traía un regalo, algo que quizás no mereciéramos. Explicó, con gráficos de fondo, cómo sería la prueba piloto que harían en Argentina, y que luego replicarían en el resto de los países donde operaba la app.
«Está claro, ¿no? El sistema actual no funciona», dijo apenado a cámara. Sabía que el mundo entero lo estaba mirando pero actuaba como si estuviera en su cocina. «Las democracias, como las conocemos, están viejas. Ya nadie cree en esa ficción de elegir una vez cada cuatro años a un desconocido para que ejerza el poder en soledad. Tenemos que actualizar este sistema operativo». Sonrió como si esperara que alguien le festejara el chiste y luego dijo: «Traigo aire fresco, innovación para mejorar esta red social que somos. ¡Anímense a protagonizar de una vez por todas su propia historia! En HERE tenemos experiencia global en representación de proyectos sociales. Sabemos que tienen deseos de participar y por eso ponemos a disposición la tecnología necesaria para que demos juntos el siguiente paso. Refresquemos la vida cívica, votemos los proyectos del Congreso uno por uno. Propongo que rotemos los cargos, que demos el primer paso en una democracia nueva donde cualquier persona pueda legislar si lo desea. Que la militancia nunca más sea vista como un privilegio». En la pantalla de fondo emergió el logo del nuevo partido. Luego, se cortó la transmisión grabada y apareció un panel de comentaristas locales, jóvenes promesas del periodismo independiente, para conversar sobre Acción Directa.
Helena se soltó el pelo. Sonrió, apagó la tele y puso música. «Esto es un desastre», dijo Japo con bronca, «un grupo de capitales multinacionales va a definir el rumbo del país». «Ahora pasa lo mismo, ¿no?», respondió Helena sonriente mientras ponía cerveza en los tres vasos. Se movía al ritmo de la música, como si estuviese por empezar una fiesta. «Con HERE en el Congreso al menos vamos a conocer los proyectos que se discuten y votar uno por uno. Es más, si quiero puedo ser legisladora. Me interesa lo de la rotación de cargos, quizás me sume».
Japo tenía los ojos como desorbitados, la pupila derecha se le desvía hacia la oreja cuando se pone muy nervioso. «No puede cualquiera, tenés que formarte para estar en el Congreso», dijo después de vaciar su cerveza de un trago. «Bueh», dijo Helena. Ahora se miraba las uñas. Estaba parada y seguía con su baile. «¿Vos te fijaste en los que están hoy? Capaz que es el fin de la democracia vaga, nadie lee ni elige tema por tema. Y así nos va».
La pizza se enfrió. Helena lavó los platos tarareando desde la cocina y Japo se fue casi sin saludar. «¿Qué tipo de país, de mundo, quiere HERE? Nadie sabe», dije antes de que Helena apagara la luz del living. Me había quedado sentada en el mismo lugar mirando la pantalla que ahora estaba en negro. No me quedaba más cerveza. «No sabés nada de lo que quieren los partidos actuales. Va a cambiar para mejor, tengamos fe», gritó Helena desde su habitación.
Por la mañana ella y yo no tocamos el tema. Quemé las tostadas, escondí el azúcar, choqué la cucharita contra la taza para hacer ruido, el suficiente como para que no quisiera desayunar conmigo. Ya conocía su opinión sobre Acción Directa y me daban ganas de acogotarla. Si ella pensaba eso, muchos de mis amigos heres con los que me había estado organizando estarían en la misma posición. Eric tenía razón, Helena tenía razón: las cosas, como las veníamos haciendo, funcionaban mal. Sin embargo, yo sentía más melancolía que ganas de rebelarme. Cierto recelo, quizás infantil, me hacía pensar que si podíamos arreglar las cosas debía ser puertas adentro.
Como si leyeran un guión, varios periodistas decían en la tele que la plataforma seguía una trayectoria tradicional: había empezado en las calles, continuaba con acciones en el Congreso y finalizaría en el Gobierno. Sabía que, por más que pataleara, esta nueva democracia tenía la determinación de un tsunami. A medida que avanzaba la mañana, más me acercaba a la posición de Japo. No compartía su optimismo en el sistema actual, pero tampoco podíamos dejar que HERE nos comiera a todos crudos.
Necesitaba hablar con mis compañeros heres para organizarnos. Salí caminando de casa sin capucha y fui al kiosco donde ahora trabajaba uno del grupo. Le pedí un agua mineral. Estaba serio, como si no me conociera, me dio el agua y me cobró. «No vuelvas a aparecer por acá», me dijo. No entendí qué le pasaba, pero eran días complicados como para seguir intentando conversar. Fui a ver a otra de mis compañeras here que solía entrenar en una plaza. Ella fue mucho más directa. «Volá de acá, traidora», me gritó. No tuve chance ni de acercarme.
Volví a casa. Helena había puesto todas las sillas patas para arriba sobre la mesa. Bailaba con la escoba y movía la cola de caballo que se había hecho en el pelo. Las ventanas estaban abiertas, el living estaba frío y olía a limpiamuebles. Le conté lo que me había pasado con los heres y ella bajó el volumen de la música. «Tomemos un mate», dijo. Me contó que había hablado con su hermano. «Dicen que armaste esto. Vos iniciaste toda la campaña de Esteban T. y lograste que el país entero hablara solo de HERE. Vos insististe con la red de heres disidentes, nos organizamos y después nos sacaste las contraseñas para que las manejara Huli Mas, o Eric Goldman, es igual», me dio un mate mirándome fijo. Buscaba la verdad en mis ojos, una que yo no tenía. Luego, remató: «Las contraseñas se usaron para sumar adhesiones al nuevo partido. Yo no sé qué creer, si hiciste todo eso sos brillante».
Brillante. Me quedé sin trabajo, sin amigos, sin novio y sin fe en menos de un mes. Lo mío era un récord. Hablé con mis padres para que me ayudaran a comprar una bici y me sumé a Rappi. Ya el primer día de trabajo vi los afiches en la calle. Mi foto vomitando sobre Esteban T. estaba en todas partes. La usaban tanto a favor de la campaña del nuevo partido, como el fin de una era de corrupción, como en contra, como ejemplo de lo peligroso que puede ser un fakecitizen.
Por esos días me apareció en el teléfono un mensaje de HERE. Mientras tomaba agua en una estación de servicio, leí que me invitaban a una reunión virtual con Eric Goldman. Sólo él y yo. Pensé que era una broma de los hackers, pero me quedé dura cuando vi que la reunión empezaba en dos minutos. Sentí como si una mano salida de algún agujero inmundo me agarraba del cuello para llevarme otra vez al barro. Me senté en el cordón y enseguida sonó mi teléfono. Eric Goldman apareció en la pantalla. Lo miré unos segundos, no era broma, era en efecto Eric Goldman con barba prolija, unas pecas en la nariz y su remera blanca. «Antes que nada, me disculpo. Sabemos que estuviste muy mal después de la muerte de Esteban T.», hablaba como si hubiéramos hecho toda la escuela juntos. A mí no me salía ni una sílaba. «Voy al grano porque sé que estás ocupada», siguió Eric, «estoy muy entusiasmado con el proyecto Acción Directa, con la evolución que significa. Sos un ejemplo de cómo alguien común puede torcer el rumbo de las cosas y por eso tu imagen en los pósters de campaña es un éxito. Puedo compartirte los números si tenés ganas de verlos». Alcancé a decir que no hacía falta, se me estaba nublando la vista y puse el dedo encima del botón de cortar la llamada. «¡No cortes! Hay muchas personas esperando a que te sumes como primera candidata en el partido. Y yo también. Analizamos los datos y decidimos que tenés que ser vos, tu imagen representa el cambio que queremos contar», insistió Eric. Tengo el no sé fácil y fue lo que respondí. Quedamos en que contestaría cuando pudiera. Necesitaba tiempo para metabolizar la propuesta.
Las primeras cuadras las pedaleé con la cabeza en blanco. Soltaba carcajadas, me salían lágrimas, no entendía bien qué acababa de pasar, ¿esa propuesta era un halago o una condena? Levanté algunos pedidos y seguí con mi jornada de trabajo, nada me parecía real. Por la tarde frené a descansar, encontré un poco de pasto con sol en una plaza y me tiré un rato. Pensé que quizás ahora tenía la oportunidad de hacer algo verdadero. De dejar de criticar desde afuera y ponerle el cuerpo a los cambios importantes que había que hacer en el país. Pensé que, si dijera que sí, podría dejar de ser la chica que solo vomita en un póster, para ser alguien que encabeza propuestas concretas. Dejar de quejarme de todo y participar de verdad. Me dormí unos minutos. Un pip en el teléfono me avisó que tenía otro pedido para tomar.
En algún momento de la tarde pasé por la casa de Helena para contarle la propuesta de Eric Goldman. Su frente se arrugó de golpe y caminó como mareada hasta la cocina. La seguí y me quedé en silencio. Me preguntó si afuera hacía mucho frío, el clima se volvió el centro de la conversación. Mientras me hablaba, veía cómo los músculos de su cara insistían en hacer una sonrisa mientras sus ojos estaban cada vez más vidriosos. Me dio un mate pasado de azúcar. Le devolví el mate y le pregunté qué le pasaba. «Es que pensé que iba a ser yo», dijo mirando un punto incierto. «Hace unos días se abrieron las postulaciones y yo me presenté para ser la primera candidata. Sé que después vamos a rotar, pero ser la primera es importante para mí. Toda mi vida quise participar en política, y este proyecto me parece superador de todo lo que conozco. Acción Directa es histórico, ¿entendés?», hablaba con bronca. Le tiró un chorro de agua al mate y me lo dio. «Y de pronto te lo ofrecen a vos que no te importa», siguió. «Vomitás por casualidad sobre un tipo que se mató después, y con eso armás tu carrera política. Todo siempre es liviano para vos». Salió de la cocina y me quedé sola mirando el mate, los palos de yerba flotaban en agua clara.
Por la noche, mientras guardaba mi bici, pensé en Esteban T., en cómo había decidido matarse cuando supo que había perdido su carrera, su construcción, su nombre. Pensé en mi cara vomitando en el póster, ¿quién era la persona de la foto? ¿Qué significaba para mí, finalmente, mi imagen ahí? Quizás, como había dicho Helena, para mí había sido liviano. Nunca había pagado el precio por ser carne de esta historia. Sentirme víctima me había liberado de la responsabilidad. Me tiré en la cama y recordé a los heres organizados, al intento que hicimos para sacarnos unos a otros la costra de mentiras con la que habíamos vivido. Sentí piedras en la boca del estómago al recordar cómo investigábamos hasta la madrugada, cómo nos cuidábamos en las calles unos a otros. Lo único genuino era ese intento de salir juntos del pozo. HERE era infranqueable y nos había utilizado para emerger como opción política. Quizás no hubiéramos podido evitar nada de lo que pasó, pero de ninguna forma me iba a convertir en la traidora que todo el mundo creía que era. No pegué un ojo en toda la noche, repasé todos mis pasos y lloré. Al amanecer envié un mensaje a la app para informar que no me sumaba. Le envié el mismo mensaje a Helena, en su habitación. Luego apagué el teléfono y me tomé una pastilla para dormir.
Todos los días salgo bien temprano a pedalear hasta que se hace de noche. Hay veces que tengo tanta energía que podría llevar pizzas hasta África. Cuando llego a casa apago el teléfono. Apenas si cruzo un par de frases con Helena. No quiero saber nada de HERE, ni de Acción Directa, espero que las cosas sigan su curso. Necesito pensar en lo que pasó y armarme de herramientas para hacer los cambios que me interesan. Por ahora prefiero acompañar a Japo al río los fines de semana. Adoptó un cachorro. Hacemos picnic y charlamos de cómo va a ser mi vuelta a la facultad. Empiezo el semestre que viene y esta vez la pienso terminar.