La destreza de las mascotas
Ilustración de Matías Tolsà. ORSAI N6.

Relato de ficción

La destreza de las mascotas

A Lorena la conocí en una clínica privada de Burzaco que estaba cerca de la estación. Los dos entramos a trabajar el mismo día como enfermeros, pero en sectores diferentes. Así que al principio no nos veíamos demasiado.

Apenas nos cruzábamos en la entrada cuando marcábamos tarjeta, algunas veces en los pasillos y un rato en el horario del almuerzo, que ella usaba únicamente para fumar, hacer silencio y tomar agua. Nunca la vi comer nada. Se sentaba siempre sola y parecía desaparecer en su cabeza, en sus pensamientos. Creo que ese fue el primer anzuelo que llamó mi atención. ¿Qué carajo estará pensando?, me preguntaba. Yo la miraba de lejos mientras trataba de seguir la conversación de mis compañeros que recién conocía y no me interesaba en absoluto. En ese entonces no sabía su nombre. En realidad, no sabía nada de ella más que lo que estaba a la vista: era una petisa, con eterna cara de culo y tetas grandes que se notaban bien a pesar de la ropa suelta. De movida, esa combinación me gustó.


Entré a trabajar ahí por un amigo que estaba en la parte de limpieza. Felipe. Lo conocía desde segundo grado. Una vez incendió el auto de un profesor de matemáticas en la secundaria y unos años después se cagó a piñas con un policía a la salida de un boliche. Parecía tranquilo hasta que ya no era más tranquilo y las situaciones se volvían un caldo muy espeso de bancar. Tenía problemas con la idea de autoridad, desde siempre. «¿A quién mierda le ganaron estos putos?», era una frase que usaba bastante. Era mi mejor amigo.

Él me contó una noche que estaban tomando gente así que mandé mi currículum, hice una entrevista y me llamaron enseguida para empezar a trabajar. Lorena, supe después, llegó a la clínica por la jefa de enfermeras del turno noche. La madre limpiaba en su casa un par de días a la semana y le contó que Lorena se había recibido en la carrera de enfermería y una cosa llevó a la otra.

Como hablaba de su vida privada lo justo y necesario, y a veces ni eso, aunque siempre saludaba a todos, algunos de nuestros compañeros empezaron a tildar a Lorena de soberbia, agrandada y culo sucio. Esto último no lo entendí bien y fue un apodo que circuló sobre todo entre las compañeras, que le hicieron la cruz y le sacaban el cuero más que a nadie. Yo decía, sin ningún fundamento, que no parecía ser así, que estaban equivocados, que era una mina tímida y seria nomás. Y eso no tiene nada de malo. Por ahí era cosa de darle un poco de tiempo para entrar en confianza.

―Si es una paraguaya, ¿quién se cree que es? Tendría que estar fregando pisos o laburando de puta. Para eso sí que son buenas ―dijo Karina, una compañera. Esas palabras me las guardé.

―No sabía que era de Paraguay ―dije como para terminar el tema―. ¿Alguien sabe el nombre?

Ahí me enteré cómo se llamaba.


A veces me pregunto qué me llevó a dedicarme a este trabajo. Felipe tampoco lo entiende y me dice que es raro porque yo no tengo vocación de servicio, de atender a los demás. Y tiene razón. Él me conoce.

Cuando era chico, el futuro era una idea que no se me pasaba por la cabeza, no había ningún plan a la vista. Era como si solo dejara que pase el tiempo y en algún momento iba a pasar algo que me mostrara un camino a seguir. Pero no pasó nada de eso y elegí lo que ya conocía. Mis viejos no podían mantenerme. De última, de algo hay que vivir. Supongo que es lo mismo un trabajo que otro. La verdad es que no soy el que hace la diferencia en ningún lado.

Mi vieja también era enfermera, creo que ahí está la respuesta. Una muy buena, según me contaron sus amigas. Pero eso ya lo sabía porque ella sí que se preocupaba por mi viejo y por mí. Siempre tenía una sonrisa, una palabra, una caricia, una atención. Murió después de contraer un virus intrahospitalario y ahí nuestra familia se vino abajo. Nos hizo mierda a los que quedamos acá, vivos.

Cuando le dije a mi viejo que iba a estudiar para ser enfermero (una carrera corta y sin mucha exigencia: justo lo que necesitaba), no lo podía creer y me dejó de hablar. Así demostraba su enojo. Creo que nunca lo escuché levantar la voz. Además, siempre fue de pocas palabras y no me lo dijo, pero estaba seguro de que yo iba a morir como mamá si entraba a trabajar en un hospital. Era puro miedo que no sabía cómo expresar. No quería perderme.

Me costó mucho hacerle entender que estaba delirando y que yo me iba a morir de cualquier cosa menos de un estúpido virus en un hospital lleno de enfermos sin suerte. Eso lo hizo recapacitar y volvió a hablarme y a convidarme sus mates amargos por las mañanas. Es mi única familia de sangre. Lo quiero de mi lado.

Me hizo jurarle por mamá —miró al cielo en ese momento— que siempre iba a trabajar en clínicas privadas.


La invité a salir después de pensarlo mucho en la oscuridad de mi pieza cuando volvía del laburo. El viejo dormía y yo me acordaba de las veces que la había visto en ese día y repasaba los detalles: su manera de caminar, su dedo corriendo el pelo de la cara, la boca largando el humo del cigarrillo. No sé por qué me gustaba tanto eso si yo no fumaba.

Mi mayor miedo —el único en realidad— era rebotar y tener que seguir viéndola más lejana que nunca en la entrada, en los pasillos, en el almuerzo. Que todos supieran de mi fracaso y estar en la boca de los demás: ser carne de cañón, de burla. ¿Iba a tener que cambiarme de laburo?

Parecía que estaba delante de un precipicio y alguien me decía que salte de una buena vez.

Felipe se reía de mi situación.

En fin, invité a salir a Lorena. Y me dijo que sí.


En algún momento de mi vida me habían dicho que, en los hospitales y las clínicas, el sexo era algo de todos los días y que, prácticamente, era un puterío total, un campo de batalla de todos contra todos. Entonces en mi cabeza, esas palabras, se volvieron lo más verdadero que había más, allá de las comprobaciones. Mi imaginación creció con esa idea y con la esperanza hermosa de vivir algún día cogidas indiscriminadas y sin pausa.

Cuando empecé a trabajar en las clínicas descubrí que era un trabajo igual de insoportable que cualquier otro y que no se parecía en lo más mínimo a un set de película porno con todos desnudos buscando el próximo agujero para meterse. Es más, los doctores siempre estaban vestidos, cansados de atender gente, no nos pasaban cabida y a veces hasta nos trataban con cierto desprecio a los enfermeros. Como si lo único que importara fuera lo suyo cuando en el día a día somos nosotros los que estamos con el paciente y le aportamos mucho para su recuperación, que es lo que realmente importa.

Además, creía, no sé por qué, que las paraguayas eran muy conversadoras y bien predispuestas para el sexo, que lo disfrutaban, que les cabía. Como dijo Karina: servían para eso. ¿De dónde lo saqué? Bueno, eso no fue lo que me pasó con Lorena.


La relación entre nosotros se tenía que dar por afuera del trabajo. Eso lo sabíamos muy bien. De otra forma nos iban a echar a los dos de una. Era una norma interna que tenían en la clínica. No nos costó ni un poco aceptarla. Sobre todo a Lorena, que no tenía charla con ningún compañero ni era demostrativa. De mi parte, el único que sabía era Felipe y él era de fierro y una tumba. No se le escapaba nada.

Las primeras dos veces, cuando nos vimos en una plaza y al otro día en un bar cerca de su casa, ella se quedaba callada mucho tiempo. Yo no sabía bien sobre qué conversar, pero a Lorena parecía no importarle. Estaba muy tranquila así, en ese silencio. Me resultaba incómodo porque fumaba con esas pitadas largas de persona vieja y cada tanto me miraba a los ojos y a la cara como estudiándome.

—¿Qué pensás? —le pregunté y me acordé la curiosidad que me daba su soledad en los almuerzos del laburo.

—Nada.

—Dale, decime.

—Pienso cómo sos.

—Si querés saber algo preguntáme.

—No funciona así para mí —dijo Lorena y sonrió sin aviso.

Esas dos veces pasó algo parecido al final: la acompañé hasta la puerta de su casa y apenas nos dimos unos besos en la boca, aunque yo quise avanzar un poco más. Cuando le toqué las tetas me sacó las manos.

—Tocón, calmáte un poco. No quiero que mami nos vea así —me dijo antes de dejarme con toda la calentura encima.


La siguiente vez que nos vimos, en la misma plaza que la primera vez, la sentí más lejana que nunca. ¿Cómo iba a hacer para llegar hasta ella? Su silencio, impecable y filoso, me desarmaba con una fuerza increíble. No abrió la boca ni una sola vez, prendía el cigarrillo con el que estaba terminando y le prestaba mucha atención a la noche y a las estrellas, que parecían estar bien cerca. Su mirada era distinta. Casi de preocupación. Al menos eso me parecía. Dudé si era realmente así o se trataba de una ilusión que mi cabeza armaba para arruinarme el instante y alejármela un poco más.

Decidí seguir sin preocuparme demasiado porque nunca entendí a las mujeres y tenía miedo a equivocarme como me había pasado mil veces antes.

Mientras le decía una cosa importante de mi vida (la muerte veloz de mi vieja en casa), me interrumpió de forma descarada y contó casi al pasar que su mamá se había ido de viaje a Paraguay. Su abuela no estaba bien de salud. Esperaba recibir noticias de allá en cualquier momento. Tenía la casa para ella sola. Era la primera vez que le pasaba. Eso la ponía ansiosa. Hicimos un silencio. Nunca había hablado tanto, y me gustó. Después me preguntó algo que no vi venir:

—¿Querés ir a casa?

Se paró, me mostró la mano y yo se la agarré con un placer erótico. Era la primera vez que caminábamos de esa manera. Me alegró acordarme de que tenía preservativos en la billetera.


Cuando entré a la casa me llamó la atención que era más chica de lo que pensaba. Por todos lados tenía pegadas estampitas de distintos santos. Y después vi que también había tres estatuas pequeñas en los rincones del living: una de la Virgen María, una de San Cayetano y otra de San La Muerte. Por algún motivo, me toqué la erección con algo de vergüenza.

Lorena me preguntó si quería tomar algo. Le dije que sí. Me trajo agua de la canilla. Hice fondo blanco. Me trajo más y dijo que no tenía nada de comer en la heladera.

—De eso se ocupa mami y ahora que no está… estoy cansada, ¿por qué no nos acostamos?

La pregunta me aguijoneó la nuca: ¿Era una pregunta literal o se trataba de su manera de decirme que íbamos a coger? Le pedí para pasar al baño. Me lavé la pija. Controlé el aliento. Hice pis. Me tuve que lavar otra vez la pija. Antes de salir me masturbé un poco pero no acabé: era precalentamiento.

Cuando salí, Lorena ponía frutas y verduras en un plato. Le pregunté si tenía una mascota y me contestó:

—Es más que una mascota para mí. Es familia. Y más ahora que estoy sola.

Desapareció y yo me metí en la única pieza de la casa. Tenía una cama grande que lo ocupaba casi todo. Me senté y miré las fotos de Lorena junto a su mamá. Era una mujer horrible.

Cuando vino, Lorena me contó:

—Acá duermo con mamá —y se empezó a desvestir. Se quedó en bombacha y sin corpiño. Sus tetas eran tan poderosas como las imaginaba debajo de su ropa. Me dejó tocarlas, besarlas, estar en mi propio paraíso.

—Recostate —dijo en un momento y me sacó la teta de la boca.

Saqué un preservativo de la billetera.

—No, guardálo que no me gusta el gusto a goma.

Me desabrochó el pantalón y me la empezó a chupar con una dulzura que no relacionaba con ella. Lo hacía con amor, dedicación. Se la ponía un poco y después toda adentro de la boca y movía la lengua. Era casi como lo había soñado.

Después empezó a usar los dientes: con suavidad, aunque metía algo de presión. Me dolía un poco —todo era nuevo para mí—, pero lo estaba disfrutando a pesar del filo de algunos de sus dientes. Era un borde encantador porque sabía manejar el riesgo. Presionaba más y más entonces, corría el límite y casi que me mordía el glande. Estuve por detenerla, pero la dejé seguir para ver hasta dónde nos llevaba todo.

Quise concentrarme en el placer. Cerré los ojos.

De pronto, un pequeño ruido me hizo abrirlos. Había un mono pequeño en la punta de la cama. Un monito. Nos miraba. Tenía una sonrisa demente, siniestra y peligrosa en la cara. Me asusté como nunca en mi vida. Me levanté de forma brusca y violenta para ponerme a salvo del monito.

—¿Qué hacés? —preguntó Lorena sin entender nada. Miró a la punta de la cama y dijo—: Es Itá. No hace nada.

Ahí vi su boca y sus dientes manchados de rojo. De golpe me vino un ardor. Bajé la mirada y tenía un corte en el glande. La sangre comenzó a salir tranquila.


Nunca le tuve miedo a la sangre porque sé que no significa nada definitivo, pero cuando se trataba de la mía la cuestión se volvía completamente diferente. Pensé que era el fin de una parte de mi vida.

Lorena, en cambio, tuvo una frialdad necesaria para limpiarme la herida, detener la sangre (que era poca al final), y decirme que no había sido nada. Todo iba a estar bien después de unos días. Había sido más el temor que la herida en sí, me dijo. Una enfermera increíble que me tranquilizó de una forma muy parecida a como lo hacía mi vieja.

Recién cuando me vio calmo se fue al baño a limpiarse la boca y los dientes rojos.

En ese momento, mientras miraba mi pene cubierto con gasa y cinta blanca, apareció otra vez el monito. Itá. Su nombre se me quedó pegado en la frente. Estaba con su sonrisa intacta, perversa, que parecía disfrutar lo que me pasaba. Con cuidado agarré mi zapatilla del costado de la cama y se la tiré a la cara. La esquivó con una destreza y elegancia tipo Matrix que parecía que mi zapatilla viajaba en cámara lenta. Fue a dar a un espejo y lo destruyó por completo. En un segundo, Itá saltó sobre los muebles y desapareció de la pieza.

Lorena vino para ver qué había pasado. Le expliqué y me dijo ofendida que me fuera de la casa.


Después de unos días de licencia, que conseguí gracias a un amigo que me hizo un certificado médico, volví a la clínica. Nadie, ni siquiera mi viejo, sabía lo que me había pasado un par de noches antes. No la vi a Lorena en la entrada ni en los pasillos ni en el almuerzo. Tenía vergüenza de escribirle al celular y si ella no lo había hecho conmigo tampoco quería molestarla.

Mientras comíamos unos sánguches de fiambre al mediodía le pregunté a Felipe si sabía algo de ella.

—Desde hace unos días que no viene. Murió la abuela y se fue para allá.

Karina nos escuchó y dijo:

—Ojalá no vuelva más esa paraguaya, así entra mi hija que está buscando trabajo.

Un cuento deWalter Lezcano
Ilustrado por Matías Tolsà
Aparece en

Temporada 2, Número 06

Esta es la sexta entrega de la 2ª temporada de la mejor revista de literatura y periodismo, sin publicidad y financiada por sus lectores. Son 212 páginas dirigidas por Hernán Casciari y Chiri Basilis, con la dirección de arte de Horacio Altuna y María Monjardín.