Un pescado ecuatoriano
Ilustración de Rodrigo Luján. ORSAI N6.

Crónica narrativa

Un pescado ecuatoriano

Cuando la abuela de Tere —mi novia alemana— se enteró de que su nieta estaba en pareja, reaccionó con dos preguntas consecutivas: ¿Es alemán? ¿Es blanco? —¡Abuela insensible! —respondió Tere, ofendida—. Es un ecuatoriano morocho y vive en Argentina.

Eso ocurrió en alemán, y en Alemania. Tere había viajado por unos meses, por un asunto de estudios, y había aprovechado para contarle a su familia sobre nuestra relación. Tras la discusión con su abuela ambas dejaron de hablarse durante semanas. Hasta que un mes después la abuela hizo un gesto de acercamiento y le dijo a Tere que yo estaba invitado a su cumpleaños número ochenta. Eso suponía viajar a Alemania (puntualmente a Aichach, un pueblo de veinte mil habitantes que queda a trescientos sesenta kilómetros de Berlín). Y, una vez allí, conocer a una familia cuyas últimas cuatro generaciones estaban integradas puramente por alemanes. 

El dato de las generaciones, en cualquier caso, lo sabría después. En un comienzo, de cara a esa propuesta, solo sentí un vértigo mediano, que tenía el tono y las ramificaciones de un viaje imprevisto. 


Llegué solo a Alemania. Tere estaba allí desde hacía tres meses, pues había regresado a terminar sus estudios universitarios. Nos habíamos conocido un año atrás en Buenos Aires, cuando ella llegó a la Argentina dentro de un intercambio de grado en la Universidad del Salvador y paró en el departamento de estudiantes extranjeros donde yo vivía mientras cursaba una maestría en la UBA. A las semanas nos pusimos de novios, un mes después —ella con veintidós años y yo con veintiocho— nos fuimos a vivir juntos, y siete meses más tarde llegó la invitación de la abuela.

Una vez en Frankfurt, entré a un baño del aeropuerto para adecentarme un poco. Me cambié la remera, me tiré perfume y me puse crema de rulos para acomodar la sacudida de diecisiete horas de vuelo. Después salí a paso rápido —no quería hacerme esperar—, pero fuera del baño me paró un policía y sin dar argumentos pidió que lo acompañara para revisar mi equipaje. En una oficina me hizo abrir la valija. Luego introdujo su mano enguantada y la sacó con un paquete de maca molida. Traté de pensar de qué manera podía explicar, en un idioma que no manejaba, que ese polvo color crema es una planta de los Andes peruanos que le agrego al yogurt. 

It’s for breakfast —resumí. 

Me miró vacilante, intentando pescar una mentira en mis ojos, y creo que no encontró nada porque me condujo hasta la puerta de salida. 

Welcome to Germany —se despidió. 

Me pregunté si eso era una bienvenida o una advertencia, cuando la vi a Tere y caminé hacia ella. Hacía mucho que no nos veíamos: me había desacostumbrado a sus rasgos. La última vez que habíamos estado juntos, durante el verano de Buenos Aires, estaba bronceada. Ahora Alemania le había devuelto la tez blanca. Estaba hermosa. La abracé y la besé con unas ganas, sin notar que a un lado estaban sus padres, sentados, aguardando respetuosamente a que termináramos con el reencuentro. 

Ni bien los vi nos preparamos para el saludo. Ellos intentaron rozar sus mejillas conmigo —Tere les había dicho que así se hacía en Argentina— y yo les tendí la mano para no obligarlos a una cercanía que podía resultar incómoda. El resultado fue una coreografía torpe que intentamos olvidar subiendo rápido al coche. Los padres de Tere —Jürgen y Birgitta— habían conducido unas tres horas para recogerme y ahora teníamos que hacer el camino de regreso.

Me puse el cinturón ni bien arrancamos, pero un rato después me lo quité para sentirme más cómodo. En el acto sonó una alarma. Jürgen, al volante, me miró por el espejo retrovisor y me hizo entender todo al instante. 

—No estoy acostumbrado, perdón —dije en inglés mientras me volvía a poner el cinturón. 

—Ok —respondió Jürgen.

Pasaron más minutos. Birgitta, la madre, me preguntó cómo era mi país. Le dije que en Ecuador se exportan bananas, rosas, chocolates Pacari. Y que el clima apenas varía. Después no supe qué más decir. Mi inglés no da para charlas profundas y el de los padres de Tere, menos. Para achicar las distancias Tere nos dejaba hablar en nuestros idiomas nativos y después traducía. Luego, la mayor parte del viaje lo ocupó el silencio: un cuarto idioma que acomodaba las cosas. Callado, mirando por la ventanilla y con la mano de Tere en mi mano, pensé: «En diez días es el cumpleaños de la abuela».


La primera semana paseamos con Tere solos por París, Budapest y Viena, pero luego de esa suerte de luna de miel volvimos a su casa. Esa noche, en su dormitorio, cuando nos preparábamos para dormir, Tere me entregó una manta de una plaza y se cubrió con otra igual. Me sorprendió que utilizáramos dos chicas en vez de una grande para compartir. Se lo dije. 

—En Alemania casi no se consigue manta de dos plazas —respondió—. Incluso algunas parejas jóvenes duermen en camas separadas. 

¿Por qué me lo dijo? ¿Acaso me preparaba para el futuro? Lo mismo me pregunté la mañana siguiente, cuando la vi revisar el Drive que compartíamos con el cronograma de nuestro viaje europeo. Terminada la recorrida por otras ciudades, no tenía tanto sentido seguir una agenda. No para mí, al menos. Pero para Tere, sí.

—Hoy debes cocinar ecuatoriano para mi familia —me informó, mientras miraba la pantalla. Y luego siguió leyendo la agenda completa del día: 

«9:30: Desayuno en Aichach, en casa de padres. Objetivo principal: que Artur pruebe la mermelada de Brombeere (mora del jardín de madre).

10.45: Misa aniversario por la muerte de un amigo de padres. Van todos en casa (Artur se queda solo, cocinando ecuatoriano).

13:00: Almuerzo de Ecuador. 

14:30: Visita a la mano de Tere cuando tenía cuatro años (31.12.99). La huella está en el Jahrtausendweg (El Camino del Milenio), dentro de una plaza de Aichach. Conversar sobre la infancia de Tere. 

16:20: Hora del Kuchen (torta) y café. 

18:15 Posibilidad de sexo (rápido). 

19:20: Cenar Gulasch mit Spätzle, tomar Weißbier (cerveza de trigo). 

21:10: Caminar a terreno descampado, cerca de casa, para ver la luna roja (22:22: hora de mayor visibilidad del eclipse). También las estrellas».

Después de escuchar todo eso, solo atiné a promover un pequeño conato de rebeldía y traté de tener sexo en el momento. No funcionó. Le acaricié una pierna, pero ella me retiró la mano.

 —No intentes deducirme —dijo—, ahora no hay tiempo. Yo sé que agendar el sexo es broma, pero tenemos mucho que hacer. Solo hay el espacio de las 18.15 para el coger.

Después se cambió de ropa y bajó a la cocina. Hice lo mismo. Abajo estaban sus padres y Philipp, el hermano adolescente de Tere, que mide una cabeza más que yo. Nos saludamos. A sabiendas de que yo tendría que cocinar el almuerzo solo —mientras ellos se iban a una misa—, Brigitta, la madre, me hizo un tour por la cocina y me mostró la pizarra con la planificación semanal y pormenorizada de la comida de cada día. Al ver esa suerte de planilla entendí que mi plan de cocinarles —que había sido anunciado la noche anterior— debía ser desequilibrante para ellos. Pero no me lo habían hecho notar. Por el contrario, Birgitta había puesto una radio donde sonaba Juanes y para congraciarse cantaba «Tengo/ tengo la camisa negra/ porque negra tengo el alma…» y me miraba orgullosa de su español. 

Mientras lo hacía, servía el desayuno para todos. En la mesa del jardín, tomamos té de jengibre y comimos un pan que, supe ahí, había sido comprado en la panadería de la prisión de Aichach. 

—Lo prepararon reclusos —dijo Tere.

La cárcel de Aichach funciona desde 1909 y tiene un 75 por ciento de población femenina. Tras la derrota del régimen de Hitler, ahí fueron confinadas algunas mujeres vinculadas al nazismo. Por Aichach había pasado Ilse Koch, la guardiana del campo de concentración de Buchenwald que fabricaba lámparas con piel de judíos (murió en su celda). Y en la actualidad estaba Sylvia Stolz, una abogada condenada por haber negado el Holocausto que durante su juicio penal le había mostrado a la Corte el saludo nacionalsocialista.

Había chances reales de que el pan que estábamos comiendo lo hubiera amasado Sylvia Stolz. Y de que esas manos además participaran de otros procesos de la casa: los padres de Tere también compraban en el penal la miel y las verduras, y enviaban sus frazadas al servicio de lavandería de la prisión. Ante ese escenario mi venganza fue pequeña: Sylvia Stolz se cortaría el brazo derecho si supiera que trabajaba para gente como yo.

Pensé en eso mientras levantábamos la mesa y volvíamos a la cocina. Los padres estaban apurados porque tenían que ir pronto a la misa. Antes de irse, Birgitta me trajo un bulto tapado por una tela. Lo destapó y apareció un robot.

—Él te ayudará a preparar la comida —dijo. 

Alemania es el tercer país más robotizado del mundo: tienen trescientos veintidós robots por cada diez mil habitantes. La relación con ellos, además, es bastante especial. 

—Lo amo mucho —agregó Birgitta. Sentí, con inquietud, que era cierto.

Miré al robot. Parecía el resultado de un apareamiento entre una licuadora y una Macbook Pro. Podía amasar, pesar, mezclar, rallar, triturar, trocear, cocinar al vapor y hervir, y tenía un panel digital que transmitía recetas vía wifi —más de dos mil almacenadas— y orientaba en cada etapa de la preparación. En el display se veía que Birgitta había creado varias listas personalizadas, como «Cenas con amigas del gym», «Tragos para los compañeros de la escuela de Philipp» y «Panes para preparar los domingos»

Birgitta me preguntó qué iba a preparar para, según eso, mostrarme qué opciones del robot serían necesarias.

—Es sorpresa —dije. 

—No soy de sorpresas. Dime qué vas a preparar para guiarte.

Obedecí. Empecé a lanzar palabras y Tere traducía como podía. Le expliqué que el menú incluía arroz blanco, lentejas, pollo y tigrillo. Y que el tigrillo es una mezcla de plátanos aplastados con queso derretido. 

—Okey. Con el robot puedes preparar el pollo, las lentejas y el arroz blanco. Esas recetas las reconoce. El tigrillo de Ecuador no lo va a reconocer: mejor, para eso, utiliza una sartén —me dijo.

Luego configuró el idioma del robot: lo cambió al inglés. Y me dejó un papel con las instrucciones, también escritas en inglés. Poco después Tere y su familia se fueron y me quedé solo. Miré al robot. El panel tenía gráficos que ilustraban bastante bien. Seleccioné la opción «arroz blanco» y me apareció un mensaje escrito: «Esta receta tarda entre 28 y 30 minutos». Presioné «empezar» y el robot me mostró otro texto: «Cocinando para usted. Por favor, ayúdenos preparando todo como se indica». Pulsé «siguiente» y asomó la lista de ingredientes: «1000 gramos de agua a temperatura ambiente. 10 gramos de sal. 5 gramos de aceite de oliva. 1 hoja de laurel. 500 gramos de arroz exclusivo de grano largo». A esa receta eurocentrista, pensé, le faltaba ajo machucado y cebolla picada: dos sabores que descontrolan el paladar. En Ecuador eso nos gusta, así que llegado el momento de poner los ingredientes sumé ese acto subversivo, esa colonización latina dentro de la robótica europea. 

Pero ni bien lo hice sonó una alarma intermitente y apareció un mensaje en el panel: «Error C34. El motor tiene sobrecarga. Compruebe si el contenido del vaso está bloqueando las cuchillas». Abrí la tapa del vaso: las cuchillas no giraban. La alarma siguió sonando hasta que se detuvo y el robot se apagó. Entré en pánico. Le escribí a Tere para contárselo y me respondió enseguida.

«¡Mi madre te va a matar! Desconecta los enchufes. Nos vemos en un rato». 

Busqué en Internet cuánto costaba el modelo de robot TM5 de la compañía alemana Vorwerk. Según la página oficial de la empresa salía 1199 euros. Quería morir. Di vueltas por la cocina. Luego fui hasta el living y me senté a esperar, como un condenado a muerte, a que llegaran todos. Cuando la puerta se abrió, la primera en ingresar fue Birgitta.

—¿Cómo estuvo la misa? —le pregunté.

—¡Mi robot, mi robot! —respondió a gritos, agitada. 

Atrás estaban Jürgen, Tere y Philipp.

—¡Yo no hice nada! El robot me señaló el «Error C34» y sonó la alarma. Lo siento mucho —respondí.

—«Error C34» significa que ingresó aceite o algo en el motor —dijo Jürgen—. Seguramente olvidaste colocar las cuchillas. ¿Estaban puestas? 

Dije que sí. Jürgen bajó al sótano y volvió con una caja de herramientas. Puso el robot boca abajo y desenroscó los tornillos. Cuando abrió la tapa encontró el motor con restos de aceite y un olor inconfundible a ajo y cebolla. 

—Las cuchillas estaban puestas, pero no las colocaste bien. Estaban flojas —diagnosticó Jürgen.

—En el papel te escribí que hay que asegurar bien las cuchillas —me dijo Birgitta y se tapó el rostro para ocultar que estaba llorando. 

—Tiene garantía, pero ese daño no lo cubre —añadió Jürgen—. Cuando lo compramos nos advirtieron que hay que cerrar bien las cuchillas.

—¡Qué olor terrible ese ajo! —soltó Philipp. 

Jürgen llamó al servicio técnico. El hombre de atención al cliente le informó que ese mismo día se llevarían al robot para examinarlo en el taller. Jürgen preguntó si tenía arreglo. El hombre respondió que no podían asegurarlo y le pidió que, mientras tanto, colocara el motor del robot al sol durante doce minutos. Terminada la llamada me ofrecí a pagar el arreglo. Nadie respondió. Jürgen fue al jardín. Todos lo seguimos. Estiró un tapete de picnic en el césped y encima dispuso el motor del robot. El cerebro de un androide asoleándose: quizás de eso se trate el primer mundo.

—Tengo hambre. Pidamos una pizza —propuso Philipp.

—Aún puedo preparar el almuerzo ecuatoriano con ollas y sartenes. Sé usarlas —les dije a todos.

Tere tradujo, pero nadie respondió. Así que ella me dijo:

—Yo te ayudo.

Los padres y Philipp subieron a sus habitaciones. Tere y yo nos quedamos en la cocina. Utilicé un cuchillo para cortar el plátano y mientras lo hacía sentí el placer de la fricción. Luego llené el sartén con aceite y encendí el fuego, y al arrojar los plátanos en el aceite caliente escuché mi infancia: un sonido como de cascada furiosa.

Cuando Birgitta bajó vio esa piscina de aceite, pero no dijo nada. Se sirvió un vaso de agua y caminó al jardín. Retiró el robot del sol y lo dejó en la alfombra del living, sobre una toalla gris. Luego volvió a subir y allí quedó hasta que terminé de cocinar. Entonces todos bajaron y se enfilaron con sus platos vacíos. Los llené con arroz, queso, lentejas y salchichas alemanas, y después nos sentamos en la mesa del jardín. Philipp me preguntó qué se comía primero. 

—No hay orden. Hay que mezclarlo todo —dije.

Birgitta fue la primera en probar. Recién cuando levantó el pulgar en señal de aprobación, el resto empezó a comer. Finalmente estábamos a gusto y llegaron a aplaudirme por pedido de Tere, pero entonces sonó el timbre de la casa. Era el técnico del robot, así que Birgitta se apuró a recibirlo. Todos fuimos detrás. El técnico era un hombre alto, con una camisa con logo de la empresa y una suerte de jaula parecida a una pajarera. Preguntó por el robot. Birgitta lo hizo pasar al living y lo señaló. Ahí estaba, sobre una toalla gris, con algunas de sus piezas sueltas y el cerebro abierto. El hombre se arrodilló para observarlo mejor. Preguntó algo. Quizás cómo se dañó. Lo supuse porque los padres y Philipp giraron y me miraron. Tere intervino en alemán. En algún momento de su larga argumentación usó las palabras «Ecuador» y «Südamerika». 

El hombre hacía muchas preguntas. Con las respuestas de Tere llenó un formulario en papel. Luego se colocó unos guantes de látex y se acercó al robot. Con delicadeza le puso un brazalete rosado en la agarradera del vaso. Era una identificación que contenía los datos de Jürgen. Luego introdujo el robot y sus piezas sueltas dentro de la jaula. Lo encerró como a un pájaro y caminó hasta la puerta. Antes de irse, dijo algo. Tere me lo explicó así: 

—Lo va a internar en un hospital de robots. Mañana le enviará un correo electrónico a mi padre con el diagnóstico. Sabremos si tiene arreglo. 

El hombre se fue. Volvimos a la mesa del jardín a comer el almuerzo, que había perdido su encanto. Nadie hablaba. Para cerrar la experiencia tenía previsto ofrecerles un mate, pero no era el momento. 

—Estamos estresados. Vamos todos al sauna de los Prealpes —dijo entonces Birgitta.

No entendí. Todavía no estaba repuesto de los temblores provocados por el robot, y alguien ya decía la palabra «sauna».

—Pero teníamos otra agenda —dijo Tere.

—La reprograman. Hoy necesitamos ir a los saunas.

La idea era ir a un complejo recreativo cerca de la frontera con Austria que tiene piscinas, saunas y habitaciones donde pasar la noche. Dormiríamos allá y al día siguiente tomaríamos un baño de vapor en los saunas. 

—Y mientras nos bañemos llegará el correo sobre el robot. Pero allá, entre las montañas, estaremos más relajados —dijo Tere, finalmente convencida por la propuesta.

Recordé la frase de Birgitta, «no soy de sorpresas», y supe que no le gustaba recibirlas, pero sí le gustaba darlas. En cincuenta minutos debíamos salir de la casa. Subimos a las habitaciones. Tomé una mochila y metí un short de baño. Cuando Tere me vio, me detuvo.

—No lo vas a necesitar —dijo—. En los saunas hay que bañarse desnudos.

—¿¿Por qué??

—Porque así es la regla. El Sauna Meister supervisa que nadie tenga ropa.

El Sauna Meister es el inspector de higiene de los saunas. La obligación de desnudarse persigue criterios de aseo y salud ya que, desnudo, el cuerpo transpira mejor y se evita que los tejidos sintéticos de la ropa, expuestos al calor, produzcan hongos.

—Pero voy a ver a tu padre y a tu hermano desnudos. Y ellos a mí.

—Sí —me respondió—. También a mi madre. Son saunas mixtos.

Me quedé callado. 

—No te preocupes. Va a ser una experiencia cultural. Los saunas son importantes para nosotros los alemanes. 


Durante el trayecto bordeamos un paisaje montañoso y praderas verdes. Vi, a través de la ventana del auto, las siluetas que formaban las montañas. Todas parecían cuerpos desnudos y en reposo. No paraba de pensar en ese tema. Así fue hasta que llegamos al complejo. Era de noche. Cenamos en el restaurante y luego caminamos hacia las tres habitaciones. Tere y yo nos despedimos de los padres y Philipp. Al hacerlo me esforcé por retener la última imagen textil de la familia: Jürgen llevaba una remera holgada, Birgitta una blusa gris, Philipp un jean roto. A partir del día siguiente esa representación visual se tergiversaría y, quizás, se convertiría en trauma. 

En la cama, Tere quiso tener sexo, pero yo no podía concentrarme y ella lo entendió. Yo solo tenía deseos de correr. Quería escapar de madrugada mientras todos dormían. Pero afuera solo había montañas. Dormí como pude, hasta que a las cinco y cuarto de la mañana sonó la alarma. Me sentí peor que en la noche. 

—Hora de despertar. Hay que alistarnos —le dije a Tere y la sacudí nerviosamente. En cuarenta y cinco minutos nos encontraríamos con su familia en los vestidores del sauna. Se lo dije. Tere, adormecida, miró la hora en la pantalla de su celular. 

—No hay que alistarse, vamos desnudos. Durmamos un rato más —dijo y cerró nuevamente los ojos. 

A mí me bombeaba el cuello. A ese ritmo escupiría el corazón en minutos. Me metí a una ducha fría. Me enjaboné. Preparé mi cuerpo para la exhibición. Cuando estaba por terminar el baño, Tere abrió la puerta:

— ¿Otra vez te bañes? —preguntó, mientras tomaba su cepillo de dientes. 

A Tere —aún hoy, que ha pasado un tiempo y convivimos en Buenos Aires— le parece un desperdicio de agua que me bañe tantas veces. Le he explicado que yo, nacido y crecido en el trópico, solía enfrentar el calor ecuatorial con la ducha constante. Que en Guayaquil ocupaba la hora del almuerzo para, además de comer, ducharme en casa. Que ni siquiera el frío porteño me ha borrado el hábito. Durante mis primeros inviernos en Buenos Aires insistía en bañarme al menos tres veces al día, como si la costumbre fuese más potente que la necesidad. 

—Es la primera ducha del día —respondí, algo molesto por el control impuesto sobre mi cuerpo, pero sin ganas de pelear: la necesitaba de mi lado.

Salí del baño y me puse una bata. Tere hizo lo mismo. Se la veía tranquila. Yo me sentía acorralado. Caminamos apenas arropados hasta los vestidores mixtos, donde nos esperaba su familia. Llevábamos cinco minutos de retraso.

—¿Estás listo? —me preguntó Tere segundos antes del encuentro.

Como nunca lo estaría, respondí que sí.

Entramos al salón de vestidores, y ahí estaban los padres y Philipp desnudos. En el acto tracé un límite imaginario en sus cuerpos. Mantendría la mirada por encima de sus hombros porque si miraba por debajo podía ser malinterpretado. Tere y yo nos quitamos nuestras batas. 

—Hallo —les dije.

Hallo —respondieron y se apuraron para ir a las duchas. Querían llegar rápido a sus asientos preferidos del sauna, en la fila superior. Esa concentración en algo que no fuera mi cuerpo me tranquilizó. 

Nos duchamos. El Sauna Meister, el inspector desnudo, supervisaba que nadie tardara demasiado y que no hubiera un derroche de agua. Era como Tere, solo que a él le pagaban. Salí de mi ducha casi al tiempo que Birgitta y empecé a secarme con toda la naturalidad de la que fui capaz. Pero el piso estaba resbaladizo y un movimiento nervioso me hizo perder estabilidad. Rápida de reflejos, Birgitta me sujetó del brazo y me tiró con fuerza hacia ella, pero como consecuencia del tirón cayó sentada y yo me fui sobre su pecho aún húmedo. Mi espalda palpó sus pezones tibios y sus senos diminutos, casi aplanados. 

Oh, man! —exclamó Philipp al vernos en el piso. Desde mi posición vi un lunar rojo cerca de su testículo izquierdo. Avergonzado, me puse de pie cuanto antes. Tere preguntó si estaba bien y no supe qué responder, pero dije que sí. Después fuimos a los saunas caminando en fila. Me puse detrás porque eso fue lo más cercano que encontré a desaparecer por un rato, y entonces pude observarlos con detenimiento: esos culos nunca habían visto el sol.

Entramos al sauna húmedo. Olía a eucalipto. El piso y las dos filas para sentarse eran de piedra. En la fila superior conversaban dos señoras y un señor de unos sesenta años. En los asientos inferiores, una pareja treintañera se besaba. Jürgen y Brigitta subieron con los mayores y dieron señales de conocerse con uno de ellos. Lo saludaron y se sentaron con las rodillas abrazadas para cubrirse la región genital. Tere, Philipp y yo nos acomodamos abajo con los más jóvenes. Pero antes de hacerlo, Tere y Philipp también saludaron al hombre de arriba. 

—Es el señor Appel —me dijo Tere después—. Lo conozco desde que soy niña.

Los padres de Tere trabajaban desde hacía treinta años en una empresa de medias ortopédicas. Y el señor Appel era el jefe. Cinco minutos después se despidieron de él y nos dijeron de irnos. 

—¿Por qué tan pronto? —le pregunté a Tere. 

—Mi madre quiere ir a desayunar, pero también quiere escapar del momento incómodo con el jefe —explicó—. Y quiere revisar el correo para ver si llegó el mail del robot.

Un rato después estábamos en bata, desayunando, cuando Jürgen abrió su celular y observó la pantalla. Había llegado el mail. Lo iba a leer en voz alta. Ni bien entendí, sentí que empezaba a hundirme en un sauna propio, asfixiante. Tere me tomó la mano por debajo de la mesa y noté que ella también estaba sudada. Su padre empezó a hablar.

—Definitivamente —escuchó Tere, y tradujo—, las cuchillas estaban mal ponidas. Al motor entró aceite y restos líquidos de ajo y cebolla. Dice el técnico que el motor ya no sirve. Hay que cambiarlo. Tu descuido no lo cubre la garantía. El nuevo motor va a costar 250,11 euros. Y el servicio técnico, setenta euros.

—Yo pago —dije al instante, como si abriera un paraguas viejo para detener una lluvia de piedras. 

—No esperábamos menos —fue la piedra de Jürgen. 

Volvimos a nuestras habitaciones. Mientras me vestía para regresar a Aichach me miré al espejo. Estaba cabizbajo, apaleado, marchito. Sin capacidad de adaptación. Y con un horizonte difícil. Debía desembolsar más de trescientos euros. Y al día siguiente encima me esperaba la abuela, de cumpleaños.


Esa misma noche tuve una pesadilla. Estaba en un terreno con bombas y pescados muertos que yo esquivaba en zigzag. Avanzaba tenso, ágil y airoso, hasta que apareció la abuela. La felicité por cumplir años y ella colocó una bomba sobre mi pie. Como la bomba no explotó, la abuela sacó una caña de pescar que tenía un anzuelo gigante. Corrí. Ella me perseguía con su caña. Cuando supe que estaba por engancharme, desperté. El corazón me bombeaba de más, mi espalda estaba húmeda de sudor. Supongo que un dato que había leído en internet antes de acostarme había hecho su efecto: en Alemania descubren anualmente casi 5500 bombas no detonadas durante la Segunda Guerra Mundial. Igual no sé bien por qué llegó ese dato al sueño, y por qué llegó en manos de la abuela. Respiré hondo varias veces. Tere dormía a mi lado. Miré el reloj. En seis horas empezaba el cumpleaños. No sé cómo logré dormirme.

En la mañana me preparé con rapidez. Me puse una camisa de verano azul y caminé con Tere hasta la casa de la abuela, Maria. Antes de entrar tomé su mano.

—¿Hay algún otro extranjero en la familia? —pregunté.

—No —dijo.

Fue entonces cuando supe lo de las generaciones: la familia paterna llevaba cuatro integrada por alemanes. Avanzamos hasta el jardín trasero de la casa. Ahí estaban todos, debajo de unas carpas, protegidos del verano europeo. Eran más de veinte y hablaban entre sí. Ni bien aparecimos, sin embargo, las conversaciones se suspendieron y los invitados nos inspeccionaron en un silencio impúdico. Yo los miré a ellos: tan blancos, tan impresionantemente altos. 

Una anciana —Maria— caminó hacia nosotros para recibirnos. Se la veía fuerte, erguida, sin el encorvamiento propio de la gente mayor. Su cabello blanco brillaba. Abrazó a Tere y le dijo algo que a ambas les provocó risa. Luego me miraron. Era mi turno. Había repasado este momento. Había estudiado las dos modalidades de saludo de «feliz cumpleaños» que Tere me había enseñado. Opté por la que se traduce como «Mis deseos de felicidad provienen de mi corazón». Estiré mi mano y se lo dije:

Herzlichen Glückwunsch.

Me escuché decirlo, pero no sentí la voz pasar por mi garganta. Maria sonrió. Me respondió algo, pero no supe qué. Se lo pregunté a Tere.

—Dice que el almuerzo lo sirven en cuarenta y siete minutos. 

Eso era todo. Maria nos acomodó en una mesa con cuatro señoras y tres señores, así que lancé un saludo grupal: 

Hallo.

Todos asintieron. Jamás me había sentido tan observado. Sonreí. Ese sería mi único recurso durante horas. Mientras nos sentábamos le pregunté a Tere quiénes eran los de nuestra mesa, pero no llegó a responderme porque antes apareció su abuelo, Rudolf. Llevaba un traje bávaro que me recordó al Oktoberfest: camisa blanca, tiradores, bermudas de cuero y ojotas también de cuero. Le di la mano y él me la apretó en exceso. Me señaló su vestuario, me dijo algo que no entendí, y antes de que pudiera preguntarle a Tere sacó de su bolsillo un cuchillo que me acercó al rostro mientras decía unas palabras. 

—Te pregunta si has visto un cuchillo tan grande y hermoso —dijo Tere—. No te asustes. Es típico en las fiestas de Baviera.

Rudolf me dejó una cerveza, como si eso fuera a remediar mi pánico, y se fue a dar vueltas por las otras mesas. En la nuestra todos conversaban sin énfasis. Las palabras llegaban a mis oídos como golpes sin significado. Me concentré en comer y sonreír tontamente. Nos sirvieron schnitzel, es decir: milanesa. Di un bocado y una tía, que estaba atenta a mi reacción, le pidió a Tere que me preguntara si me gustaba. ¿Debí responderle que en Buenos Aires la venden en cualquier bar? Mentí: dije que era sorprendentemente exquisita. A mi izquierda tenía un tío. Me sentí olfateado por él. 

Du duftest —me dijo. 

Le pregunté a Tere qué era eso. 

—Está usando un verbo que significa «oler bien». Le gusta tu perfume —dijo Tere.

Danke —le dije al tío. Y por primera vez me sentí un poco autosuficiente.

Levanté entonces mi mano, resuelto, para que alguien me alcanzara la sal, pero Tere me pidió que la bajara urgente. 

—Parece el saludo prohibido —murmuró.

Luego dijo que su abuelo había nacido dos años antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial. Que en su casa lo habían alimentado con pan duro suavizado en agua hirviendo. Y que su padre —bisabuelo de Tere— había estado en las tropas nazis y había muerto en una batalla en Polonia. En las mesas alemanas hay gestos que no, concluyó Tere y me pasó la sal. Asentí repetidamente mientras masticaba para no tener que decir nada al respecto.

Tampoco supe qué decir cuando un rato después la abuela nos pidió a Tere y a mí que fuéramos con ella al sótano a buscar unas tortas. En las películas bélicas el sótano de un alemán es por definición un búnker. Era extraño ir a un lugar con ese pasado probable. Pero obedecí. Antes de ingresar a la casa nos quitamos los zapatos. Los alemanes, dentro de cualquier hogar, caminan descalzos. Después bajamos al sótano, y una vez allí vi otra versión de la guerra: estaba todo lleno de estantes con conservas. Había fideos secos, salsas, papas, mermeladas, harinas, manzanas y cebollas que llegaban hasta el techo. El miedo a la escasez aún estaba ahí. También estaban las tortas. Tere y yo ayudamos a subirlas hasta las mesas en el jardín. Luego, una vez más, me dediqué a comer. Empecé con la torta de chocolate, seguí con una de damasco con nueces, luego pasé a otra de grosellas, después a una de manzana y finalmente a la de coco. Estaba extrañado conmigo: solía despreciar la gastronomía dulce. Pero ahora comía sin parar, como si diera brazadas en un mar interminable. 

Poco después sentí las consecuencias del atracón. Las cervezas previas también habían hecho lo suyo y ahora necesitaba con urgencia un baño. Tere me dijo dónde estaba y fui de inmediato. Pero ni bien me senté en el inodoro noté que había olvidado quitarme los zapatos y entré en un dilema de resolución difícil. Antes de que pudiera hacer algo, sin embargo, abrió la puerta Maria. Me espanté, se asustó. Creo que se disculpó. En una fracción de segundo me pregunté si Maria necesitaría el baño o si habría venido por otra cosa, hasta que la abuela dio una pista: antes de cerrar la puerta, me hizo señas para que me quitara los zapatos. 

Ya solo y sentado en la taza, agotado, me descalcé, caminé hasta la puerta y coloqué el seguro. Después fui al lavamanos. Había una máquina dispensadora con tres botones descritos en alemán. Intenté concentrarme y dar con el que servía para que saliera el chorro de agua. Uno decía «trockner», otro decía «seife» y el tercero decía «wasser». Lo asocié con «water» y toqué, a esa altura, como si estuviera gatillando una ruleta rusa en la que no estaba en juego mi vida sino mi dignidad. Era agua.

Volví más aliviado a la mesa. Ni bien me senté, el familiar que me había olfateado tomó un bolígrafo y una servilleta de papel y dibujó un perro, un gato, una gallina y una manzana, y debajo de cada dibujo escribió, con mayúsculas, la palabra correspondiente en alemán. Luego pronunció una tras otra, vocalizando lentamente, y me invitó a que pronunciara con él. Lo acompañé: «HUND». «KATZE». «HENNE». «APFEL». Hasta que Tere interrumpió la lección y le dijo algo al tío, enojada, y el tío se guardó el bolígrafo, me dejó la servilleta y dio por terminada la clase. 

En un intento cansino por salir de ahí, viendo que el almuerzo estaba acabando, me acerqué a los abuelos y ofrecí levantar los platos de las mesas y llevarlos hasta la cocina. Rudolf aceptó y propuso algo más:

—También puedes colocar los platos dentro del lavavajillas. ¿En Sudamérica se venden? —me preguntó, a través de Tere.

Pensé en el robot y me bajó la presión. Quizás todos sabían lo que había pasado y trataban de darme otra oportunidad, la chance de demostrar que no era un analfabeto tecnológico. Respondí que en mi país vendían lavavajillas pero que no era común tener uno en casa. Rudolf hizo un gesto de sorpresa y luego me dijo:

—¡Te vamos a enseñar a usar éste!

Los abuelos, Tere y yo recogimos la vajilla y la llevamos hasta la cocina. Cuando Maria abrió el dispositivo vi que adentro había cestas.

—¡Comencemos! —propuso Maria.

Empecé a sentir un terror desmedido: supongo que eso es un trauma. Calculé cuánto saldría un lavavajillas mientras colocaba un plato grande, con migajas de milanesa, en la cesta superior. Maria recogió el plato que había puesto:

—No, no. Los platos grandes y los sartenes no van arriba. Tienen que ir en la cesta inferior —dijo y los acomodó abajo. 

Rudolf tomó tres platos pequeños:

—Los platos de postre, los vasos y las tazas de café van en la cesta superior —agregó y acomodó arriba unos platos chicos con restos de tortas. 

Maria me mostró unas cáscaras de banana, que al parecer eran colombianas porque me dijo en español:

—Colombia, tú Colombia.

No sabía de qué me hablaban. Yo solo quería meter un plato en el lugar correcto.

Ich Ecuador. Nein Colombia —corregí.

— ¡Ecuador, Ecuador! ¡Galápagos, Galápagos! —gritó Rudolf.

—Ecuador, Galápagos —asentí.

La cáscara de banana fue puesta en un envase plástico junto a otras cáscaras de papas y cebollas. Mientras ellos se iban a seguir recogiendo vajilla, yo agregué al envase de residuos orgánicos unas cáscaras de limones que había encontrado en un plato. Minutos después, Tere me dijo que el abuelo estaba preguntado quién las había colocado ahí. Empecé a temblar.

—Por favor, ¿puedes decirle que fuiste tú? —le pregunté a Tere.

—No. Vas a decirle que fuiste tú —me respondió. Sus favores jamás incluyen hacerse cargo de las responsabilidades ajenas.

Alcé la mano para culpabilizarme. Rudolf me retó y dijo que nunca más lo hiciera: esos restos orgánicos reunidos eran para el compost y los cítricos perjudican el proceso, explicó. Asentí en silencio. 

El lavaplatos ya estaba lleno. Maria abrió el dispensador y arrojó una pastilla. Tere explicó que esa pastilla tenía doble función: limpiar y abrillantar. Y apenas lo dijo se agarró la cabeza:

—¡Olvidé tomar la pastilla ayer!

Yo necesitaba un descanso. Era todo lo que podía pensar: un descanso. 

—¿Cómo? —dije.

—No tomé la píldora, preguntémosle qué hacer a mi madre. 

—¿¿Qué??

—Mi madre me recomendó la pastilla. Ella sabe.

Bien. A todas mis preguntas de esos días —si la relación era viable, si era factible conciliar dos culturas situadas en las antípodas— ahora se agregaba esto. 

—Ya venimos, abuelos —avisó Tere y me tironeó del brazo.

—¡Aún no termina la clase del lavaplatos! —gritó Rudolf, pero ya estábamos lejos. 

En el living, Tere llamó a su madre y le explicó la situación. 

—¿Cuántas horas te pasaste? —le preguntó Birgitta.

—Veinte.

—Pasadas doce horas, hay riesgos —siguió—. ¿Tuvieron sexo ayer en casa? 

—Por supuesto, madre. No nos vemos hace tres meses.

Por primera vez en todo el viaje, hablaban en inglés entre ellas. Quizás porque el tema ameritaba que me incluyeran. O tal vez porque querían que entendiera mi cuota de responsabilidad en ese olvido. Birgitta le dijo que, en estos casos, había que duplicar la dosis: tomar dos pastillas consecutivas. Tere siempre las tenía en su cartera así que en unos minutos las estaba tomando. Mientras, Birgitta me habló:

Artur, tienes que usar preservativo durante los siguientes siete días. Luego no es necesario.

—Sí, señora. 

Nos acomodamos en la mesa del living. La prima más chica de Tere, una niña rubia y lacia de unos seis años, se acercó para mirarme el cabello. Parecía analizar lo que veía. Estiró su brazo y yo agaché la cabeza para permitirle agarrar unos rulos hasta que Tere, incómoda, espantó a su prima con la mano para que se fuera. 

Luego los abuelos se pararon de sus asientos. Rudolf pidió la atención de los invitados, dio un discurso y al terminar nos invitó a chocar los vasos cerveceros de medio litro. Después se dirigió especialmente a Tere y a mí, e hizo un gesto para que nos acercáramos. Al parecer Tere dijo que no. Pero Rudolf insistió así que nos pusimos de pie y caminamos hacia él. Fue entonces que el abuelo se colocó entre los dos, nos abrazó y me dijo algo. Tere me lo tradujo: su abuelo quería que dijera un discurso en español, quería escuchar cómo sonaba.

Olé, chico —me animó Rudolf e hizo el gesto de un torero que flamea su capa roja. Yo, con el cuerpo duro y las miradas expectantes del resto, dije esto:

—Les agradezco por la invitación. Son personas muy interesantes. Me siento bien recibido en esta familia. ¡Viva la cumpleañera!

Tere tradujo y escuché un «ohhh» de coro, como si esas palabras les hubiesen llegado. Volvimos a nuestros asientos y los minutos pasaron en barranca abajo, como si ya hubiera llegado a la cima de la montaña y ahora solo restara dejarse llevar. Luego del café, finalmente, se hizo la hora de irnos. Tere y yo caminamos entonces hacia los abuelos y en una breve ceremonia diplomática les entregué un dulce de leche Vacalin. Maria miró el frasco extrañada. Quise decir algo sobre el «ser argentino» pero no quise sumar confusión y seguí callado. En ese momento Rudolf me abrazó con énfasis y Maria se sumó mientras le guiñaba un ojo a Tere. 

Du hast einen guten Fang gemacht… —le dijo: «Hiciste una buena pesca».

El veredicto, entonces, había sido positivo. Y sin embargo me quedé pensando en esa frase durante el viaje de vuelta. 

«¿Y yo?», me dije finalmente. «¿Qué saqué yo del mar?»

Escrito por Arturo Cervantes
Ilustrado por Rodrigo Luján
Aparece en

Temporada 2, Número 06

Esta es la sexta entrega de la 2ª temporada de la mejor revista de literatura y periodismo, sin publicidad y financiada por sus lectores. Son 212 páginas dirigidas por Hernán Casciari y Chiri Basilis, con la dirección de arte de Horacio Altuna y María Monjardín.