Relato de ficción
Tu regalo de navidad
Nahuel me llama desde el fondo de la casa de sepelios. Parece urgente. Voy rápido, aunque estos zapatos nuevos me aprietan y me hacen doler los pies. No quiero quedarme mucho tiempo hoy, necesito que todo termine rápido y volver a casa.
Cuando llego al fondo me lo señala con el dedo donde tiene la alianza:
―Mirá bien ―me dice.
―Sí, otro más. ¿Qué pasa con eso?
―¿No lo ves?
―No. ¿Qué pasa?
―Se mueve. Tiene voluntad.
Nahuel me pasa la mano por la cintura y me acerca al cajón.
―¿Para esto me llamás? Tengo que empezar el servicio en un ratito y me falta hacer mil cosas, Nahuel. Ponete a laburar y preparálo bien, ¿querés?
—Pero mirálo bien. En serio: tiene voluntad este cuerpo.
Me tiene harta con sus paranoias que son puras boludeces y me demoran el trabajo que tengo que hacer. Se cree que porque es hijo del dueño puede pedirme cualquier cosa. Siempre me jode con algo para tenerme cerca o para toquetearme, como recién que me rozó el culo con la mano. Se cree que me calienta o que me hago la tonta. Me parece que no fue una buena idea habérmelo cogido o haber aceptado estos zapatos de mierda que me están destrozando los pies. Nahuel es un pendejo, pero entiende todo: la tocada de culo y el soborno del regalo.
Hay tipos a los que no les entra en la cabeza que una solo se los quiere coger y nada más. Y que ese encuentro es pura gimnasia para una y casi que no tiene nada que ver con ellos, no importa si te gusta o no el tipo. Se trata de estar en el momento justo y que te encuentren dulce, dispuesta, picarona. Después te hablan de amor, los pelotudos, como si una hubiera nacido ayer y todavía pintara corazones con fibras de colores en los asientos del bondi. Los tipos no la cazan a la onda esa, quieren hacerse los dueños del romance, te chamuyan sin onda y después todo se vuelve algo sin gracia, horrible. Hablan de verse, de pareja y es un espanto total. Yo no quiero saber nada con eso. Ya pasé por esa etapa y sé cómo es y me pudrí mal. Y explicarles esto es un dolor de ovarios, ya no me gusta, no les tengo paciencia. Los corto y ya. Y si salen lastimados, bueno, mala suerte. Allá ellos.
Yo solo soy la madre de mis hijos: dos varones y una nena. De ningún tipo, que se busquen su propia mami. Otra mina, no yo.
Toti y Agustín ya me contaron qué quieren. Increíblemente se pusieron de acuerdo en una cosa y hace unos días me pidieron la Play que acaba de salir. Me dio ternura verlos uno al lado del otro sin pelearse, Agustín cada vez más alto y Toti cada vez más flaco, hablando de lo mismo, como hermanos que son. Cuando les dije que sí, que se las iba a comprar, se pusieron muy contentos, casi con exageración, porque ellos la verdad que no son de pedir mucho porque ya se los expliqué bien que yo no tengo plata. Lo que cobro lo pongo en la casa, para la comida, el alquiler y no me queda para nada más, ni siquiera para mí que tengo la piel y el pelo hechos un desastre. Después, ellos se fueron a jugar con el celular al patio y yo me fui al baño a llorar. Soy una boluda con estas cosas.
No sé de quién habrá sido la idea de la Play. Seguro que de Agustín porque él es el más grande y a quien más lo escucho hablar de los juegos en red, internet y esas cosas. Toti igual escribió la carta. Aunque yo ya hablé con él hace tiempo y le expliqué bien para que no le resulte tan traumático. De todas formas, le gusta escribir la carta y cumplir con todo el ritual del arbolito, el pesebre, la estrella, y todos los chiches. Y eso es un problema porque me doy cuenta de que no quiere crecer. Ya me duele pensar todo lo que va a sufrir con el paso del tiempo.
No quiero pensar más en eso.
El tema que me preocupa en serio es Nadia. Ella está por cumplir los quince y estoy segura de que quiere la fiesta. No me lo pidió, pero yo sé que la quiere con toda su alma. Porque es como que se preparó toda su vida para este momento. Una sensación que creció y creció adentro suyo con fuerza. Fue algo que yo nunca le frené, más bien todo lo contrario: hubo veces que le hablé de eso como si fuera la única experiencia hermosa de la vida.
Desde que el padre se fue de casa nunca pude volver a festejarle los cumpleaños como a ella le gusta. Y ahora esto de los quince (con el salón, el vestido, y toda esa ceremonia) me resulta imposible.
El tipo que pagó el servicio esta tarde, que es el tío del muerto según me dijo el dueño, no aparece. Y ya es hora de arrancar. Le avisamos bien cuándo empezaba esto. No se lo veía muy dolido ni nada cuando salió del local después de pagar todo.
Es medio raro, pero igual a veces pasa: ya está todo armado, pero no aparece nadie en el velorio.
A mí qué me importa.
Es menos trabajo y eso después es bueno para mí.
Sobre todo ahora que me duelen los pies por los zapatos. Lo mejor va a ser quedarme quieta y pensar en otra cosa. Por ejemplo: en por qué me cogí al pendejo de Nahuel que ahora me hace caritas bobas desde la vereda. Creo que lo desprecio en este preciso momento.
Mejor no, mejor pienso en otra cosa. Igual, ¿para qué sirve pensar cuando ya estás medio enterrada en la mierda? Qué risa, justo con uno del trabajo. Genial que está vacío así nadie me ve con mi cara de divertida.
Yo mejor me quedo acá al lado de la mesa con el jugo y los sanguchitos de miga porque además está el aire acondicionado y también es el mejor lugar para vigilar lo que pasa en el salón y la puerta que da a la calle por si entra alguien.
Me gusta que este servicio ocurra en el salón más chico porque puedo controlarlo bien y al final resolverlo y limpiarlo enseguida. Puedo juntar más rápido lo poco que hay para volver a casa.
Espero que Nadia se haya acordado de comprar toda la comida que le pedí. De sus hermanos no puedo esperar nada. Igual sé que es mi culpa, los crié así como para que dependieran siempre de mí o de su hermana mayor. ¿Por qué? Creo que lo arruiné todo.
En fin: ahora con eso otra vez no. La cabeza no me da más. Los pies tampoco.
Miro una vez más el cajón. Ya sé de dónde me suena esa cara: es un chorro del barrio. El dueño me contó que el tío le contó que murió porque el amigo se puso a jugar con el arma cargada. Se la puso en la sien y ¡pum! Supuestamente fue sin querer porque no sabía que estaba cargada. La cosa es que un pibe está en el cajón más barato de todos y el otro prófugo buscado por la policía.
«El cuerpo tiene voluntad», me había dicho Nahuel. Me acuerdo de eso ahora. Por un segundo me tiento para mirar más de cerca al muerto, pero no, mejor no, mejor me quedo abajo del aire acondicionado.
Bueno, ahí entran dos señoras.
Ya me estaba aburriendo.
La verdad es que cuando entré a trabajar acá Nahuel me pareció un lindo pibe. Tan cogible como cualquiera que veía por la calle, en el bondi, en la tele o en el Face: alguien agradable del que te olvidás a los pocos segundos que giraste la cabeza y miraste otra cosa.
«Él te va a ayudar, van a laburar juntos», me dijo el dueño el primer día. Yo no tenía experiencia en una casa de sepelios. Solo había ido al velorio de mi viejo, y ni siquiera entré, porque vi todo desde la vereda.
Al poco tiempo me di cuenta de que no importaba no haber tenido experiencia, porque lo que tenía que hacer lo podía llevar adelante cualquiera: ordenar, limpiar, estar atenta y cuando entra la gente al servicio servirle agua o jugo o café o, si lo necesitan, escucharlos un poco. Nahuel se encargaba de preparar los cuerpos y dejarlos presentables para el servicio.
Hubo días en los que se amontonaron los cuerpos y los servicios y lo tuve que ayudar a Nahuel porque no podía solo con todo. Y ahora que lo pienso no me costó nada tocar los cuerpos fríos y algunos llegaban muy destruidos. Tal vez es un don que tengo. Aunque mi mamá siempre me decía: «Vos sí que tenés estómago, Sol, te aguantás cualquier cosa». Después me decía lo mismo, pero por los chicos con los que salía. Pero esa es otra historia.
Por ayudarlo a Nahuel a preparar los cuerpos empezamos a hablar un poco más de nuestras cosas. Yo no le contaba nada de mí y todo el tiempo le inventaba algo. Él tiraba reflexiones sobre la muerte y la «materia fugaz» del cuerpo. Y ahí, con esas giladas, además de parecerme lindo ya me pareció simpático y más tarde no tan boludo para su edad. Incluso pensé que era maduro. Caí en esa.
Fue un día que tuve varios servicios seguidos, estuve dos días sin volver a casa, extrañaba horrores a mis hijos y entre los cuerpos nos rozamos un poco, se me acercó, me besó, me agarró el culo medio a lo bestia, con torpeza, como hacen los pajeros y dejé que pasara todo lo demás. Estaba caliente, caliente en general.
Pasó rápido. Los pendejos no saben coger y acaban enseguida. Pero me hizo bien para despertarme un poco y sentirme deseada.
Después me di cuenta de que eso había ensuciado la relación laboral y también había roto el compañerismo del principio. Ahora Nahuel me busca todo el tiempo para repetir lo mismo. Le cuesta entender las cosas; no es no y punto. Pensé en hablar con el dueño sobre la situación, aunque no sabría bien cómo explicarle que me había cogido a su hijo y que ahora me complica el laburo.
Una es la madre y la otra es la tía. Me lo dicen sin emociones. No quieren nada de lo que les ofrezco: ni jugo ni sanguchitos. También les convidé café a pesar de este calor. Por las dudas. Tampoco aceptan. Me hablan con cierta rigidez, como si el asunto de los sánguches, el jugo y el café fueran de mala educación. Eso tampoco me importa demasiado. Con el correr de los servicios te volvés inmune a cualquier cosa, incluso al maltrato.
Se sientan una al lado de la otra, a una buena distancia del cajón. Como si todavía buscaran fuerzas para acercarse ahí. La expresión de sus ojos es de un vacío total. Sobre todo la madre que parece bastante vieja. ¿Será realmente la madre o en realidad es la abuela? Y si es la abuela, ¿por qué mentiría que es la madre? ¿Porque lo crió? En este barrio nunca se sabe. La gente oculta todo.
No me importa.
Yo vuelvo a quedarme cerca de la mesa y debajo del aire acondicionado. Es liberador saber que la gente no me necesita. En ese viaje de ida y vuelta los pies me dolieron tanto que pensé que iban a estallar.
Tengo que concentrarme en algo para que este dolor no me destruya.
Ya sé.
Un pollo grande, cuatro chorizos, un kilo de papas, algunas zanahorias, una lata de arvejas, una mayonesa grande, un kilo y medio de pan ―Agustín tiene que parar con los atracones de pan―, dos gaseosas, una sidra para el brindis y un fernet para mí, para bajar un poco después de los cohetes de las doce. No es mucho para que se lo olvide una pibita de catorce años que sabe de memoria hasta el DNI de sus amigos.
Siempre me llamó la atención eso de Nadia: su memoria. No se olvida de nada. Y eso lo incluye a su papá: no le puede perdonar que se haya ido de casa. Por eso no le responde los mensajes o le corta el rostro cuando la va a esperar a la salida del colegio. Y encima el muy sorete iba sin avisarme. Por suerte ya no lo hace más. Tuve que amenazarlo con meterle abogados y hacerle juicio para que cumpla con lo que le correspondía de manutención y por eso dejó de hacerlo.
Para la Play ya tengo la plata juntada. Pero para el cumple de quince de Nadia no voy a llegar. Es una montaña de guita. En una de esas hay que esperar un año más. No llego ahora. Pero qué, ¿le voy a festejar los quince cuando cumpla dieciséis?
La puta madre.
Y encima no sé cómo se lo voy a decir.
Mejor se lo digo otro día. Esta noche no. La Navidad la pone contenta a Nadia. A sus hermanos también.
La madre decide acercarse al cajón y llora y grita tan fuerte que de pronto aparece Nahuel como asustado y me pregunta si está todo bien en el salón:
―Sí, es la madre con su hijo: despidiéndolo. ¿Todavía no te acostumbraste a los gritos?
―No, no es eso.
―Vos estás desde antes que yo acá. Para vos debería ser normal esto.
―Estaba distraído preparando todo para cuando se vayan estas así nos vamos a festejar a casa. ¿Te gustó tu regalo de Papá Noel?
―Me aprietan.
―Pero son lindos, ¿no?
―Me aprietan, Nahuel.
―Te tendrían que gustar: me salieron carísimos.
Como no le contesto nada se va mientras la que dice que es la madre sigue llorando y gritando cosas que solo ella entiende.
La tía, de pronto, se acerca lento y me susurra al oído que le sirva un poco de jugo y le dé un sanguchito.
La casa de sepelios me queda cerca de casa. Por suerte. Son diez cuadras nomás, pero con estos zapatos parecerán miles de kilómetros.
Me pregunto por qué no me traje unas zapatillas o algo más cómodo para cambiarme.
En la vereda, Nahuel se quiere despedir con un beso en la boca. Me da pena. Igual se lo doy:
―Tomálo como tu regalo de Navidad. Es lo último que te doy ―le digo.
Me voy caminando despacio y cuando llego a la esquina me doy cuenta de que no puedo caminar más. Son los zapatos de mierda.
Me los saco y los revoleo. Caen en una zanja.
Me siento sin fijarme dónde. Me masajeo los pies. Ya no pienso en nada.