Celosos digitales

Columna de opinión

Celosos digitales

Eran mejores los tiempos en que no sabíamos dónde estaba nuestra pareja, ni con quién, ni haciendo qué. Todo el mundo era cornudo, pero la tecnología no te metía el dedo en la llaga.

Escrito por Guido Carelli Lynch
Ilustrado por Alfredo Martirena

Pensaba que los celos eran cosa del pasado hasta que un galán quiso seducir a mi novia en Twitter. La frase suena patética ahora que la escribo, pero no por eso duele menos. No solo duele: cada vez que reparo en ella me provoca ataques de acidez y una lista de afecciones escatológicas que no pienso revelar. Los celos arden. No es extraño que los romanos hayan usado la misma palabra para nombrar tres cosas en apariencia tan distintas: llamaban zelus al ardor, al celo y a los celos.

Un celoso es ante todo una persona de fe. También es lo más parecido a un hipocondríaco, alguien que no precisa estar realmente enfermo para padecer. Es un alma que no encuentra consuelo en el hecho objetivo de que la enfermedad no existe: de todos modos sufre y sospecha. Lo sé porque soy celoso.

Un celoso es ante todo una persona de fe.

Sospecho que este galán no es el único de los trescientos siete seguidores de Beatriz interesado en ella. Pero es el primero que se atrevió a coquetear impunemente frente a todo su timeline. Frente a mí. Lo peor es que es un colega. Ella jura y perjura que nunca lo ha visto personalmente. Yo sí lo he visto porque cada tanto va al diario en que trabajo para facturar. Sé, a mi pesar, cuánto gana. Claro que no se atrevió a avanzar sobre ella directamente. Hubiese sido más digno. Pero él, un huevón que pisa los cuarenta, prefiere tirotear desde su casa, frente a una pantalla y en ciento cuarenta caracteres. Es ingenioso y escéptico, como la estética aforística que la red social demanda.

Beatriz no me permitió dar rienda suelta a mis celos. Al principio, inocente y desconcertada, dejó que planteara libremente mis especulaciones, mis preguntas y mis ironías afiladas. Después de todo, en el año y pico de noviazgo que llevamos nunca le había dado motivos para sospechar de mi neurosis. A partir de entonces, mis provocaciones se multiplicaron: me desboqué y viví mis celos fuera del corsé de mi naturaleza travestida de joven posmo. Me cansé de las bromas inocentes y empecé a largar veneno. Me entregué con todas mis fuerzas al melodrama del despecho. Por un rato fue un alivio, menos para Beatriz. Su paciencia empezó a agotarse.

—Me aburre ya —me dijo, como quien da un ultimátum. No necesitó agregar nada más. No la entendí del todo, porque es imposible aburrirse de un celoso. Un celoso es, antes que nada, un tipo con una imaginación prodigiosa.


En las madrugadas en mi casa espié el perfil de Beatriz, que entendió el mensaje y no volvió a escribirle al galán, o al menos tomó las precauciones para que yo no me enterara. En cambio, su fan parecía no necesitar de sus respuestas. Contestaba solo —en un diálogo sordo— los tweets compulsivos de Beatriz. «Ah, qué placer. @beatriz quejándose de algo. Significa que el orden natural del universo se mantiene en eje», la invocó de pronto el galán, en público. Eso fue un jueves a las tres de la madrugada. Repetí en silencio mi exorcismo privado. Insulté a su familia, golpeé la mesa, cerré con violencia la notebook y volví a abrirla. Me tomé dos whiskies y un ansiolítico para apaciguar la locomotora que me presionaba el pecho, del lado de adentro, queriendo salir.

Estuve cerca de contestarle vía Twitter, pero me convencí de que en ese estado era mejor no dar batalla. Maldije a Beatriz y pensé en recriminárselo a esas horas, pero la frase «me aburre ya» retumbaba fuerte en mi cabeza. Me pude dormir dos horas después, cuando el combo tóxico surtió efecto y el día empezaba a aclarar.

Desperté decidido a pedir ayuda. Como siempre en estos casos de soledad desesperada, probé primero con google. Encontré noticias inverosímiles. Como un artículo publicado en el diario El Mundo, de Madrid, sobre un estudio que aseguraba que los hombres de baja estatura y las mujeres altas son los más propensos a sufrir celos. Intenté calcular cuántos celos cabían en mi metro setenta y ocho. Aparentemente la investigación también demostró que los menos musculosos y las más gorditas son también quienes más pelean por sus relaciones. Lo verdaderamente desconcertante de la nota era la foto de Uma Thurman y Danny de Vito abrazados.

Inicié la sesión de Skype y llamé a Barcelona. Me comuniqué con mi tío Adolfo: filósofo, profesor de estética, exiliado argentino de izquierdas y, ya en España, residente de derechas. Adolfo está maduro, tiene sesenta y tres y un cáncer de próstata. Tiene además dos hijos, dos matrimonios que colapsaron y una lista interminable de amantes. Es una de las personas que conozco que más goza de la vida. Desde hace unos meses, sin embargo, anda de capa caída, no por el tumor y la radioterapia, sino porque su última novia, treinta años menor, lo dejó por otro, a quien él llama «el maromo».

—Diga —contestó Adolfo.

—Hola tío —devolví sin identificarme.

—¿Qué hacés, rigatone?

—Escucháme, vos que sabés todo, ¿de dónde vienen los celos?

La pregunta era sencilla y directa. Así nos entendemos siempre. Adolfo, que está realmente convencido de que lo sabe todo, largó un bufido o una exhalación con balbuceos.

—Los celos no vienen de ninguna parte: están allí porque somos seres finitos. Hay que aceptarlos con resignación, tener la nobleza de sentirlos y, al mismo tiempo, contenerlos, para no enloquecer al objeto de nuestros celos.

Su serenidad y mesura me dejaron perplejo. El que hablaba como Adolfo no sonaba para nada al Adolfo que conocía.

—A veces no se trata de que uno tenga celos, sino de que la mujer es una perra —dijo al fin, rompiendo el hechizo—. Y otras veces son proyecciones de nuestras propias faltas. Por cierto, mi experra es muy celosa. Un monstruo. Porque está loca. Así que cuidado con los celos —me advirtió antes de terminar abruptamente la llamada. Entre las locuras de «la loca», que no es loca sino bipolar, hay que considerar sin dudas el haberse enganchado con un delirante como Adolfo.


Es difícil, pero es posible morir de celos. Mi perro Valentino, un cocker spaniel negro y el animal más neurótico y entrañable que jamás conocí, enfermó por mi traición. Un mastín napolitano llegó a casa y tuve que repartir el cariño que antes era solo para él. En dos semanas le apareció un tumor en el hígado, con metástasis: no hubo nada qué hacer. Enseguida comenzaron a fallarle las funciones neurológicas. Valentino, hasta el último día, en el que ya no podía mantenerse en pie, ladraba con alegría cuando le enseñaba la correa para pasear. Se murió un doce de abril, él tenía doce años y yo dieciocho. Nunca había llorado tanto. Odié al veterinario homeópata, que quiso combatir el cáncer con globulitos, y me odié a mí, por la culpa que todavía siento. Lo cierto es que Valentino no murió por el tumor ni por la casualidad. Lo mataron los celos.

Yo no pensaba correr la misma suerte. No quería perder a Beatriz ni a mi salud, que con los nervios de la sospecha empezó a fallarme. «No sé si es una gripe o estoy somatizando», le dije a Ariel.

Ariel fue mi compañero de banco durante todo el secundario, pero nos dejamos de ver por culpa de sus celos. Le gustaba Eva. Yo lo sabía y no hice nada por impedir que se fuera con Fernando, otro amigo. «Son cosas de chicos», me dijo la tarde que nos reencontramos varios años después, luego de contactarnos vía Twitter. Ariel es programador de sistemas y lo más parecido a un hacker que conozco. Además, es pícaro y travieso. Es la clase de gente que en la escuela volaba inodoros.

—Escucháme, ¿podemos reventar una casilla de mail?

A Ariel se le iluminó la cara.

—Me quiero cargar al tipo que se quiere levantar a mi novia. ¿Podemos hacer eso? ¿Podemos quemarle la computadora con troyanos? Se la buscó, no pasó nada, pero se la buscó. Que sufra, yo estoy peor. ¿Podemos?

—Podemos.

—¿Podemos hacerle mierda su Twitter? ¿Quedarnos con su cuenta?

—Podemos —sonrió.

El corazón me latía rápido. Cosas así ocurren todo el tiempo y la mayoría de las víctimas se resigna a llamar a un técnico sin saber nunca por qué les pasó a ellos. Es como el cáncer. Ariel estaba dispuesto a hacer lo que le pedía, sin correr ningún riesgo. Solo entonces se me ocurrió que si accedía a la cuenta del galán para destruirla (y destruirlo a él eventualmente), bien podía comprobar antes si Beatriz había mentido, si era cierto que no habían tenido más contacto que esos pocos tweets. La idea me aterrorizó. «No pasó nada, pero se la buscó», había dicho. ¿Y si había cientos de mensajes privados? Con seguridad habría alguno por lo menos. ¿Habría?

Contemplé a Ariel con admiración. Si yo tuviera sus saberes, esa habilidad para infiltrarme y controlar, nunca descansaría. Me sentí enfermo y le dije que mejor le diéramos una semana más de vida al tipo, a ver si todavía le quedaban ganas de seguir twitteando. Después de todo, lo comprendía; a él le gustaba mi novia y a mí también.


Acompañé a Beatriz a la estación del subte una mañana. Íbamos a pie por avenida Cabildo cuando me llamó la atención una revista en la vidriera lateral de un kiosco. Mujeres fuertes y libres, se llamaba. En letras rojas, su titular decía: «Dominá tus celos».

—Mirá —le señalé con una risita cómplice.

Festejó el chiste, aunque en realidad, sospecho, hubiera preferido que no existiera. Ella prueba mis celos. Yo, su tolerancia. El equilibrio es frágil.

—Debería comprarla, ¿no? —le dije.

—Ñoño —me insultó amorosamente.

Apuramos el paso porque llegaba tarde a trabajar. Caminamos en silencio y de la mano hasta Congreso. Nos despedimos con un beso largo.

Volví al kiosco y compré la revista. Apenas entré a casa me dediqué a desmenuzarla. Mientras pasaba sus páginas livianas, obvias y sin sentido, repasé los tweets que se robaron mi calma y la paz de mi relación con Beatriz. Porque tal vez ella tenía razón y exageré. Seguro. Sin motivos reales, se me había salido la cadena y había reaccionado a destiempo, por esos reflejos que tienen que ver más con quienes fuimos que con quienes somos; por esos cortocircuitos que se producen cuando el pasado se hace presente. Sucede, por ejemplo, cuando tu novia te llama igual que tu ex, ya sea para mimarte o para insultarte. Cuando un trozo de una vida anterior se cuela entre las neuronas. Es como un desacople temporal del cerebro. Así que estos celos, concluí, no eran por Beatriz ni por ese sinvergüenza. Eran los celos de siempre que me traicionaban, los que descubrí a mis catorce, cuando otro galán —de menor estatura pero un año mayor— se quiso quedar con mi novia de todo el secundario. Y casi lo logra. O esos otros, más enfermos, que nos profesábamos con otra ex, en una espiral sin remedio. Eran todos esos celos los que revivía ahora; pobre Beatriz.

Pero los tweets del galán y las respuestas de Beatriz que motivaron esta caída al vacío todavía estaban ahí, online, para el que quisiera buscarlos. Nunca los había podido ver con calma, como hasta ese momento. Leí cómo ella le festejaba sus ocurrencias y sus chistes, y él, claro, se los devolvía. Vi al patético exponiendo su historia de desamor con otra. Y a Beatriz que lo consolaba: «Ánimo», le decía.  El imbécil insistía: «No quiero tu pena». Toda la conversación —cada tweet y cada puñalada a mi orgullo en ciento cuarenta caracteres—  está teñida por ese tono insoportable que quiere ser chistoso e irónico para ver cuál de los dos es el más perdedor, porque por alguna razón los antihéroes son los preferidos de la multitud en Twitter.

Por fin, encontré un par de #FF mutuos.

Necesitaba hablar con alguien que no me juzgara, ni me escuchara en silencio.

No es extraño. Beatriz recomienda casi todos los viernes con ese hashtag a algún usuario que conviene seguir. Apenas un #FF y la cuenta en cuestión. Con él hizo igual. Nunca da mayores motivos. En rigor, las pocas veces que ha dado explicaciones, han sido guiños para mí; me recomendaba a mí. El galán, en cambio, precisaba por qué la recomendaba, también con un chiste. «#FF a @Beatriz, ya que hoy no podré jugar al ajedrez online, porque estoy muy ocupado».

Contuve la respiración y creí escuchar mi corazón otra vez. Ya conozco mis reacciones, miré de reojo la mesa con las bebidas, pero me convencí de que era muy temprano. Seguí bajando el cursor y husmeando la conversación ajena (pero pública) entre esos dos traidores, entre esos dos extraños. Porque así veía a esa otra Beatriz que escribía idioteces a deshoras. Retrocedí una semana y encontré una batería de comentarios entre ambos. Esa vez —es evidente por las tonterías que escribían— sí habían logrado jugar una o más partidas de ajedrez online. Yo estaba a catorce mil kilómetros, en Londres, de vacaciones. Intenté reconstruir paso a paso qué había hecho ese día, adónde había ido, con quién había estado. Ese día, como casi todos los de mis vacaciones, nos encontramos con Beatriz en Skype. Así que horas después, sin programa, se había quedado en su casa con una botella de vino y el universo virtual de su computadora. Primero en broma, después un poco más en serio, había desafiado a cualquiera de su timeline a jugar una partida. Entonces, entre todos, emergió esa víbora, que al cabo de algunas jugadas y otros tweets escribió: «@Beatriz #TeDijeTenésUnosOjosMuyBellos?». El siguiente mensaje también era de él. Esta vez le recriminaba: «No sabés aceptar un piropo». Y continuó: «#FueFraseDeCaballero». El resto es una pérdida de tiempo. Esa noche, además, y para coronar la traición, se hicieron amigos en Facebook.

Después de esa dosis de masoquismo, me convencí de las bondades de un vaso de whisky. Necesitaba hablar con alguien que no me juzgara, ni me escuchara en silencio; alguien con consejos y respuestas, aun equivocadas. Me conecté a Skype y volví a llamar a Adolfo.

—Diga.

—Hola tío.

—¿Qué haces, rigatone? Se te escucha apagado.

—Estoy mal, envenenado. No puedo más con estos celos de mierda.

Adolfo celebró la elección de palabras, porque nadie que hable castellano pronuncia «mierda» marcando las erres como los argentinos. En los últimos años el tema del exilio se le volvió cada vez más recurrente y la Argentina —la idea, no el país— se convirtió para él en una debilidad. Por eso «la loca», que es argentina, lo puede tanto.

—Mierrrrda —repetía entre carcajadas.

—¿Qué hago? —lo volví a arrastrar a la realidad de mi delirio.

—Ya te dije, ojo. Este boludo no te la robó y la vas a perder de tanto joder. Y tené cuidado, porque si seguís así, tu madre empezará a decirte que detrás de tus celos hay un deseo homosexual.

—¿Mi madre? ¿Por qué?

—Porque Freud lo dice y para tu madre, como para todos los psicoanalistas, es cosa seria. En tu caso y en pocas palabras, diría que el que en verdad te calienta es ese galán del que no podés dejar de hablar. Buscálo en internet, el artículo se llama algo así como neuróticos, celos y homosexualidad, de 1922.

—Lo voy a buscar —iba a cortar pero pregunté por cortesía—: ¿tus cosas?

—La loca llamó hace unos días, arrepentida. Le dije que si quiere volver, me tiene que traer la cabeza del maromo y los huevos además.

Tomé coraje y otra medida y busqué en google el artículo de Freud. No tardé en encontrar cuatro páginas con el título «Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad». La primera frase es angustiante y tranquilizadora a la vez: «Los celos, como la tristeza, se cuentan entre aquellos estados afectivos que hemos de considerar normales». Celoso y triste, así me sentía, pero normal después de todo. Sin embargo, agrega Freud —y por ende mi madre—, existen tres tipos de celos, los normales, los proyectados y los delirantes. Creo que puedo ubicarme en el primer grupo: tengo una herida narcisista y temor a perder a Beatriz, mi objeto erótico, y quizá tenga también algún trauma infantil con mi complejo de Edipo, que Freud cita aquí.

Los celos proyectados, según descifré, provienen de las propias infidelidades o del impulso a cometerlas. Entonces reparé en que de las noventa y seis cuentas de Twitter que sigue Beatriz, apenas veinticinco son de mujeres. La proporción es más o menos la misma entre sus trescientos seguidores. En mi caso es igual. La mayoría de mis contactos son hombres, así que tal vez no sea del todo descabellado el asunto de la homosexualidad. Freud asegura que el celoso no considera que el flirteo sea un seguro contra la verdadera infidelidad y yo, después de dos copas, ya estaba de acuerdo. Los celos delirantes, por último, corresponden a una homosexualidad y ocupan con pleno derecho un lugar entre las formas clásicas de la paranoia. En tal caso, yo no estaba sufriendo por el amor de Beatriz, sino por el amor del galán. Por suerte —me felicité finalmente— ni Beatriz ni yo amamos a ese buitre malparido.


Una semana después me llamó Ariel.

—¿No vas a tomar represalias con este pibe?

—No, estoy tratando de superarlo.

—Me enteré de que hay un grupo para celosos.

Me contó que era gratis y en un hospital público. Ariel había investigado. El tipo que lo moderaba era una autoridad en la materia, sus talleres eran bastante famosos y tenía unos cuantos artículos publicados en los diarios más importantes del país. Era psicólogo social y además escritor. Tenía una obra de teatro en cartel y había guionado un programa de televisión de esos que marcan época.

—Es serio. Pero si querés le reventamos la casilla.

Le agradecí pero me negué, y una parte de mí sintió que volvía a defraudar a Ariel. Era la decisión que me liberaba. Era, en cierto punto, un acto heroico y magnánimo. Por un momento me sentí como la mujer iraní que se negó al ojo por ojo y a tirarle dos gotas de ácido a un pretendiente despechado que le arruinó la cara de la misma forma.

Esa tarde llamé al psicólogo del taller porque en verdad pensé que quería asistir. Elegí presentarme como periodista, porque eventualmente incluiría algo de lo que allí sucediera en este artículo. Me sentí obligado por aquello de la «ética periodística». Fue la última elección de una larga cadena de malas decisiones. Me dijo que fuera a la próxima reunión.

Me odié por mentir y sobre todo por mentir mal.

Mientras caminaba por las calles internas de ese hospital tenebroso y centenario, que nació para atender tuberculosos, me convencí de que era mejor presentarme como un celoso más. De lo contrario, corría el peligro de que el moderador me introdujera ante el resto de mis flamantes compañeros de neurosis como un espía dispuesto a ventilar sus miserias. Se inhibirían, no habría nada qué contar y yo tampoco podría disminuir mi ansiedad, mis celos. No esperaba ser el último en llegar, ni interrumpir el taller, y mucho menos la bienvenida de «el doctor».

—¿Vos sos Guido?

—No —negué sin sonar muy convincente—. Soy Nicolás. Nicolás Paganini.

—Me confundí —dudó un instante—.

Bueno, sentate.

Tuve que pasar entremedio de dos celosos para llegar al único asiento libre que quedaba, justo al lado del doctor. Me odié por mentir y sobre todo por mentir mal. Lo más convincente que se me ocurrió fue mezclar el nombre de mi hermano con el de su mujer.

Algunas consignas del taller eran casi teatrales. Estábamos sentados en círculo, éramos doce, y en grupos de dos, había que compartir el motor de nuestros celos y luego reproducir lo que habíamos escuchado, como si fueran nuestros. «Me llamo Nicolás, soy celoso», dijo como si fuera yo la señora de cincuenta años que me tocó como pareja. Se sucedieron los testimonios. Me impresionó el de una chica joven que estaba de novia con un policía. Según contó, él también era celoso y pensé que un celoso con una nueve milímetros en el cinturón debe ser complicado. A uno lo atormentaba el celular de su pareja, y otro reconocía con pudor que él mismo había estropeado su relación, luego de estallar por los comentarios que su mujer recibía en Facebook. También dijo —lo recuerdo bien— que «hay cosas que se supone que una pareja no debería hacer». No dijo qué y nadie se atrevió a preguntar. Al doctor, al que todos llamaban por su nombre de pila, nunca pude mirarlo a los ojos.

Una de las celosas quiso justificarse: «Es una cuestión de seguridad», dijo.

—A la gente segura también la cagan —devolvió de repente, implacable, un participante con pinta de llevar algunos años yendo al taller. Su antigüedad parecía darle cierta impunidad para emitir juicios categóricos, como si hubiera ascendido a un estadio superior de celosos.

El doctor explicó que el temor a la infidelidad es como el miedo a volar: si el avión se cae te morís, y si te engañan, no pasa nada. «Acá trabajamos el desapego, el no-hay-garantías; trabajamos toda la energía que ustedes gastan en controlar al otro, en concretar asignaturas pendientes y el amor hacia nosotros mismos.»

No fue capaz, de todos modos, de refutar la sentencia del colega.

Para apaciguar la ansiedad grupal se le dio por decir que el objeto sexual, si existe, es transferencial. Dos personas pueden atraerse, explicó, pero cuando hay una relación es porque ambos vieron una porción de madre o de padre en el otro. Tuve ganas de reprocharle su síntesis brutal del psicoanálisis para salvar mi honor, el de mi madre analista y el de Beatriz. La culpa que arrastré todo el taller, por mi mentira inicial, me lo impidió.

Después de una hora y media de autocompasión nos despedimos hasta la próxima. Al moderador lo saludé de lejos. En la calle me topé con Pedro, un celoso que en el taller había hablado poco. Caminamos juntos un par de cuadras. Él asistía hacía un año y, según me confesó, le había cambiado la vida. Quiso saber qué me había parecido.

—Bueno —me excusé— yo soy celoso pero no tanto.

—Todos decimos lo mismo.

Me hizo sentir como uno de esos drogadictos convencidos de su mentira: «Yo a la merca la manejo».

Pedro estaba con verborrea:

—En el taller no te lo van a decir, pero somos un poco psicóticos. Los celos son alucinatorios.

Me contó cómo había arruinado cuatro noviazgos, cómo en un tiempo le gustaba la joda y cómo se patinó la guita. Pobre Pedro, pensé. No sabía si invitarlo a comer o salir corriendo.

Nos despedimos y en el último furcio, me volví a presentar como Guido. «No, Nicolás», me corregí.

Pedro no registró el error. La mayoría de la gente solo registra lo que le interesa. Me sentí más sano, pensé en Beatriz y en el galán miserable.


Esa noche, en una parrilla de Corrientes, Beatriz y yo discutimos con altura, como dos esquizofrénicos.

—No sabés lo agotador que es hacerme el superado —le dije con un tono de confesión hiriente.

—¿Qué es eso de hacerte el superado?

—Vos no me entendés, porque no sos celosa —arriesgué.

—¿Querés que te cuente cuando se te fueron los ojos en el subte con una minita que no valía dos pesos? Me abrazaste para verle mejor el culo. Fue un horror, me deprimí —me dijo Beatriz—. Pero si me obsesionara por los dos millones de culos y las cuatro millones de tetas que te pasan por al lado en Buenos Aires, me tendría que pegar un tiro. ¿Qué querés que haga, que empiece a bloquear gente o que cierre mi cuenta de Twitter?

Inhalé profundo, más para tragarme mis palabras que para respirar. Buena parte de mí quería pelear, ir a la guerra, tirar la bomba atómica. Quería decirle lo bien que haría en bloquear a esa ave de rapiña, a ese patitas de lana, y no dirigirle más la palabra. Y por supuesto, de paso, podría haber concedido que no me parecía tan mala idea que abandonara Twitter.

Al culo anónimo no lo recordaba; Beatriz, en cambio no lo olvidaría porque vio en él una amenaza entre todos los potenciales culos que caminan a mi lado en la ciudad. Ella necesita pruebas, a mí me alcanza con la fe.

—Te prometo que no voy a hablar más del tema —le dije.

Un silencio incómodo nos acompañó hasta la puerta de su casa. Beatriz no se sorprendió por mi promesa, porque no creyó una palabra. Sin embargo, hasta hoy —que escribo estas últimas líneas— llevo un mes, cuatro días y algunas horas sin mencionar al galán. Sin alusiones, sin ironías y sin maldad. Las cosas han mejorado. El único problema son esos dos o tres galanes nuevos que la acechan otra vez, incansablemente, vía Twitter.

Ilustrado por Alfredo Martirena